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El hombre de negro
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El hombre de negro

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Tras su aventura en El último de Cuba, Rafael Sánchez, el protagonista de esta novela, efectúa su ‹‹segunda salida››, por decirlo al modo cervantino, desde el corazón de Europa (la Ginebra de 1957) en un periplo que lo llevará a Roma, Madrid, Santander, Nueva York, la selva colombiana y Brasil.
Con destellos de alta literatura (y alta cocina y altos poderes del Estado y de las finanzas internacionales), las tramas con trasfondo de espionaje que se suceden en la novela, son una máscara más para hablar del tema central del libro: el Mal, con mayúscula, y su carácter total, totalista y totalitario. El mal como ‹‹presencia real›› e incómoda, en un mundo que no quiere reconocerlo porque eso podría suponer el final de su precario equilibrio. Una galería de enormes personajes secundarios (muchos de ellos fácilmente reconocibles) y un villano al viejo estilo, Max Headpain, nos sitúan ante un espejo turbador, ¿de qué lado está Rafael, de qué lado el lector?
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento21 abr 2017
ISBN9788494666735
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    El hombre de negro - Jose Joaquín Bermúdez Olivares

    Transparente.

    Introducción

    Aunque concebida (sin pecado) originalmente antes que «El último de Cuba», este Hombre de negro, segunda salida (en orden cronológico) de Rafael Sánchez, puede leerse independientemente; se ruega, no obstante, por razones fácilmente comprensibles, que se lean ambos.

    Creo que ya no quedan anticuados freudianos, post-estructuralistas o críticos sobrecogidos que puedan achacar autobiografismo a este obvio artefacto literario; valga decir, en todo caso, que yo no soy Rafael y que las únicas aportaciones «reales» a esta historia son, paradójicamente, aquellas que en los capítulos múltiplos de tres nos presenta Mr. Beta (Pan Tau en el original checoeslovaco de 1969). Personaje de una serie infantil programada en España a principios de los 70 y que a mí, qué quieren que les diga, me daba miedo. He tomado de las reposiciones de aquellos capítulos en la red su sombrero, su atuendo, su apariencia general; sus aportaciones textuales son, obviamente, mías.

    Tampoco debo ocultar la procedencia de los datos que, sobre todo en los capítulos iniciales, se manejan sobre las peripecias del espionaje a mediados del siglo xx; las fuentes son bastante obvias:

    —«Servicios secretos». Plaza&Janés, Barcelona, 2000. Bardavío, Joaquín, Cernuda, Pilar y Jaúregui, Fernando.

    —«Los amigos de Franco». Tusquets, Barcelona, 2015. Day, Peter.

    —«El franquismo sin mitos». Grijalbo, Barcelona, 1981. Saña, Heleno.

    Sin olvidar la información abundante y dispersa sobre los generales de Franco y el Alto Estado Mayor. Si «El último de Cuba» no era una novela histórica, menos es esta una «de espías». Pretende componer un díptico (y si Rafael sigue con vida, quién sabe si un políptico como el de los hermanos van Eyck, esos primitivos flamencos) sobre el bien y el mal, los temas eternos de la literatura y de la vida. Si el primero hablaba del bien, la verdad, la belleza, la salvación y la santidad, este segundo habla del mal, la muerte, la oscuridad… Pero no quisiera ser como aquel pintor tan torpe que se veía obligado a rotular sus informes figuras para que el espectador pudiera identificarlas. Algún exégeta vendrá (dado el carácter de clásicos inmarcesibles que adorna a estos libros) para analizar fuentes primarias y secundarias, personajes en clave y rasgos numerológicos de su estructura (las casillas de la ruleta, los múltiplos, los onces futbolísticos…).

    Pero decía el maestro Dickens, hablando de una de sus propias novelas, que «piensan que estoy ansioso por ocultar justo aquello que estoy deseando revelar» y por tanto debo declarar que el doctor Knauf, un héroe de nuestro tiempo, es el investigador de los efectos de la talidomida, y que las víctimas de esta sustancia (agrupadas en AVITE) reciben aquí un modesto pero sentido homenaje. Por lo demás, cualquier coincidencia con la realidad es puro parecido.

    Laus Deo, Cartagena 2017

    Capítulo I: Par.

