Explora más de 1,5 millones de audiolibros y libros electrónicos gratis durante días

Al terminar tu prueba, sigue disfrutando por $11.99 al mes. Cancela cuando quieras.

La Guerra Del "golfo"
La Guerra Del "golfo"
La Guerra Del "golfo"
Libro electrónico1628 páginas19 horas

La Guerra Del "golfo"

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer vista previa

Información de este libro electrónico

En los pasajes de esta magnífica novela, existen etapas de verdadero interés y excepcionales escenarios. El protagonista se enfrenta al sambenito de golfo, por todas las corrientes más convencionales de la época. Así que, sin atender a los epítetos que clasificaban a quien le gustase la juerga, o se sintiese libre e indiferente para hacer lo que le viniese en gana, le tocó codearse con la farándula más top del momento. Cuyos nombres propios -algunos- aparecen en la dedicatoria. Artistas de todas las categorías y disciplinas, se ven mezclados en un ambiente que él, dominaba a la perfección: la fiesta, la noche, y otras substancias...¿o quise decir circunstancias?
IdiomaEspañol
EditorialClube de Autores
Fecha de lanzamiento11 abr 2025
La Guerra Del "golfo"

Relacionado con La Guerra Del "golfo"

Libros electrónicos relacionados

Ficción de acción y aventura para usted

Ver más

Categorías relacionadas

Comentarios para La Guerra Del "golfo"

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    La Guerra Del "golfo" - Castrodorrey

    .

    La guerra del golfo  

    Castrodorrey  

    Autor: © Castrodorrey  

    Depósito Legal: M-7249-2010  

    ISBN Papel: 978-84-92925-67-4  

    ISBN PDF:

     

    978-84-92925-68-1  

    Editor:.Gerust Creasiones S.L.  

    Castrodorrey  

    22 de marzo de cualquier año.  

    Dedicado especialmente a mi padre.  

    Y también, a la memoria de Carmen Ordóñez Dominguín, porque no mereció el  

    escarnio. Porque nadie fue capaz de defenderla; y muchos de quienes la atacaron  

    deberían guardar silencio, mientras buscan en sus desvanes.  

    Al entrañable Pepito Gómez -ex de los Marismeños- por su capacidad para dar la  

    cara, y salir de ese maldito pozo sin fondo.  

    A mi amigo Antonio Carrasco, el cordobés (aunque otros le llamen el junco) y a  

    Lola Flores, por vivir un continuo amor, pasándose los convencionalismos por el  

    arco del triunfo. El de ella, claro.  

    Dedicado, en fin, a quienes sean capaces de mirar a la vida de frente; sin tapujos y  

    sin hipocresía… porque la vida es, solo presente.  

    7

    INTRODUCCIÓN  

    La elección del título, está basada en pura alegoría. El protagonista despertaba al  

    mundo desde una tormenta anímica, muy

     

    particular, de proporciones alarmantes  

    para su adolescencia. Descubrir el primer gran despropósito, a la tierna edad de doce  

    años, le llevó a iniciarse en una rebelión constante, ante todo lo que supusiera  

    mandato.  

    Esto le acarrearía una controversia tras otra; un sinsentido antes que el siguiente; un  

    revolcón después de levantarse. A veces provocados por él, y las demás, por factores  

    externos.  

    La obra relata, la historia real de un personaje, que nacido a principios de los  

    cincuenta, se vería injerido por una corriente de evolución, que él mismo, dividiría  

    en tres bandos: Dos de ellos, los que acababan de enfrentarse en una desgraciada  

    guerra civil; y el bando restante, que recogería todos los desperfectos.  

    Los que se habían constituido en conductores de aquella temblorosa estructura  

    social, acababan de descubrir al embudo. Y se revolcaban dichosos en su conocida  

    ley: La ley, del embudo.  

    El totalitarismo, predicado, demostrado y salpicado hasta la saciedad, por el  

    gobierno de la nación, adquiría prosélitos en grandes cantidades, a pesar, de los que  

    se oponían al régimen. Todo el mundo otorgaba un iluminado raciocinio al máximo  

    exponente del dictado.  

    Y, como él; el sumo pontífice del dedo; el que decidía quien moriría o no, era  

    católico... la religión, para muchos, era un Estado.  

    Y el Estado, religión, para los más del resto.  

    Donde se aprovechaba la

    santa madre iglesia

    , para reconducir a sus fieles bajo la  

    espada del ángel justiciero, que compartía idéntico decálogo. Igual en la calle, que  

    en los atrios, se amenazaba con

    el temor de dios

    .  

    Su paso por el seminario menor de Orense, le dejó constancia de estas filosofías,  

    además de una gran cultura de la lengua latina: Las bofetadas dolían lo mismo, en  

    Español que en Latín.  

    Aunque en el momento actual, no se reconozcan éstos términos, dado la gran  

    facilidad para la corta memoria histórica,

     

    Pablo Rosales Cudeiro, personaje que dio  

    lugar a esta narración, sabía muy bien que a la muerte de aquél caudillo, sus  

    seguidores (gran parte de los españoles adultos de entonces) dieron media vuelta, y  

    miraron hacia otro lado.  

    proclamaron demócratas.  

    A

    partir de

     

    aquel momento, todos ellos, se auto  

    Curiosamente, ya no parecía existir aquella muchedumbre que le vitoreaba en la  

    Plaza de Oriente.  

    Pues… ¡que lo sepan todos! en los estamentos oficiales; en todos los centros de  

    enseñanza -al menos los que él conoció, que no fueron pocos- y en los mismísimos  

    8

    senos familiares, se impartía un régimen dictatorial, puro. Y en ocasiones, muy duro.  

    Y ¡segurísimo! que no había cámaras vigilando. ¡Que nadie crea en patrañas! Eran  

    así, sin más; y, sin que estuvieran los gobernantes, detrás de ellos con una escopeta.  

    Y todos los mayores, sin excepción, se entendían unos con otros, y no se podía dar  

    un paso sin que lo supieran en casa.  

    En todas las escuelas que estuvo Pablo, nunca vio un escrito, ni se acercó por allí  

    algún dictador, para decirles a los maestros que pegasen a los niños con varas. Ni  

    que les tirasen de los pelos. Ni que determinados profesores, se congratularan de  

    tener las mejores ramas de abedul, para prepararlas como punteros, y usarlas como  

    castigo. Por lo tanto, lo hacían de motu-propio.  

    Por encima del dictador, debía estar la libertad de elección. Sí, que se carecía de  

    libertad para muchas cosas; pero,

     

    para decidir la forma de ser de cada uno, existía la  

    misma que siempre. ¿Acaso alguien manda en el interior de las personas?  

    Pablo Rosales Cudeiro, pensaba que el resto de la gente -sobre todo los mayores- se  

    empecinaban en una constante: Creían que, desde la intransigencia, resultaría fácil el  

    control del intelecto. Y que así, podrían dominar mejor a los jóvenes que empujaban  

    contra los formulismos.  

    Inexcusable error, pues para ese, no hay rejas posibles. El intelecto, jamás se podrá  

    encerrar en ningún sitio.  

    Constituido en rebelde por naturaleza; y, obligación explicita para no obedecer,  

    desarrollaba una manera muy peculiar para enfrentarse a los despropósitos. Con  

    especial devoción por todo lo que resultase gracioso o esperpéntico, hasta que el  

    avance en el tiempo le fue cambiando.  

    Intrépido, resuelto, apasionado; y, extrovertido, por propia intención, luchaba para  

    mostrarse, subiendo por encima de tinieblas y convencionalismos. Esta actitud, le  

    colocaba en el disparadero en determinadas etapas de su vida, para ser atacado por  

    sus detractores, sin ninguna piedad.  

    Obedecer sin rechistar, y encasillarse en la monotonía, nunca sería lo suyo.  

    Por diversos factores de su conducta, sino, o destino; (llámese como se llame) se  

    codeó con artistas de todos los campos, y personajes en general del escaparate  

    farandulero. Compartiendo vivencias y amistad con más de uno.  

    En su entorno, en ciertas épocas, fue más famoso que los propios famosos. ¡Un  

    personaje!. Que

     

    él mismo se creó, a base de respeto de ida y vuelta.  

