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La vida y la muerte me están desgastando
La vida y la muerte me están desgastando
La vida y la muerte me están desgastando
Libro electrónico894 páginas14 horas

La vida y la muerte me están desgastando

Por Mo Yan

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Información de este libro electrónico

El terrateniente Ximen Nao es ejecutado y baja al inframundo, donde le condenan de forma injusta a reencarnarse en un burro. Así comienza un ciclo de vidas, muertes y transmigraciones en distintos animales que le agotan pero nunca le hacen olvidar su existencia humana.En cada una de sus reencarnaciones sufre una nueva injusticia, que sirve para reflejar la vida cotidiana en un condado de la China comunista, mediante un relato al que no le falta el humor más ocurrente y ácido.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento6 may 2009
ISBN9788416023134
La vida y la muerte me están desgastando

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    There are a lot of more interesting ways to learn about recent Chinese history.
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    One of the most entertaining reads I've had in a long time. It reminds me of "Midnight's Children" by Salman Rushdie. That one I read almost 40 years ago so I suppose I was ready for another to equal it.

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La vida y la muerte me están desgastando - Mo Yan

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Sinopsis

El terrateniente Ximen Nao es ejecutado y baja al inframundo, donde le condenan de forma ilícita a reencarnarse en un burro. Así comienza un inesperado ciclo de vidas, muertes y transmigraciones en distintos animales, pero sólo en el exterior, porque su mente y sus recuerdos siguen siendo los del hombre que era antes de morir.

Una realidad cruda, difícil de aceptar y agotadora, ya que en cada una de sus reencarnaciones sufre una nueva injusticia, reflejo de las costumbres de un condado remoto de la China de la segunda mitad del siglo XX.

La vida y la muerte me están desgastando es un relato magistral al que no le falta el humor más ocurrente y ácido. Mo Yan se convierte en personaje, cita su propia obra y se ríe de sí mismo. Una apuesta arriesgada que roza la perfección desde la perspectiva más exigente.

La vida y la muerte me están desgastando

Mo Yan

Traducción de Carlos Ossés
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Título original: Shengsi pilao

© 2006, Mo Yan

© 2013 de esta edición: Kailas Editorial, S.L.

Calle Tutor, 51, 7. 28008 Madrid

© 2009 de la traducción: Carlos Ossés

Derechos de traducción: Sandra Dijkstra y Sandra Bruna

Agencia Literaria, S.L. Todos los derechos reservados.

Diseño de portada: Marcos Arévalo

Realización: Carlos Gutiérrez y Olga Canals

ISBN ebook: 978-84-16023-02-8

ISBN papel: 978-84-89624-61-0

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotomecánico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso por escrito de la editorial.

kailas@kailas.es

www.kailas.es

www.twitter.com/kailaseditorial

www.facebook.com/KailasEditorial

Dijo Buda:

La fatiga que provoca la transmigración

es fruto de los deseos mundanos.

La falta de actividad y de deseos

proporciona paz a la mente.

Guía de personajes y de pronunciación

Los apellidos siempre preceden a los nombres propios y a los tratamientos. En las zonas rurales es frecuente que predomine un solo apellido. También es habitual que, tanto en las zonas rurales como en las zonas urbanas chinas, la gente no se dirija a los demás por el nombre, sino por el tratamiento que tiene en la jerarquía familiar —Hermano Mayor, Tía, Primo—, aunque no existan relaciones de parentesco entre ellos. Los principales personajes que aparecen en la novela son:

Ximen Nao: terrateniente de la aldea de Ximen, ejecutado y reencarnado como burro, buey, cerdo, perro y mono y, finalmente, como el niño de cabeza grande Lan Qiansui. Es uno de los narradores.

Lan Jiefang: hijo de Lan Lian y Yingchun. Ejerce como jefe de la Cooperativa de Provisiones y Comercio del Condado, como jefe adjunto del Condado, etcétera. Es uno de los narradores.

Ximen Bai: esposa de Ximen Nao.

Yingchun: primera concubina de Ximen Nao. Después de 1949, se casa con Lan Lian.

Wu Qiuxiang: segunda concubina de Ximen Nao. Después de 1949, se casa con Huang Tong.

Lan Lian (Rostro Azul): mozo de labranza de Ximen Nao. Después de 1949, se convierte en un campesino independiente, el último que queda en toda China.

Huang Tong: líder de la milicia de la aldea de Ximen y comandante de la brigada de producción.

Ximen Jinlong: hijo de Ximen Nao y Yingchun. Después de 1949, adopta el apellido de su padrastro, Lan. Durante la Revolución Cultural ejerce de presidente del Comité Revolucionario de la aldea de Ximen. Más tarde se convierte en jefe de la Granja de Cerdos, en secretario del Partido de la División de la Liga de la Juventud y, después del periodo de reforma, en secretario de la sucursal del Partido Comunista de la aldea de Ximen.

Ximen Baofeng: hija de Ximen Nao y Yingchun. Es la «doctora descalza» de la aldea de Ximen. Primero se casa con Ma Liangcai y más tarde cohabita con Chang Tianhong.

Huang Huzhu: hija de Huang Tong y Wu. Primero se casa con Ximen Jinlong y más tarde cohabita con Lan Jiefang.

Huang Hezuo: hija de Huang Tong y Wu Qiuxiang. Es la esposa de Lan Jiefang.

Pang Hu: héroe del Ejército de Voluntarios del Pueblo Chino en Corea. También fue director de la Planta de Procesamiento de Algodón Número Cinco.

Wang Leyun: esposa de Pang Hu.

Pang Kangmei: hija de Pang Hu y Wang Leyun. Antigua secretaria del Partido del Condado. Es la esposa de Chang Tianhong y la amante de Ximen Jinlong.

Pang Chunmiao: hija de Pang Hu y de Wang Leyun. Es la amante de Lan Jiefang y, más tarde, se convierte en su segunda esposa.

Chang Tianhong: licenciado del departamento de Música de la Academia Provincial de Bellas Artes. Trabaja como miembro de la campaña de las Cuatro Limpiezas de la aldea. Durante la Revolución Cultural ejerce como vicepresidente del Comité Revolucionario del Condado. Más tarde, es nombrado director adjunto de la Compañía de Teatro del Condado Maullido del Gato.

Ma Liangcai: maestro y director de la escuela elemental de la aldea de Ximen.

La mayoría de las letras chinas del sistema chino pinyin se pronuncian aproximadamente como en nuestro idioma. Las principales excepciones son las siguientes:

La c (no seguida de h) se pronuncia como ts (Ma Liangcai)

La he se pronuncia como u (Huang Hezuo)

La ian se pronuncia como yen (Lan Lian)

La le se pronuncia como u (Wang Leyun)

La qi se pronuncia como ch (Wu Qiuxiang)

La x se pronuncia como sh (Wu Qiuxiang)

La zh se pronuncia como j (Huang Huzhu)

