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Notas y variaciones sobre temas freudianos
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Notas y variaciones sobre temas freudianos

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Si bien los artículos reunidos en este libro son de explícita inspiración psicoanalítica, no se trata de textos clínicos. Son más bien tributarios de las múltiples y fecundas incursiones freudianas en un territorio que de manera general podría ubicarse en el área “sociedad y civilización”, pese a que irónicamente algunos se ocupan específicamente de la barbarie. Un territorio para cuya exploración el psicoanálisis ha trazado un conjunto de rutas, por momentos claramente señalizadas con una serie de hitos y en otros laberínticas o truncas, que de tanto en tanto se entrecruzan con aquellas tradicionalmente transitadas por disciplinas vecinas como las ciencias sociales, las humanidades y las artes.

En Notas y variaciones sobre textos freudianos, el lector encontrará que Moisés Lemlij utiliza algunos escritos psicoanalíticos fundacionales como (pre)textos para explorar una variedad de temas históricos, sociales y culturales, que van desde la religión hasta el incesto real de los incas, pasando por el impacto del terrorismo en el Perú y la creación artística.

De interés tanto para el especialista como para el lector común, las reflexiones recogidas en este volumen, además de dar cuenta de la evolución del pensamiento del autor y de las diversas fuentes de las que se nutre, muestran una perspectiva versada, crítica y original no solo de algunas de las contribuciones esenciales del psicoanálisis a la comprensión de la naturaleza humana sino también de fenómenos locales y universales contemporáneos.
IdiomaEspañol
EditorialBookBaby
Fecha de lanzamiento5 sept 2014
ISBN9786124250026
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    Notas y variaciones sobre temas freudianos - Moisés Lemlij

    ¿análisis?

    Prólogo

    Presento a la benevolencia del lector una variopinta recopilación de trabajos escritos a lo largo de 14 años. Aunque el tiempo no ha pasado en vano y algunas de mis ideas han seguido una evolución poco previsible o apenas insinuada en los más antiguos, he preferido ser fiel a un pasado que a veces me traiciona y, salvo enmiendas menores, darlos nuevamente a la prensa tal como fueron publicados originalmente.

    Si bien son de explícita inspiración psicoanalítica, no se trata de textos clínicos. Son más bien tributarios de las múltiples y fecundas incursiones freudianas en un territorio que de manera general podría ubicarse en el área «sociedad y civilización», pese a que irónicamente algunos se ocupan específicamente de la barbarie. Un territorio para cuya exploración el psicoanálisis ha trazado un conjunto de rutas, por momentos claramente señalizadas con una serie de hitos y en otros laberínticas o truncas, que de tanto en tanto se entrecruzan con aquellas tradicionalmente transitadas por disciplinas vecinas como las ciencias sociales, las humanidades y las artes.

    Antes que organizar los textos de modo cronológico, he optado arbitrariamente por hacerlo temáticamente, sirviéndome de los títulos de los escritos de Freud en los que puede encontrarse sus antecedentes directos o indirectos, y he agregado como colofón dos trabajos que intentan explicar la especificidad y el campo del psicoanálisis, como guía para el lector.

    Algunos fueron preparados a pedido de un editor, como es el caso de «Un ex jesuita y un judío agnóstico conversan sobre religión tomando un café», escrito al alimón con Eduardo Montagne, a solicitud de Samuel Stein; y «El poeta y la fantasía. Una perspectiva parroquial», a propuesta de Ethel S. Person.

    Otros fueron escritos para revistas psicoanalíticas extranjeras, como «El malestar en la (periferia) de la civilización», elaborado con Max Hernández para la Revue Français de Psychanalyse; «Freud y el paradigma monoteísta», para Ide, revista de la Sociedad Brasileña de Psicoanálisis de Sao Paulo; «Ser psicoanalista en un país violento» y «Cuando el demonio está de visita», para Psicoanálisis Internacional, revista de la Asociación Psicoanalítica Internacional. Los más breves son artículos de corte periodístico, aparecidos en la revista Ideele o en el suplemento Dominical del diario El Comercio.

