La Guerra Del "golfo"
Por Castrodorrey
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La Guerra Del "golfo" - Castrodorrey
.
La guerra del golfo
Castrodorrey
Autor: © Castrodorrey
Depósito Legal: M-7249-2010
ISBN Papel: 978-84-92925-67-4
ISBN PDF:
978-84-92925-68-1
Editor:.Gerust Creasiones S.L.
Castrodorrey
22 de marzo de cualquier año.
Dedicado especialmente a mi padre.
Y también, a la memoria de Carmen Ordóñez Dominguín, porque no mereció el
escarnio. Porque nadie fue capaz de defenderla; y muchos de quienes la atacaron
deberían guardar silencio, mientras buscan en sus desvanes.
Al entrañable Pepito Gómez -ex de los Marismeños- por su capacidad para dar la
cara, y salir de ese maldito pozo sin fondo.
A mi amigo Antonio Carrasco, el cordobés
(aunque otros le llamen el junco) y a
Lola Flores, por vivir un continuo amor, pasándose los convencionalismos por el
arco del triunfo. El de ella, claro.
Dedicado, en fin, a quienes sean capaces de mirar a la vida de frente; sin tapujos y
sin hipocresía… porque la vida es, solo presente.
7
INTRODUCCIÓN
La elección del título, está basada en pura alegoría. El protagonista despertaba al
mundo desde una tormenta anímica, muy
particular, de proporciones alarmantes
para su adolescencia. Descubrir el primer gran despropósito, a la tierna edad de doce
años, le llevó a iniciarse en una rebelión constante, ante todo lo que supusiera
mandato.
Esto le acarrearía una controversia tras otra; un sinsentido antes que el siguiente; un
revolcón después de levantarse. A veces provocados por él, y las demás, por factores
externos.
La obra relata, la historia real de un personaje, que nacido a principios de los
cincuenta, se vería injerido por una corriente de evolución, que él mismo, dividiría
en tres bandos: Dos de ellos, los que acababan de enfrentarse en una desgraciada
guerra civil; y el bando restante, que recogería todos los desperfectos.
Los que se habían constituido en conductores de aquella temblorosa estructura
social, acababan de descubrir al embudo
. Y se revolcaban dichosos en su conocida
ley: La ley, del embudo.
El totalitarismo, predicado, demostrado y salpicado hasta la saciedad, por el
gobierno de la nación, adquiría prosélitos en grandes cantidades, a pesar, de los que
se oponían al régimen. Todo el mundo otorgaba un iluminado raciocinio al máximo
exponente del dictado.
Y, como él; el sumo pontífice del dedo; el que decidía quien moriría o no, era
católico... la religión, para muchos, era un Estado.
Y el Estado, religión, para los más del resto.
Donde se aprovechaba la
santa madre iglesia
, para reconducir a sus fieles bajo la
espada del ángel justiciero, que compartía idéntico decálogo. Igual en la calle, que
en los atrios, se amenazaba con
el temor de dios
.
Su paso por el seminario menor de Orense, le dejó constancia de estas filosofías,
además de una gran cultura de la lengua latina: Las bofetadas dolían lo mismo, en
Español que en Latín.
Aunque en el momento actual, no se reconozcan éstos términos, dado la gran
facilidad para la corta memoria histórica,
Pablo Rosales Cudeiro, personaje que dio
lugar a esta narración, sabía muy bien que a la muerte de aquél caudillo, sus
seguidores (gran parte de los españoles adultos de entonces) dieron media vuelta, y
miraron hacia otro lado.
proclamaron demócratas.
A
partir de
aquel momento, todos ellos, se auto
Curiosamente, ya no parecía existir aquella muchedumbre que le vitoreaba en la
Plaza de Oriente.
Pues… ¡que lo sepan todos! en los estamentos oficiales; en todos los centros de
enseñanza -al menos los que él conoció, que no fueron pocos- y en los mismísimos
8
senos familiares, se impartía un régimen dictatorial, puro. Y en ocasiones, muy duro.
Y ¡segurísimo! que no había cámaras vigilando. ¡Que nadie crea en patrañas! Eran
así, sin más; y, sin que estuvieran los gobernantes, detrás de ellos con una escopeta.
Y todos los mayores, sin excepción, se entendían unos con otros, y no se podía dar
un paso sin que lo supieran en casa.
En todas las escuelas que estuvo Pablo, nunca vio un escrito, ni se acercó por allí
algún dictador, para decirles a los maestros que pegasen a los niños con varas. Ni
que les tirasen de los pelos. Ni que determinados profesores, se congratularan de
tener las mejores ramas de abedul, para prepararlas como punteros, y usarlas como
castigo. Por lo tanto, lo hacían de motu-propio.
Por encima del dictador, debía estar la libertad de elección. Sí, que se carecía de
libertad para muchas cosas; pero,
para decidir la forma de ser de cada uno, existía la
misma que siempre. ¿Acaso alguien manda en el interior de las personas?
Pablo Rosales Cudeiro, pensaba que el resto de la gente -sobre todo los mayores- se
empecinaban en una constante: Creían que, desde la intransigencia, resultaría fácil el
control del intelecto. Y que así, podrían dominar mejor a los jóvenes que empujaban
contra los formulismos.
Inexcusable error, pues para ese, no hay rejas posibles. El intelecto, jamás se podrá
encerrar en ningún sitio.
Constituido en rebelde por naturaleza; y, obligación explicita para no obedecer,
desarrollaba una manera muy peculiar para enfrentarse a los despropósitos. Con
especial devoción por todo lo que resultase gracioso o esperpéntico, hasta que el
avance en el tiempo le fue cambiando.
Intrépido, resuelto, apasionado; y, extrovertido, por propia intención, luchaba para
mostrarse, subiendo por encima de tinieblas y convencionalismos. Esta actitud, le
colocaba en el disparadero en determinadas etapas de su vida, para ser atacado por
sus detractores, sin ninguna piedad.
Obedecer sin rechistar, y encasillarse en la monotonía, nunca sería lo suyo.
Por diversos factores de su conducta, sino, o destino; (llámese como se llame) se
codeó con artistas de todos los campos, y personajes en general del escaparate
farandulero. Compartiendo vivencias y amistad con más de uno.
En su entorno, en ciertas épocas, fue más famoso que los propios famosos. ¡Un
personaje!. Que
él mismo se creó, a base de respeto de ida y vuelta.
Y por todo ese cúmulo de circunstancias, también, se convirtió en ácrata y
agnóstico. Independiente, y sin complejos. Aguerrido luchador, cuando vinieron
maldadas, y defensor a ultranza de libertades imposibles.
Y era suficiente para ser catalogado de GOLFO. Según determinados criterios,
épocas, o entornos.
¡He aquí, su propia guerra!
9
Capítulo I: La tormenta del pino
La luz de un atardecer cualquiera, tenue y
triste, como todos los atardeceres, se
filtraba entre los castaños y pinos que en feliz maridaje, crecen por aquellos pagos.
Allí estaba; en esa novia céltica y frondosa, vestida con toca de verde intenso;
promiscua, apetecible, jugosa; húmeda y dispuesta siempre, a recibir en su cálido y
hospitalario seno...: Galicia.
La casona limitaba por su parte trasera, con toda suerte de gallineros variopintos y
asimétricos; pocilgas bien retejadas, conejeras y leñeras. Todo ello, perteneciente a
la intendencia, disfrute y sustento, de las familias que la habitaban.