Libro primero

Las penurias de ser un burro

I

Tortura y proclamación de inocencia

en el Infierno del señor Yama

Mediante una serie de argucias,

me reencarno en un burro de pezuñas albinas

Mi historia comienza el 1 de enero de 1950. En los dos años anteriores a esa fecha, tuve que padecer en las entrañas del Infierno la tortura más cruel que un hombre pueda imaginar. Cada vez que me llevaban ante el tribunal, yo proclamaba mi inocencia con rotundidad y vehemencia, empleando un tono de voz triste y desesperado que penetraba hasta en el último recodo de la Sala de Audiencias del Señor Yama y rebotaba una y otra vez repetida por el eco. De mis labios no salió ni una sola palabra de arrepentimiento, a pesar de haber sido cruelmente torturado, y así conseguí que todos me vieran como un hombre de hierro. Sé que me gané el respeto tácito de muchos de los habitantes del inframundo del señor Yama, pero también soy consciente de que el señor Yama comenzaba a estar harto de mí. Por tanto, para obligarme a admitir mi derrota, me sometió a la forma de tortura más siniestra que el Infierno podía ofrecer: me sumergieron en un barreño de aceite hirviendo, en el que caí y me retorcí y crepité como si fuera un pollo frito durante aproximadamente una hora. No hay palabras que hagan justicia a la agonía por la que tuve que pasar hasta que uno de los sirvientes me atravesó con un tridente, me levantó en volandas y ascendió conmigo por las escaleras del palacio. Luego se nos unió otro sirviente, que se situó a un lado y gritaba como un vampiro mientras el aceite hirviendo resbalaba por mi cuerpo y caía sobre los escalones de la Sala de Audiencias, donde crepitaba y desprendía bocanadas de humo amarillo. Con cuidado, me depositaron sobre una losa de piedra colocada a los pies del trono y, a continuación, hicieron una respetuosa reverencia.

—Gran Señor —anunció—, el condenado ya está frito.

Después de que me hubieran freído hasta quedar crujiente, me di cuenta de que bastaría con un ligero golpecito para convertirme en un montón de cenizas. Entonces, desde la parte más alta del salón por encima de mi cabeza, en algún punto iluminado por las brillantes luces de las velas que se elevaban sobre la sala, escuché una voz desafiante que procedía de los labios del propio señor Yama y me preguntaba:

—Ximen Nao, cuyo nombre significa «Disturbio en la Puerta de Occidente», después de esta tortura, ¿todavía piensas producir más disturbios?

No voy a mentir. En aquel momento vacilé por un instante, mientras mi cuerpo crujiente se revolcaba en un charco de aceite que todavía crepitaba y crujía. No me hacía ilusiones: había alcanzado mi umbral del dolor y no era capaz de imaginar cuál sería la siguiente tortura que emplearían estos inmundos oficiales si no les gritaba lo que pensaba de ellos en ese momento. Sin embargo, aunque lo hiciera, ¿acaso no había sufrido ya todas sus brutalidades en vano? Hice un esfuerzo por levantar la cabeza, que muy bien podría haberse caído al suelo, y miré hacia la luz de la vela, donde vi al señor Yama y a los jueces del inframundo sentados junto a él. Sus rostros lucían una sonrisa melosa. La rabia se agitaba en mi interior. ¡Al diablo con ellos! Me lo pensé mejor; prefería dejar que me machacaran hasta convertirme en polvo bajo una piedra de molino o que me convirtieran en pasta en un mortero si era lo que querían, pero no pensaba dar mi brazo a torcer.

—¡Soy inocente! —grité.

Acompañando a mi grito, una lluvia de gotas rancias de aceite salió de mi boca:

—¡Soy inocente! Yo, Ximen Nao, durante los treinta años que pasé en la tierra de los mortales adoraba realizar trabajos físicos y siempre fui un hombre familiar y ahorrador. He reparado puentes y pavimentado carreteras y he sido caritativo con todos. Los ídolos de los templos que se levantan en el concejo de Gaomi del Noreste se restauraron gracias a mi generosidad; los pobres de mi ciudad escaparon de la hambruna comiendo los alimentos que yo les di. Hasta el último grano de arroz de mi granero fue humedecido por el sudor de mi frente, hasta la última moneda que se guarda en los cofres de mi familia está teñida de un esfuerzo descomunal. Me hice rico trabajando sin descanso, encumbré a mi familia gracias a que me mantuve lúcido y tomé decisiones sabias. Creo firmemente que nunca he sido culpable de haber cometido un acto indigno. Y, sin embargo —aquí mi voz comenzó a temblar—, a pesar de ser un individuo extraordinariamente compasivo, una persona íntegra, un hombre decente y de bien, me han atado como si fuera un delincuente, me han arrojado por la cabecera de un puente y me han disparado… Se colocaron a no más de medio metro de mí, dispararon una vieja carabina llena de pólvora más medio cuenco de metralla y convirtieron un lado de mi cabeza en un amasijo de sangre y sesos cuando la explosión sacudió la quietud y manchó el suelo del puente y las piedras del tamaño de un melón que se extendían debajo de él… No me haréis confesar, ya que soy inocente, y solicito que me enviéis de vuelta a mi mundo para poder preguntar a la cara a todas esas personas de qué demonios se me acusa.

Observé cómo el rostro grasiento del señor Yama se crispaba varias veces a medida que iba soltando mi atropellado monólogo y vi cómo los jueces que se encontraban a su alrededor giraban la cabeza para evitar su mirada. Sabían que yo era inocente, que me habían acusado en falso, pero por alguna razón que no podía imaginar fingían ignorarlo. Así que grité, repitiéndome de nuevo, lanzando el mismo discurso una y otra vez, hasta que uno de los jueces se inclinó y susurró algo en el oído del señor Yama, quien acto seguido golpeó su mazo para que el salón guardara silencio.

—Muy bien, Ximen Nao, aceptamos tu proclamación de inocencia. Hay muchas personas en este mundo que merecen morir y sin embargo, de alguna manera, se las arreglan para seguir viviendo, mientras que muchos de los que merecen vivir acaban pereciendo sin remedio. Ésa es una realidad contra la que este trono nada puede hacer. Por tanto, seré misericordioso contigo y dejaré que regreses a tu mundo.

Una sensación de alegría inesperada cayó sobre mí como una piedra de molino, haciendo que mi cuerpo se descompusiera en mil pedazos. El señor Yama arrojó el símbolo bermellón triangular de su autoridad y, empleando un tono que delataba cierta impaciencia, ordenó:

—¡Cabeza de Buey y Cara de Caballo, haced que regrese a su mundo!

Tras realizar un movimiento con su manga, el señor Yama abandonó el salón, seguido de sus jueces, quienes hicieron que temblara la luz de las velas con el ondular de sus largas mangas. Dos sirvientes demoniacos, vestidos con ropajes negros atados por la cintura con unos amplios fajines de color naranja, avanzaron hacia mí desde direcciones opuestas. Uno de ellos se agachó, recogió el Símbolo de la Autoridad y se lo colocó en el fajín. El otro me agarró por el brazo y me empujó para que caminara. Un sonido quebradizo, como si los huesos se hubieran roto en mil pedazos, hizo que un escalofrío me recorriera todo el cuerpo. El demonio que llevaba el Símbolo de la Autoridad apartó al sirviente que me sujetaba del brazo y, empleando el tono que usan los veteranos con los novatos, dijo:

—¿De qué demonios tienes llena la cabeza? ¿De agua? ¿Es que un águila te ha sacado los ojos? ¿Acaso no ves que su cuerpo está tan crujiente como uno de esos buñuelos que venden en la calle Dieciocho de Tianjin?

El joven sirviente puso los ojos en blanco mientras escuchaba cómo su compañero le reprendía, sin estar seguro de qué era lo que debía hacer.

—¿Se puede saber por qué te quedas ahí parado? —dijo el sirviente que ostentaba el Símbolo de la Autoridad—. ¡Vamos, trae un poco de sangre de burro!