    Por último, «Pachacútec y el incesto dinástico» y «Del psicoanálisis al mito», son fruto del esfuerzo emprendido conjuntamente con Max Hernández, Luis Millones, Alberto Péndola y María Rostworowski de aplicar herramientas interpretativas del psicoanálisis y las ciencias sociales a documentos históricos, que nos animó a fundar el Seminario Interdisciplinario de Estudios Andinos (SIDEA) hace ya más de dos décadas.

    Además de las personas mencionadas hasta aquí, todas las cuales contribuyeron de una u otra manera a que publicara por primera vez los trabajos reunidos en este libro, especialmente Max Hernández y Eduardo Montagne, con quienes tuve el privilegio y el placer de escribir dos de ellos, quisiera expresar mi reconocimiento a mis amigos César Calvo, ya fallecido, Imelda Vega-Centeno y Lucho Millones, cuyos aportes fueron sumamente valiosos para rastrear las fronteras entre la realidad y la ficción en la creación artística; a Ernesto de la Jara, Alonso Cueto, Jorge Paredes y Gabriel Valle, quienes me animaron a escribir para el público no especializado; a Giuliana Falco, que me ayudó a editar mis primeros textos; a Pedro Cavassa, por su apoyo para que este y muchos otros libros de SIDEA salgan a la luz; y a Dana Cáceres, interlocutora imprescindible. También a mi hermana Amalia, por el hermoso cuadro que ilustra la portada; y a mi hijo Alec, que la diseñó y me ayudó en la recopilación de mis trabajos.

    El porvenir de una ilusión

    Un ex jesuita y un judío agnóstico conversan sobre religión tomando un café

    Dos psicoanalistas, Eduardo Montagne y Moisés Lemlij, se reúnen para tomar un café y hablar sobre sus experiencias y actitudes hacia la religión. Ambos prepararon una pequeña reseña personal que emplearon para iniciar la conversación.

    I

    Soy psicoanalista, miembro asociado de la Sociedad Peruana de Psicoanálisis. La religión ha sido un tema presente en mi vida desde mis más lejanos recuerdos infantiles. La sombra del hermano de mi madre, nombrado durante mis años infantiles Arzobispo de Lima y luego cardenal, determinó de manera profunda y permanente el clima de religiosidad que prevalecía en mi casa. El colegio de los jesuitas de Lima en el que cursé mis estudios escolares no hizo más que reforzar esta temprana y fuerte influencia familiar. A los 16 años, una vez concluida la secundaria, tomé la decisión de responder al «llamado de Dios».

    En aquel momento estaba muy lejos de intuir siquiera que podía haber una relación directa entre esta prematura decisión y las experiencias vividas durante mi infancia y adolescencia. Estaba «capturado» por el discurso religioso que atribuía la vocación religiosa a la voluntad de Dios. Solo muchos años más tarde pude darme cuenta de que una decisión que marcó de modo tan determinante el rumbo de mi vida, fue referida a algo externo, la voluntad misteriosa Dios, y no a lo que albergaba dentro de mí como deseo o proyecto personal. En aquella época no se me hubiera ocurrido afirmar que quería ser sacerdote porque ese era mi deseo, ni sospechaba que éste podía estar influido por condicionamientos culturales, familiares, históricos, y menos aún, por mis temores, miedos, inhibiciones o conveniencias personales. Solo cuando estuve muy adentrado en mi proceso analítico pude descubrir un conjunto muy complejo de motivaciones personales y trazas de los grandes ideales, prohibiciones, temores e inhibiciones con las que emergí a la vida juvenil a los 16 años de edad.

