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María
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Libro electrónico881 páginas14 horas

María

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Información de este libro electrónico

Pagaría por volver a mi buhardilla, por volver a aquellos tiempos; pagaría por llegar arriba en los inviernos antes que la Maricarmen y coger yo el horno, o por correr abajo e ir a su casa a ver el fascinante Nacimiento; pagaría lo impagable por volver a aquel 98 en que por fin vino a vivir mi madre al dúplex y llegamos a ser seis en la familia. Pagaría… Qué estupidez. Qué tonterías se me ocurren cuando me pongo sensiblero, cuando me pongo a recordar lo que no debo… Nada hay que pagar, lo sé. El calor de una familia no se paga, no tiene precio. Sólo se percibe. Cuando falta hace enano y frío un enorme dúplex como el mío, cuando emana amplia y cálida una mísera buhardilla.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento16 jul 2019
ISBN9788417799618
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    María - Emilio R. Pérez

    EPÍLOGO

    I. HOLA, MEU AMIGO.

    Lector amigo:

    Una vez concluido el libro, me preguntaba cómo redactar este prólogo: con un aire amable y coloquial tirando a íntimo, o mejor impersonal y frío. Si el relato es de por sí a corazón abierto, me dije luego, sin caer en la frivolidad, por qué cambiar de estilo. Y opté por lo primero. Observa cómo comienzo: «lector amigo».

    Concretando. Si eres partidario de algo más cabal y serio, y si encima te has pagado tú de tu bolsillo el ejemplar que empiezas a leer en este instante, ya ves por dónde van los tiros; te irás haciendo ya una idea de con quién te juegas el dinero: con los dos primeros términos que empleo, me permito la licencia de llamarte «amigo». Vaya confianzas. Y encima… te tuteo. Mal empezamos, te dirás. Además, si resulta que eres lectora y no lector, con toda la razón te preguntarás: «¿y qué hay de mí?, ¿por qué me ignoras,…?» Puedes rellenar tú misma esos puntos suspensivos.

    Pues bien, aunque es más que posible que valores como vacua, intrascendente y ñoña esta introducción, arriesgándome con ello a que lo cierres y te olvides de él, hete aquí que ésa ha sido la manera que he elegido para ir rompiendo el hielo, presentándome, y es la tónica que impera en este libro. Así que, te guste o no, ya te adelanto que en esta biografía seguiré tuteándote, llamándote sólo lector y tratándote de «amigo». Te lo explico en estos tres razonamientos:

    1. Seguiré tuteándote porque voy a dirigirme permanentemente a ti y me complace hacerlo, pues pienso que el tuteo ayuda a redactar con más soltura cuando se trata de un género literario como la autobiografía. Más que redactar hablo contigo, y eso da confianza. Es una prosa más directa y familiar. Desenfadada. Libertina en ocasiones. El «usted» está muy bien, pero es más pertinente y efectivo utilizarlo en la novela negra. Marca distancias, y eso entre gente dura es comprensible.

    2. Seguiré tratándote como «lector», y no «lector/a», porque sería ciertamente estúpido y aburrido redactar con ese estilo tan absurdo, redundante y tan «de moda», considero, en estos tiempos; prescindiendo de algo tan prosaico, lógico y sencillo como el término «genérico», el género común válido para ambos sexos.

    3. Seguiré llamándote «amigo», y lo haré a lo largo del relato entero, porque después de tantas páginas confesándome, llegarás a conocer hasta la marca y el color de mis propios calzoncillos. Y si alguien como tú sabe, por ejemplo, la marca y el color de mis propios calzoncillos, más que un lector es un amigo.

    Bien, pues dicho esto pienso yo que queda claro.

    Claro que también, y con razón, puedes pensar: y qué me importa a mí la introducción, lo que me interesa de verdad es lo que cuenta el contenido. Si es así, si te pica la curiosidad por seguir leyendo tras este prólogo patético, te explico de qué va este invento.