El sirviente sacudió la cabeza, mientras su rostro se iluminaba de repente. Se giró, salió del salón y regresó a toda velocidad con un cubo teñido de salpicaduras de sangre. Al parecer pesaba mucho, ya que avanzaba dando traspiés, con el cuerpo encorvado, y apenas era capaz de mantener el equilibrio.

Colocó el cubo junto a mí, dejándolo caer de golpe y haciendo que todo mi cuerpo se estremeciera. El hedor era nauseabundo, una fetidez tibia y rancia que parecía albergar el calor animal de un verdadero burro. Por unos instantes, la imagen de un burro desmembrado pasó como un relámpago por mi cabeza y desapareció enseguida. El sirviente que tenía el Símbolo de la Autoridad metió la mano en el cubo y sacó un cepillo de cerdas, lo removió en la oscura y pegajosa sangre roja y, a continuación, frotó con él mi cuero cabelludo. Lancé un grito mientras me invadía una sensación escalofriante que en parte era de dolor, en parte de entumecimiento, y me hacía sentir como si me hubieran clavado un millón de espinas. Mis oídos sufrieron el asalto de sutiles golpecitos mientras la sangre empapaba mi piel chamuscada y crujiente, recordándome a una bendita lluvia sobre una tierra seca. Mi mente era un amasijo de pensamientos inconexos y emociones mezcladas. El guardián manejaba el cepillo como si fuera un pintor de brocha gorda, y en poco tiempo me encontré cubierto de sangre de burro, de la cabeza a los pies. A continuación, agarró el cubo y vertió lo que quedaba en él por encima de mi cabeza. De repente, comencé a sentir una oleada de vida que emanaba de mi interior. La fuerza y el valor regresaron a mi cuerpo y ya no tuve que apoyarme en ellos para ponerme de pie.

A pesar de que los sirvientes se llamaran Cabeza de Buey y Cara de Caballo, no tenían el menor parecido con las figuras del inframundo que estamos acostumbrados a ver en los cuadros: cuerpos humanos, uno con la cabeza de un buey y el otro con la de un caballo. Su apariencia era completamente humana salvo por su piel, de un color azul iridiscente, como si la hubieran tratado con un tinte mágico. Un color noble, que rara vez se encuentra en el mundo de los mortales, ni en los tejidos ni en los árboles. Pero he visto flores de ese color, pequeñas florecillas de pantano que crecen en el concejo de Gaomi del Noreste, que brotan por la mañana y se marchitan y mueren por la tarde.

Acompañado de un sirviente a cada lado, descendí por un oscuro túnel que se me hizo interminable. Los candiles de coral sobresalían de las paredes cada cierta cantidad de metros. La luz emergía de unos recipientes con forma de discos planos, en donde se quemaba el aceite de soja. Unas veces emitían un aroma denso y otras no, y eso mantuvo mi mente despejada durante algunos instantes e hizo que me sintiera confundido el resto del tiempo. A la luz de los candiles distinguí unos enormes murciélagos que colgaban de la cúpula del túnel, con los ojos brillando en la oscuridad mientras el terrible hedor de la salamanquesa no cesaba de desplomarse sobre mi cabeza.

Por fin se acabó el túnel y ascendimos a una plataforma, donde había una anciana de pelo blanco. Extendió su brazo de piel tersa y firme, que no se correspondía en absoluto con su edad, y con una cuchara negra de madera extrajo un líquido oscuro y hediondo de una desvencijada vasija de acero y lo vació en un cuenco barnizado de color rojo. Uno de los sirvientes me entregó el cuenco y su rostro dibujó una sonrisa que no tenía el menor asomo de amabilidad.

—Bébetelo —dijo—. Prueba el contenido de este cuenco y todos tus sufrimientos, tus preocupaciones y tu hostilidad se habrán acabado.

Lo rechacé con un ademán de la mano.

—No —dije—. Quiero conservar mi sufrimiento, mis preocupaciones y mi hostilidad. De lo contrario, no tendría sentido regresar a mi mundo.

Descendí de la plataforma de madera, que se sacudía con cada paso que daba, y escuché cómo los sirvientes gritaban mi nombre mientras me seguían.

A continuación, me di cuenta de que nos dirigíamos hacia el concejo de Gaomi del Noreste, donde conocía cada montaña y arroyo, cada árbol y brizna de hierba. Me resultaron nuevos los postes de madera que estaban clavados en el suelo, sobre los que se habían escrito varios nombres; algunos me resultaban familiares y otros no. Algunos de ellos incluso estaban enterrados en el fértil suelo de mi finca. Hasta un tiempo después no me enteré de que, mientras me encontraba en los salones del Infierno proclamando mi inocencia, el mundo de los mortales estaba atravesando un periodo de reformas y de que las grandes propiedades se habían fraccionado y repartido entre los campesinos que no tenían tierras y, naturalmente, la mía no fue una excepción. Dividir la tierra en parcelas tiene sus precedentes históricos, pensé. Entonces, ¿qué necesidad había de dispararme antes de fraccionar la mía?

En prevención de que pudiera escapar, los sirvientes me sujetaron con fuerza por los brazos con sus gélidas manos que, para ser más exactos, habría que llamar garras. El sol brillaba con fuerza, el aire era fresco y limpio, los pájaros volaban por el cielo y los conejos saltaban por la tierra. La nieve que se había acumulado en las riberas umbrías de las acequias y del río reflejaba la luz con tanta fuerza que me cegaba los ojos. Miré los rostros azules de mis escoltas y en ese instante me di cuenta de que parecían actores de teatro disfrazados y maquillados, salvo por el hecho de que los tintes terrenales nunca podrían, ni en un millón de años, colorear los rostros con tonos tan nobles ni tan puros.

Atravesamos una docena de aldeas o más mientras avanzábamos por la carretera que transcurre junto a la ribera del río y nos encontramos con varias personas que venían en dirección contraria. Entre ellas se encontraban mis amigos y vecinos, pero cada vez que trataba de saludarlos, uno de mis sirvientes apretaba su mano alrededor de mi garganta y me impedía hablar. Yo mostraba mi desagrado dándoles una patada en las piernas, pero no conseguía ninguna reacción. Era como si sus extremidades no sintieran nada. Por tanto, decidí embestir sus rostros con mi cabeza, que parecían estar hechos de goma. La mano que me apretaba el cuello sólo se aflojó cuando nos volvimos a quedar solos. Un carruaje con ruedas de caucho tirado por un caballo pasó junto a nosotros a toda velocidad, levantando una nube de polvo. Reconocí a aquel caballo por el olor de su sudor, así que levanté la mirada y vi al conductor, un amigo llamado Ma Wendou. Iba sentado en la parte delantera, con un abrigo de piel de oveja extendido sobre los hombros, látigo en mano, una pipa de mango largo y una bolsita de tabaco atada y colocada en el cuello para que colgara por detrás de la espalda. La bolsita se balanceaba como el cartel del escaparate de un bar. El carruaje era mío, el caballo era mío, pero el hombre que iba subido en él no era uno de mis peones de labranza. Traté de correr detrás de él para averiguar qué estaba pasando allí, pero mis guardianes me agarraban como si fueran enredaderas. Ma Wendou tuvo que haberme visto y sabía perfectamente quién era yo y, con toda seguridad, tuvo que haber escuchado los gritos que lanzaba en mi forcejeo, por no hablar de que con toda seguridad había percibido el apestoso hedor que emanaba de mi cuerpo. Pero pasó a nuestro lado sin reducir el paso, como si fuera a la carrera. A continuación, nos encontramos con un grupo de hombres subidos a unos zancos que estaba representando los viajes del monje Tang Tripitaka en su búsqueda por encontrar las escrituras budistas. Sus discípulos, Mono y Cerdito, eran paisanos de mi aldea a los que conocía y, por las consignas que estaban escritas en los estandartes que transportaban y por las cosas que decían, me di cuenta de que nos encontrábamos en el primer día del año 1950.