    Pienso que atribuir a Dios lo que en realidad es expresión de un deseo propio tiene la ventaja fundamental de otorgar al proyecto personal un carácter de seguridad, permanencia y solidez del que suelen carecer las decisiones que se toman en base al propio deseo porque siempre estarán sometidas a la duda, al devenir, al cambio, a la incertidumbre de si son acertadas o erradas. Si la decisión es atribuida a Dios, cobra una fuerza casi sobrehumana, a la vez que una certeza incuestionable, que en mi caso fue reforzada por el discurso religioso de la época. «Si Dios te llama —solían decirme quienes me orientaban— no hay duda posible y lo único que cabe es aceptar su llamado y seguirlo». Además, la idea de haber sido digno de ser mirado por Dios y favorecido con una vocación que me recordaba los grandes llamados de la Biblia, complacía mi narcisismo adolescente.

    La sensación de seguridad que transmite la religión resulta tremendamente importante en una etapa de la vida como la adolescencia, en la que si bien se abren muchas posibilidades y alternativas, éstas se mezclan con una dosis grande de incertidumbres e inseguridades. Yo elegí un camino que me brindaba seguridad y que, por otro lado, me permitía recibir el aplauso y reconocimiento de mis maestros, de mi familia y de algunos amigos, quienes percibían en ese tipo de opción cierto halo de grandeza de ánimo y de generosidad heroica, convirtiéndome en objeto de admiración en un ambiente culturalmente religioso que valoraba mucho este tipo de gestos.

    Inicié mi formación en La Compañía de Jesús a los 17 años de edad. Fueron largos años de estudio, reflexión, meditación y muy poco contacto con el mundo externo. Este aislamiento, que entonces me parecía normal, hoy lo considero contradictorio. Resulta un tanto incoherente, por ejemplo, estudiar filosofía en un clima de enclaustramiento físico y mental, como si fuera posible desarrollar una actividad del pensamiento exclusivamente entre quienes comparten las mismas tesis filosóficas y consideran cualquier corriente distinta como «opositora» o «adversaria».

    En esta medida, mi certidumbre interior pasaba por la exclusión de lo diverso, de lo distinto, característica no solo de la religión sino de cualquier militancia. Hice mi formación religiosa en las décadas de 1960 y 1970, época muy marcada por las militancias políticas, ideológicas… por el Muro de Berlín. No fui ajeno al clima cultural de ese entonces. Realicé una suerte de militancia religiosa que requería un compromiso con una verdad muy profunda que me daba mucha seguridad personal. Para mí no habían verdades distintas o complementarias, había una verdad que tenía el privilegio de conocer y la responsabilidad de difundir. Mi militancia, como todas, me impermeabiliza a los cuestionamientos que venían de afuera. Fue así como a lo largo de mi juventud me refugié en algo que podría asemejarse al Titanic, cuya aparente solidez me permitía navegar en aguas turbulentas sin tener la sensación de peligro.

    ¿Qué fue lo que me llevó a comenzar mi análisis y mi primera formación en psicoterapia 11 años después de ejercer el sacerdocio y 21 años después de mi ingreso al seminario jesuita? Mi motivación explícita, es decir, la que yo exponía, era el interés creciente por entender mejor los muchos problemas que me contaban las personas que acudían a mí en busca de ayuda anímica y psicológica. Siempre había tenido mucho interés por la consejería, la escucha y el contacto personal con personas adultas, jóvenes, matrimonios y familias, pero también la sensación de que habían aspectos psicológicos y emocionales que no comprendía.

    Sin embargo, en el curso de mi proceso analítico tuve que admitir —no sin esfuerzo— que había buscado ayuda simplemente porque yo la necesitaba, porque era una demanda que surgía de mi interior, que sentía muy profundamente y que difícilmente podía formular con todas sus letras: «Quiero hacer un proceso analítico serio y profundo porque estoy necesitado de él». Esta claridad para formular mis deseos me era bastante ajena en virtud de un mecanismo que encubría mis propias verdades o necesidades internas con un ropaje que los vinculaba al trabajo, a hacer el bien a los demás, a la ayuda, a la mayor capacitación. Me era mucho más fácil decir «quiero hacer mi formación psicoanalítica para ayudar a los demás y comprender los problemas ajenos». En todo caso, encubierto o no, hoy sé que el deseo de encontrar otras perspectivas para mi vida estuvo presente durante muchos años y que siempre había sido postergado para más adelante.