    Tratándose de una biografía, la mía, lo primero que quizá te llame la atención seguro que será que siendo un hombre yo —figura en la portada—, resulta un tanto extraño que le dé ese título: MARÍA.

    Verás, María era mi mujer. Falleció. Fue poco tiempo antes de embarcarme en esta especie de terapia a base de ir encadenando letras y palabras mientras sueltas lastre. Me encontré muy solo, ¿sabes?; aunque tengo a mis dos hijos, me quedé muy solo. Y no encontraba forma de pasar el tiempo. Por eso prometí escribirlo; por eso titulé este libro con su nombre. Quizá también será por eso que recurro a un término tan entrañable como «amigo». Es otra sutil manera de arroparme.

    MARÍA. María es una historia. La historia de mi vida… María fue mi vida. La perdí, la muerte me la quitó. La muerte, la maldita muerte entró a cuchillo en mi familia y se llevó con ella lo que más quería. Un año antes vino a por mi madre. No hay que hacerle, no hay quien pueda con la muerte. Cuando llega arrasa y siega todo cuanto se le pone por delante.

    Ahora, mientras trato de recuperarme; ahora, mientras lenta, muy lentamente trepo con resignación el tramo de esa vida muerta que me queda, esa cuesta a cada paso más pendiente que me lleva al sitio donde todos llegan, cuento en este libro todo cuanto queda andado por el llano y la ladera.

    Como no se trata más que de un compendio de memorias —un sencillo anecdotario, nada más—, y a cierta edad nos falla esa añorada facultad, cuesta recordarlo con criterio y precisión; pero tras esfuerzo arduo conseguí recopilar información, datos suficientes que añadidos a los que aún conservo y almaceno malamente en mi central de datos cerebral, paso acto seguido a relatar.

    Como digo, no fue fácil. Es mucho más sencillo y riguroso si se parte de un diario; natural, pero yo no cuento con un diario al que agarrarme. La idea fue espontánea: una promesa. Será por eso que más que una biografía puedes encontrarte un conjunto de vivencias personales que a medida que me van surgiendo recreo y desarrollo. Con lo cual, y será también por eso, quizá en algún momento el desarrollo cronológico de un hecho se prolongue e invada espacios de capítulos futuros, que haya etapas de mi vida en las que paso de puntillas o que haya otras en las que me recreo con excesiva minuciosidad. De todo puede haber.

    También confieso que tal vez algunos otros no se correspondan cien por cien con lo que en su día sucedió, ciertamente, y que algún lector que me conoce y que, como yo, en su momento los vivió, encuentre en su lectura algún aspecto que no cuadra exactamente con lo que yo cuento, o se decepcione por lo mucho que posiblemente habré dejado en el tintero. Puede ser. Supongo que algo de ello habrá. Pero bueno, en mi descargo he de decir que la biografía de una vida entera no se escribe en un momento, ni en un año, dos o tres. Ni en otra vida entera aunque volviera uno a nacer. Incluso así habría detalles que se escapan o no cuadran cien por cien con el real que en tiempos sucedió. Y aún te digo más. A pesar de haber documentado mi relato a base de consultas continuadas cada vez que algún pasaje oscuro se me presentaba, también las fuentes consultadas —mi hermano Nolo al frente— divergían sobre tal o cual asunto haciendo cada uno su particular versión.

    Sea como fuere he de decir —y ahí sí me reafirmo taxativamente—, que pese a que el relato pueda contener errores, aunque no de bulto, y alguna que otra imprecisión, en absoluto has de encontrar en todo el texto tergiversaciones a conciencia de hechos o sucesos más o menos escabrosos que en su día presencié o sufrí; eso sí, si entro al trapo en alguno de ellos y decido interpretarlo, lo analizo según pienso que pasó intentando hacerlo con el máximo rigor. Porque objetivo por completo nunca es nadie, sobre todo cuando es juez y parte. Pongo como ejemplo las declaraciones de dos púgiles tras un combate nulo: malamente alguno de ellos coincide con el otro en cuanto al resultado. Todo en este mundo es interpretable. Requiero pues por ello, lector amigo, por tu parte tolerancia y comprensión.