Justo antes de que llegáramos al puente de piedra situado en los aledaños de la aldea, comencé a sentirme inquieto. Estaba a punto de volver a contemplar las piedras que había debajo del puente y que se habían manchado con mi sangre y con las vetas de mi cerebro. Los mechones de pelo sucio y los jirones de ropa que estaban pegados a las piedras desprendían un hedor a sangre. Tres perros salvajes estaban al acecho en la entrada del puente, dos tumbados y uno de pie; dos de ellos eran negros, el otro era marrón, y el pelaje de los tres brillaba con fuerza. Sus lenguas tenían un color rojo intenso, sus dientes relucían blancos como la nieve y sus ojos brillaban como punzones.

En su historia «La curación», Mo Yan escribió acerca de este puente y de los perros que enloquecían lanzándose sobre los cadáveres de las personas a las que ejecutaban. Escribió un relato sobre un buen hijo que extirpó la vesícula biliar, que es el órgano donde habita el valor, de un hombre al que habían ejecutado, se la llevó a casa y elaboró con ella un tónico para su madre, que estaba ciega. Todos hemos oído muchas historias acerca del uso de la vesícula biliar del oso como remedio curativo, pero nada se sabe sobre los poderes curativos de la vesícula biliar humana. Por tanto, aquel relato no era más que una tontería inventada por la pluma de un novelista al que le gusta ese tipo de cosas y no había un asomo de verdad en todo ello.

Mientras recorríamos el camino desde el puente a mi casa, las imágenes de mi ejecución se reproducían una y otra vez en mi cabeza. Me ataron las manos a la espalda y me colgaron un cartel de condenado alrededor del cuello. Era el trigésimo tercer día del duodécimo mes y no faltaban más que siete días para la llegada del año nuevo. Aquel día, el viento gélido cortaba el cuerpo de todos los presentes y las nubes rojas emborronaban el sol. Las gotas de aguanieve eran como granos de arroz blanco que resbalaban por mi cuello. Mi esposa, que descendía de la familia Bai, caminaba detrás de mí, llorando con amargura, pero no escuché a ninguna de mis dos concubinas, Yingchun y Qiuxiang. Yingchun estaba esperando a dar a luz en cualquier momento, así que le podía perdonar que se hubiera quedado en casa. Pero la ausencia de Qiuxiang, que era más joven y no estaba embarazada, me decepcionó hondamente. Una vez que llegué al puente, me giré para ver a Huang Tong y a su equipo de milicianos.

—Escuchadme, amigos, todos vivimos en la misma aldea y nunca ha existido enemistad entre nosotros, ni antes ni ahora. Si os he ofendido de alguna manera, decidme en qué lo he hecho. No hay necesidad de llegar a esto, ¿verdad?

Huang Tong me miró por unos instantes y luego apartó la mirada de mí. El iris amarillo dorado de sus ojos relucía como si fuera una estrella áurea.

—Huang Tong —dije—, Huang de Ojos Amarillos, tus padres acertaron al elegir tu nombre.

—Ha llegado tu hora —replicó—. ¡Ésta es la política del gobierno!

—Escuchadme, amigos —proseguí—, si voy a morir, al menos debería saber la razón de mi muerte. ¿Podríais decirme qué ley he infringido?

—Encontrarás las respuestas en el inframundo del señor Yama —respondió Huang Tong mientras levantaba su vieja carabina, colocando el cañón a no más de medio metro de mi frente.

Segundos después, sentí cómo mi cabeza volaba por los aires. Mis ojos se inundaron de una lluvia de destellos, escuché un sonido que parecía una explosión y percibí el olor de la pólvora flotando en el aire…

A través de la puerta de mi casa, que tenía el cerrojo descorrido, divisé que había muchas personas en el patio. ¿Cómo se habían enterado de que iba a regresar? Cuando ya habíamos llegado, me dirigí a mis escoltas:

—Muchas gracias, hermanos, por las molestias que os habéis tomado al traerme a casa —dije.

En sus rostros azules se dibujaron unas sonrisas maliciosas, pero antes de que pudiera averiguar la razón de su alegría, me agarraron por los brazos y me empujaron hacia el interior. Todo era tenebroso. Tenía la sensación de que me estaba ahogando. De repente, mis oídos se llenaron de los gritos felices de un hombre que procedían de alguna parte:

—¡Ya casi está fuera!

Abrí los ojos y descubrí que me encontraba cubierto de un líquido pegajoso, tumbado cerca del canal del parto de una burra. ¡Dios mío! ¡Quién iba a pensar que Ximen Nao, un miembro culto e ilustrado de la clase aristócrata, iba a reencarnarse en un burro de pezuñas albinas con labios tiernos y blandos!

II

Ximen Nao se muestra caritativo

salvando a Rostro Azul

Bai Yingchun consuela afectuosamente

a un burro huérfano

El hombre que se encontraba detrás del burro con una amplia sonrisa en su rostro era mi peón de labranza Lan Lian. Lo recordaba como un joven frágil y escuálido, y me sorprendió ver que en los dos años transcurridos desde mi muerte se había convertido en un joven robusto y fornido.

Lan Lian era un huérfano que encontré tirado bajo la nieve delante del Templo del Dios de la Guerra, y que llevé a mi casa. Aquel día, su cuerpo, envuelto en un saco de arpillera y con los pies descalzos, estaba rígido por el frío; su rostro se había tornado de color púrpura y su cabello era un amasijo de mugre. Mi propio padre había muerto recientemente, pero mi madre todavía estaba viva y gozaba de buena salud. Había recibido de mi padre la llave de bronce del cofre de alcanfor donde guardamos las escrituras de más de ochenta acres de tierra de cultivo y los objetos de oro, plata y de valor de la familia. Por entonces yo tenía veinticuatro años y acababa de casarme con la segunda hija del hombre más rico de Bai-ma, o Caballo Blanco, Bai Lianyuan. Su nombre de infancia era Albaricoque y todavía no tenía nombre de adulta, así que cuando entró a formar parte de mi familia, simplemente se la conocía como Ximen Bai. Como hija de un hombre acaudalado, era una mujer culta y estaba bien versada en los temas relacionados con la propiedad; tenía una constitución frágil, pechos como peras dulces y una parte inferior del cuerpo bien proporcionada. Tampoco era mala en la cama. De hecho, el único defecto que tenía una compañera tan perfecta era que todavía no me había dado un hijo.

