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Auroras de medianoche: Viaje a las cuatro Laponias
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Auroras de medianoche: Viaje a las cuatro Laponias
Libro electrónico515 páginas7 horas

Auroras de medianoche: Viaje a las cuatro Laponias

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Auroras de medianoche narra los conocimientos y las vivencias de su autor entre los Sami, esos valientes nómadas que miran constantemente al cielo, por lo que pueda pasar. Desde la península de Kola, en la Laponia Rusa, hasta Sodankylä, en la Laponia finlandesa; desde Finnmark, en la Laponia noruega, hasta Norrland, en la Laponia sueca,Laponia está llena de lugares sagrados: ríos y lagos helados, montañas y bosques nevados.
Una región con una densidad de población igual a cero, donde el pastoreo del reno, la caza del oso pardo o la pesca en agujero de hielo son las distracciones más usuales. En el círculo polar ártico, más allá de la raya marcada por el 66º 33' 07", el paso de las estaciones es motivo de celebración, para una cultura llena de tradiciones y de magia, donde no faltan las carreras de reno, las brujas de Pascua ni el entrañable Joulu Pukki, nuestro Papá Noel.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento6 oct 2013
ISBN9788415174875
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    Auroras de medianoche - Luis Pancorbo

    (mobi): 978-84-15174-88-2

    Prólogo

    Manuel Lucena Giraldo

    Agregado de Educación

    Embajada de España en Colombia

    Laponia es un lugar salvaje incluso para los suecos, que por constituir una raza de ingenieros tienden a pensar que la realidad obedece a parámetros medibles. Fue el gran naturalista de esa nacionalidad, Carlos Linneo, inventor de la taxonomía binaria basada en la determinación de género y especie, quien en 1732 hizo un viaje a Laponia en el que se fijó, por este orden, en los líquenes, los renos y los sombreros de las indígenas Samis —no sabemos si las usuarias también le interesaron. Fue sin duda un periplo fructífero, pues le ayudó a concebir su futura estrategia de expediciones por el mundo, a cargo de alumnos escogidos y fanáticos. Cinco años después, publicó la Flora Lapponica. En los Países Bajos conoció al botánico Herman Boerhaave, que le propuso que se dirigieran a Suráfrica y América. El ancho mundo vegetal apareció en el horizonte. Linneo desistió de la oferta porque, según dijo, el calor le afectaba mucho. Pero diseñó una estrategia global que puso en marcha de inmediato. No sería él, sino sus «amados discípulos», los que efectuarían los viajes y correrían con los riesgos. Linneo nunca salió de Suecia después de 1738.

    La mortalidad entre ellos fue enorme. Mientras Tärnström o Löfling morían en Vietnam y Venezuela de fiebres, Niebuhr perdía la razón en tierras bíblicas y Hasselquist se obsesionaba con las mujeres de los harenes otomanos. Algunas cartas indican que fue castrado por haberse metido donde no debía. El pobre murió agotado a los treinta años, mientras el gran sabio y maestro, camino de la inmortalidad, recibía cartas, herbarios y libros. Sólo el gran Solander se le resistió, pues retornó de uno de los viajes de Cook, en el que había participado como naturalista, con 30.000 plantas, que nunca puso a su disposición. Cabe pensar que la posición magisterial de Linneo al aprovecharse del trabajo de otros fue deliberada, pero existe otra explicación. Cabe la posibilidad de que con el viaje a Laponia hubiera tenido suficiente y por eso dejara las aventuras para otros. Si ya se ha visto todo, ¿para qué moverse más?

    La lectura de este maravilloso libro de Luis Pancorbo, que a diferencia de Linneo regresa siempre puntual a las cuatro Laponias, finlandesa, sueca, noruega y rusa, inclina nuestra opinión por esta segunda hipótesis. No es que Linneo se hubiera vuelto comodón. Tras la visita a Laponia tuvo suficiente y por lo tanto viajar más lejos y más allá dejó de interesarle. La prioridad había cambiado. Le quedaba el resto de la vida para poner orden —es decir, sistema— en el caos que era el resto del mundo. Y eso fue lo que hizo.

    En Laponia, nos cuenta Pancorbo, existen ocho estaciones; la primavera es lenta y fría, la gente se protege del hielo con fuego y bebida. Se mira al cielo todo el rato, por lo que pueda pasar. Existen regiones completas donde la densidad humana es igual a cero. No hay habitantes permanentes, sólo valientes nómadas. En la Laponia rusa, aparece ante sus ojos el Museo de Lovozero. «Indudablemente en la URSS la cultura tenía el apoyo de las grúas y las palas mecánicas.» En la noruega, en cambio, aparece la mano gris muerta de un artista inmolado por la ecología, junto a restos de nazis y exploradores enloquecidos. Luego retorna a los Sami, esos indígenas agarrados a la tierra y a los renos que son todavía la gente primordial de Laponia. No fue por casualidad que por aquí anduviera en 1736 la expedición del francés Maupertuis, dedicada a la determinación de la figura de la Tierra. En Tornio, donde consiguió medir la longitud del meridiano por triangulación, se halla una placa con su nombre. Fue en estas tierras lapónicas, y de manera simultánea en el Ecuador, donde se determinó la polémica sobre la figura de la Tierra. Al fin, entendemos que Laponia constituye una metáfora perfecta. En las páginas de este libro, como nos cuenta Luis Pancorbo, aparecen todas las historias posibles, porque en Laponia se halla todo lo imaginable. Linneo lo supo y por eso no necesitó ir después de su viaje de 1732 a ninguna otra parte. Ya estaba todo visto. Ahora, gracias a este libro, compartimos su secreto.