    Observarás a este respecto dos notables incidencias que quizá te llamen la atención. Uno. Que en el prólogo de «Los Bastardos» —Episodio IV— vuelve a «tropezar» mi prosa con igual razonamiento que el que acabo de exponer; redundo en este asunto. Aunque pude eliminar alguno o corregirlo, decidí dejar intactos los dos párrafos: incido con más fuerza en el trasfondo del asunto. Dos. Que a lo largo del relato, en especial cuando se acerca algún remate de capítulo o pausa literaria, me enfrasco en elucubraciones, reflexiones, en ocasiones recurrentes, con las que quizás no estés de acuerdo o certifiques por completo; extravagancias propias de un espíritu atormentado, te dirás. Bien, es otra más de las licencias que me tomo.

    Personajes, lugares, experiencias…, a medida que redacto van brotando en mi cabeza como setas; pero en unos casos por difusos y en otros por intrascendentes, se desvanecen del mismo modo que han surgido y quedan desechados en el pozo del olvido. Otros se mantienen, claro, y doy cumplida cuenta de ellos. Intento de todos modos no extenderme demasiado, pues contemplo preocupado que el volumen va ganando enteros y eso, presumo yo, puede ser, antes que un mal prólogo, la primera causa de rechazo. «La vida es demasiado corta para leer libros demasiado largos». No sé quién firmó la cita, pero me pareció muy adecuado introducirla en este párrafo. Ahí lo tienes, entre tus manos… ¿Pesa?... Primer motivo para dejarlo.

    Más de uno que ha leído lo que escribo me tacha de ampuloso, prolijo en exceso, descriptivo y detallista en demasía...; vamos, que me enrollo con perífrasis continuas, que mi prosa es «rebuscada» y en exceso pesimista, de lectura complicada y me recreo demasiado en pormenores que quizá no tengan importancia. Pues bien, no lo niego, seguro que algo de verdad habrá. Y seguro que tal vez con ello el ritmo de la historia se resienta. No sé si es malo o es bueno. No lo sé, pero a fuer de ser sincero te confieso que mi estilo de escribir es ése. Ése es mi estilo. No sé hacerlo de otra forma y, desde luego, a estas alturas de la historia ni me planteo corregirlo. Ya tienes un motivo más para cerrarlo.

    En todo caso, bien o mal escrito, lo cierres o lo leas, te guste o no te guste, eso para mí hasta cierto punto es secundario. Antes de morir, le juré que haría algo que ella siempre quiso hacer: que un día iría a Lourdes. La promesa está cumplida. Jamás le prometí que escribiría un libro titulado con su nombre. A ella no, pero a mí sí. Ahí lo tienes, entre tus manos: MARÍA. Mírala, ahí está, en portada. Mírala qué bella. Mira cómo luce su mirada. Mira cuán hermosa está mi nena; no me digas que no da gusto verla. Este es mi homenaje, lo último que puedo hacer por ella, por la mujer que tanto amaba. La deuda que contraje con mi conciencia bulliciosa está saldada.

    Ya lo ves, amigo, aún andas con el prólogo, apenas cuatro letras y ya me he desnudado relatándote estas cosas. Si es que no tengo remedio. Te lo dije ya al principio: acabarás por conocer hasta la marca de mis propios calzoncillos. ¿Cándido?, ¿incauto?, ¿confiado?... Puede ser. Júzgalo tú mismo. A lo largo del relato lo irás viendo. Vamos pues con ello.