En aquella época, me encontraba en la cima del mundo. Disfrutaba cada año de unas cosechas abundantes y los campesinos arrendatarios pagaban gustosos sus rentas. Los graneros estaban a rebosar. El ganado prosperaba y nuestra mula negra había parido dos gemelos. Era como un milagro, ese tipo de cosas que pertenecen más a la leyenda que a la realidad. Una multitud de aldeanos vino a ver a las mulas gemelas y nos llenó los oídos con sus palabras de halago. Los recompensamos con té de jazmín y cigarrillos de la marca Fuerte Verde. El adolescente Huang Tong nos robó un paquete de cigarrillos y algunos aldeanos le trajeron arrastrándole de una oreja hasta mí. El joven pícaro tenía el cabello amarillo, la piel amarilla y unos astutos ojos de color amarillo que daban toda la impresión de que constantemente concebían pensamientos malignos. Le dejé marchar haciendo un ademán con la mano, e incluso le di un paquete de té para que se lo llevara a casa y se lo entregara a su padre, Huang Tianfam, un hombre decente y honesto que elaboraba un exquisito doufu y era uno de mis campesinos arrendatarios. Aquel hombre cultivaba cinco acres de excelente tierra enfrente del río y era una verdadera lástima que tuviera un hijo tan díscolo. Me trajo una cesta llena de un doufu tan denso que se podían colgar los pedazos de un gancho, acompañada de otra cesta repleta de disculpas. Le dije a mi esposa que le diera medio metro de lana para que se lo llevara a casa y pudiera hacerse un par de zapatos para el año nuevo. Huang Tong, oh, Huang Tong, después de todos esos magníficos años que pasamos tu padre y yo, no deberías haberme disparado con aquella carabina. Sí, ya sé que te limitabas a cumplir órdenes, pero podrías haberme disparado en el pecho y así dejar que mi cadáver presentara un aspecto decente. ¡Eres un cabrón desagradecido!

Yo, Ximen Nao, un hombre digno, magnánimo y sin prejuicios, era respetado por todos. Me había encargado del negocio de la familia durante los peores años. Tuve que enfrentarme a las guerrillas y a los soldados títeres, pero las propiedades de mi familia se incrementaron con la adquisición de un centenar de acres de tierra de cultivo, y el número de caballos y de vacas pasó de cuatro a ocho; compramos un pequeño carromato con neumáticos de goma; pasamos de tener dos peones de labranza a cuatro, de una doncella a dos, y contratamos a un par de ancianas para que cocinaran para nosotros. Por tanto, así era como estaban las cosas cuando me encontré a Lan Lian delante del Templo del Dios de la Guerra, medio congelado, casi sin aliento en su cuerpo. Cada mañana me levantaba temprano para recoger estiércol. Es posible que no me creas, ya que yo era uno de los hombres más ricos del concejo de Gaomi del Noreste, pero lo cierto es que siempre he tenido una ética de trabajo encomiable. En el tercer mes araba los campos, en el cuarto plantaba las semillas, en el quinto recogía el trigo, en el sexto plantaba melones, en el séptimo sacaba las alubias con la azada, en el octavo recolectaba el sésamo, en el noveno recogía el grano y en el décimo preparaba el suelo. Incluso en el gélido duodécimo mes, no dejaba que me tentara el abrigo de un cálido lecho. He salido con mi cesta a recoger estiércol de perro cuando el sol apenas se había asomado. La gente se burlaba de mí porque decía que una mañana me levanté tan temprano que confundí dos piedras con estiércol. Eso es absurdo. Tengo un buen olfato y puedo husmear el estiércol de perro a distancia. No se puede llegar a ser un buen terrateniente si no le das importancia al estiércol de perro.

Había tanta nieve acumulada que los edificios, los árboles y las calles estaban enterrados y sólo se veía el color blanco. Todos los perros estaban escondidos, por lo que aquel día no había estiércol. Pero yo salí de todos modos. El aire era fresco y limpio, el viento todavía soplaba suave y a esa hora tan temprana te podías encontrar con todo tipo de fenómenos misteriosos y extraños: la única manera de verlos era levantándote temprano. Caminé desde la calle Frontal a la calle Trasera y di una vuelta alrededor de la muralla fortificada que rodea la aldea justo a tiempo para ver cómo el horizonte cambiaba del rojo al blanco, dibujando un amanecer deslumbrante cuando el sol se elevó en el cielo y tiñó el vasto paisaje nevado de un rojo intenso, tal y como hace en el legendario Reino de Cristal. Encontré al niño delante del Templo del Dios de la Guerra, medio enterrado en la nieve. Al principio imaginé que estaba muerto y pensé en pagarle un ataúd modesto donde enterrarle con el fin de alejar a los perros salvajes de su cadáver. Sólo un año antes, un hombre desnudo había muerto congelado delante del Templo del Dios de la Tierra. Estaba rojo de la cabeza a los pies, con su miembro sobresaliendo erguido como una lanza, un hecho que dio lugar a muchas carcajadas. Ese extravagante amigo vuestro, Mo Yan, escribió acerca de esta historia: «El hombre murió, pero su verga seguía viva». Gracias a mi generosidad, el cadáver de ese hombre, el único que murió junto a la carretera pero cuya verga seguía llena de vida, fue enterrado en el viejo cementerio que se encuentra al oeste de la ciudad. Las buenas obras como ésa tienen una enorme influencia y son más trascendentes que los monumentos o las biografías. Posé mi cesta de estiércol y di un empujón al muchacho, que se desplomó. Todavía estaba caliente, por lo que deduje que seguía vivo. Me quité mi abrigo forrado y envolví su cuerpo con él. A continuación, lo levanté y lo llevé a casa. Los rayos del sol de la mañana iluminaban por encima de mi cabeza el cielo y el suelo. La gente se encontraba fuera de sus casas retirando la nieve con palas, así que muchos aldeanos fueron testigos de la caridad de Ximen Nao. Sólo por eso, el pueblo no me debería haber disparado con la carabina. ¡Y por esa razón, señor Yama, no me deberías haber devuelto al mundo reencarnado en un burro! Todo el mundo dice que salvar una vida es mejor que construir una pagoda de siete pisos y yo, Ximen Nao, puedo afirmar sin temor a equivocarme que salvé una vida. Yo, Ximen Nao, y no sólo una vida. Una primavera, durante la hambruna, vendí veinte celemines de sorgo a bajo precio y dispensé a mis campesinos arrendatarios de tener que pagar la renta. Eso hizo que muchas personas pudieran seguir viviendo. Y ahora observa mi miserable destino. ¿Es que no hay justicia en el Cielo o en la Tierra, en el mundo de los hombres o en el reino de los espíritus? ¿Es que no hay el menor sentido de la conciencia? Protesto enérgicamente. ¡Estoy desconcertado!

Me llevé al joven a casa y lo tumbé sobre un cálido lecho situado en el barracón de los arrendatarios. Estaba a punto de encender una hoguera para que se calentara cuando el capataz, el viejo Zhang, dijo:

—Te aconsejo que no hagas eso, mi amo. Un nabo congelado debe descongelarse lentamente. Si lo calientas, se empezará a pudrir.

Aquello tenía su lógica, así que dejé que el muchacho entrara en calor de forma natural sobre la cama y pedí a alguien de la casa que calentara un cuenco de agua de jengibre dulce, que vertí despacio en su boca mientras la mantenía abierta con unos palillos. En cuanto el agua de jengibre penetró en su estómago, el muchacho comenzó a gemir. Una vez que conseguí arrebatarlo de las garras de la muerte, le pedí al viejo Zhang que cortara el mugriento pelo al muchacho y le quitara las pulgas que habitaban en su cuerpo. Le dimos un baño y le pusimos ropa limpia. A continuación, lo llevé a que conociera a mi anciana madre. Era un pequeño muy inteligente. En cuanto la vio, se postró de rodillas ante ella y gritó: «¡Abuela!». Eso conmovió a mi madre, que cantó «Amita Buda» y preguntó de qué templo procedía aquel pequeño monje. Le preguntó al chico su edad, pero él sacudió la cabeza y dijo que no lo sabía. ¿Dónde está tu casa? No estaba seguro de conocer la respuesta. Cuando le preguntó por su familia, el muchacho sacudió la cabeza como si fuera uno de esos muñecos tentetieso. Así que le dejé que se quedara con nosotros. Era un monito inteligente. En cuanto puso los ojos en mí comenzó a llamarme Papá de Acogida y a mi mujer la llamó Madame Bai Madre de Acogida. Pero tanto si era un hijo de acogida como si no, mi intención era que se pusiera a trabajar, ya que hasta yo mismo me encargaba de realizar los trabajos manuales, y eso que era el terrateniente. Si no trabajas, no comes. No era más que una nueva forma de expresar una idea que llevaba en boga mucho tiempo. El muchacho no tenía nombre, pero como lucía una mancha de nacimiento de color azul en el lado izquierdo de la cara, le dije que le llamaría Lan Lian, o Rostro Azul, así que se apellidaría Lan. Pero él replicó:

—Quiero tener el mismo nombre que tú, Padre de Acogida, ¿por qué no me llamas Ximen Lanlian?