    Y por todo ese cúmulo de circunstancias, también, se convirtió en ácrata y  

    agnóstico. Independiente, y sin complejos. Aguerrido luchador, cuando vinieron  

    maldadas, y defensor a ultranza de libertades imposibles.  

    Y era suficiente para ser catalogado de GOLFO. Según determinados criterios,  

    épocas, o entornos.  

    ¡He aquí, su propia guerra!  

    9

    Capítulo I: La tormenta del pino  

    La luz de un atardecer cualquiera, tenue y

     

    triste, como todos los atardeceres, se  

    filtraba entre los castaños y pinos que en feliz maridaje, crecen por aquellos pagos.  

    Allí estaba; en esa novia céltica y frondosa, vestida con toca de verde intenso;  

    promiscua, apetecible, jugosa; húmeda y dispuesta siempre, a recibir en su cálido y  

    hospitalario seno...: Galicia.  

    La casona limitaba por su parte trasera, con toda suerte de gallineros variopintos y  

    asimétricos; pocilgas bien retejadas, conejeras y leñeras. Todo ello, perteneciente a  

    la intendencia, disfrute y sustento, de las familias que la habitaban.  

    Un poco más allá a modo de cinturón, unos cuantos carvallos, los castaños y los  

    pinos. Como dejada caer entre ellos, una alberca rectangular muy bien repellada de  

    cemento, cuya función, se remitía a los regadíos de las huertas. Y en la época  

    estival, ser asaltada por propios y extraños.  

    Todo el conjunto, rodeado por un peculiar antepecho de piedra, que terminaba a  

    ambos lados de la casa. Cuidando un portillo, algo más trabajado, que permitía el  

    acceso a todo aquel campo.  

    El caserón, carecía de puerta trasera.  

    A tres metros de la fachada principal discurría la carretera,

     

    como una serpiente de  

    tierra y piedra apisonada, que llevaba y traía los sueños de Pablito. La aventura, que  

    podría haber de cabeza a cola.  

    Cruzando la misma, más verde; más prados... y otras cosas.  

    Pero aquella tarde... ¡no! ¡No era como otra!  

    Entre la hojarasca, debajo de los carvallos, hocicaban unos cerdos con toda clase de  

    ruidos característicos. Unos metros más allá al cobijo de un hermoso pino, en la  

    mullida pinocha, los jovencísimos dueños de los gorrinos: Pablo y Marina, en  

    indolente postura, después de haber expurgado las punzantes hojillas. (No era cosa  

    de clavárselas en ciertas e incómodas partes)  

    Marina, una rapaza dulce, sonrosada y sonriente, se sentía feliz y olvidada por  

    completo de los cerdos. Producto de los besos y caricias prodigadas por Pablo, con  

    la única pretensión, de iniciarse juntos en el camino de la vida.  

    Las inexpertas, pero delicadas manos de él, recorrían ávidas e investigadoras, el  

    cuerpo de la bizqueante Marina.  

    Ella, inmersa en el mismo placer y deseo, inocente y apetitosa, también le tocaba.  

    Aquello, era como el cielo que habían oído predicar.  

    Todo fluía de manera natural. Para los dos rapaciños, llegaban unas desconocidas  

    sensaciones, superiores a cualquier otra cosa. El mundo... ¡podría hundirse si  

    quisiera!  

    10  

    Por primera vez, ambos tenían en sus manos, el desconocido sexo contrario. Por  

    primera vez, también, descubrían su complemento.  

    Torpemente, pero seguros de lo que querían hacer, se disponían a finiquitar la  

    operación. Estaban a punto de alcanzar lo máximo, en sus nuevas e inocentes vidas.  

    Sin embargo... ¡Pablitooooo...!  

    La voz de su madre, desde el balcón trasero de la casa, le llamaba para ir por agua.  

    El cielo... ¡y el desastre! La tierra temblaba, igual que si todos los rayos de una  

    tormenta, cayeran juntos. ¡Sin compasión!  

    Si una sola voz, podía producir un cataclismo, aquella llamada lo era. Y también,  

    pasar del todo, a la nada más miserable.  

    La total oscuridad se hizo de repente. Las hormigas, se le atojaban monstruos de  

    inmensas antenas, amenazadoras. Los pinos, fantasmas agigantados. Todo era negro  

    o nublado. ¡Maldición de maldiciones!... ¿Por qué?  

    *

    *

    *

    Aquella casa donde habitaban cinco familias, pertenecía a los terrenos de una granja,  

    dedicada al ganado vacuno. Fuentefiz, así se llamaba, distaba unos ochocientos  

    metros por el camino de la alberca.  

    Hacia allí, se conducían las escapadas de los chicos varones, para interesarse por la  

    inseminación artificial. Lo que más despertaba su imaginación, era ver como el  

    veterinario, introducía su brazo por la enorme vagina vacuna.  

    Al carecer de otras visiones de tipo sexual, esto, les despertaba la curiosidad. Muy  

    lejos aún, de descubrir el porno, era lo que tenían más a mano. Desde luego,  

    manteniéndoles en la duda, de cómo extraerían el semen a los toros.  

    Eso, era tabú. Nunca consiguieron verlo. Por lo que decía Curro -el hijo del  

    veterinario- ni él mismo, lo había podido ver.  

    Luego, fantaseaban, tratando de imaginar como lo tendría esta o la otra. Haciendo  

    comparaciones jocosas, entre las vulvas de las vacas, y de las chicas que les  

    rodeaban. ¿Sería igual, o más pequeño?

     

    ¡No... tan grande, no podía ser!  

    Divagaban de muslos  

    a

    pechos, tratando de establecer las diferencias... Las  

    alfombrillas que se adivinaban, en las cerradísimas entrepiernas de los bañadores, en  

    verano, allá en la alberca... Recordaban los brotantes bellos, asomando tímidos en  

    algunos casos, y salvajemente en otros. ¡Dios todopoderoso! ¿Cómo sería aquello?  

    Así se iniciaban en el sexo, con comentarios de todo tipo, dentro de su total  

    desconocimiento. No había otro medio para documentarse. Naturalmente... ¡sólo  

    entre los chicos! (No se podía hablar con ellas, de lo que pensaban hacerles)  

    La brillantez de la mente y el rostro de Pablo, cuando tuvo a Marina entregada y  

    dispuesta, sin propuestas de ningún tipo; habiendo surgido como lo más normal,  

    debió ser relumbrante. ¡Eso, no se podía pasar por alto!  

    11  

    Las cosas habían empezado como un juego, y ella, también jugaba. ¡Mira que bien!  

    Se veía, como el único en conseguir, lo que tanto habían hablado entre los  

    muchachos. Nadie sabía explicar como era, porque ninguno, lo había practicado.  

    ¡Ajajá! Pero ahora, Pablo pasaría por delante de Milito y Pepiño; de Gregorio,

     

    y por  

    supuesto, Curro. Aunque seguro, que no pensaba en contarlo.  

    Taimado se relamía, pensando en dar explicaciones de todo tipo, este verano en  

    vacaciones, y nadie sabría con quien lo había hecho. ¡Eso haría!  

    ¡Pero!... ¡Debían existir las meigas! Sobre todo, las malas. Acababa de sufrir en sus  

    propias carnes, el primer gran revés de su vida, por culpa de una de las personas, que  

    más quería en este mundo: su madre.  

    Habría que estar en su lugar, para saber como se sentía. Todo lo que hasta entonces  

    se conducía por cauces naturales, había dejado de hacerlo.  

    ¡Ojalá se muriesen

     

    los puercos! ¡Ojalá, se secase la fuente!  

    Era la inocencia en estado puro, y la frustración superlativa. Imposible de entender.  

    Un creciente odio nacía, por todo lo que antes era bonito. Una sensación de rebeldía,  

    y el contrasentido número uno.  

    No había podido culminar su primer descubrimiento, por la inoportuna llamada.  

    *

    *

    *

    Entonces contaba apenas doce años. Era un muchachote de considerable altura,  

    tímido y soñador, cariñoso y de recios hombros, que marcaban unas anchas  

    espaldas. Decían de él, que sería alto… ya, casi estaba tan alto como su padre  

    Crecía sano en cuerpo y espíritu, bastante intrépido a pesar de su timidez. Su  

    carácter, alegre y sin traumas, le hacían debatirse entre la vergüenza inculcada por  

    sus mayores, y sus avanzadas ideas; que por otra parte, le parecían de lo más normal.  

