¿Y tú qué me propones? Carta abierta a Marlon Brando
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¿Y tú qué me propones? Carta abierta a Marlon Brando se funden la historia de una vida y la intimidad de una carta “personal” destinada a este hombre estadounidense y universal. El libro constituye un gesto cultural tendido como un puente al lector que desee profundizar en el conocimiento de Marlon Brando.
Aunque de seguro jamás se lo propuso, el texto intenta mostrar que nuestro personaje nos tiende un puente para conectar el ayer, el hoy y el incierto porvenir.
Jorge Scherman Filer
Jorge Scherman Filer (Santiago, 1955), es economista y escritor. Magíster en Letras, Mención Literatura, Facultad de Letras, Universidad Católica de Chile (2001). En 1994 publicó la novela Sócrates despliega el arcoiris. Asimismo, Por el ojo de la cerradura (1999) –novela; La parodia del poder: Carpentier y García Márquez, desafiando el mito sobre el dictador latinoamericano (2003) –ensayo; Eclipse (2005) –cuentos; El mal arcano (2008) –novela/ensayo; y Voces judías en la literatura chilena (2010) –ensayo en coautoría con Rodrigo Cánovas Emhart. Actualmente cursa estudios de Doctorado en Literatura, Facultad de Letras, Universidad Católica de Chile.
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¿Y tú qué me propones? Carta abierta a Marlon Brando - Jorge Scherman Filer
UN GENIO DE OTRO PLANETA
Querido Marlon:
Nacer en Nebraska en 1924, en el medio-oeste estadounidense, y escuchar a tu padre –al odiado, amado y temido Bowie–, insistiéndote hasta los diecinueve años que eras un bueno para nada, que habías llegado a la tierra condenado a ser un don nadie y oír, en 1947, al poco andar en el Nueva York de post guerra, que por primera vez en la historia de Brodway –época en que el público estadounidense sólo se levantaba para entonar el himno nacional–, que las palmas del público te aclamaban de pie durante media hora la noche del estreno después de representar a Stanley Kowalski, no pudo sino llevarte a comprobar una intuición enquistada desde la niñez: eras un inadaptado, algo andaría por siempre mal en tu vida y en tu relación con el mundo.
Yves Simoneau, quien te dirigió en Asalta como puedas (Free Money, 1998), afirmó de ti cuando ya rondabas los setenta y cinco años:
Lo divertido acerca de este individuo es que es un club unipersonal. Me dijo: Yo no pedí ser puesto en este pedestal cuando tenía veintidós
. Lo puso en un lugar diferente. En un sentido, él no está sobre el mismo planeta.
¿Era ya ésta tu percepción de niño pueblerino en Omaha? La palabra intuición puede sonar equívoca. Quizá lo sentiste desde los siete años, el día en que Ermi te privó de la confianza de su piel. O tal vez adquiriste esa certeza mientras recorrías los bares junto a tus hermanas mayores Frannie y Tiddie detrás el cuerpo alcoholizado de tu madre, Dodie, esa alma sensible y perdida tras la frustración de la actriz de renombre que nunca llegó a ser. ¿Quién sabe? O la jornada adolescente en que amenazaste a Bowie con matarlo si osaba golpear a Dodie. El horror, el horror, el corazón de las tinieblas por el estigma de haber nacido con el genio y la herencia de un hombre signado: Marlon Brando.
El casamiento de Ermi; Dodie que te dejó solo en los fríos días de Libertyville, quien luego se marchó de Nueva York cuando más la necesitabas a pesar de tu éxito, pero quien no dudó en darte el aliento y la confianza en la granja para representar a Marco Antonio en Julio César con el acento de Shakespeare, escuchando las grabaciones con las voces de John Gielgud, Lawrence Olivier y John Barrymore, mientras ya te habías labrado la fama del murmullo y la brutalidad del polaco violando a Blanche DuBois en Un tranvía llamado deseo.
Ya Jessica Tandy, quien hizo el papel de Blanche, se había quejado del bohemio –¡Maldito loco!