Un poco más allá a modo de cinturón, unos cuantos carvallos, los castaños y los
pinos. Como dejada caer entre ellos, una alberca rectangular muy bien repellada de
cemento, cuya función, se remitía a los regadíos de las huertas. Y en la época
estival, ser asaltada por propios y extraños.
Todo el conjunto, rodeado por un peculiar antepecho de piedra, que terminaba a
ambos lados de la casa. Cuidando un portillo, algo más trabajado, que permitía el
acceso a todo aquel campo.
El caserón, carecía de puerta trasera.
A tres metros de la fachada principal discurría la carretera,
como una serpiente de
tierra y piedra apisonada, que llevaba y traía los sueños de Pablito. La aventura, que
podría haber de cabeza a cola.
Cruzando la misma, más verde; más prados... y otras cosas.
Pero aquella tarde... ¡no! ¡No era como otra!
Entre la hojarasca, debajo de los carvallos, hocicaban unos cerdos con toda clase de
ruidos característicos. Unos metros más allá al cobijo de un hermoso pino, en la
mullida pinocha, los jovencísimos dueños de los gorrinos: Pablo y Marina, en
indolente postura, después de haber expurgado las punzantes hojillas. (No era cosa
de clavárselas en ciertas e incómodas partes)
Marina, una rapaza dulce, sonrosada y sonriente, se sentía feliz y olvidada por
completo de los cerdos. Producto de los besos y caricias prodigadas por Pablo, con
la única pretensión, de iniciarse juntos en el camino de la vida.
Las inexpertas, pero delicadas manos de él, recorrían ávidas e investigadoras, el
cuerpo de la bizqueante Marina.
Ella, inmersa en el mismo placer y deseo, inocente y apetitosa, también le tocaba.
Aquello, era como el cielo que habían oído predicar.
Todo fluía de manera natural. Para los dos rapaciños, llegaban unas desconocidas
sensaciones, superiores a cualquier otra cosa. El mundo... ¡podría hundirse si
quisiera!
10
Por primera vez, ambos tenían en sus manos, el desconocido sexo contrario. Por
primera vez, también, descubrían su complemento.
Torpemente, pero seguros de lo que querían hacer, se disponían a finiquitar la
operación. Estaban a punto de alcanzar lo máximo, en sus nuevas e inocentes vidas.
Sin embargo... ¡Pablitooooo...!
La voz de su madre, desde el balcón trasero de la casa, le llamaba para ir por agua.
El cielo... ¡y el desastre! La tierra temblaba, igual que si todos los rayos de una
tormenta, cayeran juntos. ¡Sin compasión!
Si una sola voz, podía producir un cataclismo, aquella llamada lo era. Y también,
pasar del todo
, a la nada más miserable.
La total oscuridad se hizo de repente. Las hormigas, se le atojaban monstruos de
inmensas antenas, amenazadoras. Los pinos, fantasmas agigantados. Todo era negro
o nublado. ¡Maldición de maldiciones!... ¿Por qué?
*
*
*
Aquella casa donde habitaban cinco familias, pertenecía a los terrenos de una granja,
dedicada al ganado vacuno. Fuentefiz, así se llamaba, distaba unos ochocientos
metros por el camino de la alberca.
Hacia allí, se conducían las escapadas de los chicos varones, para interesarse por la
inseminación artificial. Lo que más despertaba su imaginación, era ver como el
veterinario, introducía su brazo por la enorme vagina vacuna.
Al carecer de otras visiones de tipo sexual, esto, les despertaba la curiosidad. Muy
lejos aún, de descubrir el porno, era lo que tenían más a mano. Desde luego,
manteniéndoles en la duda, de cómo extraerían el semen a los toros.
Eso, era tabú. Nunca consiguieron verlo. Por lo que decía Curro -el hijo del
veterinario- ni él mismo, lo había podido ver.
Luego, fantaseaban, tratando de imaginar como lo tendría esta o la otra. Haciendo
comparaciones jocosas, entre las vulvas de las vacas, y de las chicas que les
rodeaban. ¿Sería igual, o más pequeño?
¡No... tan grande, no podía ser!
Divagaban de muslos
a
pechos, tratando de establecer las diferencias... Las
alfombrillas que se adivinaban, en las cerradísimas entrepiernas de los bañadores, en
verano, allá en la alberca... Recordaban los brotantes bellos, asomando tímidos en
algunos casos, y salvajemente en otros. ¡Dios todopoderoso! ¿Cómo sería aquello?
Así se iniciaban en el sexo, con comentarios de todo tipo, dentro de su total
desconocimiento. No había otro medio para documentarse. Naturalmente... ¡sólo
entre los chicos! (No se podía hablar con ellas, de lo que pensaban hacerles)
La brillantez de la mente y el rostro de Pablo, cuando tuvo a Marina entregada y
dispuesta, sin propuestas de ningún tipo; habiendo surgido como lo más normal,
debió ser relumbrante. ¡Eso, no se podía pasar por alto!
11
Las cosas habían empezado como un juego, y ella, también jugaba. ¡Mira que bien!
Se veía, como el único en conseguir, lo que tanto habían hablado entre los
muchachos. Nadie sabía explicar como era, porque ninguno, lo había practicado.
¡Ajajá! Pero ahora, Pablo pasaría por delante de Milito y Pepiño; de Gregorio,
y por
supuesto, Curro. Aunque seguro, que no pensaba en contarlo.
Taimado se relamía, pensando en dar explicaciones de todo tipo, este verano en
vacaciones, y nadie sabría con quien lo había hecho. ¡Eso haría!
¡Pero!... ¡Debían existir las meigas! Sobre todo, las malas. Acababa de sufrir en sus
propias carnes, el primer gran revés de su vida, por culpa de una de las personas, que
más quería en este mundo: su madre.
Habría que estar en su lugar, para saber como se sentía. Todo lo que hasta entonces
se conducía por cauces naturales, había dejado de hacerlo.
¡Ojalá se muriesen
los puercos! ¡Ojalá, se secase la fuente!
Era la inocencia en estado puro, y la frustración superlativa. Imposible de entender.
Un creciente odio nacía, por todo lo que antes era bonito. Una sensación de rebeldía,
y el contrasentido número uno.
No había podido culminar su primer descubrimiento, por la inoportuna llamada.
*
*
*
Entonces contaba apenas doce años. Era un muchachote de considerable altura,
tímido y soñador, cariñoso y de recios hombros, que marcaban unas anchas
espaldas. Decían de él, que sería alto… ya, casi estaba tan alto como su padre
Crecía sano en cuerpo y espíritu, bastante intrépido a pesar de su timidez. Su
carácter, alegre y sin traumas, le hacían debatirse entre la vergüenza inculcada por
sus mayores, y sus avanzadas ideas; que por otra parte, le parecían de lo más normal.
Comenzaba ya, a vislumbrar, la creciente diferencia de lo que él, consideraba
natural, con los predicamentos que llegaban del exterior. Algo, no era como debía.
La sin par naturaleza del entrañable campo gallego, le otorgaba un bienestar, que
segaba sin miramientos al caer la tarde. ¡Bueno... eran sus padres, quienes le
llamaban! El monte, le parecía a él, que no opinaba al respecto.
Pero de todas formas el atardecer, siempre le resultaba triste. Delimitaba la hora, en
que habría de cortar con todas sus actividades, para incorporarse al techo familiar.
Era obligatorio recogerse, al difuminarse la luz del sol. Y luego en la casa, a parte de
idear todo tipo de trastadas, había muy poco que hacer. Cenar; escuchar un poco la
radio, los dias que no iban a la Chabola, y a dormir.