    Comenzaba ya, a vislumbrar, la creciente diferencia de lo que él, consideraba  

    natural, con los predicamentos que llegaban del exterior. Algo, no era como debía.  

    La sin par naturaleza del entrañable campo gallego, le otorgaba un bienestar, que  

    segaba sin miramientos al caer la tarde. ¡Bueno... eran sus padres, quienes le  

    llamaban! El monte, le parecía a él, que no opinaba al respecto.  

    Pero de todas formas el atardecer, siempre le resultaba triste. Delimitaba la hora, en  

    que habría de cortar con todas sus actividades, para incorporarse al techo familiar.  

    Era obligatorio recogerse, al difuminarse la luz del sol. Y luego en la casa, a parte de  

    idear todo tipo de trastadas, había muy poco que hacer. Cenar; escuchar un poco la  

    radio, los dias que no iban a la Chabola, y a dormir.  

    Y Pablito empezaba a sentirse incómodo, porque su cuerpo y su mente, le pedían  

    más. Pero en aquél medio rural, con su corta edad, sólo podía rebelarse. La  

    dependencia obligada de los padres, no daba para otra cosa. Aunque... ¡podían haber  

    intervenido menos!  

    12  

    Todos los pormenores, obedecían a la razón de la naturaleza. Como la vida en sí,  

    crecían en libertad de sentimientos, casi siempre cortados por los prejuicios influidos  

    por los mayores. Pero ante esto, habría que luchar.  

    Más adelante descubriría, que no era precoz por haberse notado el sexo, sinó todo lo  

    contrario: normal como las mismas plantas, o todo lo que vivía alrededor. ¡Que  

    caramba!  

    *

    *

    *

    Pablito, Pablo Rosales Cudeiro para efectos oficiales, había nacido en un cuartel de  

    la Guardia Civil. Ahora vivía en otro.  

    Porque la casona, era el cuartel de Vilar de la Barra, y su padre, el cabo comandante  

    de puesto. Así que, con su familia, vivían las de los cuatro guardias. Eso sí, las  

    jerarquías solo se llevaban en el nivel profesional. Todas las mujeres y niños,  

    mantenían una relación de absoluta camaradería.  

    Y, también los padres, claro. Porque según Pablo sabía, oía y observaba, las  

    diferencias de rango no eran ostensibles. Incluso a veces le molestaba -muy para sí,  

    desde luego- que los guardias no mantuviesen las distancias. ¡Oye! Mira como le  

    saludaban... ni siquiera se ponían firmes, como él veía con otros jefes cuando  

    llegaban al cuartel... ¿sería posible?  

    Pero eso, solo era muy al principio. Después se fue dando cuenta,

     

    de que su mismo  

    padre no lo hubiera permitido. Era el cabo, sí. Pero solamente para responsabilidad  

    de cara a los superiores. Por lo demás, era uno más del cuartel. Y no es que no  

    hubiese respeto, que si que lo había; simplemente, que era una comunidad familiar,  

    y el jefe, no era un estirado.  

    Así era, como él lo entendía. Como cualquier otro crío de su edad, tendría que  

    educarse, e ir comprendiendo las distintas situaciones. E igualmente natural, que sus  

    padres fueran los espejos de todos.  

    Sobre todo para Pablito, que al suyo, lo adoraba.  

    Con doce años, situados en la época de Vilar, ya había recorrido el país de punta a  

    punta.  

    Del cuartel que le viera nacer, en un pueblecito de la campiña lucense llamado  

    Castro del Rey, a éste, había pasado por tres pueblos, en los puntos más distantes de  

    la península Ibérica.  

    Con apenas dos años, de su Castro del Rey natal a un pueblo de Tarragona, conocido  

    por Las Casas de Alcanar. Ahí estaba su Galicia-Cataluña, con tan tierna edad, que  

    no recordaría ninguno de los dos.  

    ¡Bueno!... Del pueblo marinero, sí que recordaría el mar. Y los primeros contactos  

    de su vida con el salitre, que le quedaría grabados para siempre. De cuando sus  

    hermanas le llevaban a la playa, todos muy pequeños aún, y, jugando al corro de la  

    patata muy en la orillita, se llenaba de caracolas de espuma y sal, en el "sentadito me  

    quedé".  

    ¡Eso, no lo olvidaría! Las risas y el miedo a tragar agua, unido a cuánto le gustaba  

    jugar con sus hermanas, sería una sensación duradera hasta el fin de los dias.  

    13  

    Y en su mente había una imagen, de su padre, con el pelo totalmente blanco y las  

    cejas y el bigote negros, martillo en mano, embalando muebles y preparando  

    paquetes. Pero eso, no sabía muy bien si era de Castro del Rey, o del otro pueblo.  

    Por lo tanto, y resumiendo, en esos dos pilares de memoria, afianzaría su primer  

    cruce de mapa.  

    Y con cuatro años, cruzaba de nuevo España. Ahora, habría de rezar el letrero,  

    Cataluña-Andalucía. Esta vez, un bonito pueblo de la provincia de Huelva, en un  

    cabezo coronado por el castillo de Aroche, para dar fe de su nombre.  

    Tardaría cinco años, en colocarse el rótulo de Andalucía-Galicia, para conocer  

    Manzaneda. Y de allí, con casi doce cumplidos, al cuartel del Pazo de Fuentefiz, en  

    el momento actual. Los dos últimos traslados, sin salir de la provincia de Orense.  

    Ya quedaba claro que no cabía comparación, de su edad, con sus kilómetros. Como  

    es sencillo entender, no había tenido mucho tiempo para afianzarse a nada. Con  

    semejante trayectoria, tenía que ser distinto. Como él mismo decía: "Distinto... ¡por  

    pelotas!"  

    Y como ya conocía las suyas, y las de jugar al fútbol, se repetía una y otra vez la  

    misma frase: ¡Tiene pelotas, llevar los kilómetros que llevo, con lo joven que soy!  

    Aparte, cuando sufría disensiones con los suyos, recriminado, por no parecerse a los  

    demás, decía sin dudarlo: Es que, tengo que ser distinto, ¡por pelotas!  

    Claro que lo decía, cuando tenía la certeza de no ser oído. Porque entonces, era  

    inconcebible que los niños taquearan en público. Aunque Pablo, atesoraba un buen  

    número de ellos, según se le iban viniendo a la cabeza. Sin que se le ocurriese, desde  

    luego, decirlos delante de sus mayores. Pero... cuando no estaban por allí, los soltaba  

    profusamente. Decía, que para desquitarse. (Tenía carácter, el chico)  

    El más pequeño de tres hermanos, y único varón. Florencita que le llevaba diez, y  

    Pepi que se distanciaba siete. A pesar de su corta edad, ya apuntaba formas y  

    estatura de muchacho, pero irremediablemente, era el niño. El niño esto... el niño  

    lo otro... Siempre la misma cantinela. Y ¡claro!... ¿quién podía entender a un niño,  

    con dos mil cuatrocientos kilómetros en sus tiernas espaldas? (1)  

    ¡Nadie! Y esa sería la tónica, durante mucha parte de su vida. Se volvería intrépido,  

    a pesar de su timidez; traste, según los mayores, por su afán de investigar; y rebelde.  

    Muuy rebelde.  

    Y con lo de el niño, tendría sus pequeñas pataletas familiares. Tanto así, que un  

    dia cualquiera cabreado sin paliativos, agarró un recordatorio de su primera  

    comunión, y tachando la fatídica palabra del anuncio "primera comunión del  

    niño..., plantificó encima y subrayado: El hombrecito".  

    Con orgullo, la mostraba a todos: "Mira... ¿ves el recordatorio de mi primera  

    comunión?... ¡Fíjate lo que pone: -y él mismo leía- La primera comunión del  

    hombrecito, Pablo Rosales Cudeiro".  

    ¡Verdaderamente... increíble!  

    (1) El

     

    autor no considera la exactitud. Supone, una distancia de 800 Km, cada salto, de punta a punta del  

    mapa.  

    14  

    Ya, después de un tiempo, algo hastiado de la dichosa historieta, la guardaría dentro  

    de un libro, para siempre.  