    Auroras de medianoche

    Viaje a las cuatro Laponias

    Introducción

    Aquellas grandes huellas estampadas sobre la nieve del pantano no las podía haber dejado ningún animal que no fuese un oso. No mejoraba la cosa recordar que hay plantígrados más amables como los pandas. Algo más allá, en el mismo borde del bosque, los restos de un alce despedazado exhalaban un olor fétido. Me impresionó el estómago despanzurrado lleno de residuos vegetales, una especie de estopa de color verdinegro. El cuerpo mutilado y descabezado del alce se desparramaba por la nieve y sus pezuñas parecían unas banderolas del horror. Eran las siete de la tarde, bastante tarde para tener un tropiezo en un pantano ártico, y la temperatura empezaba a bajar mucho más deprisa que aquella luz que pintaba todo de un blanco entre amortiguado y espectral. No convenía perder demasiado tiempo en contemplaciones porque el oso nunca cede una presa a medias y nos estaría vigilando, oliendo quizás, desde el pinar cercano.

    Dimos por saciada nuestra curiosidad, al menos de momento, porque algunos no podemos tapar ese frasco tan fácilmente. El encuentro con las huellas del oso y la carroña del alce había tenido un punto de tristeza y de temor, pero en conjunto había supuesto la guinda de una larga jornada de pesca familiar en agujeros de hielo, incluida una sabrosa pausa a base de salchichas asadas en la fogata. Pero eso estaba triturado, más que olvidado, por las últimas emociones. Había que soñar con lo venidero, si es que llegaba, la sauna, la cena, la estufa, la charla, lo que correspondía a la gran cabaña de madera de los luteranos que habíamos reservado en Uusijöki para pasar la Semana Santa. Sobre todo anhelábamos el calor de la cabaña como el agua de un oasis.

    Expedición familiar en motonieve y remolque a Uusijöki.

    De forma que dimos por terminada la inspección de restos y huellas, y volvimos a subir al trineo, un cajón largo y estrecho montado sobre esquíes y tirado por la potente motonieve de Taisto. No habíamos recorrido ni cincuenta metros cuando de repente la nieve, y la tierra que debía haber abajo, se abrió a nuestro paso. La motonieve quedó hincada en un enorme socavón, mientras el trineo, donde nos apretujábamos cuatro personas, se quedó colgando ante aquel abismo. Pues si no era tal, como luego comprobamos, fue lo que me pareció en los interminables segundos que transcurrieron antes de salir del cajón inclinado ante la brecha de más de tres metros de largo que se había abierto sobre un canal de agua derretida.

    No se trataba de una trampa tendida por el oso a los hombres, ni de cualquier historia chamánica de lapones. Simplemente la capa de hielo del pantano se había resquebrajado —estábamos a finales de abril—, engullendo una pesada motonieve y dejando el trineo suspendido en precario equilibrio. Había que tener mucho cuidado al salir uno por uno, para que el trineo no se precipitara en aquella raja en cuyo fondo correteaba cada vez más agua. Mojarse a esas horas y en medio de la nada no iba a ser lo que se dice agradable.

    Por fortuna hay móviles que funcionan hasta en los lugares más aislados, como aquel confín ártico entre Finlandia y Rusia donde habíamos caído, a cuarenta kilómetros del pueblo más cercano. Nuestra llamada de socorro tuvo éxito y enseguida acudieron en nuestro rescate tres jóvenes que también pasaban sus vacaciones de Semana Santa en Uusijöki. Los tres muchachos no disponían de motonieve, así que tendríamos que armarnos de paciencia hasta que llegaran a pie al pantano donde nos habíamos accidentado. El oso andaría cerca de la carroña del alce, pero preferíamos hablar de otra cosa, sobre todo de cómo podríamos salir de aquel agujero. Lo primero que hicimos fue desenganchar el trineo de la motonieve y arrastrar entre todos el pesado cajón hasta lo que parecía nieve firme. La moto en cambio estaba atascada en la zanja que ella misma había abierto como si fuese un arado de las nieves. Mi mayor contribución fue decir que, si los egipcios habían construido las pirámides, nosotros podríamos hacer una especie de rampa de troncos y tirar de una cuerda, que por fortuna teníamos, con todas nuestras fuerzas. Para mi sorpresa, no siendo ducho ni mucho menos en cuestiones árticas ni prácticas, me hicieron caso. Taisto tenía una pequeña hacha en la caja de herramientas y se fue a cortar un par de pinos jóvenes pero robustos. Luego llegaron los tres jóvenes, tres fornidos estudiantes de Jyväskylä, y nos pusimos todos a tirar de una cuerdecilla que, acaso por su naturaleza plástica, aguantó el arrastre de la motonieve. Apenas las puntas de los anchos esquíes tuvieron un poco de agarre en el borde del socavón, Taisto se montó en la moto poniendo una rodilla sobre el sillín y aceleró a tope con el resultado de salir casi volando.