Y Pablito empezaba a sentirse incómodo, porque su cuerpo y su mente, le pedían
más. Pero en aquél medio rural, con su corta edad, sólo podía rebelarse. La
dependencia obligada de los padres, no daba para otra cosa. Aunque... ¡podían haber
intervenido menos!
12
Todos los pormenores, obedecían a la razón de la naturaleza. Como la vida en sí,
crecían en libertad de sentimientos, casi siempre cortados por los prejuicios influidos
por los mayores. Pero ante esto, habría que luchar.
Más adelante descubriría, que no era precoz por haberse notado el sexo, sinó todo lo
contrario: normal como las mismas plantas, o todo lo que vivía alrededor. ¡Que
caramba!
*
*
*
Pablito, Pablo Rosales Cudeiro para efectos oficiales, había nacido en un cuartel de
la Guardia Civil. Ahora vivía en otro.
Porque la casona, era el cuartel de Vilar de la Barra, y su padre, el cabo comandante
de puesto. Así que, con su familia, vivían las de los cuatro guardias. Eso sí, las
jerarquías solo se llevaban en el nivel profesional. Todas las mujeres y niños,
mantenían una relación de absoluta camaradería.
Y, también los padres, claro. Porque según Pablo sabía, oía y observaba, las
diferencias de rango no eran ostensibles. Incluso a veces le molestaba -muy para sí,
desde luego- que los guardias no mantuviesen las distancias. ¡Oye! Mira como le
saludaban... ni siquiera se ponían firmes, como él veía con otros jefes cuando
llegaban al cuartel... ¿sería posible?
Pero eso, solo era muy al principio. Después se fue dando cuenta,
de que su mismo
padre no lo hubiera permitido. Era el cabo, sí. Pero solamente para responsabilidad
de cara a los superiores. Por lo demás, era uno más del cuartel. Y no es que no
hubiese respeto, que si que lo había; simplemente, que era una comunidad familiar,
y el jefe, no era un estirado.
Así era, como él lo entendía. Como cualquier otro crío de su edad, tendría que
educarse, e ir comprendiendo las distintas situaciones. E igualmente natural, que sus
padres fueran los espejos de todos.
Sobre todo para Pablito, que al suyo, lo adoraba.
Con doce años, situados en la época de Vilar, ya había recorrido el país de punta a
punta.
Del cuartel que le viera nacer, en un pueblecito de la campiña lucense llamado
Castro del Rey, a éste, había pasado por tres pueblos, en los puntos más distantes de
la península Ibérica.
Con apenas dos años, de su Castro del Rey natal a un pueblo de Tarragona, conocido
por Las Casas de Alcanar. Ahí estaba su Galicia-Cataluña, con tan tierna edad, que
no recordaría ninguno de los dos.
¡Bueno!... Del pueblo marinero, sí que recordaría el mar. Y los primeros contactos
de su vida con el salitre, que le quedaría grabados para siempre. De cuando sus
hermanas le llevaban a la playa, todos muy pequeños aún, y, jugando al corro de la
patata muy en la orillita, se llenaba de caracolas de espuma y sal, en el "sentadito me
quedé".
¡Eso, no lo olvidaría! Las risas y el miedo a tragar agua, unido a cuánto le gustaba
jugar con sus hermanas, sería una sensación duradera hasta el fin de los dias.
13
Y en su mente había una imagen, de su padre, con el pelo totalmente blanco y las
cejas y el bigote negros, martillo en mano, embalando muebles y preparando
paquetes. Pero eso, no sabía muy bien si era de Castro del Rey, o del otro pueblo.
Por lo tanto, y resumiendo, en esos dos pilares de memoria, afianzaría su primer
cruce de mapa.
Y con cuatro años, cruzaba de nuevo España. Ahora, habría de rezar el letrero,
Cataluña-Andalucía. Esta vez, un bonito pueblo de la provincia de Huelva, en un
cabezo coronado por el castillo de Aroche, para dar fe de su nombre.
Tardaría cinco años, en colocarse el rótulo de Andalucía-Galicia, para conocer
Manzaneda. Y de allí, con casi doce cumplidos, al cuartel del Pazo de Fuentefiz, en
el momento actual. Los dos últimos traslados, sin salir de la provincia de Orense.
Ya quedaba claro que no cabía comparación, de su edad, con sus kilómetros. Como
es sencillo entender, no había tenido mucho tiempo para afianzarse a nada. Con
semejante trayectoria, tenía que ser distinto. Como él mismo decía: "Distinto... ¡por
pelotas!"
Y como ya conocía las suyas, y las de jugar al fútbol, se repetía una y otra vez la
misma frase: ¡Tiene pelotas, llevar los kilómetros que llevo, con lo joven que soy!
Aparte, cuando sufría disensiones con los suyos, recriminado, por no parecerse a los
demás, decía sin dudarlo: Es que, tengo que ser distinto, ¡por pelotas!
Claro que lo decía, cuando tenía la certeza de no ser oído. Porque entonces, era
inconcebible que los niños taquearan
en público. Aunque Pablo, atesoraba un buen
número de ellos, según se le iban viniendo a la cabeza. Sin que se le ocurriese, desde
luego, decirlos delante de sus mayores. Pero... cuando no estaban por allí, los soltaba
profusamente. Decía, que para desquitarse. (Tenía carácter, el chico)
El más pequeño de tres hermanos, y único varón. Florencita que le llevaba diez, y
Pepi que se distanciaba siete. A pesar de su corta edad, ya apuntaba formas y
estatura de muchacho, pero irremediablemente, era el niño
. El niño esto... el niño
lo otro... Siempre la misma cantinela. Y ¡claro!... ¿quién podía entender a un niño,
con dos mil cuatrocientos kilómetros en sus tiernas espaldas? (1)
¡Nadie! Y esa sería la tónica, durante mucha parte de su vida. Se volvería intrépido,
a pesar de su timidez; traste, según los mayores, por su afán de investigar; y rebelde.
Muuy rebelde.
Y con lo de el niño
, tendría sus pequeñas pataletas familiares. Tanto así, que un
dia cualquiera cabreado sin paliativos, agarró un recordatorio de su primera
comunión, y tachando la fatídica palabra del anuncio "primera comunión del
niño..., plantificó encima y subrayado:
El hombrecito".
Con orgullo, la mostraba a todos: "Mira... ¿ves el recordatorio de mi primera
comunión?... ¡Fíjate lo que pone: -y él mismo leía- La primera comunión del
hombrecito, Pablo Rosales Cudeiro".
¡Verdaderamente... increíble!
(1) El
autor no considera la exactitud. Supone, una distancia de 800 Km, cada salto, de punta a punta del
mapa.
14
Ya, después de un tiempo, algo hastiado de la dichosa historieta, la guardaría dentro
de un libro, para siempre.
¡Ufff!... seguiría siendo el niño
, mientras ellos quisieran...
Así crecía Pablito, feliz, en aquel entorno, tanto fuera como dentro de su casa.
Los vecinos de caserón eran bien avenidos, y entre ninguna familia existían
rencillas. La relación vecinal -casi familiar- era perfecta, incluidas las disyuntivas.
Primaba la razón y sensibilidad, descaradamente.
Todo lo que se desprendía de sus padres y hermanas, venía del buen corazón; cariño
inmenso, y pureza de sentimientos. Por encima de las normales reprimendas, o
disensión de pareceres. Ningún tipo de pesar, levantaban éstas cosas en el espíritu
del rapaz.
Podrían reñirle, o reprimirle con unas normativas, que él desechaba de plano, que su
situación de afecto no se mermaba. Porque entendía, que las cosas no iban a cambiar
hasta que se emancipase.