    ¡Ufff!... seguiría siendo el niño, mientras ellos quisieran...  

    Así crecía Pablito, feliz, en aquel entorno, tanto fuera como dentro de su casa.  

    Los vecinos de caserón eran bien avenidos, y entre ninguna familia existían  

    rencillas. La relación vecinal -casi familiar- era perfecta, incluidas las disyuntivas.  

    Primaba la razón y sensibilidad, descaradamente.  

    Todo lo que se desprendía de sus padres y hermanas, venía del buen corazón; cariño  

    inmenso, y pureza de sentimientos. Por encima de las normales reprimendas, o  

    disensión de pareceres. Ningún tipo de pesar, levantaban éstas cosas en el espíritu  

    del rapaz.  

    Podrían reñirle, o reprimirle con unas normativas, que él desechaba de plano, que su  

    situación de afecto no se mermaba. Porque entendía, que las cosas no iban a cambiar  

    hasta que se emancipase.  

    Mientras tanto,

    les perdonaría

    .  

    Y que nadie imaginase, que en 1964, los chicos eran tontos. Ni tampoco, los que  

    vivían en términos rurales. Era muy lógico que pensase así, pues no tenía  

    conocimientos para discernir entre lo conveniente, y el exceso de celo. Aunque algo  

    le comenzaba a alumbrar, que por ahí iban los tiros. Lo inconveniente para él, podría  

    llegar de la excesiva protección de sus padres. Y lo que ellos se empeñaban en decir  

    que era conveniente, le aburría sobremanera. Incluyendo algunos asuntos, que le  

    parecían estúpidos y sin nada de cordura.  

    ¡Bah! Aún quedaba mucho tiempo para el análisis. Lo que tocaba hacer ahora, era,  

    rebelarse contra todo y contra todos. Hacer frente a lo preconcebido o impuesto, que  

    era lo que más le cabreaba.  

    Eso le ofendía en grado superlativo. ¿Hacer las cosas

    porque lo digo yo

    ?.... ¡Y una  

    mierda!  

    Quizá a partir de ahí, empezaría a rechazar el control de los padres sobre los hijos,  

    con carácter inminente. Podía ser, el nacimiento de un golfo.  

    *

    *

    *

    Si germinaba un golfo, surgiría su propia guerra. Porque tendría que combatir un  

    sobrenombre totalmente peyorativo.  

    Y no es que saliera de coherencia. Pero el simple hecho de contradecir a los  

    mayores; ser rebelde con causa o sin ella; y contestar, cuando decidían que la  

    última palabra estaba dicha, era suficiente para provocar el apelativo.  

    Evidentemente en las fechas que discurrían, ser catalogado de golfo, no era nada  

    edificante. El poseedor de tal título, tenía el sambenito colgado para ciento y un dia.  

    Decir de alguien que era un golfo, significaba acusarle de desdichado; bebedor,  

    15  

    despilfarrador, sinvergüenza  

    mujeriego era malo)  

    y

    mujeriego. (Que Pablo pensaba, porqué, ser  

    Pero en el caso de los chicos más jóvenes, no se referían nada más que a  

    contestón; gamberro, desvergonzado, maleducado, rebelde, y sinvergüenza.  

    ¡Pues vaya ventaja! Si todavía se lo dijeran, por gustarle las chicas...  

    A él le sentaría mejor, más a su medida, que le llamaran pícaro; aventurero;  

    vagamundo -que no vagabundo- y chulete. Porque algo tirado pa'lante, si que lo era.  

    Había que tener mucho cuidado, con la ligereza calificativa de aquellos años. Los  

    prejuicios ¡arraigadísimos! en el régimen autoritario por excelencia, podían convertir  

    a cualquiera en un desgraciado de la noche a la mañana. Había que luchar por acabar  

    con el blanco o negro, con todas las fuerzas disponibles.  

    En su caso sólo podría hacerlo, con la única herramienta utilizable que se llamaba  

    mente. Lo que surgiera de sus ideas, que consideraba normalísimas, sería lo que  

    intentase llevar a cabo.  

    ¡Teniendo cuidado, obviamente! No deseaba un enfrentamiento demasiado directo,  

    porque había visto alrededor, las consecuencias que traía oponerse abiertamente al  

    dictado. Contestatario sí; y héroe también… pero vivo.  

    Y, no es que hubiese visto matar a nadie; pero sabía como se las gastaban los que  

    dirigían el cotarro: Castigos a tutiplé, cuando no arreaban un sopapo, que te dejaba  

    la oreja caliente para todo el dia. ¡Y a veces, parte de la noche!  

    En su personal situación la manera de ver las cosas, le ayudaba bastante. Sin dejar  

    de sentirse mal cuando en determinadas ocasiones le acusaban de golfo, encarrilaba  

    el insulto por la parte menos trascendente. Le molestaba, porque conocía el sentido  

    que querían darle; pero se sacudía, pensando en lo divertido que era, ser así.  

    Su afán por la diversión, le hacía distinto. Por allí, el sentido del humor no se  

    prodigaba igual que en el sur. Existía y mucho, pero más solapado. Y... esta mezcla  

    bien utilizada, podría ser explosiva.  

    En esa química, trataba de desenvolverse Pablito.  

    *

    *

    *

    En Vilar de la Barra, -provincia de Orense- la mayor parte de las construcciones  

    estaban diseminadas por la campiña y el monte. A excepción de tres núcleos  

    importantes, todas las edificaciones obedecían a la indiscriminada ubicación de la  

    fincas privadas.  

    Unas más grandes otras menos, todas, contaban con lo imprescindible. En aquél  

    medio rural, nadie pasaba hambre.  

    Hasta los más pobres, o, mejor dicho los menos pudientes, mataban un par de  

    gorrinos cada año. Y, también sin excepción, gozaban de huertos completísimos.  

    Los mas sobrados, solían ayudar a los otros, de forma que pudiesen cubrir sus  

    necesidades prioritarias. No era infrecuente ver como el señor tal, llamaba para que  

    recogieran manzanas los chicos del señor cual, porque él no las gastaría todas. De  

    16  

    esa manera, aún pareciendo cicateros, no dejaban que se pudriesen los frutos en sus  

    huertos. ¿No era mejor que los consumieran otros?  

    Y parecían miserables, por su forma de decir las cosas, no porque lo fueran. Porque  

    de miserables, ¡nada!  

    Una vez le había causado curiosidad, el ofrecimiento que le hizo el señor Argimiro:  

    "Pabliño, ¿Por qué no venís por manzanas?... ¡ si se las comerán los cerdos!  

    Claro, que no quería decir eso. Se refería el buen hombre, a que tenía demasiadas. Y  

    si no las recogían, se las terminarían zampando los puercos.  

    Podría haber tierras hospitalarias... pero más que aquella, difícilmente.  

    El mejor entorno, para la manera más natural de vivir. Aquellos gallegos, gustaban  

    de fanfarronear entre sus cosechas y sus vacas, pero ninguno, hacía ostentación de  

    boato ni adornos supérfluos.. Excepto algún que otro recién llegado de "las  

    américas, o los emigrados a las alemanias", cuando venían de vacaciones.  

    En cada casa, cada uno trabajaba de antes del sol, a después del sol.  

    Para quien hubiese corrido mundo, podía parecer una forma miserable de  

    conducirse. No obstante, visto desde otra postura era, el mejor aprovechamiento de  

    lo que está colocado en la tierra, para ser disfrutado de la manera más sencilla.  

    Simplemente.  

    Pablito, se iba enterando de todo esto, sin planteamientos de ninguna especie. Sin  

    disertaciones, ni lecciones al respecto. Al mismo compás que respiraba, o se  

    levantaba cada mañana. Pues no en vano, había conocido otras formas de vida.  

    Quizá, por haber recorrido el país... ¡tal vez, eso fuese productivo para educarse en  

    la pluralidad! A lo mejor, había servido, para no tener excesivos prejuicios; o,  

    precisamente, para fomentar la extroversión. Pero lo que sí es seguro, que le obligó  

    intuitivamente, a observar las diferencias.  

    Se iba convirtiendo poco a poco, en un fanático de la observación. Y eso sí que  

    podría ser, fomentado por su memoria de película. ¡Jamás, se le olvidaba una cara,  

    ni un pasaje vivencial! Y siempre recordaría todo, como si fuera ayer mismo.  