    Eso nos imaginamos, un vuelo de un cisne negro no habría sido más celebrado. El oso tendría que esperar a cobrarse otras víctimas, eso si no estaba muerto de miedo con todo aquel jaleo. Lo cierto es que nosotros nos habíamos librado de una noche glacial en medio de un pantano desangelado, con la compañía de los restos malolientes de un alce codiciados por un oso. A sus ocho años Aino, la hija de Taisto, no podía disimular el susto que le había causado el percance. De no haber salido del hoyo con nuestros propios medios, las opciones habrían sido cercanas a cero. No era tan evidente, como alguien apuntó, que hubiesen venido a rescatarnos desde el puesto de Raja-Jooseppi, en la frontera con Rusia, distante una veintena de kilómetros a vuelo de cuervo.

    Cuando llegamos a la cabaña luterana el ruido de su potente caldera, alimentada con troncos de abedul, era la mejor canción de la taiga que podías escuchar. Pronto se nos descongeló la sonrisa y el resto del cuerpo. La sopa hizo su correspondiente milagro, y también unos tragos de licor para brindar por todo, y en especial por la compañía, por no estar solos en un lugar donde cualquier tropiezo se paga caro. Además nosotros veníamos de Ivalo, como si dijéramos la Nueva York de la Alta Laponia finlandesa, con la benigna idea de alejarnos ulteriormente de la civilización. Para eso hay que tener moral y costumbre. Ivalo es un pueblo ártico, y rodeado de crudeza natural en invierno, pero aspirábamos a dar una pequeña vuelta de tuerca, algo tan sencillo como pasar el cogollo de la Semana Santa, del Jueves Santo al Domingo de Pascua, pescando en los lagos cercanos a Uusijöki.

    Esos lagos tenían el aliciente de que nadie iba en aquellas fechas, ni nunca. En el remoto caso de que encontrásemos una motonieve de alguien nos iríamos a otro lago hasta estar solamente los de nuestro grupo. Es un objetivo muy sensato por lo accesible y habitual, incluso para la gente que vive en esos parajes de Laponia a trescientos kilómetros al norte del círculo polar ártico. Y respecto a la pesca teníamos experiencia en el manejo del berbiquí y en echarle paciencia cuando el frío te muerde las yemas de los dedos, mientras estás sentado en un taburete plegable aguantando con una manopla un sedal que parece hundirse hasta el centro helado de la tierra. Pero como recompensa un tirón y a veces sale una buena perca coleando con fuerza.

    La anécdota del oso invisible y del trineo tragado por la nieve pasó a formar parte de nuestras sobremesas unos días. Quien más quien menos en Laponia tiene algo que contar en relación con los osos. Laponia es ante todo naturaleza, y bastante virgen, aunque haya últimamente grandes empresas que explotan el oro y otros minerales. Eso supone más carreteras, deforestación y contaminación, y respecto a los beneficios, que aprovechen a quien los saque, no vamos a desearles que les coja la peste. Más fácil es que ocurra algo malo con un oso. En esa última frontera europea que es la Laponia finlandesa, especialmente la que se encuentra al norte de Rovaniemi, casi todas las personas que conozco han tenido encuentros más o menos cercanos con un oso. Alguna vez en sus vidas, o en las de sus parientes cercanos, lo vieron, o lo atisbaron, o reconocieron sus huellas recientes, o sus excrementos. No dudaron en saber quién era el que había arañado algunos troncos de árboles. La mayoría cuenta que eso, el mayor subidón de adrenalina de sus vidas, les sucedió mientras recogían bayas, o cuando estaban de caza o de pesca, o simplemente de merienda campestre.

    Incidente del trineo en el bosque del oso en Uusijöki.

