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El cantante de gospel
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El cantante de gospel
Libro electrónico318 páginas5 horas

El cantante de gospel

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Coincidiendo con la llegada de un circo de freaks, un joven con voz de ángel, convertido en un próspero cantante de gospel, regresa a su pueblo, Enigma, donde están a punto de linchar a un negro por matar y violar a la que fuera su novia.

Los lugareños lo idolatran de un modo absurdo y le atribuyen poderes curativos que no posee. Él, atormentado por la dramatización de su farsa, no quiere que la verdad salga a la luz, pues teme que la magnitud de la decepción pueda resultar calamitosa.

Como afirma Kiko Amat en el prólogo, "Enigma es un pueblo lleno de retraso, burricie, violencia, racismo e, inevitablemente, fanatismo religioso, rama cristiana sureña extrema. Palurdos locos y creyentes: una eterna receta para la catástrofe".
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento20 jul 2015
ISBN9788491141068
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    El cantante de gospel - Harry Crews

    mutuamente

    uno

    Enigma, en el estado de Georgia, era una calle sin salida. Habían plantado el juzgado justo en medio de la autopista 229, en el punto donde la carretera terminaba de manera abrupta, como una cinta cortada por la mitad, al borde del pantano de Big Harrikin. Desde la ventana de la celda de la cara norte del juzgado, Willalee Bookatee Hull divisaba todo el pueblo. Se balanceaba suavemente, distribuyendo el peso de un pie al otro. Detrás de él, sobre una mesa de madera, un plato de alubias se cuajaba bajo una fina capa de grasa y dos panecillos descansaban junto al plato. En una de las esquinas de la celda, un cubo servía de orinal y, por encima, a la altura de los ojos, alguien había escrito a lápiz en la hoja de un bloc el reglamento de la cárcel del condado de Lebeau.

    En el asfixiante calor de la celda, Willalee Bookatee se balanceaba como el péndulo de un reloj ante el brillante marco de luz de la ventana. No se oía nada salvo el continuo zumbido de las moscas que se quedaban adheridas al plato. El sol se alzaba al oeste, dividiendo la calle en luces y sombras. En el otro extremo del pueblo, donde la autopista 229 se abría paso a través de la llanura ardiente, había una mula atada bajo la rácana sombra de un cinamomo. Dormía bajo una silla de montar, mientras moscas repletas de sangre revoloteaban lánguidamente a su alrededor. En la parte soleada de la calle había un Buick del año 1948 con una cola de zorro en la antena y una pegatina de Viva la Armada en la luna trasera, aparcado delante de la droguería de Marvin, que además de tienda era la oficina de correos y tenía colgada de un poste la bandera de Estados Unidos. El Buick era el único coche en toda la calle. Hacía dos meses que no llovía.

    Willalee Bookatee seguía balanceándose, medio aturdido, perdido en una especie de ensueño, con la mirada más ocupada en la pancarta de lienzo con letras rojas, blancas y azules que atravesaba la calle que en los granjeros o sus mulas amarradas. La pancarta, fijada en uno de sus extremos a la tienda de semillas de Harvey y del otro a la funeraria de Enigma, rezaba así: ¡BIENVENIDO A CASA, CANTANTE DE GOSPEL! Aunque Willalee Bookatee predicaba los Evangelios y conocía de memoria largos fragmentos de las Escrituras, no sabía leer. Pero sí sabía, como todo ser humano en Enigma, que el Cantante de Gospel volvía a casa. Se habían preparado para la ocasión, deseaban que llegase el momento y rezaban por ello. Por todo el pueblo ardía furiosamente un ansia irrefrenable por ver, escuchar y –si Dios lo quería– tocar al Cantante de Gospel, que sin ayuda de nadie había concentrado la atención de todo el universo en Enigma, Georgia. El Cantante de Gospel había dado un propósito y un significado a sus vidas por la sencilla razón de que podían decir cosas como «soy del mismo pueblo que el Cantante de Gospel» o «le conozco desde que era un renacuajo».

    Willalee había visto al Cantante de Gospel en innumerables ocasiones en la televisión Muntz que había comprado en Albany, Georgia, y que había traído a casa en la parte de atrás de un carromato de trementina para ponerla en su cabaña. ¡Y ahora el Cantante de Gospel regresaba a casa! ¡Estaría aquí, en Enigma! Pasearía de nuevo por el pueblo su magnífico cuerpo, alto y rubio; tan magnífico, alto y rubio que ofendía la ropa que lo cubría, daba igual lo cara o entallada que fuera. Y lógicamente la ropa que llevaba era cada vez más cara, porque el Cantante de Gospel había pasado del estudio de televisión en Albany al de Tallahassee, luego al de Atlanta, después al de Memphis y, finalmente, al de Nueva

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