Mientras tanto,
les perdonaría
.
Y que nadie imaginase, que en 1964, los chicos eran tontos. Ni tampoco, los que
vivían en términos rurales. Era muy lógico que pensase así, pues no tenía
conocimientos para discernir entre lo conveniente, y el exceso de celo. Aunque algo
le comenzaba a alumbrar, que por ahí iban los tiros. Lo inconveniente para él, podría
llegar de la excesiva protección de sus padres. Y lo que ellos se empeñaban en decir
que era conveniente, le aburría sobremanera. Incluyendo algunos asuntos, que le
parecían estúpidos y sin nada de cordura.
¡Bah! Aún quedaba mucho tiempo para el análisis. Lo que tocaba hacer ahora, era,
rebelarse contra todo y contra todos. Hacer frente a lo preconcebido o impuesto, que
era lo que más le cabreaba.
Eso le ofendía en grado superlativo. ¿Hacer las cosas
porque lo digo yo
?.... ¡Y una
mierda!
Quizá a partir de ahí, empezaría a rechazar el control de los padres sobre los hijos,
con carácter inminente. Podía ser, el nacimiento de un golfo.
*
*
*
Si germinaba un golfo, surgiría su propia guerra. Porque tendría que combatir un
sobrenombre totalmente peyorativo.
Y no es que saliera de coherencia. Pero el simple hecho de contradecir a los
mayores; ser rebelde con causa o sin ella; y contestar
, cuando decidían que la
última palabra estaba dicha, era suficiente para provocar el apelativo.
Evidentemente en las fechas que discurrían, ser catalogado de golfo, no era nada
edificante. El poseedor de tal título, tenía el sambenito colgado para ciento y un dia.
Decir de alguien que era un golfo, significaba acusarle de desdichado; bebedor,
15
despilfarrador, sinvergüenza
mujeriego era malo)
y
mujeriego. (Que Pablo pensaba, porqué, ser
Pero en el caso de los chicos más jóvenes, no se referían nada más que a
contestón
; gamberro, desvergonzado, maleducado, rebelde, y sinvergüenza.
¡Pues vaya ventaja! Si todavía se lo dijeran, por gustarle las chicas...
A él le sentaría mejor, más a su medida, que le llamaran pícaro; aventurero;
vagamundo -que no vagabundo- y chulete. Porque algo tirado pa'lante, si que lo era.
Había que tener mucho cuidado, con la ligereza calificativa de aquellos años. Los
prejuicios ¡arraigadísimos! en el régimen autoritario por excelencia, podían convertir
a cualquiera en un desgraciado de la noche a la mañana. Había que luchar por acabar
con el blanco o negro, con todas las fuerzas disponibles.
En su caso sólo podría hacerlo, con la única herramienta utilizable que se llamaba
mente. Lo que surgiera de sus ideas, que consideraba normalísimas, sería lo que
intentase llevar a cabo.
¡Teniendo cuidado, obviamente! No deseaba un enfrentamiento demasiado directo,
porque había visto alrededor, las consecuencias que traía oponerse abiertamente al
dictado. Contestatario sí; y héroe también… pero vivo.
Y, no es que hubiese visto matar a nadie; pero sabía como se las gastaban los que
dirigían el cotarro: Castigos a tutiplé, cuando no arreaban un sopapo, que te dejaba
la oreja caliente para todo el dia. ¡Y a veces, parte de la noche!
En su personal situación la manera de ver las cosas, le ayudaba bastante. Sin dejar
de sentirse mal cuando en determinadas ocasiones le acusaban de golfo, encarrilaba
el insulto por la parte menos trascendente. Le molestaba, porque conocía el sentido
que querían darle; pero se sacudía, pensando en lo divertido que era, ser así.
Su afán por la diversión, le hacía distinto. Por allí, el sentido del humor no se
prodigaba igual que en el sur. Existía y mucho, pero más solapado. Y... esta mezcla
bien utilizada, podría ser explosiva.
En esa química, trataba de desenvolverse Pablito.
*
*
*
En Vilar de la Barra, -provincia de Orense- la mayor parte de las construcciones
estaban diseminadas por la campiña y el monte. A excepción de tres núcleos
importantes, todas las edificaciones obedecían a la indiscriminada ubicación de la
fincas privadas.
Unas más grandes otras menos, todas, contaban con lo imprescindible. En aquél
medio rural, nadie pasaba hambre.
Hasta los más pobres, o, mejor dicho los menos pudientes, mataban un par de
gorrinos cada año. Y, también sin excepción, gozaban de huertos completísimos.
Los mas sobrados, solían ayudar a los otros, de forma que pudiesen cubrir sus
necesidades prioritarias. No era infrecuente ver como el señor tal, llamaba para que
recogieran manzanas los chicos del señor cual, porque él no las gastaría todas. De
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esa manera, aún pareciendo cicateros, no dejaban que se pudriesen los frutos en sus
huertos. ¿No era mejor que los consumieran otros?
Y parecían miserables, por su forma de decir las cosas, no porque lo fueran. Porque
de miserables, ¡nada!
Una vez le había causado curiosidad, el ofrecimiento que le hizo el señor Argimiro:
"Pabliño, ¿Por qué no venís por manzanas?... ¡ si se las comerán los cerdos!
Claro, que no quería decir eso. Se refería el buen hombre, a que tenía demasiadas. Y
si no las recogían, se las terminarían zampando los puercos.
Podría haber tierras hospitalarias... pero más que aquella, difícilmente.
El mejor entorno, para la manera más natural de vivir. Aquellos gallegos, gustaban
de fanfarronear entre sus cosechas y sus vacas, pero ninguno, hacía ostentación de
boato ni adornos supérfluos.. Excepto algún que otro recién llegado de "las
américas, o los emigrados a
las alemanias", cuando venían de vacaciones.
En cada casa, cada uno trabajaba de antes del sol, a después del sol.
Para quien hubiese corrido mundo, podía parecer una forma miserable de
conducirse. No obstante, visto desde otra postura era, el mejor aprovechamiento de
lo que está colocado en la tierra, para ser disfrutado de la manera más sencilla.
Simplemente.
Pablito, se iba enterando de todo esto, sin planteamientos de ninguna especie. Sin
disertaciones, ni lecciones al respecto. Al mismo compás que respiraba, o se
levantaba cada mañana. Pues no en vano, había conocido otras formas de vida.
Quizá, por haber recorrido el país... ¡tal vez, eso fuese productivo para educarse en
la pluralidad! A lo mejor, había servido, para no tener excesivos prejuicios; o,
precisamente, para fomentar la extroversión. Pero lo que sí es seguro, que le obligó
intuitivamente, a observar las diferencias.
Se iba convirtiendo poco a poco, en un fanático de la observación. Y eso sí que
podría ser, fomentado por su memoria de película. ¡Jamás, se le olvidaba una cara,
ni un pasaje vivencial! Y siempre recordaría todo, como si fuera ayer mismo.
Sin querer había descubierto, la forma de estudiar más fácil, a la sociología
aplicada... ¡Una manera de aprender! ... Primero se fija uno en las cosas (se estudian)
y
luego, se atan cabos con otras observadas con anterioridad, cercanas, o,
simplemente comparadas. La lección, está en el resultado.
Y donde mejor resultados se extraían, era en el comportamiento generalizado de las
personas. Le encantaba jugar a psicólogo, descubriendo el carácter de cada nuevo
compañero de escuela, o de cada profesor que le tocaba en suerte, allá donde fueran
trasladados.