    Lo chocante de Laponia es que te puedes comer un plato de oso en un restaurante con el único problema de pagar dos o tres veces lo que cuesta un filete de vaca. Recuerdo que en un restaurante de una elegante estación de esquí daban oso cortado en láminas finas, como suelen hacer con el reno. A esa preparación se la conoce como käristys, palabra que se pronuncia caristus y que evoca algo así como eucaristía, aunque al ser una especialidad lapona no hay hostia ni vino, sino carne de reno, o alce, o de oso ya para rizar el rizo, con acompañamiento de unas bayas encarnadas y ácidas que se llaman puolukka, más pepinillos agridulces, remolacha y un abundante puré de patatas. Ese plato tan lapón, y que suena tan eucarístico, ayuda mucho a encarar las bajas temperaturas, aunque lo principal sea vestirse bien, como no se cansan de repetir en Laponia. Y luego a tomar café, porque en pocos sitios se beben tantas tazas como allí. Si luego de comer un plato de oso con bayas sales a la calle, que es el campo, hace bajo cero y brillan las auroras boreales de medianoche, pintando el cielo de unos verdes que no se dan ni en el Amazonas, no echarás de menos otro lugar de este planeta. Otros días verás otras luces del mundo, o su ausencia, que también reviste una intriga especial, y el juego volverá a barajarse.

    Primera parte

    Laponia finlandesa

    Hace ya treinta y siete años, cuando vivía en Suecia, hice mi primer viaje a Laponia, y desde entonces, sea por motivos profesionales o familiares, he podido conocer bastantes lugares de esa región europea. En esta primera parte del libro hablo por extenso de la Laponia finlandesa, la que conozco mejor, pues casi no ha habido año en que no haya ido una temporada. Desde la Laponia finlandesa he podido completar mi conocimiento de la región con viajes frecuentes a las otras Laponias, sueca, noruega y rusa, y las defino así no sólo por motivos geográficos, sino por los sami, o lapones, que viven en esos cuatro sitios, aparte de poblaciones de otro origen.

    Tiempos

    Semana Santa con pesca y Vappu

    A veces convendría echar los calendarios al fuego como si fuesen leña de abedul. El año puede comenzar como uno quiera y lo sienta. Y las fiestas han de venir al compás de la naturaleza y también de tu humor, el mejor termómetro para saber que ha llegado el momento oportuno de celebrar algo. No creo que para eso se necesiten grandes pretextos, ni fechas pintadas de rojo. Uno, por ejemplo, empieza a contar un año en Laponia desde la Pascua, un tiempo ambiguo, y no sólo porque todavía se ajusta con la luna. Otros le echan cuestiones trascendentales y huevos de chocolate. La Pascua a la que me refiero como principio de un año ideal fue muy tardía para lo que suele ser. Ya estábamos a las puertas de mayo y se hacía de rogar el Domingo de Resurrección, que cae tras la primera luna llena y tras el equinoccio de primavera. Eso por supuesto en el hemisferio norte, donde se cocieron el calendario, la biblia y el mando del mundo. Sin embargo, aquel año la primavera había entrado astronómicamente un mes antes y chocaba aún más el hecho de estar en una Laponia rigurosamente vestida de nieve, sin atisbos de deshielo, con noches como espadas.

    Llevan bastante razón los que dicen que en realidad las estaciones de Laponia son ocho, las cuatro típicas y otras cuatro intermedias. Su enumeración no es tan exultante como la de las cuatro estaciones habituales, pero sí más precisa para estas latitudes: invierno, invierno-primavera, primavera, primavera-verano, verano, verano-otoño, otoño y otoño-invierno. ¿Por qué no? Aunque yo diría que las estaciones de Laponia son 365. No hay un día de un color igual al de otro día, y además en pocas horas puede presentarse el frío invernal, la placidez del otoño, la esperanza lluviosa de la primavera y un calor que si no te asa te hace despojar de tus muchos ropajes.

    Pero empecemos por la Semana Santa que viví en el año 2011, con una Pascua tardía que casi se juntó con Vappu, la fiesta del Primero de Mayo, que cayó al otro domingo tras la Semana Santa. Fue una sucesión de eventos vertiginosa para el ritmo finlandés, fiestas sin tregua, civiles y religiosas, y el buen tiempo negándose a asomar. Aquel año coincidió que fuese el mismo Domingo de Ramos cuando pude volar hacia Laponia desde Madrid. En cuatro horas y media te plantas en el aeropuerto de Helsinki. Una breve parada de hora y media, y de nuevo a un avión que en menos de hora y media cubre la distancia entre Helsinki e Ivalo, sobrevolando tierras blancas y lagos helados, y bosques en los que es difícil atisbar una nota de verdor bajo su manto de nieve.