    Podéis llamarme Alberto si gustáis, ya no importa. Aunque en el tiempo de esta historia no hubiera podido escribirla bajo tal nombre —ni bajo ningún otro, me temo—.

    Pues, señor, la verdad es que todo empezó un 24 de febrero de 1957, aunque tal vez empezara antes, allá por Galilea.[1] Los diplomáticos, como los proverbiales maridos cornudos, somos los últimos en descubrir las novedades políticas; por eso, pese a estar más que advertido de la crisis de gobierno desde el pasado otoño, no supe de la salida de mi padre hasta que Miguel, el correo, lo confirmó.

    El nuevo Gabinete (ministerial) pocas sorpresas presentaba —era aquél un régimen previsible— más allá de la presencia militar en carteras como Industria u Obras Públicas. Mi padre hubiese preferido que su relevo fuera el finalmente agraciado con Comercio (tal vez porque eran tocayos), pero es norma que todo sucesor venga a trastocar la política precedente.

    —Un gobierno de plan quinquenal —resumió Rafael, que era al cabo mi tutor— durará un lustro.

    —¿Eso es sinónimo de estabilidad? —dije yo.

    —O de no tener ganas de cambiar las cosas —me respondió.

    Puede que algún lector muy bueno (o excepcionalmente malo) se pregunte por qué tenía yo un tutor si acabo de decir que mi padre vivía. No solo era Rafael un amigo de la familia —como el doctor del curso aquel de inglés— sino mi agente al mando dentro del Servicio. Precisamente mi padre había decidido que me faltaba pasar un año en el extranjero para acabar mi formación y mejorar mi dominio de idiomas, ¿qué mejor que Suiza para lo segundo y Rafael Sánchez para lo primero?

    —¿Nosotros seguiremos dependiendo del Alto?

    —Claro —respondió él—, y yo dependiendo del Teniente General.

    Observé un gesto de dolor en su rostro: un rictus que últimamente se repetía con alguna frecuencia. Le habían diagnosticado de PROGNAT (pitido en la región ótica no asociada a tinnitus).

    El invierno (contraviniendo la indicación de mi querido colega JB voy a hablar del tiempo), había sido muy suave en la zona del lago Ginebra; «la corriente del Golfo», como decía en burla Rafael. Yo vivía en la rue de Les Arts Florissants, ocupando unas buhardillas con otros dos «junior servicemen»; Rafael, tras su primera estancia en una pensión (ver ‹‹El último de Cuba›› en esta misma colección) se había asentado en un piso amueblado de la calle Beta, en un barrio de la zona nueva, con todas sus calles perpendiculares y nombradas según el alfabeto griego; aquella situación le era conveniente para sus repetidos viajes a Mont-roux, donde seguía su hija Pilar, la nieta —morganática, decía él— del Tte. Gral. (próximo Capitán General).

    Tal vez un lector futuro haya fruncido el ceño —ese gesto que sólo se ve en las novelas— ante la mención del Alto, sin más explicaciones. Dicen mis editores que las incluya ahora: no se trata de la calle del Alto, tan popular en los barrios bajos (que ocupan las zonas altas) de las ciudades con mar como Barcelona, Cartagena o Málaga, tampoco de un Alto Comisionado para los Refugiados (que resulta ser un señor bajito que vive en Suiza agradablemente refugiado él mismo), ni de un acrónimo para esconder el Antiguamente Llamado Tratado de la OTAN… ¿es un pájaro?, ¿es un avión?

    En realidad es el Alto Estado Mayor, a los efectos un chalet con piso bajo y principal en la calle Vitruvio (tantas veces mal escrita con –b– en todo tipo de textos por tipos que se creen premios Nobel como Juan Ramón para escribir con jota o como García Márquez para cambiar la ortografía del español, llamado ahora castellano). Treinta años después —añado yo ahora, el author, author!— de las aclamaciones teatrales, estaría en esa calle la Fundación Mamón Pareces, que tanto nos becara en tiempos más felices. Mientras Alberto y Rafael hablan es el General Caballero Cabanillas el responsable provisional del Alto; cuando el polvo del cambio de Gobierno se asiente será el futuro Capitán General quien pase a ocupar el puesto. Sería el segundo de tal rango además del Dictador (nunca hay segundos) tras recuperarse de una de sus crónicas crisis de salud y esperábamos o temíamos su visita en Suiza para un ‹‹cambio de aires›› de un momento a otro. Por ello —y ahora tiene el paciente lector recompensa por su comprensiva espera— el gesto dolorido de Rafael contaba con todo tipo de justificaciones: fisiológicas, familiares, profesionales y morales.

