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Operación fuego mágico
Operación fuego mágico
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Libro electrónico325 páginas4 horas

Operación fuego mágico

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Hechos de la Guerra Civil que nadie se había atrevido a contar.

El 22 de mayo del año 1939 la ciudad de León se vestía de gala para despedir a los efectivos de La Legión Cóndor tras su intervención decisiva en la Guerra Civil. Hasta la ciudad se acercaron Carrero Blanco y el General Francisco Franco para despedir a las tropas alemanas que partirían días después desde el puerto de Vigo a Hamburgo. Ese día aprovecharían rusos, militares nacionalistas y sus propios aliados alemanes, para deshacerse del general español. ¿Cuáles fueron los motivos que condujeron a la voluntad de hacerle desaparecer?

Estos relatos desvelan los mecanismos que pusieron en marcha la Guerra Civil Española y quiénes fueron los verdaderos personajes que la hicieron posible. Si quieres conocerles tendrás que leerlos.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento1 ago 2016
ISBN9788491126751
Operación fuego mágico
Autor

Rubén G. Robles

Licenciado en historia del arte por la Universidad de Salamanca, este militar diletante de las letras, quiere con este conjunto de relatos independientes desvelar historias posibles de la Guerra Civil a través de personajes y hechos poco conocidos que tuvieron un papel relevante en la activación del conflicto. Siguiendo la línea argumental de la obra de Ángel Viñas, economista, historiador y diplomático español, conocido por sus estudios y publicaciones sobre la Guerra Civil, la obra desvela algunas de las horas íntimas y previas a la lucha armada.

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    Operación fuego mágico - Rubén G. Robles

    Título original: Operación fuego mágico

    Primera edición: Julio 2016

    © 2016, Rubén G. Robles

    © 2016, megustaescribir

    Ctra. Nacional II, Km 599,7. 08780 Pallejà (Barcelona) España

    Algunos de los personajes mencionados en esta obra son figuras históricas y ciertos hechos de los que aquí se relatan son reales. Sin embargo, esta es una obra de ficción. Todos los otros personajes, nombres y eventos, así como todos los lugares, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados en esta obra de manera ficticia.

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a Thinkstock, (http://www.thinkstock.com) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    ISBN:   Tapa Blanda   978-8-4911-2676-8

       Libro Electrónico   978-8-4911-2675-1

    CONTENIDO

    WINDEMUTH Vs FALCÓ

    UPO MENDI

    BAYREUTH

    WAHNFRIED

    JOHANNES E. F. BERNHARDT

    EL PRIMER VUELO

    EL VUELO URBANO

    EL BAR CENTRAL

    MOSCÚ

    BERLÍN

    EN EL MINISTERIO DE ASUNTOS EXTERIORES

    PARÍS

    PARÍS RUE LAFAYETTE

    EL BARCO DE VELTJENS

    EL UPO MENDI EN VIGO

    SALIR DEL UPO

    PUERTO DE VIGO

    REGRESAR A CASA

    JOHANNES E.F. BERNHARDT

    Tánger 18-1

    ADOLF Y HARRO

    BERLÍN, CANCILLERÍA

    LA CIUDAD DE LEÓN

    EN UN BURDEL EN LA CALLE SANTA ANA

    QUINTANA DE RANEROS

    HENRY LACROIX

    LLEGAR A CASA

    LA CARTA DE PARÍS

    SAN MARCOS DE LEÓN

    A LEÓN DESDE VIGO

    EN EL HUERTO DE SAN GUISÁN

    EN EL DESPACHO DEL CORONEL

    EN LA ESTACIÓN

    EL CORONEL POZUECO

    EN LA FRAGUA

    EN LA COMANDANCIA DE LA GUARDIA CIVIL

    EL OLIDEN

    EN LA COMANDANCIA

    EL BURDEL DE SANTA ANA

    ACROBACIAS DE ENTRENAMIENTO

    OLGA Y HANS

    FERNANDO Y FRANCISCO

    EN EL AERÓDROMO DE LA VIRGEN DEL CAMINO

    UN PAÍS CAUTIVO Y DESARMADO

    OPERACIÓN FUEGO MÁGICO

    Rubén García Robles

    Conjunto de relatos que transcurren en el trágico escenario de la Guerra Civil Española. Juntos forman un rompecabezas en apariencia descolocado. Se mezclan hechos posibles y personajes reales con momentos poco conocidos del conflicto. Sorprenderán a muchos, agradarán a pocos, divertirán a algunos.