    II. MARÍA

    CAPÍTULO 1

    MARÍA

    MARÍA. Su nombre en la portada le da título a este libro. MARÍA. Un nombre hermoso. Tan hermoso como ella. Porque también era ella hermosa, muy hermosa. El azul inmenso de sus ojos era un haz de luz glorioso que atrapaba a todos cuantos ojos se topaban con aquellas dos turquesas que eran su lindísima mirada.

    Al principio, cuando la conocí, no supe verlo. No supe ver en el azul profundo que tenía enfrente la belleza que acababa de cruzarse en mi camino —por entonces yo era un tanto imbécil—; pero a la segunda me estampó un mensaje irrechazable, «mira bien lo que haces»…, y me atrapó. O lo tomas o lo dejas, vamos. Supe que era un ultimátum. Su último mensaje.

    Emilio. Ése soy yo. Ése es mi nombre. El mismo que papá. Figura un poco más arriba, en una esquina. Ella era mi mujer y yo era su marido. Su viudo. Su viudo soy ahora mientras esto escribo. Hacíamos buena pareja. Ya lo creo. Aunque le llevaba siete años. Pero qué demonios, son mucho siete años antes de los veinte, mas con treinta y cinco que yo tenía cuando nos casamos, no se notaba tanta diferencia. Nos queríamos, y eso es lo que importaba. Eso es lo que siempre importa. Me quería y la quería. Nos respetábamos.

    En un principio no fue fácil, como supongo que no es nada fácil el debut matrimonial de cualquier pareja de recién casados; y eso que la edad implica un cierto grado de madurez para estas cosas. Aplomo; lealtad; sacrificio; respeto; paciencia; sensatez; tolerancia… Luego va llegando la descendencia y se estrechan más los lazos, el vínculo se fortalece; claro que en muchos casos el asunto es al revés. Responsabilidad, supongo. No todo el mudo vale para esto.

    El amor, en fin, es el secreto de la relación. Desprenderse de muchas cosas para dárselas a otras personas. Olvidarse de uno mismo, vamos. Cuando te quieres a ti mismo más que a todo cuanto te rodea, tienes un problema: no puedes besarte porque no llegas. Y no sabes lo que te pierdes. Porque el calor de un beso dado con el alma, el contacto de unos labios que te besan sin que haya otro sentido de por medio que intercepta y manipula…, eso, lector amigo, eso está muy por encima de todo cuanto los sentidos te dispensan. Un beso, al fin y al cabo, no deja de ser más que un mero contacto físico entre dos partes de dos organismos. Su placer efímero no puede compararse ni de lejos con esto que te cuento. Un beso con el alma no se olvida. Jamás. Es un beso espiritual. Sé muy bien lo que me digo.

    ¿Que de qué te estoy hablando?... Verás. Jamás sentí unos besos como aquellos, mientras se moría. Jamás. Fue algo inenarrable, increíble, imposible de explicar. Fue como si una droga te enganchara, como si el aliento transmitiera un algo indescriptible que te obliga a estar pegado a ella sin poderte retirar. Una fuerza sobrehumana que hacía que mis labios no pudieran despegarse de los suyos. Y qué quieres que te diga, amigo. Pues que era el alma que salía a borbotones por su boca, un algo etéreo, maravilloso que pugnaba por echarse fuera. ¡Dios mío, era algo tan dulce, tan divino que hasta las lágrimas se me saltaban! ¡Juro que es verdad!

    Y no porque las circunstancias tan terribles por las que pasaba en esos días me embargaran, que también; sino porque aquel poder tan colosal, tan absorbente que emanaba de un espíritu que está próximo a apagar la luz del cuerpo en el que estaba me colmaba de felicidad. Porque era eso en realidad. Podía percibirlo. Era el alma en su lento y gradual dominio sobre el cuerpo que moría quien besaba. Era el alma, no el cerebro. Estoy seguro. Era puro, delicioso, celestial, en absoluto sensual. Y aunque a muchos que esto lean les resulte incomprensible —o tal vez extravagante— y lo achaquen a un momento álgido o a lo extremadamente duro de las circunstancias, te aseguro que en absoluto deliraba. Ni desvariaba. Para nada. Lo cuento tal cual lo percibía. Era algo etéreo, algo que hechizaba, algo extraordinario que tiraba de tu alma fuera sin precisar la intervención de los sentidos para ser captado.