    —Entonces —pregunté para distraerlo—, otra reorganización burocrática en el servicio…

    —Claro —asintió Rafael—, seguramente la Sección Segunda (SS) pase a ser Sección Tercera (ST) y se creen cuatro (por mor de la simetría) ‹‹grupos especiales››, a saber: Externo, Interno, Laboral-Social y Universitario.

    —Con los intelectuales exiliados controlados por el último, presumo.

    —Eso mismo, y ahí entramos nosotros.

    Ginebra, bella ciudad situada en las orillas del lago del mismo nombre… no, tachar esto, era para un artículo de «Home and Away», la satinada revista que finalmente lo rechazó. Da capo:… Ginebra, no siendo capital estatal sino cantonal, no contaba con una «base» propiamente dicha; pero el Servicio había decidido tras los acontecimientos del año pasado que bien merecía la pena disponer de una sucursal de las bases de París y Berna. En la primera teníamos al comandante Arozamena, buen amigo de Rafael, en la segunda al joven y no tan amigo Azcona.

    —Con Arozamena tuviste la aventura aquella del monedero falso, ¿no? —pregunté «interrumpiendo el hilo de sus pensamientos».

    —Sí —contestó— una de las pocas ocasiones en que lo divertido y lo útil se dan cita en este oficio.

    La aventura (un tanto equinoccial) había ocurrido antes de establecerse Rafael en Ginebra, al ofrecer un anarquista español una maleta de dinero falso —varios millones de 1956— e información sobre las placas que permitió detener a varios miembros de la trama a mayor gloria del inspector Cocteau, nuestro contacto en la sureté parisina. El anarquista, que luego fue medio amigo de mi padre, no pedía otra cosa que poder volver a España libre de cargos ¡para montar un bar en la costa mediterránea! No aguantaba más el tiempo centroeuropeo… atavismos patrios.

    La no-base de Ginebra, decía —esto parece una receta de gin-tonic—, ahora que el servicio se ha pasado con armas y bagajes al whisky (tal vez con demasiado entusiasmo por parte de Rafael, si se me permite criticar a un superior), la no-base era ¡cómo no! un chalet con piso bajo y principal bajo el rótulo/tapadera de HSBC: Hispano-Suiza Bijou Corp. Un marbete multilingüístico que pretendía llamar la atención sobre lo improbable de su comercio para mantener alejados a los posibles incautos compradores de buena fe.

    Esta conversación tenía lugar en el bar del Hispano-Suiza, regentado por un argentino, aquel mismo Miguelito al que hemos llamado antes el correo (del zar) pues aprovechaba los presuntos viajes a España con la excusa de aprovisionarse para llevar y traer mensajes reservados. Exiliado con el General Rodríguez, aseguraba haberlo conocido en los buenos tiempos del Country Club, en compañía de una chiquita con la que el general se consolaba de la reciente muerte de su primera esposa. Llamaba «El Quilombo» a aquel pequeño local cuya especialidad era la raclette de queso manchego (particularmente inapropiado para tal efecto) y el chimichurri que en realidad adquiría en grandes envases en un supermercado de las afueras (el Makró) y vertía después en unos pequeños «convoyes» resultando siempre en churretones laterales. La conversación, decía, con Rafael acodado en la barra y yo respetuosamente en oblicuo izquierda, tenía lugar durante la hora de formación en criptografía (de cuya materia era su único alumno pues mis compañeros estaban en la especialidad de imagen y sonido) y a esta altura él había consumido ya una extraña mezcla de vino rosado, pacharán y ponche con hielo. La clase, práctica según Rafael, había sido llevada hábilmente hacia una anécdota verídica:

    «… esto debió de ser en junio —me contaba—, porque en el barrio Acho Tío, de las afueras de Ceuta, el calor era insufrible. El oficial al mando era Moracho, alias morito, y yo el experto criptógrafo… los dos indocumentados y pendientes de una avioneta monomotor en el aeródromo de Arrumi; el sujeto, un antiguo agente argelino, auténtico pied-noir. Para nuestra sorpresa apareció muerto de un tiro al poco de llegar nosotros y huimos por pies hacia la playa, temiendo más ser descubiertos por la policía que por el asesino ¡ese debía de estar ya al otro lado de la frontera!