    Durante mi formación como jesuita estudié en Lima, Madrid, México y Roma. Sin embargo, el grupo de estudios psicoanalíticos fue el primero en el que compartí un quehacer académico, intelectual, con un grupo tan heterogéneo de hombres y mujeres de distintas edades y procedencias, en el que el tema religioso no era para nada explícito ni muchísimo menos el motivo de la convocatoria. Significó para mí una confrontación con lo diverso, con lo nuevo, con la necesidad de dar cuenta de mi propia realidad y con el hecho de que esta realidad, la de ser jesuita y la de ser religioso, no tenía que ser admitida como algo obvio ni ser necesariamente aceptado, y que en todo caso era objeto de curiosidad y de preguntas.

    ¿Cómo viví mi experiencia religiosa dentro del proceso psicoanalítico? Llegué al análisis con la imagen de un Dios que juzga en base a dos categorías, «bueno» o «malo», que establece qué hay que hacer o evitar, siempre en función a altos ideales, a la culpa y a la amenaza de castigo. Un Dios superyoico que ejerce desde esa posición su fuerza y su poder. La escucha atenta y respetuosa, la neutralidad analítica, la posibilidad de expresarme sin restricciones, de decir lo que se me ocurría en mis asociaciones libres sin ser juzgado ni criticado, fue algo totalmente novedoso para mí.

    El proceso analítico me fue llevando a una experiencia distinta de Dios, que comenzó a dejar de ser una imagen superyoica y pasó muy lentamente a ser un Dios mucho más interno, personal, pulsional, cercano al mundo de los deseos, de las fantasía, de la libertad; un Dios que constreñía mucho menos y que, por el contrario, daba muchas más posibilidades de ser, de pensar, de imaginar, de crear y de amar, así como autonomía para tomar decisiones personales y la responsabilidad de correr riesgos y asumir sus consecuencias. En resumen, y desde el punto de vista del creyente, pasé de ser un niño ante un Dios Padre a ser un adulto cuyo padre le permite la distancia que requiere para su autonomía.

    Creo que en mi análisis entendí la trascendencia de Dios; aprendí a relacionarme con una imagen divina que se ubica más allá de mi vida, de mis decisiones personales, de mis errores, de mis culpas o de mis aciertos, y que me permite habitar el hogar de los humanos sin tener dentro un huésped intruso y absorbente. Todo eso supuso una experiencia creciente de libertad, de autonomía y de realización personal que dio paso a la aparición de mis propios planes y deseos, no solamente del momento sino también aquellos que estaban latentes desde mucho tiempo atrás pero que de alguna manera habían sido reprimidos o postergados por la presencia de un Dios que en mi experiencia anterior había resultado agobiante.

    Como es de suponer, esto significó también una dosis de conflicto, de dolor y de incertidumbre, que generalmente acompaña a toda transformación importante. La imagen de un Dios trascendente, que deja vivir, que está más cerca al polo pulsional que al polo superyoico de la personalidad, entró en conflicto con el tipo de relaciones institucionalizadas con Dios, propias de las iglesias en general, que había establecido anteriormente. El fuerte sentido de pertenencia a mi institución religiosa se fue resquebrajando al ir confrontándolo con aspectos que no podía compatibilizar con lo que iba descubriendo en mí mismo. Todo eso supuso un dolor muy grande porque a través de los años había creado vínculos de profunda calidad humana, de amistad, de compañerismo, de cercanía y de solidaridad con muchos de mis colegas jesuitas.

    Mi primera reacción fue la de negar la diferencia y el conflicto y sostener la creencia de que en mi caso era posible mantener simultáneamente mi condición de jesuita y la de psicoanalista, y de que las dificultades que encontraba podrían solucionarse después de terminar mi proceso analítico, como si siempre fuese posible llegar a una síntesis. La síntesis nunca llegó y en mi caso era solo una utopía, porque lo que era conveniente, saludable y creativo para mí desde la perspectiva analítica, era reprobable, sospechoso o inconveniente desde la perspectiva eclesiástica, y viceversa. No se trataba de dos líneas paralelas sino de líneas divergentes. Sentía que si avanzaba en las dos direcciones me alejaría cada vez más de mí mismo.