    A mis abuelos, a mis padres, a toda la familia

    y a todos los represaliados por el fascismo y el franquismo en la España de la Guerra Civil y la Postguerra,

    para una reconciliación a través de la verdad, porque a través de la verdad será duradera.

    Se puso el sol y fue apareciendo sin violencia la noche. De entre las primeras sombras y sin avisar de su llegada aparecieron temblonas y lentas las luces de un coche, un Citroën ZX blanco con el portón trasero abollado. Se detuvo al borde de la calzada. Era una carretera entre La Jonquera y Roses, en el Alt Empordá, tan sólo unos kilómetros después de pasar por Garriguella, donde antiguamente se encontraba el aeródromo de Vilajuiga.

    Al otro lado de la carretera, junto a una gasolinera, el Teniente Villanueva permanecía fuera del Volkswagen negro de la Guardia Civil. Estaba recién salido de la Academia, con los nervios y las ganas de figurar con su nombre y apellidos en los informes del Servicio de Información de la Benemérita. Sintió que aquella misión era la oportunidad que había estado esperando y lo sintió aún más cuando vio cómo se detenía el vehículo en la entrada del camino. Quizás sentía demasiadas cosas y quizás se equivocaba.

    —Atentos —dijo a sus tres acompañantes, que se miraron con socarronería sin querer exhibir que tenía razón Samuel cuando decía que a aquel chico le faltaba mili.

    Samuel, el Sargento con doce años de servicio, un par de hernias y una úlcera que de vez en cuando le recordaba lo doloroso que era fumar y beber como lo hacía, estaba sentado en el asiento del acompañante. No se unió a las risas de los otros dos. El Teniente Villanueva seguía fuera, ajeno a la importancia de los pequeños detalles.

    —Es nuestro grupo —dijo Villanueva, que había hecho un máster en reconocimiento y otro en trato a detenidos. Sostenía los prismáticos sin perder de vista la carretera y el vehículo. Ni siquiera prestaba atención a la complicidad y el cruce de miradas de los otros tres hombres.

    El coche blanco se había detenido a unos diez metros de la carretera entre La Jonquera y Roses, en un camino de gravilla y piedras blancas. Se podía ver la sombra de un ciprés junto al coche. Las luces se habían apagado. Desde el otro lado de la carretera no se podía apreciar cuántos viajaban en el interior del Citroën blanco.

    —Preparaos, tenemos que estar allí en menos de cinco minutos.

    No había ocurrido nada en apariencia, nada más allá de la propia llegada del vehículo, sin embargo, el Teniente parecía excitadísimo, sin apreciar los detalles de lo que ocurría en el interior de su propio vehículo.

    Ahora Samuel miró a los otros dos y acertó a hacer una mueca con la boca mientras levantaba las cejas y giraba la cabeza en dirección al Teniente. En la penumbra del interior del vehículo no hacía falta ni mirarle a la cara para poder leer sus pensamientos —Este tío es tonto, ¿verdad? ¿Cuándo dejarán de enviarnos a tíos tan tontos como éste? —Se lo había dicho en su propia cara un par de veces, en las oficinas, sin disimular, arriesgándose incluso a ser expedientado por faltas a un superior y maneras desatentas, cuando lo de Granollers.

    Aquel joven oficial no perdía la ocasión para recordarles quién era él y qué representaba, a Samuel, un Sargento con demasiados años de servicio a la chepa y a los otros dos chicos, a quienes Samuel había reclutado porque no se hacían notar y tenían oficio. Como si ellos no supieran nada porque no habían pasado por las aulas de la Academia. Como si los años de servicio no sirvieran de nada, salvo para hartarse de ver a tipos como el Teniente Villanueva.

    —Vámonos, están saliendo —dijo el Teniente.

    —¿A dónde? —preguntó Samuel.

    —He dicho que nos vamos.

    — ¿A dónde? te vuelvo a decir.