    —¿Entonces no sirvió de nada?—le dije yo desanimado ante mi gaseosa de bolita.

    —Para un buen criptógrafo la escena de un crimen es un mensaje interesantísimo —contestó—, el flexo encendido a mediodía, el papel secante debajo y no encima del cartapacio… y unas letras en la pared medianera: «RACHE».

    —¿Rachel, era todo por una mujer?

    —No, hombre, no. Venganza en alemán, venganza alemana, una cosa wagneriana.

    —¡Pero, te estás quedando conmigo! Eso es de Sherlock Holmes… —(no se extrañen del tuteo, en el bar todos nos tuteábamos y todos pagábamos lo nuestro, sin escotes ni tonterías).

    —¡Muy bien! —respondió Rafael—. Precisamente vamos a seguir la clase con los «hombrecillos danzantes» aquellos de Conan Doyle y su aplicación a la criptografía.

    Miguelito había decorado el «Quilombo» de forma harto abigarrada: un afiche de Gardel que conmemoraba los veinte años de la muerte del cantante francés y la inevitable leyenda «Cada día cantás mejor»; varias efigies de San Martín (su héroe libertador por oposición a la antipatía que le producía Bolívar); varios discos de pizarra con tangos del propio Gardel y otros…, así como una foto dedicada de su ídolo futbolístico, Corbatta. Sin embargo, Di Stéfano era su bestia negra tras nacionalizarse español el año anterior. Pero seguramente, lo más original de todo aquel santuario era una foto desvaída en color sepia, según él de la coronación de Jorge V a la que habría asistido su padre, marinero entonces de la Armada Argentina. Ciertamente el propio Miguelito tenía unos cuarenta y ocho años y decía haber estado en el ejército combatiendo en unas sangrientas escaramuzas contra Bolivia, pero la aritmética y la geografía no acompañaban.

    El resto de la planta baja del palacete estaba atiborrado, para despistar, de objetos relacionados con la joyería: fotografías de ámbar, amatistas, esmeraldas, jade, jaspe, cuarzos (sobre todo de aventurina verde), rubí, zafiro, turquesa… y herramientas: limas, limatones, lijas, buriles, granetes, fresas…, todo ello prestado por la sección operativa y sus contactos con el Gremio de Joyeros de Madrid. De aquel gremio se decía que había instaurado un servicio de apoyo mutuo ante las incursiones de la Señora del Capitán General (del actual, si me siguen, no del futuro, hombre muy austero) «arramblando», como decía textualmente un documento interno, con las mejores piezas de sus exposiciones. Posiblemente era una leyenda urbana; las auténticas compradoras de joyas en aquella época eran las «artistas», ora motu proprio o modus vivendi, cuando se las regalaban sus admiradores calvos de fino bigotillo y gafas con montura metálica. Pero me estoy desviando de mi asunto, justo lo que aquella decoración de guardarropía intentaba ante posibles visitantes indeseados. El rincón favorito de Rafael por aquel entonces era un oscuro hueco de escalera que acogía el no menos oscuro póster de Servetus, conmemorando los cuatrocientos años desde su ejecución en la Ginebra dominada por Calvino.

    El único asiduo del Quilombo que desagradaba a Rafael, según me contó inmediatamente, era el Capitán Sanmartin (sic), que siempre explicaba su manía de escribir el apellido junto y sin tilde, por no recuerdo qué lejanos líos heráldico-notariales allá por Lore-Toki. Con una amplia formación, tanto civil como militar, su mala fama provenía de presuntas actividades A. I. (no de Inteligencia Artificial sino de Asuntos Internos); tal vez por ello pasaba tanto tiempo en el bar, siempre el mejor lugar para captar chismorreos. El capitán tenía un hígado de titanio y suponía una pésima influencia para Rafael, que en su presencia bebía aún más.


    [1] Este manuscrito llegó a la editorial en un sobre sin remite, no habiendo sido posible identificar al autor (Alberto, Rafael o un tercero), pues todas las gestiones se han realizado mediante el bufete ‹‹Acero hijos››, que ha mantenido total confidencialidad. (Nota de los editores, en adelante N. E.).

    Capítulo II: Pasa.