En el cuartel, siempre andaba entre faldas. Los demás varones, escalonadamente
mayores, estaban todos estudiando en la capital, excepto Curro, que compartía año
de nacimiento, y vivía en la Granja.
Esta circunstancia le permitía ejercer de gallo, en un corral de pollitas
(y no tan
pollitas) de aquel recinto. Al menos, la mayor parte de ese año. Porque al siguiente,
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marcharía a la capital durante la época de estudios, como todos los demás. (Él,
todavía lo ignoraba)
Habida cuenta que alguna de las gallinitas
era hermana de él, dedicaba toda su
atención a las otras. Y a éstas -las hermanas- las defendía a capa y espada -y si fuese
necesario a escupitajos- contra cualquier mozo que se las diera de chulo.
Tenía muy clara su sexualidad. Cada minuto que podía estar debajo del balcón,
-
disimuladamente, claro- o jugando y rozándose con las chicas de la forma más
natural, era el más feliz del mundo. Allí, no había lugar para machismos ni
feminismos, o aún no había llegado tanta cultura. Los chicos perseguían a las chicas,
y ellas se dejaban perseguir. Punto.
Chicos-chicas, hombres-mujeres, y poco más. De rapaces se pasaba a mozos, y de
mozos a homes; ellas, de rapazas a mozas (pollitas) y de mozas a mulleres. Y
muller, e home, solo se utilizaba para los casados, y los que habían cumplido cierta
edad.
Así, funcionaba aquello. Fecha, lugar y hora. ¡Era lo que había!
*
*
*
A un kilómetro más o menos, por la carretera en dirección Orense, estaba la
Chabola. Uno de los tres núcleos que Pablo consideraba importantes. Allí estaba, el
bar-tienda del que recibía su nombre; una barbería-carpintería, y otra tienda que
vendía prendas menudas.
En la Chabola, aparte concederles el privilegio de la televisión, se podía comprar un
kilo de azúcar o tomar un vermut. En la barbería, en el piso de abajo, se podría
encargar un mueble al mismo barbero. (Ya funcionaba el pluriempleo) Y en la
tienda de la señora Rosario, lo mismo se podía comprar unas medias, que una lata de
melocotones en almíbar.
Pablo sentía por Pepe, el barbero, una relación de aprecio-hostilidad, digna de tener
en cuenta. En el odio entraban los artefactos propios de la barbería, como tijeras y...
¡qué horror!
la maquinilla
.
¡Las cosas de Pablito!
El barberoebanista, mostraba por él una especial camaradería. Le debía causar
gracia, que, mientras estaban en la ebanistería eran cómplices, y luego, en lo tocante
al corte de pelo, huía como alma que lleva el diablo. Menos mal, que se cortaba el
pelo una vez al mes.
Así que, en la complicidad para idear bromitas a las chicas, o esconder un paquete
de tabaco; y, también, responder todo tipo de preguntas, Pepe era un fenómeno. Pero
de cuando en cuando, casi arrastrado por su padre o su hermana mayor, el Pepe que
le recibía tijera en mano, era el ser más horrible de la creación.
Le tenía verdadera fobia a cortarse el pelo. ¡No sabía... se veía muy feo con la
cabeza rapada. Podían ser manías, o podía ser complejo. A lo mejor, un aviso de
futura tendencia... ¿Quién lo sabía? El caso era, que se odiaba con el pelo corto, y a
todo lo que le hacía cortárselo.
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También podía ser, porque cuando veía a los guardias con el pelo tan corto, recién
rapados, le gustaban menos. ¡Parecían seres malignos!
Él amaba su pelo, con verdadera pasión. Y, pensaba, que cuando fuera mayor se lo
cortaría muy poco.
Otro de los grupos de casas, estaba a mitad de camino a la Chabola. En el cruce de
carreteras, La Peroja-Orense, Cambeo-Santa Marina.
En aquel foco de población, estaba el otro bar del pueblo. Ex emigrantes y
trabajadores de la ciudad, parecían haberse puesto de acuerdo para plantar allí sus
existencias, al lado del negocio de peor fama del contorno. Gerundina, así se
llamaba su dueña, permitía organizarse timbas, que a veces terminaban como el
rosario de la aurora: A farolazos
.
¡Eso... era lo que le daba mala fama!
Las familias del cuartel, visitaban muy poquito aquel local. Exceptuando algunos
guardias, que también le daban al vicio de las cartas. Éstos sí, con la desaprobación
y continuadas broncas de su Cabo. (Pablo les escuchaba... muchas veces, su padre
les reñía en la oficina)
Porque él, también odiaba las cartas. Según le dejó entender a su hijo alguna que
otra vez, había llegado a
aprender por sí mismo, lo traicioneras que son
.
El tercer agrupamiento -el mayor de todos, se podría decir- era propiamente el
pueblo. Sus vecinos, los propietarios de las fincas más alejadas del municipio, y
algún que otro pequeño industrial. Como el señor Demetrio, el otro gran ebanista del
contorno.
Se llegaba hasta allí por dos caminos. Uno que salía de muy cerquita del cuartel,
como si fuera de la iglesia al pueblo, cruzando la carretera. Allí mismo, al ladito de
la carretera, albergaba el pilón de lavar. Un riachuelo que bajaba del monte cercano,
permitía una rica fuente -la de la calle de la amargura- y en el amplio pilar, las
mocitas y mujeres, lavaban sus ropas y las de sus hombres.
El otro camino, partía de la trasera del negocio de Gerundina. Todo, muy bien
comunicado.
Normalmente, para caminar o llevar los carros bien tirados por las yuntas. ¡Que por
cierto, vaya el ruido que hacían! Los ejes eran de madera; y como los dueños eran
tan brutos, aunque los engrasaran, nunca reparaban en la carga. Claro estaba que, al
calentarse, formaban una llantina de mucho cuidado. En ocasiones y al principio,
recordaba, que llegaban a ponerle de los nervios. Era como, un camión de los
antiguos, -aquellos tan destartalados- subiendo una cuesta interminable... en
primera:
... Iiiiiiiiiiiiaaaiiiiiiiiiiaaaiiiiiiaaaa...¡Buf! ¡que lata!
Para no dejar aquellas almas a la buena de dios, o mejor dicho, en manos del diablo,
existía la pequeña iglesia. Finca entera perteneciente al clero, donde vivía el señor
cura con sus padres. Delante de la misma, el campo de la fiesta. Y el recinto rural,
donde por san Antón, se celebraban las dichosas prerrogativas.
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Ya se sabe, que el camino que llevaba a ella, venía del pueblo. Y
por supuesto, muy
cerquita de la casa. Apenas trescientos metros.
Visto lo cual, todo queda como sigue para el protagonista: Vivo en un cuartel. Tengo
la iglesia a dos pasos, y la fuente a uno y medio... ¡Como para escaparse!
El contacto con la naturaleza, podía masticarse. La sensación de libertad que
infundía en Pablito, le hacía crecer de forma auténtica. Sin ningún problema típico
de los núcleos más poblados, o más asfálticos. Ni en trasiego, ni en comportamiento.
Las únicas presiones y represiones recibidas -simplemente emocionales y morales,
pues no había para más- partían de la unidad paterna, la iglesia, y de los prejuicios
existentes.
Tenía la suficiente consciencia, para permitirle refugiarse en lo natural, y prescindir
un poco de todo lo demás. Descubrir la vida, de la manera más libre.
Ver, como evolucionaban las hortalizas; los animales que criaban, las retamas y
tojos que cortaban para las cuadras; y en general, todas las plantas.
