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Amigas para Siempre
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Libro electrónico169 páginas4 horas

Amigas para Siempre

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Información de este libro electrónico

La exitosa abogada Molly Reid pensó que había dejado atrás a su pasado. Pero cuando encontraron el cuerpo de Sarah, su extravagante pero adorable compañera de cuarto de la universidad, abandonado en un campo, Molly se ve arrastrada de vuelta al mundo tortuoso de la universidad de Devereaux. En el velorio de Sarah, Molly confronta a su ex prometido, quien ahora es un hombre influyente en el campus, al igual que sus amigas quejumbrosas que aún tratan a Molly como una estudiante zorra, becada y descarrilada que fue en la universidad. También se encontró con la mamá de Sarah, quien le entrega forzosamente los diarios de rehabilitación de su hija.

Conforme Molly revisa las entradas de los diarios de Sarah, descubre que su amiga no es la chiflada adorable que conocía sino una mujer inteligente y dañada. Los diarios se vuelven una caja de pandora llena de secretos. ¿Serán capaces de derrumbar la vida cuidadosamente construida de Molly?

IdiomaEspañol
EditorialBadPress
Fecha de lanzamiento28 ene 2018
ISBN9781507156261
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    Amigas para Siempre - Bernadette Walsh

    Índice

    Capítulo Uno......................................................................................02

    Capítulo Dos.......................................................................................06

    Capítulo Tres.....................................................................................28

    Capítulo Cuatro.................................................................................40

    Capítulo Cinco...................................................................................46

    Capítulo Seis......................................................................................57

    Capítulo Siete....................................................................................65

    Capítulo Ocho...................................................................................75

    Capítulo Nueve.................................................................................84

    Capítulo Diez....................................................................................89

    Capítulo Once..................................................................................92

    CAPÍTULO UNO

    20 de mayo de 2009

    Me acomodé la falda negra ajustada. Hace dos años, cuando cumplí cuarenta años y me divorcié de mi esposo, hice algo impensable; me deshice de todo mi guardarropa negro. Es extraño imaginar que una abogada de la Park Avenue pueda sobrevivir sin algo tan esencial, pero la verdad es que me estaba ahogando en esas ropas por años. En ese entonces Sarah me felicitó por la nueva tendencia de moda que tomé. Por supuesto que lo haría; sus atuendos de ama de casa de Nueva Jersey mostraban una explosión de colores brillantes. ¿Qué diría si supiera que fue la causante de que violara mi ley anti ropa negra? Lo más probable es que girara sus ojos y me dijera, O'Connor, ¿Siempre tiene que ser todo sobre ti?

    Bajé del auto y volví a acomodarme la falda que encontré en el fondo de mi armario; mi estómago estaba hecho nudo por la idea de ver al esposo de Sarah, a su hermano, y a todos los excompañeros de la Universidad de Devereaux que inevitablemente asistirían. Entro y salgo; daré mi pésame y luego me iré por el Puente George Washington, de vuelta a la realidad en Upper East Side, donde vivo como una abogada respetable y madre de dos. Esa vida en donde nadie me recuerda como Molly O'Connor, la estudiante becada y promiscua.

    Llegué tarde, para variar, el velorio estaba repleto por todas las personas que sabía estarían ahí. La manada de mujeres casadas compinches de Sarah, cuyos nombres siempre se me olvidan. El señor Reilly, cuyo cabello se le ha caído casi por completo y su esposa, quien estaba vestida impecable, tal como lo esperaba de ella. Los niños, por Dios, los pobrecitos. Abracé a la hija mayor, Elizabeth; no la había visto en años y quizás no recordaba quien era, ¿Pero quién la culparía? Sarah y yo pasamos a ser amigas que sólo se hablaban unas dos veces al año.

    Timothy Rilley, seguido por la esposa que ahora porta mi anillo, me saludó a secas frente al ataúd cerrado. Sus ojos estaban secos. Dos meses de búsqueda, de no saber qué pasó, afectaron bastante incluso al formidable Tim.

    El dúo espantoso, Beth y Donna, nuestras compañeras de cuarto, me interceptaron fuera del baño de mujeres y me hostigaron por información, pero sabía tan poco como ellas sobre las circunstancias acerca de la muerte de Sarah. Beth estrechó sus ojos como insinuando que les estaba ocultando algo, siempre me miró así cada vez que no regresaba aquellas noches en la universidad. Recliné mis hombros hacia adelante, como si fuera una vez más esa flacucha de dieciocho años, vistiendo un suéter de nailon que apestaba a cerveza de la noche anterior.

    Beth y Donna parecían un despojo del Centro Comercial Short Hills, tanto por su vestimenta ostentosa de duelo, unos zapatos de tacón negros y bolsos de diseñador para combinar. Quizás se coordinaron y fueron de compras juntas para planear sus atuendos para la ocasión, una vez que se enteraron de la desaparición de Sarah. El dúo espantoso es el nombre que les di cuando ingresaron a su primer año, eran un par de mujeres casadas elegantes y mimadas, tal como lo decidió el destino. Sin duda le causaron terror a sus respectivas asociaciones de padres y maestros. Una vez más, con mi falda apretada y zapatillas cómodas, era la extraña del montón.