    Debo decir —me dijo Rafael—, que en esa presunta animadversión que me achaca Alberto no me reconozco. La panoplia de sospechosos habituales era muy brillante illo tempore y Sanmartin uno más entre ellos. Mis favoritos eran los de la kultur y los del fútbol. Grande fue la sorpresa al día siguiente de lo narrado en el capítulo anterior cuando supe de mi adscripción al INANE… Instituto Nacional de Arte Nuevo Español, ¡con el encargo de conseguir un Premio en la próximaTrienal Escultórica do Sertao (Estados Unidos del Brasil) para el vasco Jaun Atiza!, y además me tenía que ocupar de asuntos deportivos ¡yo, un mutilado de guerra!

    El primer documento de «archivo» que me facilitaron fueron dos páginas del Globo, diario de la tarde (en sepia) que se usaba para envolver los huevos blancos en el Quilombo: la crónica del partido España-Holanda (5:1) disputado el mes pasado. Más que el resultado se destacaba el debut —hay que decirlo en francés para mayor claridad— de Di Stéfano, que había conseguido tres de los goles (ahora que estoy jubilado me entero de que esto se dice con un anglicismo). Du côté del arte conseguí un tomo sin cubiertas y con ilustraciones en blanco y negro de los «Primitivos Flamencos» de Panofsky. La fecha del partido coincidía con la del acontecimiento que entonces realmente nos preocupaba, la muerte «en extrañas circunstancias» del General Evangelista Sánchez (nada que ver conmigo ni por lo uno ni por lo otro) en un hotel de Sabiñánigo tras volver de unas maniobras en Jaca. El hecho, sin duda fortuito, de que acabara de cruzar más que palabras con mi no-suegro (su superior), difícilmente podía contribuir a tranquilizarme.

    La alineación de una noche cualquiera (las últimas órdenes a las diez en punto, Miguelito era muy mirado) podía constar de:

    —Tijereta (procedente del Sanse), joven portero promesa conocido con tal apodo por sus ídems cuando salía a blocar por alto. Su verdadero nombre era Isaac.

    —Chillón (portero suplente y coach vocacional). Una lesión de ligamento semitendinoso le había retirado de la Real Sociedad cuando ya sonaba para el Madrid. Ahora chillaba desde la banda (sobre todo a su paisano Isaac) y de ahí su remoquete.

    —Arozamena, Azcona y Atiza: tremendo trío de stoppers conocido como la ‹‹triple A››, motto: «pasará el balón pero no el hombre». Atiza se atizaba unos vasos de pacharán como si «serían» (sic) agua que podían hacer necesario un cambio táctico.

    —Con el «sinco», Jones, joven de color (negro) a punto de probar con el Atlético, descubierto en su Mérida natal por el profesional Adelardo.

    —En el centro del campo (vamos, en la zona teórica de medios volantes que hubiera dicho Don Matías Prats), Alberto, yo mismo y Sanmartin; conocidos como «los del servicio» y entre Alberto y yo como «las que tienen que servir». Ni que decir tiene que mi pierna defectuosa me relegaba al papel de «palomero» esperando conseguir el nunca mejor dicho «gol del cojo».

    —En las alas (ala infernal) Yago Ramón, crítico de arte contemporáneo y su colega y sin embargo amigo el moderno Aúllan.

    Teníamos incluso un mecenas, don Juan Duarte, que lo era asimismo de Atiza y nos había provisto de unas camisetas arlequinadas con la leyenda «Atlético Hispano-Suiza». Navarro de pura cepa, era ardiente defensor del pretendiente al trono portugués (del que tomaba su apodo) en un momento de gran sintonía entre las dictaduras ibéricas; tal vez por ello coqueteaba —si de hombre tan austero se podía predicar el concepto— con simpatizantes o compañeros de viaje de la oposición, más bien estética que política.

    Una velada típica, bajo los grandes lemas de «lo que se dice aquí no sale de aquí» y «no se fía», frecuentemente incumplidos ¡no en vano estábamos en una sede de espionaje!, ha llegado hasta nosotros gracias a la transcripción que el Alto realizaba aleatoriamente de sus bases extranjeras.[2]

    El balón solía ponerlo en juego Yago Ramón, uno de los primeros en llegar, hablando de su tema favorito —los títulos nobiliarios de origen vaticano derogados por la República—. Su interés procedía del vano empeño por hacerse sobrino político del gran Ramón y Cajal, según él legítimo heredero de un título foral, pues Petilla era enclave navarro en Aragón; para «mover» este anhelo se arrimaba a Duarte, hombre fuerte en la zona. Inmediatamente era desmentido por Aúllan, a voz en grito, proclamando que era justo al revés, un enclave aragonés en Navarra. Precisamente aquella noche habían aparecido con dos ejemplares descabalados de un «Diccionario etimológico heráldico-genealógico Fournier 1821-1934» que, curiosamente, carecían de la página RA/RC.