    Sí, ya sé que suena un tanto absurdo, incomprensible, sobrenatural quizás, pero yo no sé explicártelo de otra manera. No se puede. Hay que vivirlo. Porque solo quien lo vive puede percibir lo que se siente. Otra cosa es la absoluta imposibilidad de transmitirlo. De palabra o por escrito.

    No, aquel sutil efluvio que salía por allí, yo no puedo definir exactamente lo que era —no hay palabras—, sólo puedo asegurarte que me hacía feliz. Completamente. ¿Quizás un ángel?... «Bfff..., te estás pasando», te dirás. Pues quizás un ángel, por qué no. Y yo qué sé. Recuerdo cuando era muy pequeño que una monja definía un ángel como «un ser espiritual que exhala sólo amor».

    Venimos a este mundo con algo maravilloso dentro, algo espiritual y extremadamente puro envuelto en un vetusto cascarón que no es consciente en absoluto de lo que lleva en su interior. Podríamos llamarlo cualquier cosa pero lo llamamos alma; o podríamos no llamarlo nada porque se escapa por completo a los recursos limitados que traemos de fábrica. Cuando es, no obstante, intenso el frío, percibimos vagamente su presencia y nos aferramos fieramente a ese balsámico poder que «al parecer» nos queda. Porque a la fuerza ahorcan o... por si acaso.

    El amor es un concepto más del alma que del cuerpo, por eso, como el alma, debe ser eterno. Y si decimos que el amor se acaba no decimos la verdad, porque si el alma no se acaba, ¿cómo va a acabarse algo intrínseco a su esencia?... Es sencillamente que está el cascarón vetusto de por medio que lo traba y que le impone su criterio. En sus últimos momentos el alma de María empezaba a echarse fuera, por eso el cuerpo no era ya un impedimento. Hay un cierto misticismo en todo esto, todo un gran misterio que no se puede comprender por lo limitado que resulta ser este ingenio de que disponemos al que llamamos cuerpo.

    Eso es amor, hermano. Amor del de verdad. No la remilgada concepción, sobada y relamida imagen que le hemos asignado en esta vida miserable. «Haz el amor y no la guerra», «hazme el amor, cariño, que estoy ardiente»... Hacer. Qué ocurrencia. Cómo puede hacerse algo que sencillamente se siente. Cómo puede mancillarse de esta forma la pureza de algo tan sublime. Se confunden los conceptos. Se atribuye a una función orgánica del animal el valor que corresponde a algo puramente espiritual, aunque sea ésa nuestra vulgar y material manera de intentar justificarlo. De entenderlo. A través de los sentidos y por medio del placer más ordinario: el físico.

    La corriente es el principio activo que nos pone en movimiento; la vida, el recorrido, los raíles; el alma son los seres que van dentro, la gente; y el cuerpo son los coches, el tranvía. Si se apaga la corriente, ¿qué nos queda?... Lo único del símil que se mueve por sí mismo. Porque cuando la batería dice basta, el cuerpo muere y queda libre el alma. Se marcha. En aquella masa inerme ya no pinta nada. Lo tengo claro, hermano, ahora sí lo tengo claro.

    *******

    Tras la muerte de su esposa Zenobia, Juan Ramón Jiménez no volvió a escribir. Nunca más lo hizo. Jamás. Su fuente se agotó y con ello dejó huérfano a Platero… y al lector. Eso sucedió en 1956. Sesenta años después, el 10 de mayo del 16, martes, falleció María, mi mujer.