    —A donde yo diga, ya está, Samuel.

    Nunca había llegado a decir tantas cosas y tan bien dichas, pensaba el Sargento.

    —Bien y cuando veas que no es un grupo neo nazi que viene a adorar los restos de un piloto de la Legión Cóndor, ¿qué vas a hacer?, ¿esconderte detrás del portátil y escribir lo que te salga de los huevos y volver a ponernos a los chicos y a mí en ridículo? —Samuel lo decía con el cansancio de un hombre con demasiados años de servicio y demasiadas cosas que contar. Creció un silencio cargado de significado —Pues no me apetece chaval —dijo Samuel.

    —¿Qué estás diciendo? ¿Quieres que escriba un informe que te aparte del servicio durante una temporada?

    —¿Qué pasó en Granollers?—le soltó el Sargento sin levantar la voz y sin avisar.

    —Yo creí que…, pero… —el Teniente no supo qué decir.

    —Pero no quisiste hacer caso de lo que te dijimos —Samuel hablaba sin mirarle a la cara, siguiendo con la vista la escena al otro lado de la carretera. Se podía ver la figura de un único hombre, de gran corpulencia y cargado de años, moviéndose con lentitud y aturdido por la falta de luz, ajeno, por supuesto, a todo lo que estaba ocurriendo a sus espaldas, al otro lado de la carretera.

    —¿Y qué tiene que ver eso ahora?

    El Teniente apoyado sobre el coche buscaba la mirada del Sargento de la Benemérita que por fin volvía su rostro.

    —No me jodas mi Teniente— le soltó Samuel —Si hubieras hablado un poco con la chica de la gasolinera ahora mismo estaríamos en casa viendo alguna de esas series de policías —le dijo el Sargento — ¿cómo es esa en que van dos polis por Hawaii? Sí hombre…

    —No me vengas otra vez con esas Samuel.

    —Que sé que te gusta, mi Teniente —lo decía en un tono de burla no disimulado. Eso le sacaba de quicio al joven oficial, pero Samuel lo sabía bien.

    —Samuel… —le dijo uno de los chicos.

    —Pero si le gusta, ¿no lo ves? —giró la cabeza y miró de frente a los dos compañeros de armas.

    —Déjalo mi Sargento, no insistas —se atrevió a decirle uno de ellos. Todos sabían que quizás se estaba ganando una sanción.

    El Teniente no dijo nada y entró en el vehículo tirando los prismáticos hacia el sitio vacío de los asientos de atrás. Estaba a punto de arrancar cuando le cogió la llave Samuel.

    —Escúchame aprendiz de policía… —volvió a decirle el Sargento, había inclinado la cabeza como un toro que se prepara a embestir. El tono se había vuelto serio, muy serio, como si le fuera a decir la gravedad de una enfermedad incurable —Ese hombre que ha bajado del vehículo es un piloto de la República de más de noventa años que viene a rendir homenaje a un piloto alemán al que derribó hace ahora cerca de setenta y cinco años.

    El otro le miraba sin parecer comprender ni una sola palabra de cuanto le estaba diciendo.

    —¿Me has entendido mi Teniente o te lo repito?

    Aquel joven a quien la tarea le resultaba demasiado grande, estaba aún asimilando la historia que le estaba contando el Sargento. Se sentía engañado, como si nadie contara con él.

    —Déjale tranquilo, ¿me he explicado con claridad? no se te ocurra acercarte a tocarle los huevos, no en este momento y menos estando yo aquí —le dijo el Sargento.

    El oficial de la Benemérita tenía los ojos fuera de sus órbitas. Apoyaba las manos sobre el volante mientras miraba al interior de la noche tratando de descifrar el significado y ofrecer una respuesta. Giró la cabeza en dirección del otro lado de la carretera, del ciprés, de la luz del vehículo, que volvía a estar encendida y que servía de luminaria a una única silueta lenta, envejecida por la edad y corpulenta. Quizás fuera cierto lo que le estaba diciendo Samuel.

    —Sé que te costará una vida entender cada palabra de lo que te he dicho, pero deberías bajar de la nube en la que estás instalado chico, espabila —se hizo una pausa en la que ninguno de los otros tres sabía lo que Samuel iba a decir o hacer —No eres mala gente, pero tendrás que ponerte al día —se había vuelto condescendiente. —No te quedan más cojones.