    Por fin, a las ocho de la noche, el avión aterriza en Ivalo, y hay todavía una luz discreta, con la que se podrían leer los titulares de un periódico. El frío es muy llevadero no superando los siete grados sobre cero. Lo mejor en cualquier caso es la calurosa bienvenida en el aeropuerto que nos dispensó una pequeña maga llamada Aino, la sobrina favorita de Aini, y es difícil no estar de acuerdo en eso. A sus ocho años Aino aún vive en ese fabuloso mundo de fantasía que ofrece la cultura popular de Finlandia y la de Laponia, a menudo en intersección. Aino se ha vestido de bruja para celebrar este Palmusunnuntai, que se traduce como Domingo de Ramos o de Palmas. Me choca su indumentaria hechiceril y la vara mágica de sauce que lleva en la mano. Ésa es la palma que emplea para agitar en los conjuros típicos de este domingo. También lleva un sombrero de bruja de Halloween, la cara pintada con pecas de colores y un largo vestido como los que se supone que estilan las trullit (o rullit), unas tiernas nigromantes. Todo eso antes marcaba con claridad la entrada en un tiempo distinto, el tiempo de las brujas, que se prorrogaba hasta Vappu, pues hasta ese día, primero de mayo, triunfaban por los aires (si acaso con la pausa del Domingo de Resurrección).

    Me cuentan que ya pocas niñas se visten de brujas el Domingo de Ramos. Depende de lo tradicionalistas que sean sus padres. Taisto y Anitta, los padres de Aino, no quieren perder en la generación de su hija lo que ellos vivieron de niños. Es acaso la impresión latente de que empieza un tiempo distinto. Las trullit de Pascua aparecen en grandes cantidades en Laponia, y lo mismo en el resto de Finlandia, porque se avecina un periodo de vacío de poder. Así se vieron antiguamente las fechas que precedían a la muerte de Cristo y con ella, por tanto, una posibilidad de triunfo para las fuerzas del mal. Alguien debió juzgar que el tema se prestaba para una sutil manipulación, metiendo miedo, jugando con los símbolos, impresionando con estampas del imaginario popular tanto la fe como los bolsillos de las almas cándidas. Esa apelación a las brujas sueltas en Pascua tuvo que ver en las regiones boreales con un cristianismo pugnando aún con los viejos espíritus de la naturaleza. En países católicos y sureños, como España, el odio y la venganza suscitada por la muerte de su Mesías se volcaron contra los judíos, teóricos responsables del martirio y la crucifixión del dios-hombre. En los países nórdicos y protestantes echaron mano de personajes menos o nada históricos, como las brujas, seres en cuya existencia, para odiarlos, hay que creer primero. Y en fin de cuentas todo eso se ha quedado en pura benevolencia popular cuando las brujas son encarnadas por niñas con un poco de colorete en las mejillas.

    El domingo de Ramos las niñas, como

    Aino, se visten de brujas.

    Ya en casa, Aino nos enseña las varias varitas mágicas que ella misma ha fabricado para este domingo tan especial. Son ramas delgadas de sauce, con yemas peludas y suaves como se supone que era la piel de un burro según Juan Ramón Jiménez. Esas varas se decoran con plumas de gallina pintadas de estruendosos verdes, rojos y amarillos, extravagantes colores para la naturaleza aún totalmente blanca de Laponia. El nombre de esas varas, virvonta varpu, también posee un toque o sonido mágico como corresponde a sus cualidades, aunque no sean tan poderosas como las del bastón de curar de un chamán de la tribu embera de Panamá. Pero aquí no estamos en el tapón del Darién, sino en el último confín de Europa, allá donde es un milagro que no hayan desaparecido todos los resabios mágicos. Empuñando su varita mágica de sauce, la niña bruja de turno hace su conjuro al que se le pone delante, diciendo: «Te asperjo, para que rejuvenezcas y te pongas sano este año, que comienza ahora, para que seas dueño de una gran casa. La rama para ti, y el regalo para mí» («Virvon varvon, tuoreeks terveeks/tulevaks vuodeks/ison talon isännäks./Vitsa sulla palkka mulle»).

    ¿Cómo no dar unas monedas o unos bombones a quien lanza esa bendición tan poco amenazante? Ciertas gitanas, que se ponen ante los juzgados españoles para leer la mano, si la víctima se niega, le echan toda clase de desventuras encima de las que tiene. En la antigua Nueva Caledonia los canacos hacían un hoyo para enterrar al demonio entre pisotones y alaridos. No importaba que el agujero estuviese vacío. Eso no quiere decir que no haya que guardar cierta distancia observadora y crítica de los demás, con su debido tino. Se empieza por denostar costumbres de los otros y se acaba rebanando cuellos. Pero este domingo en Finlandia no ha sido sólo de palmas y ligeras supercherías, sino de elecciones generales, una especie de momento solemne de pasaje de las sociedades. Por la noche hay curiosidad por saber los resultados, sobre todo cómo va a quedar el Perussuomalainen, «verdaderos finlandeses», el nombre de un partido ultraconservador liderado por Timo Soini. Laponia no es un ente desgajado de Suomi, el nombre de la vieja y nueva Finlandia, y también ha hecho su mella aquí el contundente mensaje de Soini sobre cortar amarras con los endeudados países del sur de Europa. Es el clásico discurso del sálvese quien pueda, la insolidaridad por sistema. Al final resulta que Soini se hace con casi el 20% de los votos, colocándose como tercer partido del país; dan ganas de gritar socorro, o apua, que es como se dice en finlandés. Mientras fuera el viento golpea los cristales con su aliento ya más que gélido, el líder de los Verdaderos Finlandeses aparece en televisión con una sonrisa un tanto ladina, o contemporizadora, como queriendo indicar que sus ideas no comprenden que se vaya a comer crudo a alguien. Quiere dejar las cosas claras: «Se acabó el pagar las fiestas de Europa», dejando caer que a ese paso igual les convendría en Finlandia salir de Europa y del euro. Asegura también Soini que, siendo católico, está a favor de que todo el mundo sea igual, y que por tanto el racismo que le atribuyen no se compadece con los hechos.