    Cuando María enfermó, yo había escrito dos novelas: Diario de Darío y La Escombrera, un bagaje muy modesto, es cierto, y de dudosa calidad, tal vez; pero es mi obra, mi discreto patrimonio literario personal. Y aun a pesar de ser escueta y poco conocida, también dejé yo de escribir, también mi alma se secó. Hasta hoy.

    Hoy, en un estado aún ruinoso de mi ego emocional, a tres meses escasos de su muerte, no sé por tanto si adecuadamente preparado para ello, analizo los consejos de la gente de mi entorno más cercano y asumo el desafío. Me arriesgo pues a reencontrarme con fantasmas de otro tiempo y comienzo a darle forma a esta biografía; a ésta, nuestra historia; a esta especie de homenaje a su memoria.

    Cuando se afronta este género literario tan profundamente personal, corre uno el riesgo de escribir más de la cuenta y adentrarse en el campo de la propia intimidad. Resulta ciertamente complicado establecer la línea roja que te marque un «hasta aquí hemos llegado» con carácter general, pues depende del libre albedrío del autor el querer profundizar con entusiasmo, apasionarse con vehemencia hurgando en tus entrañas y arriesgarte a que ciertos temas puedan aflorar. Pero bueno, en mi caso personal no tengo muchas cosas que esconder salvo, claro está, aquellas que el recato y el pudor me indican que están fuera de lugar. Por lo demás, la historia de mi vida es una historia de lo más vulgar, poco más o menos similar a la del común de los mortales, a la del lector que en este instante se interesa por saber si a lo largo de estas líneas topará con algo que despierte su curiosidad. Sea como fuere, mi compromiso con aquellos que me lo pidieron sigue en pie, así es que… vamos allá.

    *******

    Aunque crea en ello, no puedo asegurar a ciencia cierta que haya algún lugar llamado cielo; lógico, soy un ser humano, un ser inmensamente limitado. Y esa gran limitación, esa frustración que me mantiene en vilo y me acongoja al no poder usar y controlar al cien por cien mi propio cuerpo, este armazón de carne y huesos que envejece y que se muere irremediablemente, es la que me hace rebelarme e intentar buscar a toda costa explicación. Y recurro para ello al orden natural del Universo. No sufras, seré breve.

    Este inmenso espacio que nos rodea y que desconocemos por completo; este cosmos extraordinario cuyos límites ignoramos recurriendo para ello a palabrejas como «infinito» o «indeterminado», funciona acorde a ciertas reglas, conforme a un orden natural: el orden natural del universo.

    El ser humano llega, lo vulnera y desordena al no saber administrar correctamente el don con el que nace a ésta, nuestra humana dimensión: la razón. Y en lugar de procurar buscar con más ahínco a través del Universo la explicación a todo esto, violenta el equilibrio natural con que se encuentra y lo maneja y lo malea a voluntad sin preocuparse en absoluto por razones espirituales, sino atendiendo a fines e intereses materiales dirigidos al disfrute de ese cuerpo que, aún con todo, se le muere.

    Ese espíritu quebrantado, esa alma más o menos maleada es el quid de la cuestión. Es aquello que persiste tras el fin de la materia y que habrá que contemplar si está o no preparada para —dependiendo de su grado de desorden generado tras su paso por el cuerpo— pasar el filtro o no pasarlo e instalarse en una u otra extraña, para el hombre, dimensión. ¿El cielo?, ¿también estás pensando tú en el cielo?...

    El cielo. Una comunidad de almas afines de consistencia eterna, definida en una única entidad espiritual perfecta e indivisible que, sin ocupar espacio, llena el universo entero y define exactamente el infinito. Algo incomprensible, sí, pero yo así lo veo. Es ése mi cielo. El cielo en el que creo, la esperanza que en mi alma albergo de encontrarme con quien tanto quise y quiero: mi María, mi cielo.