    Inevitablemente, llegó al momento en que tuve que decidir por uno de los dos caminos. Resolví seguir el que significaba para mí la vida, la realización personal, la plenitud humana y afectiva. La nueva imagen que tenía de Dios ya no me exigía sacrificar esos objetivos. Por el contrario, me impulsaba a buscarlos. Me retiré de la institución jesuítica y del ejercicio del sacerdocio luego de tramitar las licencias y los permisos requeridos, y comencé a vivir mi vida en forma autónoma. Tiempo después contraje matrimonio. Hoy considero que vivo una vida plena, personal y profesionalmente integrada. Ya no postergo para el futuro mi realización personal.

    ¿Qué queda entonces de mi fe y de mi actitud creyente? ¿El proceso analítico lleva necesariamente a abandonar la experiencia religiosa? Yo diría que el Titanic en el que navegaba tan cómodamente naufragó. El mundo de la institución eclesiástica había sido para mí el barco más grande, seguro y hermoso del mundo, que nadie —ni Dios mismo— podía hundir. Pero ese Titanic personal chocó contra el iceberg del mundo no eclesiástico, genéricamente, con lo distinto, con lo diverso... y se hundió. Todo lo que había relacionado hasta entonces con la fe dentro del marco de la institución eclesiástica, naufragó. Había estado demasiado extasiado en la contemplación de la seguridad, la belleza y el aplomo del Titanic para darme cuenta de la posibilidad de que podía chocar con el iceberg que supone la confrontación con los aspectos desafiantes de la alteridad.

    ¿Se hundió también mi fe con el hundimiento de mi Titanic personal? ¿Se fue a pique la fe que profesaba y que de alguna manera también constituía parte de mi identidad? Si la respuesta es negativa, ¿en qué consiste una fe vivida ya no desde la imponente majestuosidad del Titanic sino desde la modestísima inestabilidad de una frágil barquita?

    Cuando algún amigo me pregunta si todavía soy creyente, le respondo que sí, pero añado rápidamente: «a mi manera». Es decir, después de haber pasado una intensa crisis personal que fue inevitable y además —sostengo— muy saludable, después de que las certezas se me vinieron abajo y de que encontré maneras distintas de afirmarme y de afirmar mi propia identidad creyente, con menos pretensión, sin respaldo institucional, sin «militancia» ni apariencia de solidez.

    Pienso que la actitud creyente no es incompatible con la experiencia analítica. Creo más bien que la experiencia analítica puede conducir a una apertura trascendente, precisamente porque lo pone a uno en contacto con aquello que está más allá de las apariencias, de lo manifiesto, de la conciencia, en general, de todo. El inconsciente es lo radicalmente distinto y eso parece estar más cercano al «absolutamente Otro» con que la teología designa a Dios.

    II

    Soy psicoanalista, miembro titular de la Sociedad Peruana de Psicoanálisis y miembro asociado de la Sociedad Psicoanalítica Británica. Mis padres huyeron de Europa Oriental y llegaron al Perú a mediados de la década de 1930. Una particularidad los diferenciaba de la pequeña comunidad judía de Lima: eran de izquierda, más precisamente stalinistas y lo fueron hasta el fin de sus vidas. A algunos podría parecerles paradójico que eran también tradicionalistas. No a ellos, que entendían que el hecho de ser judíos definía su identidad nacional y cultural y no tenía nada que ver con la religión, a la que consideraban «el opio del pueblo» y parte de un sistema político, al que combatían. Pensaban que los no creyentes eran intelectualmente superiores y mostraban una profunda animadversión hacia lo religioso. En el ambiente en que crecí, los dogmas políticos tomaron el lugar de los religiosos.