    —¿No estás en contacto con Tim? ¿No te contó nada al respecto?

    —No lo he visto en años, me enteré del funeral con el correo que enviaron, —respondí.

    —¿En serio? —Las cejas de Donna se alzaron tanto que casi arrugaron su frente frígida. —Sarah siempre actuó como si ustedes fueran las mejores amigas. La última vez que la vi en el centro comercial me dijo que se reunían en la ciudad todo el tiempo para almorzar.

    —Ha pasado tiempo desde que hablé con ella. ¿Sarah y Chip se separaron?

    —¿No lo sabías? —Preguntó Beth.

    —No. —Volteé a ver a Chip Shields, y para mi mala suerte llamé su atención. Se lamió sus labios gruesos y asintió al verme. La mirada debajo de esos párpados gruesos, que aún mostraba seducción incluso después de engordar me decían, «Te conozco. Te probé». —La misma mirada que me hizo cuando atrapé el ramo de flores en la boda de Sarah. Aún recuerdo mi vestido morado. Esa no fue la primera vez que me miró así, y aún me arrepiento de esa noche que pasé en su cuarto. Incluso décadas después me es imposible olvidar el olor de sus sabanas sudorosas y su aliento caliente en mi cuello.

    Me alejé del dúo espantoso y hablé con los dos jóvenes monjes Franciscanos de la Universidad Devereaux. La familia Reilly siempre ha sido una gran benefactora de la escuela y el señor Reilly, al igual que tres de sus cinco hijos, se graduaron ahí, motivo por el cual la universidad envió a dos de sus pocos frailes. Incluso en la muerte los Reilly aparecían en la primera plana.

    Los jóvenes frailes, en sus trajes hirsutos y sandalias toscas me recordaron mis años en Devereaux de una manera diferente a la que me proyectaban las caras hinchadas de mis compañeros. Tan solo estar cerca de sus caras recién lavadas me hizo pensar en la brisa de la montaña y el consuelo que daban sus predecesores en los confesionarios de la capilla cuando los pecados del fin de semana se volvían muy pesados. Consuelo... ¿Podrían estos monjes flacuchos, cubiertos en esas batas burdas, darle consuelo a esta cuarentona, quien ha sufrido el trauma del divorcio, la decepción y ahora la muerte?

    Volteé a ver mi reloj incrustado de diamantes, un regalo que me hice cuando cumplí cuarenta años, y me di cuenta que había excedido el tiempo planeado por media hora. ¿Qué pasó con entrar y salir, O´Connor?

    Me arrodillé frente al ataúd y puse mi mano en su superficie suave de caoba. Murmuré lo poco que quedaba de mi entrenamiento católico. Un Padre Nuestro, un Alabado Sea... cualquier cosa que me distrajera del hecho que debajo de mis manos están los hueso de Sarah. La bella Sarah Reilly, su largo cabello castaño dorado y sus brazos aún más largos. Sarah, quien siempre tuvo lo mejor, fue encontrada abandonada en un campo, a la merced de los buitres. ¿Quién pudo haberlo predicho?

    Al parecer me prolongué demasiado porque se formó una fila detrás de mí. En mi mente dije, —lo siento Sarah. Siento que haya terminado así. —Me levanté de prisa y me tropecé. John Reynolds, de entre toda la gente, me sostuvo.

    —O’Connor, ¿Estás bien?

    El hermoso John Reynolds, a diferencia de su excompañero de cuarto Chip, le ganó al tiempo. Si acaso sus canas realzaron aún más su figura de metro ochenta y su atractivo de película. Y obviamente caí rendida ante él, tal y como lo hice más de diez veces en la universidad, aunque en ese entonces usualmente terminaba tirando cerveza barata en sus preciados pantalones de mezclilla. Era como si la misma proximidad de John me robaba el equilibrio a mí y a la mitad de las chicas en Devereaux.

    Asentí, —sí, estoy bien. Gracias.

    Mientras me seguía tomando de la mano, John me dirigió a una esquina. —¿Estás segura que estás bien, O’Connor? Te ves pálida, ¿Necesitas algo de agua?

    —Estoy bien, —me liberé de su agarre. —Por cierto, ya nadie me habla por ese nombre.

    —¿Con cuál? ¿O’Connor?

    —Sí. Ahora me llamo Molly Reid.

    —Veo que un afortunado logró domarte eh, ¿O’Connor? Me gustaría estrecharle la mano, ¿Se encuentra aquí?

    —No, nos divorciamos. Mantuve el nombre por los niños.

    —Así que aún te mantienes alejada del alcance de los hombres, ¿Molly?

    No sonreí. Después de todo estamos en un velorio. —Ya quisiera, estoy muy vieja para esas cosas.

    Los ojos azules de John vieron fijamente a los míos. —Sigo viéndote tal y como eras en la universidad, hermosa y brillante. ¿Sigues trabajando como abogada?