    Sin querer había descubierto, la forma de estudiar más fácil, a la sociología  

    aplicada... ¡Una manera de aprender! ... Primero se fija uno en las cosas (se estudian)  

    y

    luego, se atan cabos con otras observadas con anterioridad, cercanas, o,  

    simplemente comparadas. La lección, está en el resultado.  

    Y donde mejor resultados se extraían, era en el comportamiento generalizado de las  

    personas. Le encantaba jugar a psicólogo, descubriendo el carácter de cada nuevo  

    compañero de escuela, o de cada profesor que le tocaba en suerte, allá donde fueran  

    trasladados.  

    En el cuartel, siempre andaba entre faldas. Los demás varones, escalonadamente  

    mayores, estaban todos estudiando en la capital, excepto Curro, que compartía año  

    de nacimiento, y vivía en la Granja.  

    Esta circunstancia le permitía ejercer de gallo, en un corral de pollitas (y no tan  

    pollitas) de aquel recinto. Al menos, la mayor parte de ese año. Porque al siguiente,  

    17  

    marcharía a la capital durante la época de estudios, como todos los demás. (Él,  

    todavía lo ignoraba)  

    Habida cuenta que alguna de las gallinitas era hermana de él, dedicaba toda su  

    atención a las otras. Y a éstas -las hermanas- las defendía a capa y espada -y si fuese  

    necesario a escupitajos- contra cualquier mozo que se las diera de chulo.  

    Tenía muy clara su sexualidad. Cada minuto que podía estar debajo del balcón,  

    -

    disimuladamente, claro- o jugando y rozándose con las chicas de la forma más  

    natural, era el más feliz del mundo. Allí, no había lugar para machismos ni  

    feminismos, o aún no había llegado tanta cultura. Los chicos perseguían a las chicas,  

    y ellas se dejaban perseguir. Punto.  

    Chicos-chicas, hombres-mujeres, y poco más. De rapaces se pasaba a mozos, y de  

    mozos a homes; ellas, de rapazas a mozas (pollitas) y de mozas a mulleres. Y  

    muller, e home, solo se utilizaba para los casados, y los que habían cumplido cierta  

    edad.  

    Así, funcionaba aquello. Fecha, lugar y hora. ¡Era lo que había!  

    *

    *

    *

    A un kilómetro más o menos, por la carretera en dirección Orense, estaba la  

    Chabola. Uno de los tres núcleos que Pablo consideraba importantes. Allí estaba, el  

    bar-tienda del que recibía su nombre; una barbería-carpintería, y otra tienda que  

    vendía prendas menudas.  

    En la Chabola, aparte concederles el privilegio de la televisión, se podía comprar un  

    kilo de azúcar o tomar un vermut. En la barbería, en el piso de abajo, se podría  

    encargar un mueble al mismo barbero. (Ya funcionaba el pluriempleo) Y en la  

    tienda de la señora Rosario, lo mismo se podía comprar unas medias, que una lata de  

    melocotones en almíbar.  

    Pablo sentía por Pepe, el barbero, una relación de aprecio-hostilidad, digna de tener  

    en cuenta. En el odio entraban los artefactos propios de la barbería, como tijeras y...  

    ¡qué horror!

    la maquinilla

    .  

    ¡Las cosas de Pablito!  

    El barberoebanista, mostraba por él una especial camaradería. Le debía causar  

    gracia, que, mientras estaban en la ebanistería eran cómplices, y luego, en lo tocante  

    al corte de pelo, huía como alma que lleva el diablo. Menos mal, que se cortaba el  

    pelo una vez al mes.  

    Así que, en la complicidad para idear bromitas a las chicas, o esconder un paquete  

    de tabaco; y, también, responder todo tipo de preguntas, Pepe era un fenómeno. Pero  

    de cuando en cuando, casi arrastrado por su padre o su hermana mayor, el Pepe que  

    le recibía tijera en mano, era el ser más horrible de la creación.  

    Le tenía verdadera fobia a cortarse el pelo. ¡No sabía... se veía muy feo con la  

    cabeza rapada. Podían ser manías, o podía ser complejo. A lo mejor, un aviso de  

    futura tendencia... ¿Quién lo sabía? El caso era, que se odiaba con el pelo corto, y a  

    todo lo que le hacía cortárselo.  

    18  

    También podía ser, porque cuando veía a los guardias con el pelo tan corto, recién  

    rapados, le gustaban menos. ¡Parecían seres malignos!  

    Él amaba su pelo, con verdadera pasión. Y, pensaba, que cuando fuera mayor se lo  

    cortaría muy poco.  

    Otro de los grupos de casas, estaba a mitad de camino a la Chabola. En el cruce de  

    carreteras, La Peroja-Orense, Cambeo-Santa Marina.  

    En aquel foco de población, estaba el otro bar del pueblo. Ex emigrantes y  

    trabajadores de la ciudad, parecían haberse puesto de acuerdo para plantar allí sus  

    existencias, al lado del negocio de peor fama del contorno. Gerundina, así se  

    llamaba su dueña, permitía organizarse timbas, que a veces terminaban como el  

    rosario de la aurora: A farolazos.  

    ¡Eso... era lo que le daba mala fama!  

    Las familias del cuartel, visitaban muy poquito aquel local. Exceptuando algunos  

    guardias, que también le daban al vicio de las cartas. Éstos sí, con la desaprobación  

    y continuadas broncas de su Cabo. (Pablo les escuchaba... muchas veces, su padre  

    les reñía en la oficina)  

    Porque él, también odiaba las cartas. Según le dejó entender a su hijo alguna que  

    otra vez, había llegado a

     

    aprender por sí mismo, lo traicioneras que son.  

    El tercer agrupamiento -el mayor de todos, se podría decir- era propiamente el  

    pueblo. Sus vecinos, los propietarios de las fincas más alejadas del municipio, y  

    algún que otro pequeño industrial. Como el señor Demetrio, el otro gran ebanista del  

    contorno.  

    Se llegaba hasta allí por dos caminos. Uno que salía de muy cerquita del cuartel,  

    como si fuera de la iglesia al pueblo, cruzando la carretera. Allí mismo, al ladito de  

    la carretera, albergaba el pilón de lavar. Un riachuelo que bajaba del monte cercano,  

    permitía una rica fuente -la de la calle de la amargura- y en el amplio pilar, las  

    mocitas y mujeres, lavaban sus ropas y las de sus hombres.  

    El otro camino, partía de la trasera del negocio de Gerundina. Todo, muy bien  

    comunicado.  

    Normalmente, para caminar o llevar los carros bien tirados por las yuntas. ¡Que por  

    cierto, vaya el ruido que hacían! Los ejes eran de madera; y como los dueños eran  

    tan brutos, aunque los engrasaran, nunca reparaban en la carga. Claro estaba que, al  

    calentarse, formaban una llantina de mucho cuidado. En ocasiones y al principio,  

    recordaba, que llegaban a ponerle de los nervios. Era como, un camión de los  

    antiguos, -aquellos tan destartalados- subiendo una cuesta interminable... en  

    primera:  

    ... Iiiiiiiiiiiiaaaiiiiiiiiiiaaaiiiiiiaaaa...¡Buf! ¡que lata!  

    Para no dejar aquellas almas a la buena de dios, o mejor dicho, en manos del diablo,  

    existía la pequeña iglesia. Finca entera perteneciente al clero, donde vivía el señor  

    cura con sus padres. Delante de la misma, el campo de la fiesta. Y el recinto rural,  

    donde por san Antón, se celebraban las dichosas prerrogativas.  

    19  

    Ya se sabe, que el camino que llevaba a ella, venía del pueblo. Y

     

    por supuesto, muy  

    cerquita de la casa. Apenas trescientos metros.  

    Visto lo cual, todo queda como sigue para el protagonista: Vivo en un cuartel. Tengo  

    la iglesia a dos pasos, y la fuente a uno y medio... ¡Como para escaparse!  

    El contacto con la naturaleza, podía masticarse. La sensación de libertad que  

    infundía en Pablito, le hacía crecer de forma auténtica. Sin ningún problema típico  

    de los núcleos más poblados, o más asfálticos. Ni en trasiego, ni en comportamiento.  