Yo le dije que no, que el nombre Ximen no lo podía utilizar cualquiera, pero que si trabajaba duro durante veinte años, ya veríamos qué decisión tomábamos. Comenzó ayudando al capataz a cuidar del caballo y del burro (ah, señor Yama, ¿cómo puedes ser tan malvado de convertirme en un asno?) y poco a poco fue ascendiendo hasta ocuparse de trabajos más importantes. No había que dejarse engañar por su constitución débil y su frágil apariencia, ya que trabajaba con gran eficiencia y poseía buen juicio y una considerable serie de recursos, todos ellos asimilados para compensar su falta de fortaleza física. Y ahora, viendo sus amplios hombros y sus musculosos brazos, se podría decir que se había convertido en un hombre con todas las de la ley.

—¡Eh, eh, el burrito ya ha nacido! —gritó mientras se agachaba. Estiró sus grandes manos y me ayudó a ponerme de pie, causándome más vergüenza e ira de lo que podría pensar.

—¡No soy un burro! —quise protestar—. ¡Soy un hombre! ¡Soy Ximen Nao!

Pero mi garganta estaba oprimida igual que cuando los dos demonios de rostros azules me habían ahogado. No era capaz de hablar por mucho que lo intentara. Desesperación, terror, cólera. Escupí saliva y de mis ojos resbalaron amargas lágrimas. Su mano se deslizó y me caí al suelo, justo en mitad de todo ese pringoso líquido amniótico y de la placenta, que tenía la consistencia de la gelatina.

—¡Traedme una toalla, deprisa! —gritó Lan Lian.

Una mujer embarazada salió de la casa y mi atención se centró al instante en las pecas de su rostro ligeramente hinchado y en sus enormes ojos redondos y afligidos. Hii-haa, hii-haa: ella es mía, es la mujer de Ximen Nao, es mi primera concubina, Yingchun. La introdujo mi esposa en la familia para que trabajara como doncella. Tenía un rostro agraciado, con unos ojos enormes y una nariz recta, la frente amplia, la boca ancha y una mandíbula cuadrada. Y, lo que era más importante, sus generosos pechos, con sus insolentes pezones y una pelvis amplia hacían que, sin lugar a dudas, fuera capaz de tener hijos. Mi esposa, que al parecer era estéril, envió a Yingchun a mi lecho con un encargo que era fácil de comprender y estaba cargado de sinceridad. Dijo:

—Señor del Feudo —ya que así era como me llamaba—, quiero que la aceptes. El agua buena no debe regar los campos de otras personas.

Lo cierto es que mi concubina era un campo muy fértil, ya que se quedó embarazada la primera noche que pasamos juntos. Y no sólo se quedó embarazada, sino que tuvo gemelos. A la primavera siguiente dio a luz a un niño y a una niña, en lo que todos calificaron como el nacimiento de un dragón y un ave fénix. Por tanto, al niño le llamamos Ximen Jinlong, o Dragón Dorado, y a la niña Ximen Baofeng, Hermoso Fénix. La comadrona afirmó que nunca había visto a una mujer mejor capacitada para tener bebés, ya que contaba con una amplia pelvis y un canal de parto muy resistente. Los bebés caían en sus manos como melones desplomados de un saco de cáñamo. La mayoría de las mujeres gritan de angustia la primera vez que dan a luz, pero mi Yingchun tuvo sus bebés sin dejar escapar la menor queja. Según la comadrona, lució una sonrisa intrigante de principio a fin, como si para ella tener un bebé fuera una especie de entretenimiento. Aquello sacó de sus casillas a la pobre comadrona. Tenía miedo de que de su útero fueran a salir dos monstruos y la atacaran.

El nacimiento de Jinlong y Baofeng llenó de alegría el hogar de los Ximen. Pero, para no asustar a los bebés ni a su madre, pedí al capataz, el viejo Zhang, y a su ayudante, Lan Lian, que compraran diez hileras de fuegos artificiales, ochocientos en total, las colgaran del extremo meridional de la muralla de la aldea y las prendieran allí. El sonido de todas esas pequeñas explosiones hizo que me sintiera tan feliz que casi sufrí un desmayo. Tenía la extraña costumbre de celebrar las buenas noticias trabajando mucho. Es una comezón que no soy capaz de explicar. Así que, mientras los fuegos artificiales seguían explotando, me levanté las mangas de la camisa, entré en el corral donde guardaba el ganado y saqué diez carros de excrementos que se habían ido acumulando a lo largo de todo el invierno. Ma Zhibo, un maestro del Feng Shui que tenía un don especial para adoptar un aire místico, llegó corriendo al corral y me dijo con tono de preocupación:

—Menshi —ése es mi nombre de cortesía—, mi elegante joven, ahora que tienes una mujer que acaba de dar a luz en la casa, no debes trabajar en los corrales ni remover la tierra y, de ningún modo, debes recoger excrementos ni excavar un pozo. Instigar al Dios Errante no produce ningún bien a los recién nacidos.

El consejo de Ma Zhibo hizo que mi corazón casi diera un vuelco, pero no puedes pedir a una flecha que regrese después de haberla disparado, y cualquier trabajo que merezca la pena comenzar, sin duda, también merece la pena concluirlo. Por tanto, no podía dejarlo, porque sólo había limpiado la mitad del corral. Hay un viejo proverbio que dice: «Un hombre goza de diez años de buena fortuna cuando no sabe lo que es temer a ningún dios ni a ningún fantasma». Yo era un hombre honorable y no tenía miedo de los demonios. Así pues, ¿qué más daba si yo, Ximen Nao, topaba con el Dios Errante? Después de todo, no había sido más que un disparatado comentario de Ma Zhibo, y entonces saqué del estiércol un objeto que tenía una peculiar forma de calabaza. Tenía el aspecto de ser un pedazo de caucho congelado o un trozo de carne helada. Era turbio pero también casi transparente, frágil, aunque bastante flexible. Lo arrojé al suelo al borde del corral para examinarlo con mayor detenimiento. No podía tratarse del legendario Dios Errante, ¿verdad? Observé cómo el rostro de Ma palidecía y su barba de chivo comenzaba a temblar. Con las manos extendidas por delante de su pecho como signo de respeto, pronunció una oración y retrocedió varios pasos. Cuando se golpeó contra la pared, salió a toda velocidad. Con una sonrisa burlona, dije:

—Si éste es el Dios Errante, no hay nada que temer. Dios Errante, Dios Errante, si pronuncio tu nombre tres veces y todavía sigues aquí, no me culpes si te trato severamente. ¡Dios Errante, Dios Errante, Dios Errante! Con los ojos cerrados, he gritado tu nombre tres veces.