    Los otros dos se habían callado porque conocían a Samuel y le habían visto hablar con la chica de la gasolinera, probablemente alguna joven de una localidad cercana que conocía bien las historias y los protagonistas de todo cuanto ocurría en los alrededores. Sabían que lo que Samuel estaba diciendo era cierto. Nadie puede inventar la verdad cuando es tan sencilla.

    —Y mira chaval, si no has visto esa serie mejor que te bajes unos capítulos y aprendas un poco algunas de las cosas que no te enseñaron en la academia.

    —Samuel… —le dijo uno de los chicos.

    El Teniente miraba al infinito de la noche, sin saber muy bien si existían cosas de ese tipo y pensaba en revisar algunas de las asignaturas de sus años de estudio en la Academia por ver si encontraba el capítulo en el que hablaran de cómo actuar con tipos como Samuel.

    —Y no te preocupes por lo de Granollers. Aquella mujer a la que disparaste porque creíste que llevaba un arma no tiene a nadie que pueda decirte que eres un gilipollas.

    WINDEMUTH Vs FALCÓ

    En la carretera entre la Junquera y Roses, en el Alt Empordá, tras pasar por Garriguella, donde antiguamente se encontraba el aeródromo de Vilajuiga, aparecía protegido por unos matorrales un monolito en piedra gris. A su lado crecía un ciprés de unos tres metros. Sobre el monolito un nombre y una fecha apenas alumbrados por las luces del vehículo, un ZX blanco con el portón trasero abollado,

    HIER FIEL FRIEDRICH WINDEMUTH AM 6/2/1939, 27/5/1915 LEIPZIG.

    Josep pasó la mano por encima de las letras para quitarles el polvo de la carretera desarmando al hacerlo algunos de los rasgos de la escritura. El granito se desprendió como si fuera una costra prehistórica vencida de los años. Aquellas manos ahora temblorosas conservaban los restos de las quemaduras de aquel 6 de febrero de 1939 al intentar sacar de la carlinga en llamas al piloto del Messerschmitt Bf 109 que él mismo había derribado, Friedrich Windemuth. Josep inclinó el cuerpo y depositó con ceremonia al pie del monolito las flores que había recogido por la mañana al borde de la carretera.

    El Coronel Falcó, a quien un Ejército vencedor le había reconocido los méritos militares luchando por un Ejército vencido, había crecido entre el olor a gasolina de una casa del Barrio Chino de Barcelona donde su padre taxista almacenaba en una de las habitaciones algunos bidones de combustible para vender entre los vecinos. Aquel olor junto con las historias que oyó contar sobre los primeros héroes de la aviación, le hicieron soñar con ponerse a los mandos de un avión.

    Nunca se imaginó un muchacho de unos orígenes tan humildes poder llegar a obtener las alas de Teniente de la Aviación Republicana con tan sólo la edad de 21 años. La Guerra Civil le permitió volar y cumplir con el patriótico deber de defenderse y defender el país, sin comprender, quizás, en toda su dimensión, la complejidad del conflicto. No habría podido hacerlo de otro modo, sin la terrible sombra de la guerra, porque la nueva aristocracia regentaba los aeroclubs y la aviación estaba restringida a las clases acomodadas, élites con acceso a un avión y a las horas de vuelo necesarias para obtener los permisos.

    Si el Teniente Villanueva del Servicio de Información de la Guardia Civil le hubiera ido a molestar en aquellos momentos, habría encontrado a un hombre poco dado a las acrobacias verbales y ni siquiera se habría esforzado con sus noventa y siete años, en descifrar a un niñato por qué depositaba amapolas cada 6 de febrero desde que el nuevo régimen había crecido en España sobre las cenizas calientes del antiguo.