    Las únicas presiones y represiones recibidas -simplemente emocionales y morales,  

    pues no había para más- partían de la unidad paterna, la iglesia, y de los prejuicios  

    existentes.  

    Tenía la suficiente consciencia, para permitirle refugiarse en lo natural, y prescindir  

    un poco de todo lo demás. Descubrir la vida, de la manera más libre.  

    Ver, como evolucionaban las hortalizas; los animales que criaban, las retamas y  

    tojos que cortaban para las cuadras; y en general, todas las plantas.  

    Cada minuto que pasaba al aire libre, le ayudaba a desprenderse de lo que pudiera  

    pasar por otra cabeza, que no fuera la suya. Lo que pensaban los demás, sobre todo  

    los mayores y jerifaltes, no era asunto suyo.  

    De un comportamiento genuino, no podían salir represiones.  

    La vida, simplemente fluía. Todos los seres vivos y orgánicos, tendrían su propia  

    función. ¿Cuál sería la suya, como ser pensante?  

    De todo lo que tenía oportunidad de hacer lo que más le fastidiaba, ir a por agua. Y  

    desde cierta fecha, muchísimo más. Añadido, subir al pueblo a por la leche, pues  

    vacas, eran los únicos animalitos que no criaban para el sustento.  

    Todas las faenas en definitiva, que había que hacerlas por obligación. Excepto  

    echarle de comer a los pollos o conejos, o cambiarle las camas a los cerdos. Pero  

    eso, solamente porque ellos no se lo podían hacer. Pero estar tan tranquilo, y que le  

    importunaran por una orden... ¡no podía con ello!  

    Y cualquier cosa se podría pasar, pero lo de Marina... ¡no lo olvidaría nunca!  

    Una leche para el agua, y, agua para la leche. ¡Que puñetas!  

    20  
    21  

    Capítulo II: Los Rosarios  

    Rodeando la iglesia estaba el cementerio. Todo el atrio, jalonado por tumbas.  

    Pablo se preguntaba, por qué los celtas, tenían esa manía de enterrar a sus muertos  

    alrededor de las iglesias. "Será -pensaba- para que no se escapen. ¡Ja, ja! ¿Alguno  

    tendría pelotillas, para salir andando después de muerto...? ¡Bah! ¡Él, no sabía de  

    nadie!  

    La peculiaridad de estas instalaciones, daba para mucho en la mente del rapaz. Al  

    ser muy frecuentadas por todo el grupo de jóvenes y adolescentes, tanto del cuartel  

    como de la granja (en el pueblo había poquitos) Pablo, no perdía cada oportunidad  

    que se le brindaba, para hacer de las suyas.  

    Al otro lado de uno de los muros del cementerio, se hallaba la casa del cura. Y  

    cuando pensaba en el campo de la fiesta, se le ocurría siempre lo mismo: Allí, muy  

    cerquita del cura; de la guardia civil, y de los muertos, impertérritos en sus  

    yacimientos. Para que los jóvenes que acudían a la fiesta, bien vigilados, no se  

    entregasen a otras actividades... ¡Cualquiera se salía de la fiesta!  

    El cementerio, daba miedo; el cura con los visillos abiertos, como si fuera "El ojo de  

    Dios"; y, casi a la entrada del camino, se instalaba el pendello de las viandas y  

    bebidas... ¡para que los guardias no se movieran de él!  

    ¡No quedaba más remedio que bailar, bailar, y bailar!  

    Y desde luego, que los mozos iban bien pertrechados. Llevaban su paraguas (no  

    sabía por qué, en Galicia llovía en todas las fiestas) colgado en el cuello de las  

    chaquetas. Hacia la espalda, como era natural. Y si empezaba a llover, en una  

    maniobra digna de prestidigitador, los abrían sin dejar el ritmo, ni de agarrar a su  

    pareja.  

    ¡Aaayyyy... aquellas fiestas, sí, que eran populares!  

    Bueno... sin necesidad que llegara la fiesta, aquella zona, estaba muy visitada por  

    ellos. Ya fuera para acudir a los actos religiosos, como misas de domingos y fiestas  

    de guardar; los rosarios, todos los dias;  

    a

    ornamentar  

    y

    preparar la capilla  

    determinadamente, o, ayudar al párroco a cortar las hierbas, que sin permiso, nacían  

    por todas partes. Y más, entre lápidas y panteones. Que decían, era por el abono.  

    ¡Que tétricos!  

    Todo ello con la mejor jovialidad posible, convirtiéndose, en una de las pocas  

    atracciones del entorno. La habitualidad, no depreciaba en absoluto el divertimento  

    de reunirse.  

    *

    *

    *

    Por introducida costumbre, llegando a convertirse en forma de vida, todas las tardes  

    había un rosario. La campana, avisaba con un solo toque. A saber: varios badajazos  

    seguidos, y se acabó.  

    22  

    Para la misa era diferente. Los toques se convertían en tres, con uno, dos, o tres,  

    aldabonazos finales, con intervalo de diez minutos aproximadamente. Y aquí,  

    entraba la imaginativa de Pablo: ¡Claro!, para la misa, tiene que dar más tiempo; con  

    más tiempo, más gente.... como pasa la bandeja

     

    ¿El rosario?... ¡era mero trámite!  

    Si en alguna otra ocasión que no fuera las misas de domingos o festivos, decidía  

    pasar la escudilla, argüía los motivos más esperpénticos que se puedan imaginar.  

    -No te creas, nada de lo que ha dicho. -Le comentaba a su vecino o vecina de banco-  

    La recolecta, no es para los niños de Biafra... ¡Es que... le hacen falta unos zapatos  

    nuevos!  

    Y si le pillaba mordaz, se metía con las intimidades de la madre del cura: "¡Ja!... ¡Ya  

    le hacen falta unas bragas a la señora Olimpia!"  

    El sueldo de un cura seguiría siendo la gran incógnita, pero las bandejas, de las que  

    Pablo solía hacer alguna que otra sisa, -como todos los monaguillos del mundo- iban  

    siempre muy bien repletitas. El personal, quizá temiendo un castigo divino, se  

    explayaba en las dádivas.  

    De todas formas, eran entrañables aquellos vecinos. La familia del párroco, -por  

    ejemplo- la formaba, padre, madre e hijo. Tres personas distintas, como decían las  

    escrituras, y un solo ingreso verdadero: Don Aníbal.  

    Así se llamaba, el bueno y joven sacerdote. El señor Elías era su padre, y señora  

    Olimpia, la amorosa y cuidadora madre.  

    Él, voluminoso y corpulento, de estatura bastante superior a la de su dulce esposa.  

    Gafas de montura ancha, y cristales de culo de vaso. Prominente nariz, de coloradota  

    y redondeada punta. Más bien porreta.  

    Usaba sombrero que, por supuesto, se quitaba dentro de la iglesia. Además de unos  

    chalecos de chirriantes coloridos, estampados y típicos de trabilla a la espalda;  

    adornándose el cuello, con el complemento de un pañuelo a la vaquera. Formaba un  

    conjunto, lo más parecido a un gaucho con paperas.  

    Contaba la leyenda, que había estado por las américas, y, a juzgar por la exquisita  

    forma de vestir; y el raro acento, de la nada entendible jerga en que se expresaba,  

    debía ser verdad.  

    Siempre, siempre, al fondo de la iglesia. El puesto más retrasado, y el reclinatorio  

    más sufrido. Tan así, que no se sabía muy bien si por el esfuerzo de rezar, o  

    mantener el equilibrio en la vetusta silla, resoplaba constantemente. ¡Aquellas  

    expulsiones de aire, superaban los avemarías con creces!  

    Ella, bajita y regordeta. Una carita redonda, de rojizos pómulos y ojillos ratoniles.  

    Pañuelo a la cabeza atado a la usanza, y toda vestida de negro, con sempiterno  

    delantal de idéntico color. Una estampa, que más tarde descubriría en los cines como  

    infinito prototipo de mujer habitante del campo gallego, o de la toscana del país de  

    Cícero. Para no ser menos, se colocaba perenne en el mismo reclinatorio, más  

    pegado éste al confesionario, donde su hijo oía a todos los fieles.  