    Pero ya sea el racismo duro o blando, por seguir una clasificación de Lévi-Strauss, se trata de un problema prácticamente universal. En Laponia también existe un cierto grado de incomprensión entre los finlandeses y los sami o lapones, los habitantes originales del territorio. Llegado el caso esa incomprensión se transforma en rechazo y de ahí al racismo ya no hay distancia alguna. Ese racismo se manifiesta en frases despectivas, generalmente dirigidas hacia los sami. Y antaño era peor al endosar a los lapones la calificación de poron munan purijat, «mordedores de huevos de renos». Una manera maliciosa de aludir a la antigua forma de castración de los renos que los lapones practicaban aplicando su dentadura al escroto del animal. Tal acción ya llamó la atención de Linneo en su viaje lapónico, y es algo de lo que no se han privado filmes al estilo de Ecco. This shocking world (1963). Fue una célebre película documental que seguía la estela de Mondo cane (1962) de Gualtiero Jacopetti, y que, narrado con la voz pausada del actor George Sanders, iba recogiendo costumbres chocantes, si no hirientes, del mundo. Y reconstruyéndolas por ejemplo mediante una mujer lapona rubia haciendo la operación de capadura, y propinando comentarios ambiguos sobre la excitación del momento. Una vergüenza pero que antes se disimulaba mejor en medio de un mayor desconocimiento general.

    Pero así va el mundo, el perro mundo, que diría Jacopetti, una frase de todos modos no bien traducible en Finlandia, y ni siquiera en Laponia. El perro es bien tratado por los pastores samis, y el mundo será duro, climatológicamente, pero no canino. Mientras el Domingo de Ramos se desliza suavemente hacia su final y el viento aúlla menos tras las ventanas de la casa de Taisto y Anitta en Ivalo. Taisto saca una botella de coñac Croizet, el de las grandes ocasiones. Brindamos por la Pascua que viene y por los peces que pescaremos en el hielo, si es que se dejan, a partir del Jueves Santo.

    El lunes es lunes, santo o no, y muy normal en Ivalo como por doquier. «El cielo está encapotado, no sé quién lo desencapotará», eso me suena desde la infancia, aunque recuerdo más lo de «tres jueves hay en el año que relucen más que el sol», y el primero de ellos es el Jueves Santo. Otra cosa es que antaño aquí tal día como hoy era el Malkamaanantai, lunes de la esquila. Esquilando este lunes las ovejas daban mejor lana. También era un día inmejorable para cortarse el pelo. Especialmente a las chicas les crecería luego una melena bella y fuerte. Malkamaanantai también abarcaba el sentido de ser el lunes de la paja, lo que se supone que tiene relación con quien ve la paja en ojo ajeno y no la viga en el propio. Incluso este día, que parece tan anodino llamándolo Lunes Santo, recibía otro nombre, el de Maitomaanantai, o lunes de leche. Era porque había que tomar mucha leche, y quesos, y cuajadas, antes de abstenerse de hacerlo como sacrificio en los días cruciales de la Pasión de Jesucristo. Hoy no creo que la gente renuncie ni a la leche ni al aguardiente.