    Parecía estar rezando, frente al monolito, sin unir las manos mirando las nubes pasar entre las sombras de la noche a gran velocidad. Era un hombre escrupuloso, de sangre fría, que aparecía serio, envuelto en un silencio profundo y lleno de respeto por sí mismo, por los demás y por la vida. Ahora rezaba, como lo había hecho siempre antes de volar. No le importaba que sus compañeros le vieran hacerlo en aquellos días de la República, sabía que respetaban sus manías. Nadie juzgaba a nadie cuando te jugabas la vida cada vez que abrías la palanca de gases para despegar. Cuando te colocabas el arnés y encendías el motor te arriesgabas a morir acribillado, quemado vivo o destrozado contra el suelo. Por ese motivo rezar era un pecado que se podía perdonar. Y mientras lo hacía, recordaba cada instante de sus últimos momentos en España.

    — ¡Son Messersch! —gritaron desde fuera de los hangares aquella mañana del 6 de febrero de 1939. Alguien corregía al primer vigía que les había confundido con refuerzos. Eran las cinco y media pasadas de la mañana y una bruma pálida invadía el aeródromo. Algunos de los pilotos y mecánicos cogieron los Schmeisser MP 28 alemanes para hacer fuego y defender los aparatos desde tierra, sin preguntarse cómo podía la República defenderse con armamento procedente de aquellos países que la atacaban.

    El Coronel Falcó sabía que al otro lado de estas líneas de razonamientos enfrentados había países enteros traficando con el dolor de los otros, hombres que defendían en Europa la ausencia de democracias, hombres que aprovechaban la guerra en España para perfeccionar tácticas de bombardeo y mejorar su armamento, hombres llenos de odio y de terror y hombres llenos de miedo. Y parecía que se habían unido todos, incluso los países que deberían defender a la República, para impedir que no quedaran vestigios de su existencia. En aquella guerra cruenta los totalitarismos de una y otra ideología se enfrentaban en España y lo hacían a través de los españoles. Y aunque Josep no hablaba de ello, pensaba en ello y lo sabía.

    En la jornada de aquel 6 de febrero de 1939 el aire estaba lleno de efectos y al salir corriendo del hangar junto a sus compañeros para ver lo que estaba pasando Josep saboreó mezcladas las primeras luces del día con las últimas sombras de la noche. El ruido de los Messersch picando sobre los aparatos del aeródromo resultaba ensordecedor. Nadie se lo esperaba. Volvía a escucharlos ahora, más de setenta años después, entre las sombras cada vez más impenetrables de la noche de febrero, frente a aquel monolito.

    Habían sido aquellos combates sus últimas horas en una España aún republicana. A pesar de la edad que le obligaba cada vez más a hacer cada vez menos y de los años transcurridos desde entonces, podía recordar bien cada detalle de aquel día. Subió a su inconfundible CA-058 en cuya deriva destacaba un murciélago sobre fondo blanco. Permaneció sentado dentro de la carlinga de su aparato a la espera de los mecánicos. Entonces, desde uno de los hangares llegó a toda velocidad la camioneta Hispano Suiza con estárter Hucks para arrancar el motor del Chato. El apodo del avión lo inspiraba el morro plano donde iba colocado su motor de nueve cilindros en estrella de más de 700 c.v. Aquel aparato de fabricación rusa carecía de motor de arranque para evitar peso y obtener velocidad. Conseguía así mayor trepada y ganaba techo operativo, pero para arrancar necesitaba la camioneta. La Hispano Suiza se detuvo frente a la hélice bipala del avión de Falcó y Lluis, su mecánico, se bajó para ayudarle a arrancarlo.

    Ahora rezaba en medio de la noche frente al monolito de uno de sus enemigos. El aire hizo que el ciprés se agitara sobre la figura del Coronel. Se mezclaban en su cabeza los recuerdos de la infancia, de sus padres, de su casa en Barcelona, de su familia en Francia, con las horas de aquel día en que defendió por última vez a la República. Volvió a recordar el ruido de los seis Messerschmitt Bf 109 que atacaban de madrugada el aeródromo donde se habían concentrado los restos de la aviación republicana, una treintena de aviones maltrechos que parecía iban a ser destrozados bajo el fuego implacable de los aparatos alemanes.