    —Sí, en la ciudad. Litigación de seguridades en Harper, Sherman & Reid. ¿Qué hay de ti? ¿No fuiste a la facultad de derecho?

    —Sí, heredé el negocio de mi padre en Newark. No es Park Avenue, pero me va bien.

    —¿Y tu esposa? ¿También es abogada?

    —Exesposa, y no, no trabaja. Acaba de tener otro hijo con su nuevo esposo.

    —Parece que ambos somos algo escurridizos.

    John rió. —Supongo que sí. Oye, ¿Te gustaría—?

    La mamá de Sarah se me acercó. —Molly querida, ¿Me puedes acompañar a mi auto? Tengo algo para ti.

    —Claro Sra. Reilly. John me dio gusto verte de nuevo, —le dije al despedirme.

    La Sra. Reilly no me dijo nada mientras íbamos al estacionamiento. Siempre me puso nerviosa, y el hecho que Tim Reilly haya terminado nuestra relación en los 90’s no mejoró las cosas. ¿Qué podría tener para mí ahora?

    La Sra. Reilly abrió la cajuela del auto y tomó una caja llena de cuadernos. —No estaba segura si ibas a venir Molly. Si no hubieras venido habría quemado todo esto. Revisé un poco y, bueno, no creo que Chip debería saber de esto. No es algo que Sarah quisiera que vea.

    —¿Qué es?

    —Los diarios de Sarah. Los dejó en mi sótano cuando estaba mudando sus cosas, sigo sin poder creer que ese bastardo la estaba forzando a vender la casa.

    —¿Crees que soy la indicada para tener esto? Estoy segura que su hermana o incluso alguna otra de sus amigas...

    —Seré sincera contigo, las amigas de Sarah son todas unas tontas, y no creo que Sarah querría que su hermanita leyera esto. No Molly, tú fuiste su mejor amiga. La única que nunca quiso nada a cambio de su amistad. Puedo confiar en ti. Léelos o quémalos, no me importa lo que hagas con ellos. Sé que estarán en buenas manos.

    —¿No le podría servir a la policía?

    —¿La policía? ¿Esos incompetentes? No me hagas reír. Revisé unos cuantos diarios y no creo que haya nada que les sirva. Quiero que los tenga alguien que en realidad quería y comprendiera a Sarah. Sarah y yo, ya sabes, nunca estuvimos de acuerdo. Necesito que le hagas este último gran favor a mi hija, y creo que lo mejor sería que te dé estos diarios.

    —Yo...no sé qué decir.

    A pesar de su rubor, se podía ver que su piel estaba pálida. —Tómalos Molly.

    Y eso hice.

    CAPÍTULO DOS

    21 de agosto, 1985

    El parloteo de mi madre había cesado para cuando llegamos a Binghamton. Con las manos tan firmemente presionadas en el volante que sus nudillos se emblanquecieron, mi madre, quien nunca viajaría en su Chevy desgastado por la Vía Express de Long Island a menos que fuera necesario, manejó por cuatro horas a través de puentes y autopistas mientras dejaba salir su acento irlandés y una pequeña sonrisa. —Mira las colinas Molly, ¿No son hermosas? Me recuerdan a casa. ¿Ya viajamos cien millas? Nada mal, nada mal.

    Pero Binghamton la venció. Era el punto intermedio según nos contó mi consejera de preparatoria, la Sra. Koenig. Cuatro horas... la carretera 17 de Binghamton era una vista interminable de colinas ondulantes. Debíamos hacer una parada para rellenar combustible y manejar por cuatro horas más. El último rizo de mi madre se deshizo en sus hombros, y su rostro se veía nauseabundo. Finalmente me apiadé de ella y tomé las llaves del auto cuando nos abastecimos de gasolina. Desde que obtuve mi licencia el año pasado he manejado en toda clase de ocasiones. Era, como decía mi madre, «Una conductora habilidosa. Igual que tu padre».

    Era capaz de muchas cosas «igual que mi padre». Impaciente, quejumbrosa, podía arreglar lo que fuera, y aunque compartía los pómulos pronunciados y barbilla acentuada de mi madre, heredé la coloración «negra irlandesa» de mi padre; ojos oscuros como el carbón y rizos negros y gruesos. La forma en la que mi madre hablaba de mi padre, con una mezcla de afecto y melancolía, de tal forma que cualquiera que no nos conociera bien asumiría que murió. La iglesia incluso nos mencionó en su brindis navideño dedicado a «las viudas y huérfanos», para nuestra vergüenza. Pero el Capitán Jack O’Connor estaba vivito y coleando en Queens cerca de la estación de bomberos, con su segunda esposa y sus cuatro hijos. Aunque con respecto a mis fondos universitarios inexistentes, Jack O’Connor está muerto en lo que a mí respecta. Es por eso que mi madre y yo nos dirigíamos precipitadas al final de la Carretera 17, colina tras colina, a mi nuevo destino: la Universidad Devereaux.

    No fuimos a la universidad de Georgetown, Note Dame, Boston o incluso Fordham, las cuales me habían aceptado y otorgado una beca parcial. Eso no era suficiente.

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