    Considerarás, posiblemente, que me he liado un poco, y que metiéndome en estos temas saco un tanto los pies del tiesto y divago. Tal vez. Pero pienso que debo hacerlo. Porque lo necesito, porque así lo siento. Y ya te adelanto, lector amigo, que el resto de esta historia estará plagado de alusiones de este tipo; de creencias, de deseos, de esperanzas, de temas alusivos a ese Universo, a ese orden tan perfecto, a ese cielo donde espero, deseo y creo que esa que ambos sabemos me está esperando.

    *******

    Todo comenzó un mes de marzo del año 2008. Con el nacimiento de la crisis más profunda que sufrió nuestra nación, nació también nuestra particular crisis personal; con la diferencia de que una aún se puede superar y la otra no. Ese día le tocaba revisión, la rutinaria revisión ginecológica que anualmente tiene que pasar toda mujer a partir de cierta edad. María incluso se había adelantado a la fecha en que le correspondía, pues le tocaba por abril, me parece recordar. Pero soy de la opinión de que estas cosas de la enfermedad son tremendamente caprichosas. El mal acecha permanentemente a nuestro lado, está aguardando para quien está predestinado. Un mal paso, una curva, un instante desdichado, una disfunción orgánica insospechada... Quién sabe. Si te está esperando ya te puedes santiguar, te ha tocado y, antes o después, más bien pronto, sabes que te tienes que marchar.

    Eso mismo le pasó a mi mujer. Podía haber ido al ginecólogo con tres o cuatro meses de anticipación, porque iba a ser igual: tenía subrayado un día en el calendario en tinta roja, el del diagnóstico de la enfermedad, y otra fecha posterior, el del día en que habría de fallecer. Exactamente igual que lo tenemos todos. Todo está escrito. Absolutamente todo. A una colega suya le detectaron la misma exacta enfermedad. Cáncer de ovarios. Por las mismas fechas. Con el mismo grado de extensión, a la sazón, «Estadio III c». Pues bien, a fecha de hoy la una sigue todavía pasando revisión anual y la otra falleció.

    4 de marzo del 2008. Martes. A partir de esa maldita fecha comenzó nuestro calvario personal… Mejor dicho, el calvario de María. También el mío, claro está, pero en menor medida. Yo, a fin de cuentas, no era más que su apoyo, su queridísima compañía; el pecho sobre el que llorar en los momentos de zozobra, que eran muchos. Al fin y al cabo, ¿de qué dolor podía quejarse un pecho que podía percibir el insufrible palpitar de aquellas lágrimas quemando de agonía?

    Y a pesar de todo fue ella la valiente, no quien esto escribe. Fue ella quien buscó a toda costa, a través de médicos amigos, a los oncólogos más prestigiosos y reputados en Madrid y Barcelona. Fue ella la que tiró para adelante, la que en ningún momento se arrugó. Fue ella, no fui yo. Y no me cuesta nada reconocerlo porque esa es la verdad. Porque era ella la que arreaba con arrojo y era yo quien iba en el remolque. La que afrontaba con coraje los diagnósticos impasible mientras yo perdía el aplomo y no sabía cómo controlar mi desbocado corazón. Tenía más agallas mi María que diez hombres como yo.

    Aún con todo tuvo sus momentos angustiosos de congoja y sus tormentos, que fueron muchos; silenciosos y ruidosos, gritando su aflicción, desesperándose en ocasiones, deprimida y sola. Y soy aún más consciente de su desdicha ahora; ahora, cuando todo se ha acabado.

    Ahora, deambulando por la casa a cuestas con mi pena y mi nostalgia, hurgando por cajones y rincones me encontré con ciertas cosas que revientan a uno el corazón; cosas que me dan cuenta debida de lo poco que le di de lo tanto que necesitaba, y comprendo ahora desolado lo muy sola que estaba a pesar de estar acompañándola a diario. Aquellos días de… «descanso» entre los frecuentes viajes para recibir medicación, no eran precisamente para ella el relax completo que se espera tras el esfuerzo insoportable de su extenuante situación.