    Cuando Miguelito intentaba «templar el balón» leyendo en el ABC recién llegado (el correo aéreo era de los pocos lujos que teníamos en el servicio) la sección heráldica de Ángel Fausto llegaba Atiza y recordando tal vez los tiempos de la furia española ¡a mí Sabino que los arrollo!, pegaba un grito «ostentóreo» (sic) al efecto de que todos los títulos eran una pamema —creo que empleaba otra palabra también con p— y que cuánto tendría que esperar para que el «perezoso barman criollo» le pusiera su acostumbrado vaso bajo con sidra y vermú blanco (conocida en el Quilombo como «Castiza»). Los del centro del campo veíamos pasar la pelota sobre nuestras cabezas con aire de profesional indiferencia y era el joven Jones quien se interesaba con Chillón sobre las calidades respectivas del césped en España y Suiza (Miguelito rezongaba —pasto, no diga césped, diga pasto boludo—). ¿Puedo cerrar el paréntesis después del punto y seguido?

    Rafael solía dirigirse a esas alturas hacia la banda con andar concentrado y un vaso en la mano ligeramente temblona: solía ser un ‹‹vaquerito››, whisky en vaso de 125 cc. y un solo hielo, por oposición al ‹‹John Wayne›› doble en vaso grande y dos piedras; alegaba que tenía calor ¡en Ginebra y en febrero! para encerrarse en el lavabo, de donde salía pálido y con los ojos húmedos.

    Pues, en efecto, Tijereta había ido a Suiza con el improbable propósito de realizar un documental sobre los campos de juego helvéticos —en particular el de los Saltamontes F. C.— y por ello necesitaba el apoyo de los organismos públicos, el INANE y el INCULTO (Instituto de Cultura Totalmente Objetiva). Contaba ya con el apoyo interesado de una oscura compañía barcelonesa, ese famoso eje catalano-vasco tan partidario del proteccionismo y los dineros gubernamentales para la buchaca. Debatían ahora sobre la altura exacta del corte, si era mejor el paralelo a las líneas de fondo o el ejecutado en redondo; se aducían catálogos a todo color de la empresa de la Sra. Costa-freda (el contacto de Tijereta) relativos a (sic), la humedad relativa de la capa estacionaria de aire en contacto con la hierba, tipos de semillas y condiciones luminotécnicas (aquí aprendí el hermoso término candela para la unidad de intensidad de luz artificial).

    Aúllan, que iba para poeta postmoderno, le quitaba el periódico a Miguelito y se extasiaba con los anuncios comerciales, en yuxtaposición típicamente dadaísta: supositorios ROVI con jalea real Apidyk (de la afamada marca Dykinson Ltd, nada que ver con el whisky) recitando a voz en grito pasajes de Emily Dickinson «I couldn´t live with you… that would be life»; túrmix, «ese vórtice futurista al alcance de toda ama de casa» con Depuradoras de Rota ¡derrota de la depuradora y depuradora rota ante el aluvión de mierda americana!

    En lo más nutrido de la debacle anunciaba Miguelito imperturbable las «últimas órdenes»: hora de irse que mañana hay que abrir ¿es que no tenéis casa? Entonces no había más remedio, a aquellas horas (10.30 p.m.) y en aquella ciudad, que ir al «Cabaré Voltér»; la primera palabra por deterioro del cartel original y la segunda por un pleito interminable con los herederos del aristócrata autoexiliado por aquellos parajes: en dicho pleito se habían asesorado los propietarios del local con un bufete (libre) famoso por su intervención en el caso de Marx Bros. Vs Warner and Warner a cuenta del título de la película «Una noche en Casablanca» cuya resolución impedía a los hermanos Warner llamarse Hermanos.

    Yo les seguía por pura desidia y una mezcla de admiración y estima hacia Rafael. Las bebidas del Voltér

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