    Aino tiene colegio hasta el jueves, cuando le darán unas cortas vacaciones, incluyendo el próximo Lunes de Pascua. Está muy ilusionada con la fuente de cristal con agua y rai ruoho, semillas de hierba, que han puesto en el salón con la esperanza de que germinen antes de Pascua y tengan así algo verde en casa como homenaje a un nuevo nacimiento, si de Cristo o de la naturaleza, eso cada cual lo siente a su aire. Además no hay que regar el invento, el pequeño césped sale solo. Aino va al colegio en bici ahora que la carretera está despejada. La nieve se acumula en sucios montones en los arcenes en espera de su derretimiento, algo que no parece que sea inminente este año. Nunca he percibido en Aino un momento de apatía, o de disgusto, a la hora de ir al colegio aunque diste de casa casi dos kilómetros, y a veces las nevadas son monumentales. Las clases más bien se le hacen cortas. Algunos días vuelve del colegio a las dos de la tarde habiendo salido de casa a las nueve de la mañana. El estilo escolar es muy finlandés. Los alumnos pasan pocas horas en las clases, pero es un tiempo aprovechado: si no se entiende bien la lección, no se permite continuar. Nadie pasa página, ni libro, ni curso, a beneficio de inventario. Las actividades extraescolares versan más bien sobre temas que gustan a los niños, no son obligaciones que les endosan. Por ejemplo, Aino se ha apuntado a clases de kivääriampuja, disparo con rifle, y en una competición nacional celebrada en Kuopio quedó la número 22 habiendo concurrido doscientas niñas de todo el país. Tampoco dispara mal con pistola, pero el rifle le apasiona como a un antiguo guerrero japonés el arte de la arquería, por la concentración, la superación y todas esas cosas. En fin, Aino está contenta con el colegio en todas sus facetas, come allí todos los días, y le gustan los menús que conoce de antemano. Este lunes les van a dar sopa de salchichas (makkarakeitto) con pan crujiente. El miércoles, ya en plan de celebración, tendrán una auténtica comida de Pascua (pääsiäis lounas) con pollo joven asado (sic), acompañado de salsa de frutas, arroz y ensalada. Sin que vaya a faltar ese día el pan dulce de pascua (pääsiäislimppu). Todo lo cual viene publicado en el diario local Lapin Kansa dentro de la información que proporciona la Cocina Central, un servicio centralizado de comidas para escuelas y hospitales. Ni una caloría se deja a la improvisación.

    El plan que tenemos antes de ir de pesca el Jueves Santo es acercarnos a Vuotso, un pueblo que está a 80 kilómetros al sur de Ivalo, y donde vive la abuela Alli. Esta mañana tengo tiempo de sobra para dar una vuelta por Ivalo, algo que siempre repito con agrado. Ivalo, con sus 4300 habitantes, es el mayor municipio de la provincia de Inari, aparte de tener el récord del aeropuerto más boreal de Finlandia. Eso no quita que Ivalo se componga de una calle principal, que en realidad es la carretera nacional 4 que va a Rovaniemi (y a Helsinki si se quieren seguir sus 1295 kilómetros). A ambos lados abren las pocas tiendas, hoteles y restaurantes del pueblo. Las casas, casi todas de madera, se agrupan en la margen derecha de un río ancho, llamado Ivalojöki, o se desperdigan en varios kilómetros a la redonda. La gran mayoría de la gente es finlandesa de lengua y cultura, aunque casi todo lo oficial en Ivalo también esté rotulado en sami. Empezando por Ivalo que en sami es Avvil.

    Ayuntamiento de Ivalo con su escudo de reno y trucha.

    Desde Ivalo, o Avvil, la frontera con Rusia dista 250 kilómetros. Pero lo cierto es que ni el elemento ruso ni el sami se hacen muy patentes en el día a día del pueblo. Los sami de Ivalo son prácticamente indistinguibles de sus vecinos finlandeses. Viven en casas similares, conducen parecidos coches, frecuentan los mismos bancos. Todo con la discreción y el corpulento silencio que caracterizan un pueblo como Ivalo donde todo es de dimensiones modestas: el ayuntamiento, la biblioteca, el hospital, la pista de patinaje... Eso no significa que me parezca mal lo pequeño y que sonría comparando Ivalo con Madrid, o Ivalo con Ciudad de México. Eso es absurdo. No sé qué tiene de fascinante la aglomeración, otra cosa es la apreciable oferta de libertad que da una gran urbe (no hablo de Pekín, claro).

    Aquel Lunes Santo de Ivalo tenía poco de trepidante, como el resto del año, pero eso no quita que uno no pueda descubrir lugares nuevos. Nunca había entrado en el edificio de gobierno, sede de la policía, el juzgado, la oficina de impuestos y el Metsähallitus, el organismo que gestiona Medio Ambiente y Naturaleza. Todo ello cabe en un bloque anodino y sólido de dos plantas, pero con una temperatura interior que da para estar en mangas de camisa aunque fuera caigan chuzos de punta.

    Interior del Juzgado y Oficina de Impuestos de Ivalo.

    Las diversas oficinas se abren en torno a una espléndida escalera de caracol entre la cual se alza un tronco de árbol blanco. En sus ramas secas han colgado un par de pájaros disecados, una nota que trata de humanizar algo tan frío como un sitio oficial. Y qué par de pájaros han puesto, un urogallo y una urogallina con las alas desplegadas para dar la sensación de volar. Intento ver el nailon que los sujeta y no lo consigo. Entre las parcas decoraciones de los pasillos también destaca una estatua de bronce de un niño que se abalanza literalmente sobre los pechos desnudos de su madre para mamar.