Cada minuto que pasaba al aire libre, le ayudaba a desprenderse de lo que pudiera
pasar por otra cabeza, que no fuera la suya. Lo que pensaban los demás, sobre todo
los mayores y jerifaltes, no era asunto suyo.
De un comportamiento genuino, no podían salir represiones.
La vida, simplemente fluía. Todos los seres vivos y orgánicos, tendrían su propia
función. ¿Cuál sería la suya, como ser pensante?
De todo lo que tenía oportunidad de hacer lo que más le fastidiaba, ir a por agua. Y
desde cierta fecha, muchísimo más. Añadido, subir al pueblo a por la leche, pues
vacas, eran los únicos animalitos que no criaban para el sustento.
Todas las faenas en definitiva, que había que hacerlas por obligación. Excepto
echarle de comer a los pollos o conejos, o cambiarle las camas
a los cerdos. Pero
eso, solamente porque ellos no se lo podían hacer. Pero estar tan tranquilo, y que le
importunaran por una orden... ¡no podía con ello!
Y cualquier cosa se podría pasar, pero lo de Marina... ¡no lo olvidaría nunca!
Una leche para el agua, y, agua para la leche. ¡Que puñetas!
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Capítulo II: Los Rosarios
Rodeando la iglesia estaba el cementerio. Todo el atrio, jalonado por tumbas.
Pablo se preguntaba, por qué los celtas, tenían esa manía de enterrar a sus muertos
alrededor de las iglesias. "Será -pensaba- para que no se escapen. ¡Ja, ja! ¿Alguno
tendría pelotillas, para salir andando después de muerto...? ¡Bah! ¡Él, no sabía de
nadie!
La peculiaridad de estas instalaciones, daba para mucho en la mente del rapaz. Al
ser muy frecuentadas por todo el grupo de jóvenes y adolescentes, tanto del cuartel
como de la granja (en el pueblo había poquitos) Pablo, no perdía cada oportunidad
que se le brindaba, para hacer de las suyas.
Al otro lado de uno de los muros del cementerio, se hallaba la casa del cura. Y
cuando pensaba en el campo de la fiesta, se le ocurría siempre lo mismo: Allí, muy
cerquita del cura; de la guardia civil, y de los muertos, impertérritos en sus
yacimientos. Para que los jóvenes que acudían a la fiesta, bien vigilados, no se
entregasen a otras actividades... ¡Cualquiera se salía de la fiesta!
El cementerio, daba miedo; el cura con los visillos abiertos, como si fuera "El ojo de
Dios"; y, casi a la entrada del camino, se instalaba el pendello de las viandas y
bebidas... ¡para que los guardias no se movieran de él!
¡No quedaba más remedio que bailar, bailar, y bailar!
Y desde luego, que los mozos iban bien pertrechados. Llevaban su paraguas (no
sabía por qué, en Galicia llovía en todas las fiestas) colgado en el cuello de las
chaquetas. Hacia la espalda, como era natural. Y si empezaba a llover, en una
maniobra digna de prestidigitador, los abrían sin dejar el ritmo, ni de agarrar a su
pareja.
¡Aaayyyy... aquellas fiestas, sí, que eran populares!
Bueno... sin necesidad que llegara la fiesta, aquella zona, estaba muy visitada por
ellos. Ya fuera para acudir a los actos religiosos, como misas de domingos y fiestas
de guardar; los rosarios, todos los dias;
a
ornamentar
y
preparar la capilla
determinadamente, o, ayudar al párroco a cortar las hierbas, que sin permiso, nacían
por todas partes. Y más, entre lápidas y panteones. Que decían, era por el abono.
¡Que tétricos!
Todo ello con la mejor jovialidad posible, convirtiéndose, en una de las pocas
atracciones del entorno. La habitualidad, no depreciaba en absoluto el divertimento
de reunirse.
*
*
*
Por introducida costumbre, llegando a convertirse en forma de vida, todas las tardes
había un rosario. La campana, avisaba con un solo toque. A saber: varios badajazos
seguidos, y se acabó.
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Para la misa era diferente. Los toques se convertían en tres, con uno, dos, o tres,
aldabonazos finales, con intervalo de diez minutos aproximadamente. Y aquí,
entraba la imaginativa de Pablo: ¡Claro!, para la misa, tiene que dar más tiempo; con
más tiempo, más gente.... como pasa la bandeja
¿El rosario?... ¡era mero trámite!
Si en alguna otra ocasión que no fuera las misas de domingos o festivos, decidía
pasar la escudilla, argüía los motivos más esperpénticos que se puedan imaginar.
-No te creas, nada de lo que ha dicho. -Le comentaba a su vecino o vecina de banco-
La recolecta, no es para los niños de Biafra... ¡Es que... le hacen falta unos zapatos
nuevos!
Y si le pillaba mordaz, se metía con las intimidades de la madre del cura: "¡Ja!... ¡Ya
le hacen falta unas bragas a la señora Olimpia!"
El sueldo de un cura seguiría siendo la gran incógnita, pero las bandejas, de las que
Pablo solía hacer alguna que otra sisa, -como todos los monaguillos del mundo- iban
siempre muy bien repletitas. El personal, quizá temiendo un castigo divino, se
explayaba en las dádivas.
De todas formas, eran entrañables aquellos vecinos. La familia del párroco, -por
ejemplo- la formaba, padre, madre e hijo. Tres personas distintas, como decían las
escrituras, y un solo ingreso verdadero: Don Aníbal.
Así se llamaba, el bueno y joven sacerdote. El señor Elías era su padre, y señora
Olimpia, la amorosa y cuidadora madre.
Él, voluminoso y corpulento, de estatura bastante superior a la de su dulce esposa.
Gafas de montura ancha, y cristales de culo de vaso. Prominente nariz, de coloradota
y redondeada punta. Más bien porreta.
Usaba sombrero que, por supuesto, se quitaba dentro de la iglesia. Además de unos
chalecos de chirriantes coloridos, estampados y típicos de trabilla a la espalda;
adornándose el cuello, con el complemento de un pañuelo a la vaquera. Formaba un
conjunto, lo más parecido a un gaucho con paperas.
Contaba la leyenda, que había estado por las américas, y, a juzgar por la exquisita
forma de vestir; y el raro acento, de la nada entendible jerga en que se expresaba,
debía ser verdad.
Siempre, siempre, al fondo de la iglesia. El puesto más retrasado, y el reclinatorio
más sufrido. Tan así, que no se sabía muy bien si por el esfuerzo de rezar, o
mantener el equilibrio en la vetusta silla, resoplaba constantemente. ¡Aquellas
expulsiones de aire, superaban los avemarías con creces!
Ella, bajita y regordeta. Una carita redonda, de rojizos pómulos y ojillos ratoniles.
Pañuelo a la cabeza atado a la usanza, y toda vestida de negro, con sempiterno
delantal de idéntico color. Una estampa, que más tarde descubriría en los cines como
infinito prototipo de mujer habitante del campo gallego, o de la toscana del país de
Cícero. Para no ser menos, se colocaba perenne en el mismo reclinatorio, más
pegado éste al confesionario, donde su hijo oía a todos los fieles.
Pablo creía que se pegaba la mueble confesor, para que su hijo se sintiese protegido,
de ¡sabe Dios los pecados que le contaban!. ¿Quién sabe? El verla allí, al lado de
aquella especie de cajón de las culpas, podía ser que reconfortara al sacerdote.