    Pablo creía que se pegaba la mueble confesor, para que su hijo se sintiese protegido,  

    de ¡sabe Dios los pecados que le contaban!. ¿Quién sabe? El verla allí, al lado de  

    aquella especie de cajón de las culpas, podía ser que reconfortara al sacerdote.  

    23  

    Y Pablito imaginaba todo aquello como una carrera ciclista, de las que veía en la  

    Chabola por televisión. ¡Ah! Y una vez que vio pasar por Orense, la vuelta a España.  

    Curiosamente, el llamado coche escoba -un autobús pequeñito- llevaba una escoba  

    colgada en la escalerilla. ¡Que cosas!  

    Relataría los rosarios así: "En primer lugar y en solitario, el cura. Seguido, muy de  

    cerca, por el pelotón del equipo cuartelero, del que tiraba Pablito, que casi tocaba la  

    rueda de Don Aníbal. Inmediatamente, tras el grueso del pelotón y salpicados, la  

    señora Olimpia -siempre al lado del tenderete de avituallamiento-, y al final, algo  

    más descolgado, el enorme híbrido entre gaucho y gaiteiro.  

    Imagen habitual de los rosarios, con todas las quiméricas inspiraciones del rapaz.  

    Empeñado en desalmidonar la seriedad escénica, no paraba en sus cábalas para  

    provocar las risas de la joven parroquia.  

    Nada, premeditado. Surgía sin más.  

    Había que tener en cuenta la época de valores reprimidos, con muchísimas  

    intenciones y poquísimas declaraciones de ellas, por lo menos en aquel ámbito.  

    Corrían los principios de los sesenta, y vivir en un cuartel de la Guardia Civil, ser el  

    hijo del comandante de puesto, y estar metido en la iglesia, no debía resultar muy  

    fácil con un carácter como el suyo.  

    Le quedaban únicamente dos opciones: rebelarse de la forma menos dañina posible,  

    si podía ser riendo, o convertirse en un beato, falso, hipócrita y mandado para toda la  

    vida.  

    ¡Nada de eso! Lo de los rezos, serviría para matar el tiempo. Como diría él  

    señalándose el paquete: P'a pelotas, éstas  

    *

    *

    *

    Utilizaba varias técnicas, para hacer reír sin que le pillaran. La más usada, era volver  

    la cabeza paulatinamente hacia el resoplante reclinatorio, y raudo, volverla a su  

    lugar una vez visionado. Asemejaba que reía, y él, lo aguantaba; pero los demás, no.  

    Procuraba hacerlo coincidir, cuando uno de los fuertes bufidos, hacía mella en la  

    oración.  

    Su posición adelantada, a la espalda del cura y visto por todos los demás, le situaba  

    en privilegio para hacer de las suyas.  

    Los padres de Don Aníbal, quizá se lo contarían luego, pero a él no le importaba.  

    Cualquier cosa que se hubiese hablado antes de entrar al rosario, les predisponía  

    tácitamente. Eso, también lo aprovechaba.  

    Como la tarde que había contado a todos lo del Murga.  

    Éste era un alumno con cara de vampiro, y descomunales orejas... de vampiro  

    también. ¡Como dos abanadores!  

    Afiladísima cara y atributos escuchantes, que paseaba sin complejos. Pero... ¡Ay!...  

    la cruel mordacidad

     

    infantil... ¡Todos se metían con él! Y el pobre Murga, pagaba  

    las consecuencias. Además, tenía apellido de charanga. Sin contar el otro  

    significado, muy utilizado por aquellas tierras: No me des la murga  

    24  

    Porque Doña Maruja, a quien Pablito tenía rebautizada en rima Doña Maruja, la  

    bruja, solo se enteraba del cacao, cuando el infortunado compañero objeto del  

    vilipendio, saltaba, sin poder resistir más.  

    (Creía que la muy maligna, también la tenía tomada con el muchacho) Podía haber  

    obrado antes, y evitar las injurias>.  

    ¡Y es que... algunas...!  

    Pues aquella mañana, la maestra, que tenía la misma estatura del chaval, además de  

    un cuadrado culo y circenses piernas, le había agarrado por una oreja...

     

    -¡hum...!-  

    arrastrándole hasta el encerado, donde le dejó pegado a la pared. El espectáculo no  

    tuvo desperdicio. Más bien, derroche. ¡Vaya como fue la exhibición!  

    La enorme oreja enrojeciendo por momentos, ¡oh, visión devastadora!, desde la  

    trasera del improvisado circo. !La había tenido que agarrar con las dos manos,  

    aquella gigantesca ternilla!  

    Tal cual, Pablo se lo contó a sus cofrades aspirantes a rezo, unos minutos antes por  

    el camino de la iglesia.  

    Cuando iban por el tercer avemaría del segundo misterio, se desató el follón.  

    Muy parsimonioso, se llevó la mano derecha a su apéndice contrario, friccionándose  

    con énfasis. Mano derecha, rasca oreja izquierda, por delante de la cara. ¡Y eso  

    visto desde atrás... fue más que suficiente!  

    ¡Vaya, como una explosión de júbilo, en medio de los misterios dolorosos que  

    tocaban ese dia! Las contenidas risas del principio, se catequizaban en carcajada  

    irrefrenable.  

    Don Aníbal

     

    enrojeció. Detuvo el rezo, y giró la cabeza hacia Pablito. Éste le miró  

    con expresión inopinada, en el colmo de la inocencia. Como diciendo... ¿Me  

    pregunta a mi...?  

    El repentino silencio, se hubiera podido cortar. El cura respiró hondo, y continuó el  

    rosario. ¡Ah, y hubo tres avemarías de regalo!  

    Se ve que con el jolgorio, se le movieron los dedos de las cuentas.  

    Pablo le miraba de reojo, y pudo observar un rictus que parecía una sonrisa. ¡Vaya -  

    pensó- he conseguido que se ría don Aníbal!  

    ¡A veces, se pasaban!  

    *

    *

    *

    Don Aníbal, era un buen cura, y un buen compañero. Joven, poco mayor que  

    Florencita que era la mayor de todos, y con un gran sentido del compañerismo.  

    Serio, pero no ejercía de cura dictador, como los viejos de otras parroquias.  

    Se llevaban muy bien con él.  

    Y con Pablito, cuando en la sacristía ensayaban para las misas solemnes,  

    -

    también configuraban el coro- se reía hasta la saciedad. Porque en medio de  

    cualquier cántico, si las cosas no salían bien, se dedicaba a rimar los avisos. Por  

    ejemplo: ¡Aquí, tenemos que corregir...! y Pablito: o sinó, os voy a poner a parir.  

    Cuando no, y no me toquéis la nariz. O si decía el cura: "Ahora, hay que subir  

    poco a poco"

     

    él anunciaba: ¡Es que, ya me tenéis medio loco!  

    25  

    Claro que lo decía como haciéndole eco, muy bajito, pero lo suficiente para ser oído.  

    Don Aníbal, muy benévolo,

     

    no se resistía a echar unas cuantas carcajadas. Que a  

    veces, terminaban en dolores de barriga. Porque... ¡tenía repertorio el rapaz!  

    Algunas tardes, sobre todo vísperas de festivos, se acercaban un poco antes del  

    rosario, para colocar las flores o arreglar algún santo.  

    Esa tarde, era por primavera. Estación del año, en la que todo lo que esta vivo tiende  

    a subir. Principalmente, las plantas, y el ánimo de los mocitos y mocitas.  

    Genucha, vecina de pablo en el piso superior, hacía gala de los sentimientos  

    inspirados por el floreciente estadio anual. Acudiendo solícita, al balcón, cada vez  

    que el chico llamaba a sus hermanas. Ella se ofrecía sin reparos implícitamente, y él,  

    le veía hasta la coronilla. (¡Llevaba una falda estrecha, pero....buff!)  

    Ni habría que decir, que las llamadas de ese dia serían repetitivas. Terminó  

    avergonzándose, de la facilidad con que ocurría el hecho. ¡Si no hubiese sido mayor  

    que él...!  

    De aquella manera, excitaditos y saltarines como cabritillos en el monte, se fueron  

    para la capilla. Con tal esparcimiento, cualquier cosa podía ocurrir.  

    Como siempre, sin planteamientos; puro impulso fue, el modo en que Genucha se  

    metió en el confesionario.  