    A pesar del temor a irritar profundamente a mi padre, me escabullía los días de fiesta para visitar a un viejo tío que me premiaba con una propina si iba a la sinagoga. Sin embargo, estaba claro para mí que las ceremonias a las que asistía con curiosidad eran rituales no muy distintos de los de quienes adhieren a doctrinas políticas. Una vez en la universidad, me fui alejando paulatinamente de los dogmas políticos de mi familia. Cuando entré a estudiar medicina y luego psicoanálisis, me sentí plenamente identificado con las concepciones freudianas tanto acerca de la religión como de las ideologías en general, las cuales desarrolla principalmente en El porvenir de una ilusión y El malestar en la cultura.

    Durante mi análisis, pasé por una profunda crisis existencial. Pese a su intensidad, no podría decir que tuviera una connotación religiosa. El cuestionamiento sobre la trascendencia era teórico y no llegó a tocarme personalmente. Sin embargo, nunca me he considerado una persona poco sensible. Tanto de joven como de adulto tuve que afrontar la muerte de familiares y amigos, mi experiencia fue la de pérdida y de profundo dolor por ella. No fue hasta que tuve otro tipo de experiencias con la muerte, como analista de pacientes que se enfrentaban a su impostergable proximidad, que me sentí íntimamente conmovido. Sentí que el conocimiento antelado de la muerte del otro con quien hablaba me comunicaba con «algo». No puedo decir que sea ahora un creyente, pero sí que pienso y siento distinto luego de estas experiencias.

    La primera fue la que tuve con un paciente de 22 años, quien se había logrado salvar de una sobredosis masiva de paracetamol que había ingerido para acabar con su vida. No había soportado pasar de ser un excelente alumno en el colegio a tener repetidos fracasos en una universidad de renombre y ser uno más del montón. Prefería enfrentarse con la muerte que con el dolor y la humillación de que sus padres se enterasen de su pobre rendimiento.

    Pese a que recomendé su hospitalización debido a la alta probabilidad de que intentara suicidarse nuevamente dado el cuadro de depresión severa que sufría, él y sus padres insistieron en que se le diera de alta. Firmaron un formulario donde quedaba consignado que se retiraba del hospital contrariando la prescripción médica. Un mes después, me llamaron para reconocer un cadáver que había sido varado por el río. Era él.

    Hubo algo que pude hacer por este joven y que tal vez habría cambiado el curso de los acontecimientos: solicitar al juez una orden de hospitalización obligatoria, lo cual implicaba un engorroso procedimiento. Hasta ahora no sé si no lo hice por flojera, por un error de juicio o porque las cosas son como son. Pero el rostro del muchacho cuando estaba vivo y el de su cadáver me vienen a la cabeza con más frecuencia de la que quisiera.

    El segundo caso es el de un paciente homosexual con quien tenía ocasionales entrevistas de seguimiento luego de acabado su análisis. Un día vino con el resultado positivo de su examen de HIV y me dijo: «Mire, todos nos vamos a morir, incluso usted y yo. Esto solamente significa que a mí me va a pasar un poco antes». Junto con la pena que sentí, me embargó el asombro por su reacción. ¿Se trataba de una negación masiva o es que sentía una suerte de alivio puesto que el anuncio de su muerte empezaba a saldar una recóndita deuda con alguno de sus fantasmas del pasado?

    La tercera experiencia la viví con un antiguo paciente que dos años después de terminado su análisis me llamó desde la clínica donde había sido operado de cáncer. Quería que lo ayudara a encontrar fuerzas para luchar por su vida. Durante las entrevistas que tuvimos me conmoví profundamente cuando comenzó a reconocer lo ineludible de su muerte, a aceptarla y a trabajar para quedar en paz consigo mismo. Un día me contó un sueño en el que me había visto presentar ante un auditorio un trabajo sobre las sesiones que había tenido con él antes de su muerte. Su relato me produjo la impresión de que buscaba una forma de prolongar su vida, de ver lo que ocurriría cuando ya no estuviera. Al final de esta sesión, que sería la última, me dijo al despedirse: «Te agradezco todo lo que he aprendido de ti, lástima que no tenga tiempo para usarlo». Murió

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