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Y Pablito imaginaba todo aquello como una carrera ciclista, de las que veía en la
Chabola por televisión. ¡Ah! Y una vez que vio pasar por Orense, la vuelta a España.
Curiosamente, el llamado coche escoba -un autobús pequeñito- llevaba una escoba
colgada en la escalerilla. ¡Que cosas!
Relataría los rosarios así: "En primer lugar y en solitario, el cura. Seguido, muy de
cerca, por el pelotón del equipo cuartelero, del que tiraba Pablito, que casi tocaba la
rueda de Don Aníbal. Inmediatamente, tras el grueso del pelotón y salpicados, la
señora Olimpia -siempre al lado del tenderete de avituallamiento-, y al final, algo
más descolgado, el enorme híbrido entre gaucho y gaiteiro.
Imagen habitual de los rosarios, con todas las quiméricas inspiraciones del rapaz.
Empeñado en desalmidonar la seriedad escénica, no paraba en sus cábalas para
provocar las risas de la joven parroquia.
Nada, premeditado. Surgía sin más.
Había que tener en cuenta la época de valores reprimidos, con muchísimas
intenciones y poquísimas declaraciones de ellas, por lo menos en aquel ámbito.
Corrían los principios de los sesenta, y vivir en un cuartel de la Guardia Civil, ser el
hijo del comandante de puesto, y estar metido
en la iglesia, no debía resultar muy
fácil con un carácter como el suyo.
Le quedaban únicamente dos opciones: rebelarse de la forma menos dañina posible,
si podía ser riendo, o convertirse en un beato, falso, hipócrita y mandado para toda la
vida.
¡Nada de eso! Lo de los rezos, serviría para matar el tiempo. Como diría él
señalándose el paquete: P'a pelotas, éstas
*
*
*
Utilizaba varias técnicas, para hacer reír sin que le pillaran. La más usada, era volver
la cabeza paulatinamente hacia el resoplante reclinatorio, y raudo, volverla a su
lugar una vez visionado. Asemejaba que reía, y él, lo aguantaba; pero los demás, no.
Procuraba hacerlo coincidir, cuando uno de los fuertes bufidos, hacía mella en la
oración.
Su posición adelantada, a la espalda del cura y visto por todos los demás, le situaba
en privilegio para hacer de las suyas.
Los padres de Don Aníbal, quizá se lo contarían luego, pero a él no le importaba.
Cualquier cosa que se hubiese hablado antes de entrar al rosario, les predisponía
tácitamente. Eso, también lo aprovechaba.
Como la tarde que había contado a todos lo del Murga.
Éste era un alumno con cara de vampiro, y descomunales orejas... de vampiro
también. ¡Como dos abanadores!
Afiladísima cara y atributos escuchantes, que paseaba sin complejos. Pero... ¡Ay!...
la cruel mordacidad
infantil... ¡Todos se metían con él! Y el pobre Murga, pagaba
las consecuencias. Además, tenía apellido de charanga. Sin contar el otro
significado, muy utilizado por aquellas tierras: No me des la murga
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Porque Doña Maruja, a quien Pablito tenía rebautizada en rima Doña Maruja, la
bruja, solo se enteraba del cacao, cuando el infortunado compañero objeto del
vilipendio, saltaba, sin poder resistir más.
(Creía que la muy maligna, también la tenía tomada con el muchacho) Podía haber
obrado antes, y evitar las injurias>.
¡Y es que... algunas...!
Pues aquella mañana, la maestra, que tenía la misma estatura del chaval, además de
un cuadrado culo y circenses piernas, le había agarrado por una oreja...
-¡hum...!-
arrastrándole hasta el encerado, donde le dejó pegado a la pared. El espectáculo no
tuvo desperdicio. Más bien, derroche. ¡Vaya como fue la exhibición!
La enorme oreja enrojeciendo por momentos, ¡oh, visión devastadora!, desde la
trasera del improvisado circo. !La había tenido que agarrar con las dos manos,
aquella gigantesca ternilla!
Tal cual, Pablo se lo contó a sus cofrades aspirantes a rezo, unos minutos antes por
el camino de la iglesia.
Cuando iban por el tercer avemaría del segundo misterio, se desató el follón.
Muy parsimonioso, se llevó la mano derecha a su apéndice contrario, friccionándose
con énfasis. Mano derecha, rasca oreja izquierda, por delante de la cara
. ¡Y eso
visto desde atrás... fue más que suficiente!
¡Vaya, como una explosión de júbilo, en medio de los misterios dolorosos que
tocaban ese dia! Las contenidas risas del principio, se catequizaban en carcajada
irrefrenable.
Don Aníbal
enrojeció. Detuvo el rezo, y giró la cabeza hacia Pablito. Éste le miró
con expresión inopinada, en el colmo de la inocencia. Como diciendo... ¿Me
pregunta a mi...?
El repentino silencio, se hubiera podido cortar. El cura respiró hondo, y continuó el
rosario. ¡Ah, y hubo tres avemarías de regalo!
Se ve que con el jolgorio, se le movieron los dedos de las cuentas.
Pablo le miraba de reojo, y pudo observar un rictus que parecía una sonrisa. ¡Vaya -
pensó- he conseguido que se ría don Aníbal!
¡A veces, se pasaban!
*
*
*
Don Aníbal, era un buen cura, y un buen compañero. Joven, poco mayor que
Florencita que era la mayor de todos, y con un gran sentido del compañerismo.
Serio, pero no ejercía de cura dictador, como los viejos de otras parroquias.
Se llevaban muy bien con él.
Y con Pablito, cuando en la sacristía ensayaban para las misas solemnes,
-
también configuraban el coro- se reía hasta la saciedad. Porque en medio de
cualquier cántico, si las cosas no salían bien, se dedicaba a rimar los avisos. Por
ejemplo: ¡Aquí, tenemos que corregir...!
y Pablito: o sinó, os voy a poner a parir
.
Cuando no, y no me toquéis la nariz
. O si decía el cura: "Ahora, hay que subir
poco a poco"
él anunciaba: ¡Es que, ya me tenéis medio loco!
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Claro que lo decía como haciéndole eco, muy bajito, pero lo suficiente para ser oído.
Don Aníbal, muy benévolo,
no se resistía a echar unas cuantas carcajadas. Que a
veces, terminaban en dolores de barriga. Porque... ¡tenía repertorio el rapaz!
Algunas tardes, sobre todo vísperas de festivos, se acercaban un poco antes del
rosario, para colocar las flores o arreglar algún santo.
Esa tarde, era por primavera. Estación del año, en la que todo lo que esta vivo tiende
a subir. Principalmente, las plantas, y el ánimo de los mocitos y mocitas.
Genucha, vecina de pablo en el piso superior, hacía gala de los sentimientos
inspirados por el floreciente estadio anual. Acudiendo solícita, al balcón, cada vez
que el chico llamaba a sus hermanas. Ella se ofrecía sin reparos implícitamente, y él,
le veía hasta la coronilla. (¡Llevaba una falda estrecha, pero....buff!)
Ni habría que decir, que las llamadas de ese dia serían repetitivas. Terminó
avergonzándose, de la facilidad con que ocurría el hecho. ¡Si no hubiese sido mayor
que él...!
De aquella manera, excitaditos y saltarines como cabritillos en el monte, se fueron
para la capilla. Con tal esparcimiento, cualquier cosa podía ocurrir.
Como siempre, sin planteamientos; puro impulso fue, el modo en que Genucha se
metió en el confesionario.
-¡Ahora, soy Don Aníbal! -dijo la muy locuela- ¿Quién quiere confesarse?