    -¡Ahora, soy Don Aníbal! -dijo la muy locuela- ¿Quién quiere confesarse?  

    Preguntó, ya dentro del mueble, cortina corrida.  

    -

    -Confiésame a mí, que... ¡tengo unos pecados...! -Esa fue Florencita, que se  

    apuntaba a un safari.  

    Como por arte de magia, y sin que nadie le esperara, porque no era costumbre que  

    apareciese tan temprano, llegó el querido párroco. Triunfante y seguro, entraba en su  

    iglesia con cara de buena gente.  

    Florencita, que, cuando iba a arrodillarse en el confesionario, lo vio, haciendo un  

    quite digno del mejor delantero, giró hacia una peana,

    que tenía polvo que quitar

    . Y  

    el clérigo, enterado de lo que ocurría, relamiéndose como gato ante ratón, se dirigió  

    al sagrado armario, arrodillándose en su lugar:  

    -Buenas tardes... ¿me puede confesar, a mi?  

    El grito que se oyó dentro del confesionario, sonaba a ultratumba. Genucha salió de  

    aquel cajón, como si la persiguiese un miura, al que acaban de poner las banderillas.  

    En la loca huída, enganchada en la tela que hacía de cortina, casi tiró a Don Aníbal  

    llevándose el confesionario detrás. Fue un visto y no visto, que afortunadamente,  

    terminó sin mayores desperfectos.  

    Lo genial, era ver los saltos que daba. ¡De verdad, que se había asustado!  

    El cura reía sin cortarse, y Pablo creyó adivinar una malévola mueca. Sería una  

    especie de venganza, por las que le hacían pasar ellos.  

    -Genucha...¿por qué te has asustado, tanto? -Le preguntó cuando pudieron calmarla.  

    -¡Hay, Dios mio! ¡Por favor!.... ¡creía que era un fantasma!  

    -¿Te parezco un ser del otro mundo? -Mantenía su maquiavélica mirada.  

    -¡No, no, no! ¡Perdóneme! ¡No he querido decir eso! Es que...  

    -¿Esperabas otra voz, no?  

    26  

    -¡Sí, sí, eso, eso! -Le había indicado una salida airosa, del lío en que se estaba  

    metiendo.  

    Aún jadeaba un poco, mientras Florencita, -la voz esperada- asistía al jolgorio como  

    si no fuera con ella.  

    ¡Ay, aquel cuartel! ¡Cuántas cosas pasaban a diario, como lo más importante del  

    mundo! Vivían tan aislados del resto de la vorágine global, incluso del país en sí,  

    que cualquier dedicación de habitualidad, terminaban haciéndola grande. Y, sin el  

    más mínimo

     

    empeño, que eso, era lo bonito.  

    Una tarde, sentados en un muro del atrio, Pablo y Curro meditaban sobre el más allá.  

    Se sentaban en este muro, que estaba al otro lado de la puerta pequeña de la iglesia,  

    porque era muy alto. Daba hacia los huertos, y,

     

    les parecería a ellos, que ese riesgo  

    concreto les hacía importantes. Pero la verdad, es que Pablo sentía vértigo. Cada vez  

    que se sentaba allí, se ponía trascendente.  

    -¡Menos mal, que Vilar es pequeño! -Decía, mirando al infinito.  

    -¿Por qué? -Preguntó, el hijo del veterinario.  

    -Porque si fuera enorme, su cementerio, sería también enorme.  

    -Y...¿qué pasaría? -Volvió a preguntar, entrando en sospecha, mirando receloso.  

    -Pues... ¡que habría muchísimas tumbas! -Ahora, parecía inspirado.  

    -¡Claro!... Entonces, habría muchísimos fantasmas. -Soltó el inocentón Curro,  

    creyendo dar en la tecla.  

    -¡Si, hombre! A ver si tú te crees, que esta gente, -señaló las tumbas- sale a pasear  

    tan tranquila!  

    -¿Y la santa compaña? (1)  

    -¡Tonterías! -Trató de ser escéptico.  

    -¡Hmmm, no sé!... ¿No crees en ella? A mí, me han dicho que la han visto...  

    -¡Pues yo, todavía, no me he encontrado  

    a

    ninguno! Además, debe costar  

    muchísimo, levantar toda esa tierra escarbando panza arriba... ¡No, no creo!  

    -Pero los fantasmas, no necesitan escarbar...  

    -¡No seas tonto! Yo quería referirme, a que si fuera el cementerio muy grande, haría  

    falta un mapa para llegar a misa... Como en el cementerio no hay luz...

     

    habría que  

    explicarles a los forasteros, como llegar al rosario: "Nada más traspasar la verja,  

    coges a la derecha, por la tumba de Benito. Sigues un poco, y te encuentras con la  

    Señora Rosario, -que en gloria esté- y tuerces hacia Facundo, -que Dios lo tenga en  

    su gloria-... ¡Ten cuidado, que al mismo lado de éste, hay un agujero nuevo!... la  

    señora Florinda, que murió ayer... -pobrecita-... "  

    Curro que atendía aplicado, con la mirada, buscaba la situación del supuesto  

    viajero...  

    -Aún no ha llegado... -se atrevió a aventurar, clavando la vista

     

    no sé dónde.  

    Pablo, le miró como estudiándolo...  

    (1) La Santa Compaña, es una historia de fogones calentitos, que circulaba en la Galicia rural. Fantasmas  

    en procesión que salía durante las noches de invierno, para asustar a los rapaces y demás prosélitos de  

    esoterismo.  

    27  

    -¿De verdad, que no eres tonto? -No estaba seguro de la respuesta- ¡Anda, vámonos  

    para dentro, que va a empezar el rosario!  

    Muchas veces dudaba de la capacidad mental de su amigo. Le apreciaba de veras,  

    pero decía que estaba a medio terminar. No sabía si era por miedo, o por falta de  

    riego sanguíneo, que cada vez que contaban alguna historieta, acababa con un Curro  

    aterrorizado.  

    ¡Bah! Por lo menos él, no creía en fantasmas.  

    Esa noche al salir de a iglesia, se quedó algo rezagado. Efectivamente, existía la  

    tumba recién abierta para la hermana del que trabajaba los huertos. Aquel rosario, se  

    había rezado en su nombre.  

    Era la situación que le venía pintiparada. Desviándose un tanto, se dejó caer dentro  

    del foso, de pie,  

    y

    gritando al mismo tiempo: "¡Aaaahhhhh.... socorrooooo!  

    ¡Socorro, sacadme de aquíiiiiii!" Y para hacer más escarnio, entre los jóvenes que  

    empezaban a correr: "¡Por favor, Florinda, suéltameeeeee! ¡Dejadme, que soy  

    inocenteeeee! ¡Por dioooos!"  

    La desbandada no tardó en ser apoteósica. Todos salieron

    pies para que os quiero

    ,  

    sin detenerse. ¡Cualquiera se paraba!  

    Cuando se vio solo como la una, oyendo a Don Aníbal que se disponía a cerrar la  

    puerta, el mismo miedo que había traspasado a los otros, se apoderó de él. Un  

    escalofrío recorrió su espina dorsal, impeliéndole una fuerza arrebatadora. Saltó sin  

    poner las manos, y salió echando chispas.  

    En la desenfrenada carrera, vislumbraba a la pandilla, y entre bote y zancada oía sus  

    voces: "¡Ayúdame, Genucha, que me he caido! -Decía Florencita- ¡Que te ayude tu  

    hermanaaaaa! -Se desgañitaba la otra- ¿Mi hermana.... ? ¡Va la primera!  

    Era tanto el estado de exaltación, que también corría, como si le persiguieran dos mil  

    muertos. Corría y corría, pero se sentía elevado. Le encantaba sentir la sensación,  

    que antes había provocado en otros.  

    ¡Era demasiado!

     

    Incomparable a otra cosa... (excepto lo de Marina)  

    *

    *

    *

    Los dias laborables transcurrían bastante aburridos, salvando aquellos momentos de  

    inspiración.  

    Por la mañana, a la escuela. Bien lavaditos y repeinados, con sus maletitas y  

    plumieres, como acicaladas y ordenadas hormiguitas. Igual que ellas, acudiendo al  

    hormiguero tras una misión de reconocimiento. De dos

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1