    Es muy finés, o muy sami, o muy práctico, como se quiera, no perder bocado, ni una gota de leche, en un clima de renos como el de Laponia. Otra cosa son los clichés que se lanzan los pueblos como si fuesen piedras. Los clichés son cómodos porque impiden pensar y zahieren lo suyo. Un cliché famoso es el que pinta machaconamente a los finlandeses, y en general a los nórdicos, como grandes bebedores, y no sólo de leche. Encima ese cliché ha sido bendecido por algún estudio seudocientífico que habla de que son gentes portadoras del gen del alcohol. Si es por eso, los mediterráneos portarían el gen del aceite de oliva, y los mongoles el de la leche de yegua, ligeramente fermentada. Si siguiéramos la pobre imaginación del cliché, en Ivalo no se tendrían que ver más que gentes desesperadas por beber un trago de Koskenkorva, un vodka potente. Pero el tópico es lo que quiere, insistir en una especie de matemática inventada: más bajo cero hace y más alcohol se bebe. Sin embargo, a veces es al revés, a más sol más alcohol. Que también existan estudios serios que ponen las cosas en su sitio no importa a los recalcitrantes que piensan que todos menos ellos son absurdos, inferiores, patanes, si no borrachos. Un reciente estudio de la profesora y epidemióloga Marjo-Riitta Järvelin ha puntualizado que no hay un gen del alcohol entre los finlandeses. Lo que hay es un alto índice de melanoma —1200 casos en 2009— por un desmedido consumo de baños de sol. En verano, naturalmente.

    Hacia la una nos ponemos en marcha hacia Vuotso. Nada más salir de Ivalo se acumula medio metro de nieve en ambas orillas del río que bordea congelado el curso de la carretera. También están de un blanco inmaculado los bosques y colinas de los alrededores. El Ivalojöki (jöki es río en finlandés) discurre por 190 kilómetros. En verano se puede remar en una canoa al menos 70 kilómetros, desde Kuttura a Ivalo. En esta primavera tan gélida aún hay quien circula por el cauce con la motonieve a toda velocidad. Ante todo este blanco espectáculo de la naturaleza, Ivalo se queda como un gazapo de sucia pelambre con su nieve amontonada aguardando que el próximo mes de mayo venga algo que por fin se parezca a una primavera. Apenas dejamos a la derecha el desvío del aeropuerto, la carretera 4 que va al sur ofrece sus mejores galas, empezando por el puerto de Kaunispää («cabeza bonita»), una colina donde nada hay que contradiga el manto níveo, a no ser el telesilla y los monos de los esquiadores.

    La cumbre de Kaunispää, «Cabeza bonita».

    Solemos parar en la cumbre de Kaunispää siempre que vamos hacia Vuotso o Rovaniemi. Con sus 437 metros sobre el nivel del mar, es un inmejorable lugar en días despejados para echar la vista al aire y dejarla correr hasta la frontera con Rusia. La imaginación sigue a ese deleite de la vista. Colinas y arboledas se van suturando con un manto de nieve interrumpido por las pistas de esquí. En la cima de Kaunispää han puesto una réplica de las torres de madera que servían en tiempos de guerra para vigilancia aérea, y a los cartógrafos para trazar triangulaciones de la zona. Supone desde luego un sitio ideal para hacer un mapa incluso con la imaginación, que es un vehículo más descansado para viajar que el que empleó en 1598 Olof Andersson Burman, el bailío de Piteå, que inspeccionó por orden del duque Karl (luego rey Karl IX de Suecia-Finlandia) la que podría ser la mejor ruta entre el golfo de Botnia y el Ártico. Ese camino se convertiría en 1913 en la carretera Rovaniemi-Sodankylä, el origen de la 4, la arteria que más he recorrido si descontamos la N-1 para Burgos.

    En la misma cima de Kaunispää, como si fuese una tarta que la corona, se encuentra una gran cabaña convertida en la cafetería Huippu. Dispone de un mirador hemisférico y bien acristalado desde donde el paisaje es casi mejor que la comida. Por si fuese poca atracción han puesto bandadas de perdices nivales disecadas que fingen volar en los techos del comedor. Hasta un osezno, y no de peluche, monta guardia junto al autoservicio donde la gente esquiadora y con las botas puestas coge las bandejas resoplando vapor en una espera ansiosa de llenarlas con bebidas calientes y comidas a base de reno, sin que falten los mumkki, unos dónuts muy fritos y azucarados que son la especialidad de la casa.

    Siempre he tenido a Kaunispää como un punto y aparte, o confín o pequeña frontera. Supone el comienzo de una Laponia natural, siendo al mismo tiempo una Laponia a la que es relativamente fácil acceder. Como llevadero es transitar por ella, ya sea caminando en verano o esquiando en la larga temporada de más de seis meses. Las cercanas pistas de Saariselkä figuran entre las mejores y más duraderas de Europa con nieve hasta bien entrado mayo. En Huippu se dan un poco de tregua familias que han venido desde el sur del país para disfrutar lo extremo que es todo en Laponia, el clima, el frío, la belleza glacial. Y lo hacen a la finlandesa, como no podía ser de otra forma, sin alharacas ni aspavientos, y sin alzar la voz, que es lo que más

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