Preguntó, ya dentro del mueble, cortina corrida.
-
-Confiésame a mí, que... ¡tengo unos pecados...! -Esa fue Florencita, que se
apuntaba a un safari.
Como por arte de magia, y sin que nadie le esperara, porque no era costumbre que
apareciese tan temprano, llegó el querido párroco. Triunfante y seguro, entraba en su
iglesia con cara de buena gente.
Florencita, que, cuando iba a arrodillarse en el confesionario, lo vio, haciendo un
quite digno del mejor delantero, giró hacia una peana,
que tenía polvo que quitar
. Y
el clérigo, enterado de lo que ocurría, relamiéndose como gato ante ratón, se dirigió
al sagrado armario, arrodillándose en su lugar:
-Buenas tardes... ¿me puede confesar, a mi?
El grito que se oyó dentro del confesionario, sonaba a ultratumba. Genucha salió de
aquel cajón, como si la persiguiese un miura, al que acaban de poner las banderillas.
En la loca huída, enganchada en la tela que hacía de cortina, casi tiró a Don Aníbal
llevándose el confesionario detrás. Fue un visto y no visto, que afortunadamente,
terminó sin mayores desperfectos.
Lo genial, era ver los saltos que daba. ¡De verdad, que se había asustado!
El cura reía sin cortarse, y Pablo creyó adivinar una malévola mueca. Sería una
especie de venganza, por las que le hacían pasar ellos.
-Genucha...¿por qué te has asustado, tanto? -Le preguntó cuando pudieron calmarla.
-¡Hay, Dios mio! ¡Por favor!.... ¡creía que era un fantasma!
-¿Te parezco un ser del otro mundo? -Mantenía su maquiavélica mirada.
-¡No, no, no! ¡Perdóneme! ¡No he querido decir eso! Es que...
-¿Esperabas otra voz, no?
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-¡Sí, sí, eso, eso! -Le había indicado una salida airosa, del lío en que se estaba
metiendo.
Aún jadeaba un poco, mientras Florencita, -la voz esperada- asistía al jolgorio como
si no fuera con ella.
¡Ay, aquel cuartel! ¡Cuántas cosas pasaban a diario, como lo más importante del
mundo! Vivían tan aislados del resto de la vorágine global, incluso del país en sí,
que cualquier dedicación de habitualidad, terminaban haciéndola grande. Y, sin el
más mínimo
empeño, que eso, era lo bonito.
Una tarde, sentados en un muro del atrio, Pablo y Curro meditaban sobre el más allá.
Se sentaban en este muro, que estaba al otro lado de la puerta pequeña de la iglesia,
porque era muy alto. Daba hacia los huertos, y,
les parecería a ellos, que ese riesgo
concreto les hacía importantes. Pero la verdad, es que Pablo sentía vértigo. Cada vez
que se sentaba allí, se ponía trascendente.
-¡Menos mal, que Vilar es pequeño! -Decía, mirando al infinito.
-¿Por qué? -Preguntó, el hijo del veterinario.
-Porque si fuera enorme, su cementerio, sería también enorme.
-Y...¿qué pasaría? -Volvió a preguntar, entrando en sospecha, mirando receloso.
-Pues... ¡que habría muchísimas tumbas! -Ahora, parecía inspirado.
-¡Claro!... Entonces, habría muchísimos fantasmas. -Soltó el inocentón Curro,
creyendo dar en la tecla.
-¡Si, hombre! A ver si tú te crees, que esta gente, -señaló las tumbas- sale a pasear
tan tranquila!
-¿Y la santa compaña? (1)
-¡Tonterías! -Trató de ser escéptico.
-¡Hmmm, no sé!... ¿No crees en ella? A mí, me han dicho que la han visto...
-¡Pues yo, todavía, no me he encontrado
a
ninguno! Además, debe costar
muchísimo, levantar toda esa tierra escarbando panza arriba... ¡No, no creo!
-Pero los fantasmas, no necesitan escarbar...
-¡No seas tonto! Yo quería referirme, a que si fuera el cementerio muy grande, haría
falta un mapa para llegar a misa... Como en el cementerio no hay luz...
habría que
explicarles a los forasteros, como llegar al rosario: "Nada más traspasar la verja,
coges a la derecha, por la tumba de Benito. Sigues un poco, y te encuentras con la
Señora Rosario, -que en gloria esté- y tuerces hacia Facundo, -que Dios lo tenga en
su gloria-... ¡Ten cuidado, que al mismo lado de éste, hay un agujero nuevo!... la
señora Florinda, que murió ayer... -pobrecita-... "
Curro que atendía aplicado, con la mirada, buscaba la situación del supuesto
viajero...
-Aún no ha llegado... -se atrevió a aventurar, clavando la vista
no sé dónde.
Pablo, le miró como estudiándolo...
(1) La Santa Compaña, es una historia de fogones calentitos, que circulaba en la Galicia rural. Fantasmas
en procesión que salía durante las noches de invierno, para asustar a los rapaces y demás prosélitos de
esoterismo.
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-¿De verdad, que no eres tonto? -No estaba seguro de la respuesta- ¡Anda, vámonos
para dentro, que va a empezar el rosario!
Muchas veces dudaba de la capacidad mental de su amigo. Le apreciaba de veras,
pero decía que estaba a medio terminar. No sabía si era por miedo, o por falta de
riego sanguíneo, que cada vez que contaban alguna historieta, acababa con un Curro
aterrorizado.
¡Bah! Por lo menos él, no creía en fantasmas.
Esa noche al salir de a iglesia, se quedó algo rezagado. Efectivamente, existía la
tumba recién abierta para la hermana del que trabajaba los huertos. Aquel rosario, se
había rezado en su nombre.
Era la situación que le venía pintiparada. Desviándose un tanto, se dejó caer dentro
del foso, de pie,
y
gritando al mismo tiempo: "¡Aaaahhhhh.... socorrooooo!
¡Socorro, sacadme de aquíiiiiii!" Y para hacer más escarnio, entre los jóvenes que
empezaban a correr: "¡Por favor, Florinda, suéltameeeeee! ¡Dejadme, que soy
inocenteeeee! ¡Por dioooos!"
La desbandada no tardó en ser apoteósica. Todos salieron
pies para que os quiero
,
sin detenerse. ¡Cualquiera se paraba!
Cuando se vio solo como la una, oyendo a Don Aníbal que se disponía a cerrar la
puerta, el mismo miedo que había traspasado a los otros, se apoderó de él. Un
escalofrío recorrió su espina dorsal, impeliéndole una fuerza arrebatadora. Saltó sin
poner las manos, y salió echando chispas.
En la desenfrenada carrera, vislumbraba a la pandilla, y entre bote y zancada oía sus
voces: "¡Ayúdame, Genucha, que me he caido! -Decía Florencita- ¡Que te ayude tu
hermanaaaaa! -Se desgañitaba la otra- ¿Mi hermana.... ? ¡Va la primera!
Era tanto el estado de exaltación, que también corría, como si le persiguieran dos mil
muertos. Corría y corría, pero se sentía elevado. Le encantaba sentir la sensación,
que antes había provocado en otros.
¡Era demasiado!
Incomparable a otra cosa... (excepto lo de Marina)
*
*
*
Los dias laborables transcurrían bastante aburridos, salvando aquellos momentos de
inspiración.
Por la mañana, a la escuela. Bien lavaditos y repeinados, con sus maletitas y
plumieres, como acicaladas y ordenadas hormiguitas. Igual que ellas, acudiendo al
hormiguero tras una misión de reconocimiento. De dos