Cuando los abrí de nuevo, todavía seguía allí, no había cambiado, seguía siendo un pedazo de algo tirado en el corral junto a un montón de excrementos de caballo. Fuera lo que fuera, estaba muerto, así que levanté mi azada y lo partí por la mitad. El interior era igual que el exterior, una especie de goma o de algo congelado, no muy diferente a la savia que emana de los nudos del melocotonero. Lo recogí y lo arrojé por encima de la pared, junto a los excrementos de caballo y los orines de burro, con la esperanza de que fuera un buen fertilizante, de tal modo que a principios de verano el maíz creciera y engendrara mazorcas como el marfil y a finales de verano el trigo produjera espigas tan largas como la cola de un perro.

Ese tal Mo Yan, en una historia llamada «El Dios Errante», escribió:

Vertí un poco de agua en una botella de cristal transparente que tenía una abertura del tamaño de una boca y añadí un poco de té negro y azúcar moreno. A continuación, la coloqué detrás del fogón durante diez días. En el interior de la botella comenzó a crecer un objeto peculiar en forma de calabaza. Cuando los aldeanos oyeron hablar de él, llegaron corriendo para ver de qué se trataba. Ma Congming, el hijo de Ma Zhibo, dijo con voz nerviosa: «Esto es algo malo, ¡es el Dios Errante! El Dios Errante que el terrateniente Ximen Nao extrajo de la tierra aquel año era igual que éste». Como hombre joven y moderno que soy, creo en la ciencia, no en fantasmas ni en duendes, así que le pedí a Ma Congming que se marchara y saqué de la botella lo que quiera que fuera aquello. Lo partí por la mitad y lo troceé, luego lo metí en mi wok y lo freí. Su extraña fragancia abrió mi apetito y se me hizo la boca agua, así que lo probé. Estaba delicioso y era nutritivo… Después de comerme al Dios Errante crecí diez centímetros en tres meses.

¡Menuda imaginación!

Los fuegos artificiales pusieron fin a los rumores de que Ximen Nao era estéril. La gente comenzó a preparar regalos de felicitación que me trajeron a lo largo de nueve días. Pero todavía no se habían disipado los ecos del viejo rumor cuando apareció otro nuevo. De la noche a la mañana, por las dieciocho aldeas y ciudades que formaban el concejo de Gaomi del Noreste se extendió el rumor de que Ximen Nao había desafiado al Dios Errante mientras recogía estiércol en su corral. Y no sólo se corrió la voz, sino que, al mismo tiempo, se adornó la historia a conveniencia. El Dios Errante, se decía, tenía la forma de un enorme huevo carnoso con siete orificios nasales; rodó por todo el corral donde se guardaba el ganado hasta que lo partí en dos, haciendo que una intensa luz se elevara hacia el cielo. Sin lugar a dudas, desafiar al Dios Errante me iba a traer terribles desgracias durante un centenar de años. Yo era muy consciente de que el árbol más alto sufre el azote del viento y de que la riqueza siempre produce envidia. Muchas personas estaban impacientes por ver cómo Ximen Nao caía en la desgracia y deseaban con fervor que esa caída fuera muy dura. Estaba preocupado, pero no podía perder la fe. Si los dioses querían castigarme, ¿por qué me habían enviado a los encantadores Jinlong y Baofeng?

Yingchun sonrió radiante de alegría cuando me vio. Se agachó con dificultad y, en ese momento, pude ver al bebé que llevaba entre los brazos. Era un niño con una marca de nacimiento azul en la mejilla izquierda, con lo cual no quedaba la menor duda de que procedía de la semilla de Lan Lian. ¡Menuda humillación! Una llama semejante a la lengua de una víbora venenosa salió de mi corazón. Me invadieron los instintos asesinos y necesitaba, como mínimo, maldecir a alguien. Me sentía capaz de trocear a Lan Lian en mil pedazos. ¡Lan Lian eres un cabrón desagradecido, un hijo de puta desconsiderado! Al principio me llamabas Padre de Acogida, pero has acabado mancillando la palabra «acogida». Muy bien, si yo soy tu padre, entonces Yingchun, mi concubina, es tu madrastra, aunque la hayas tomado como esposa y conseguido que dé a luz a tu hijo. ¡Has corrompido el sistema de las relaciones humanas y mereces ser destruido por el Dios del Trueno! ¡Cuando llegues al Infierno te mereces que te arranquen la piel, que te rellenen de hierba y que te sequen antes de que te reencarnes en un animal despreciable! Pero el Cielo está privado de justicia y el Infierno ha abandonado la razón. En lugar de tocarte a ti, ha sido a mí a quien han enviado de vuelta a este mundo convertido en un animal repugnante, a mí, Ximen Nao, que siempre he hecho tanto bien a lo largo de toda mi vida. ¿Y qué pasa contigo, Yingchun, pequeña mujerzuela? ¿Cuántas palabras dulces me susurraste al oído mientras te encontrabas entre mis brazos? ¿Y cuántas solemnes promesas de amor me hiciste? Sin embargo, mis huesos todavía no se habían enfriado y ya te fuiste a la cama con mi peón de labranza. ¿Cómo una mujerzuela como tú ha podido tener el coraje de seguir viviendo? Deberías acabar con tu vida de una vez por todas. Yo mismo te daré la seda blanca para hacerlo. ¡Maldita sea! ¡No, no eres digna de tener una seda blanca! ¡Lo que te mereces es una cuerda sangrienta de las que se utilizan con los cerdos, anudada a un travesaño cubierto de excrementos de rata y orines de murciélago para que te cuelgues con ella! ¡Eso o ingerir unas cuantas gotas de arsénico! ¡O disfrutar de un viaje de ida al pozo que se encuentra en las afueras de la aldea, donde se han ahogado todos los perros salvajes! ¡Deberían hacerte desfilar por las calles con el cepo de los criminales! ¡Te mereces que en el inframundo te arrojen al pozo de serpientes reservado para las adúlteras! ¡Así, después te podrías reencarnar en un animal repugnante, una y otra y otra vez, para siempre! Hii-haa, hii-haa: pero no. La persona que se ha reencarnado como un animal inmundo ha sido Ximen Nao, un hombre de honor, en lugar de mi primera concubina.

Yingchun se arrodilló con torpeza junto a mí y limpió con cuidado el líquido pegajoso que cubría mi cuerpo con un paño de gamuza decorado con cuadros azules. Su roce contra mi piel húmeda producía una sensación muy agradable. Yingchun tenía un tacto suave, como si estuviera limpiando a su propio bebé. Qué potrillo tan mono, cosita linda. ¡Qué rostro tan hermoso y qué ojos más grandes y azules tiene! Y esas orejas, cubiertas de pelusa… El paño seguía pasando por todas las partes de mi cuerpo. Yingchun todavía conservaba el mismo gran corazón de siempre y, por lo que podía ver, me estaba cubriendo de amor. Profundamente conmovido, sentí que el odio que albergaba en mi interior se disipaba. Los recuerdos de mi paso por este mundo como un ser humano me comenzaban a parecer lejanos y borrosos. Me sentía bien y seco, y ya no temblaba. Mis huesos se habían endurecido y notaba cómo mis piernas recuperaban fuerza. A continuación, una energía interior y una razón de existir se combinaron para dar un buen uso a toda esa fortaleza. Ah, es un pequeño burrito. Yingchun me estaba secando los genitales. ¡Qué humillante era aquello! Las imágenes de nuestros encuentros sexuales cuando era un ser humano inundaron mi mente. ¿Un pequeño qué? ¿El hijo de una burra? Levanté la mirada y vi a una burra de pie, junto a mí, temblando. ¿Ésta es mi madre? ¿Una burra? La furia y una incontrolable ansiedad hicieron que me pusiera de pie. Allí estaba, a cuatro patas, como un taburete sobre unas patas altas.