    Los seis Messersch habían aparecido en el cielo bien formados. Iban en Schwarm, una formación de dos Rotten. Sin previo aviso los aparatos alemanes comenzaron a caer en picado ametrallando hangares, hombres y aparatos convirtiendo la pequeña llanura sobre la que se había asentado el aeródromo en un terreno alterado y cubierto de espesas llamas. Lluis, el mecánico, bajó de la camioneta y se colocó delante del avión de Josep. Fijó el cardán desde el motor de la camioneta al eje de la hélice. Falcó dio el punto de gas justo para arrancar. Un rugido terrible anunció que el motor estaba arrancado. Josep puso el motor de su avión, un Polikarpov I-15 ruso, al ralentí. Entonces, después de un par de minutos cruciales, ajustó los magnetos de avance para que el motor rindiese al máximo durante el despegue.

    Ahora se encontraba frente al monolito de aquel piloto alemán casi ochenta años después, reviviendo en detalle lo ocurrido. Veía a los Messersch caer sobre los aparatos del aeródromo una y otra vez. El ahora Coronel Falcó tenía los ojos desorbitados, absorbiendo el aire frío de la noche invernal del Mediterráneo. En su imaginación corrió de nuevo hacia su CA-058 en la última mañana como piloto de combate de la República. Llevaba unas botas forradas, pantalón y cazadora de cuero estilo francés, casco y bigote de galán de cine al estilo de Errol Flynn. Parecía no haber perdido la elegancia a pesar de las circunstancias con las que había comenzado el día y el piloto se despedía de los mecánicos con media sonrisa, como un flâneur flamboyant al que nada puede robar la alegría de vivir. Mostraba la imagen de hombre sonriente y despreocupado, porque así olvidaba el riesgo y la ansiedad de volar… quizás hacia la muerte.

    Los cazas republicanos que habían sobrevivido a los primeros minutos de combate se iban alineando, rodando por la pista. Las formas rechonchas del Chato de Falcó se movían entre las primeras luces del día con cierta lentitud y torpeza hacia la pista. La falta de luz nunca supuso un problema entre los miembros de la patrulla nocturna. Josep se había acostumbrado a despegar y aterrizar sin proyectores.

    Falcó empujó la palanca y abrió gases. El avión ahora rodaba a toda potencia, incorporándose a la línea de vuelo mientras jugaba con los pedales. Lacalle despegó primero, Bastida le siguió, Bravo lo hizo después. Juntos formaban un grupo inseparable donde reinaba la camaradería y el buen humor. Pero en aquellos momentos sus rostros reflejaban la ansiedad y desesperación de quien no sabe qué habrá de ocurrir en los siguientes minutos.

    El avión de Falcó les siguió y recorrió tras ellos la pista a trompicones. Siguió a sus compañeros a 2500 r.p.m. en los 300 m de la pista. Sintió la angustia de quien no sabe si seguirá vivo o muerto a la vuelta. Comprobó la presión, el combustible y la temperatura mientras el aeródromo se desvanecía a su espalda. Tras la precipitación y arreglos técnicos del despegue el Teniente consiguió altura. Después de unos minutos de vuelo aparecieron de nuevo la soledad, los olores del motor y de la pólvora, el aroma a gases de combustión y las fragancias evaporadas del combustible. Aquellas sustancias formaban una mezcla agradable y narcotizante. Pero no había tiempo para los rituales íntimos del vuelo.

    El Chato era maniobrable y fácil de pilotar si lo conseguías estabilizar, fiable y cómodo. Josep volaba con la confianza de saber el límite de su máquina, había trabajado montando motores Hispano Suiza en una fábrica. Comprobó los controles, los gases y la riqueza de la mezcla y miró detrás. Vio que venía un Messersch disparando desde arriba. Se zafó con una chandelle, hizo un viraje ascendente, normal pero exagerado, giró 180º y perdió velocidad hasta llegar al borde de la pérdida. Los proyectiles del Messersch volaban como avispas.

    En la refriega todo ocurre muy rápido y lo mismo podías matar que caer muerto sin querer, como por descuido. Hizo un medio tonel lento para desembarazarse del aparato alemán, giró 360º en el eje longitudinal de la dirección de vuelo del avión. Vio entonces los escapes de los motores del avión enemigo, distinguió su color y olor inconfundibles, incluso pudo salpicarle el aceite del motor, entonces, redujo velocidad y en unos segundos se colocó por encima del otro aparato, picó y se precipitó hacia él disparando desde

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