– que se trenzaba a golpes entre bastidores, y que había tragado sangre en el escenario en una ocasión disimulando su nariz quebrada por sus arrestos de boxeador tras bambalinas a fin de romper el tedio de las quinientas funciones, ocho a la semana durante casi dos años, que te catapultaron a la gloria.
A los veinticinco años ya podías elegir tus papeles en el teatro o el cine, habías ganado 550 dólares semanales en Un tranvía…, indicabas con el dedo en el camerino a la chica con que pasarías la noche, pero volvías a tartamudear y te arrastrabas por las noches de Manhattan conduciendo tu moto junto a Wally Cox, preso de una porfiada y volátil depresión, y de una angustia y una ansiedad que acaso jamás te abandonaron.
Stanley Kowalski en Un tranvía llamado deseo
El teatro lo dejaste apenas terminó tu contrato de Un tranvía…, y jamás regresaste a él: no soportabas el desgaste emocional del actuar cotidiano, y preferiste el camino de Hollywood, al mismo tiempo que te convertías en su principal detractor, en el enfant terrible que rehuía o ridiculizaba a las principales periodistas del espectáculo. Mientras tanto, Jerry Lewis se reía de ti, convencido de que tus roles de bruto o campesino mejicano te inhabilitaban para representar a Marco Antonio. Una revista te llamó en esos días El hombre de Neandertal
(no sería la última vez que te denostaban en esa vena; mucho más tarde, por tu papel del coronel Kurtz en Apocalypse Now, un crítico diría que te habías vuelto pesado hasta lo inservible). Pero con tu mejor acento inglés, declamaste en Julio César la famosa frase: ¡Amigos, romanos, compatriotas!
, y en esa, tu cuarta película, te ganaste tu tercera nominación al Óscar de mejor actor.
Marco Antonio hablándole a la multitud en Julio César
Pareces haber labrado allí, junto a esos famosos actores británicos, tu convicción de que Shakespeare era ajeno al idioma oficial de tu país. ¿Pensaste que era el anglo deformado por el hibridismo de inmigrantes y esclavos el que nunca sería capaz de honrar a Hamlet? ¿O creíste desde entonces que la suerte de patois –así lo llamaste– que se hablaba en los Estados Unidos era parte de su ethos cultural, dominado por la televisión (basura, como decías), y la frivolidad de la industria cinematográfica?
Hollywood, sin embargo, te atrajo como un imán junto al cambio del medio siglo, pues te declarabas perezoso, satisfecho de poder trabajar tres meses al año, y acumular el dinero suficiente para hacer lo que te viniera en gana el resto del tiempo. Ni siquiera te gustaba ser actor –afirmabas–, de seguro una más de tus mentiras calculadas. Simplemente enfrentabas y jugabas con la cámara porque era el regalo que los dioses te ofrendaron, la forma más fácil y lucrativa que te habría de permitir las múltiples máscaras con que te expusiste, a veces serio, a veces divertido, bajo la mano experta de tu maquillador Phil Rodes, y que por sobre todo te inventabas para burlar y esconderte del mundanal ruido.
Napoleón en Désirée
Sí, de la fama que te persiguió hasta tus últimos días escondido en tu mansión de Mulholland Drive, y que te hizo pagar quizá su peor precio sentado en el estrado intentando salvar a Christian, el mayor de tus hijos, acusado por el crimen de Dag Drollet, el joven tahitiano emparejado con su media-hermana Cheyenne, embarazada del muchacho. Allí, según algunos representaste tu mejor papel, afirmando que estaban en realidad juzgando a Marlo Brando, que todos querían un pedazo de ese pastel. Para otros, sólo pediste clemencia, reconociendo ser un padre inepto, compartiendo las fallas de su crianza separado de su madre, Anna Kashfi, y de haber llevado una vida destructiva, yendo detrás de un abanico de mujeres.
Cerraste tu testimonio con una emocionada frase para el bronce, en que pedías disculpas en francés a la familia Drollet: No puedo continuar con el odio en sus ojos. Lo siento con todo mi corazón
. ¿Fueron vanas o sinceras tus palabras y esfuerzos para proteger a tus hijos? Christian evitó una cadena