—¡Ya se ha puesto de pie, está de pie! —exclamó Lan Lian frotándose las manos con entusiasmo.

Estiró el brazo y ayudó a Yingchun a levantarse. La mirada de dulzura que brillaba en sus ojos era el reflejo de que albergaba sentimientos muy intensos hacia ella. Y aquella escena me recordó un suceso que tuvo lugar unos años atrás. Si no recuerdo mal, alguien me advirtió de que no perdiera de vista las travesuras de alcoba que cometía mi joven jornalero. Quién sabe, a lo mejor ya entonces había algo entre ellos.

Cuando me levanté con el sol de la mañana aquel primer día de año, todavía tenía la necesidad de seguir clavando mis pezuñas para evitar caerme. A continuación, di mi primer paso como asno, comenzando de ese modo un viaje desconocido, difícil y humillante. Otro paso más. Me tambaleé y la piel de mi vientre se tensó. Contemplé un enorme y brillante sol, un hermoso cielo azul por el que sobrevolaban las palomas blancas. Vi cómo Lan Lian ayudaba a Yingchun a entrar en la casa y a dos niños que cruzaban a toda velocidad por la puerta, un chico y una chica. Vestían chaquetas nuevas, con zapatos de piel de tigre en los pies y gorras de pelo de conejo sobre la cabeza. Pasar por encima del dintel de una puerta no era una tarea sencilla para esas piernas tan pequeñas. Aparentaban tener tres o cuatro años. Llamaron «papá» a Lan Lian y «mamá» a Yingchun. Hii-haa, hii-haa. No hacía falta que me dijeran que eran mis propios hijos, el chico llamado Jinlong y la niña llamada Baofeng. ¡Hijos míos, no sabéis cuánto os echa de menos papá! Vuestro papá había puesto muchas esperanzas en vosotros, esperando que honrarais a vuestros antepasados como un dragón y un ave fénix, pero ahora os habéis convertido en los hijos de otra persona y vuestro papá se ha convertido en un burro. Mi corazón estaba roto en mil pedazos, la cabeza me daba vueltas, todo aparecía borroso, era incapaz de mantener las patas rectas… Me caí. No quiero ser un burro, quiero que me devuelvan mi cuerpo original, deseo ser otra vez Ximen Nao y ajustar cuentas con todos vosotros. En el mismo momento en el que me caí, la burra que me había parido se desplomó sobre el suelo como una pared derrumbada.

Estaba muerta, con las patas tiesas como palos y los ojos todavía abiertos, carentes de la facultad para ver, como si hubiera muerto atormentada por todo tipo de injusticias. Tal vez era así, pero no me importaba, ya que sólo había utilizado su cuerpo para hacer mi entrada en este mundo. Todo estaba maquinado por el señor Yama; o eso, o se trataba de un error desgraciado. No había bebido una gota de su leche y sólo con ver esas ubres sobresaliendo entre sus patas me ponía enfermo.

Me convertí en un burro maduro a base de comer gachas de sorgo. Yingchun se encargaba de preparármelas; ella es a la única persona a la que puedo dar las gracias por cuidarme. Me alimentaba con una cuchara de madera y, una vez que me hice adulto, ya no tenía sentido seguir amargado con tanta frecuencia. Cuando me daba de comer veía sus abultados pechos, que estaban llenos de leche de color azul claro. Recuerdo muy bien a qué sabía aquella leche porque yo mismo la había bebido. Estaba deliciosa y sus pechos eran maravillosos. Había alimentado a dos niños y albergaba más leche de la que podían beber. Hay mujeres cuya leche es lo bastante tóxica como para matar a unos bebés sanos. Mientras me alimentaba me decía:

—Pobrecito mío, que perdiste a tu madre nada más nacer.

Sabía que sus ojos estaban llenos de lágrimas y no tenía la menor duda de que sentía lástima por mí. Sus curiosos hijos, Jinlong y Baofeng, le preguntaron:

—Mamá, ¿por qué ha muerto la mamá del burrito?

—Su ciclo en este mundo ha llegado a su fin —respondió—, y el señor Yama la ha llamado a su lado.

—Mamá —dijeron—, no permitas que el señor Yama venga a buscarte. Si lo hiciera, nos quedaríamos huérfanos de madre, al igual que le ha pasado al burrito. Y lo mismo le pasaría a Jiefang.

—Mamá siempre estará aquí, porque el señor Yama nos debe un favor a la familia. No se atrevería a molestarnos —respondió ella.

Los gritos del pequeño Lan Jiefang salieron de la casa.

—¿Sabes quién es ese tal Lan Jiefang (Liberación Lan)? —me preguntó de repente Lan Qiansui, el narrador de este relato, un ser pequeño pero dotado de un aire de sofisticación, una persona de noventa centímetros pero con una locuacidad nunca vista.

Por supuesto que sabía la respuesta. Porque se trataba de mí mismo. Lan Lian era mi padre y Yingchun era mi madre.

—Bueno, si eso es así, entonces tú debes haber sido uno de nuestros burros.

—Efectivamente, yo era uno de tus burros. Nací la mañana del primer día de 1950 mientras tú, Lan Jiefang, naciste la tarde del primer día de 1950. Los dos somos hijos de una nueva era.

III

Hong Taiyue ataca

a un anciano testarudo

Ximen Lu se expone a sufrir

una desgracia y rumia la corteza

Por mucho que odiara ser un animal, estaba metido en el cuerpo de un burro. El alma agraviada de Ximen Nao era como lava incandescente que corría sin freno por el interior del cuerpo de un burro. No había manera de detener el impulso de las costumbres y las preferencias de un burro, así que me pasaba el día oscilando entre el reino animal y el de los seres humanos. La conciencia de ser un burro y el recuerdo de haber sido una persona se mezclaron y, aunque con frecuencia me esforzaba por despojarme de ellos, esas intenciones inevitablemente acababan por engranarse todavía más. Acababa de sufrir mucho por mis recuerdos como ser humano y ahora disfrutaba de mi vida como burro. Hii-haa, hii-haa: Lan Jiefang, hijo de Lan Lian, ¿entiendes lo que te digo? Lo que digo es que, cuando, por ejemplo, vi a tu padre, Lan Lian, y a tu madre, Yingchun, inmersos en la dicha del matrimonio, yo, Ximen Nao, era testigo del encuentro sexual entre mi propio peón de labranza y mi concubina, y eso me hacía padecer una agonía tan intensa que me golpeaba la cabeza contra la puerta del corral, sufriendo un tormento tan grande que tenía que morder el borde de mi bolsa de alimento de mimbre, pero entonces alguna alubia negra frita o una brizna de hierba de mi bolsa conseguía encontrar el camino hacia mi boca y no podía evitar masticarla y engullirla, y ese acto me imbuía de una sensación completamente pura del deleite propio de un burro.

Al parecer, en un abrir y cerrar de ojos, me encontré a medio camino de convertirme en un adulto, lo cual puso punto final a mis días en los que era libre de rondar por los confines de la finca Ximen. Me colocaron un ronzal por encima de la cabeza y me ataron a un abrevadero. Al mismo tiempo, Jinlong y Baofeng, que recibieron el apellido Lan, habían crecido

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