    Viajes de ida y vuelta a Barcelona en un principio, y a Madrid después, constituían nuestro día a día, nuestra rutina cotidiana, nuestro particular infierno que a pesar de llevarlo dentro, tal como te digo, lo soportaba ella aún mejor que yo. Con mayor resignación.

    Y así ocho años, ocho largos años sometida a tratamientos; infernales tratamientos de quimioterapia que la mantenían viva, sí, pero que consumían paulatinamente su organismo mientras la espada de Damocles se cernía sobre su cabeza y la aprisionaba noche y día contra la pared. ¿Quién aguanta eso? Los valientes luchan solos… Y en silencio.

    El 17 de marzo del 16, recuerdo con amargura, fue la última sesión de quimio que recibió en Madrid; una semana después, el Viernes Santo, ingresó por urgencias en el HULA, el hospital público de Lugo. Y a partir de ahí cuarenta y siete días de agonía en aquella habitación. A partir del 25. Echa cuentas y deduce tú el martirio.

    Cuarenta y siete días colapsada por aquel maldito atasco intestinal. Aquella persistente y contumaz suboclusión que la tenía sin poder probar bocado un día tras otro. Apenas unas cuantas tazas de consomé, unos yogures y dos o tres purés. Y al siguiente día de la ingestión de tan frugal… «menú», comenzaba su barriga a hincharse porque el intestino tan siquiera toleraba el agua. Y yo, que andaba permanentemente con la mosca tras la oreja, miraba de reojo hacia su abdomen pidiendo a Dios que aquella especie de... «desnivel», no fuera más que un efecto óptico, un abultamiento por las sábanas o algo así. Pero era ella siempre quien me sacaba a mí de mi cándido e ilusorio recurso a la esperanza.

    —Mira cómo vuelvo a estar de hinchada hoy, meu Emi.

    —No, mujer —le contestaba yo con tan poca convicción que daba pena—, ya verás como a lo largo de la mañana la cosa va bajando.

    Pero no bajaba. Ni a la mañana, ni a la tarde, ni al día siguiente… Y vuelta atrás. Y vuelta con los médicos que llegaban en su hora de visita por la mañana, y vuelta una vez más a la dinámica protocolaria y deprimente que a estas alturas de la historia obliga la maldita enfermedad. El enema, la dieta estricta y desesperante, y la condenada estampa del gotero atiborrado de bolsitas que eran su «menú» particular y al que ella tan acostumbrada estaba. «Mi árbol de Navidad», lo llamaba. Y a esperar. Y así día tras día, semana tras semana..., mazazo tras mazazo… ¡Dios, cuánto dolor me abrasa recordando esos momentos!

    Cierto día por la mañana se levantó ella antes que yo. Yo dormía en una especie de sofá al pie de la ventana, y normalmente la veía allí tendida todas las mañanas al abrir los ojos porque siempre despertaba yo primero. Pero ese día no.

    Cuando los abrí por la mañana estaba frente a mí, de pie, con un ligero amago de sonrisa en sus labios cárdenos que a mí me dijo poco —en María la sonrisa se intuía en el inmenso azul de su mirada, en el rictus de la boca no—, y un ademán que sugería que tenía que seguirla.

    —Tengo una sorpresa para ti —me dijo.

    Se volvió, y empujando el artefacto sobre ruedas de cuya parte superior colgaban los goteros, se dirigió al cuarto de baño. Vi su espalda —era fácil verla gracias a esas esperpénticas y humillantes batas de hospital que se atan por detrás—, los omóplatos sobresalían alarmantemente y fui consciente de que adelgazaba de forma galopante. Era lo normal, pero yo me resistía a admitirlo.

    Abrió la puerta, encendió la luz y con la mano me mostró algo que había en el suelo.

    —Qué te parece eso —me dijo.

    Era la cuña, o la planchuela —dependiendo del lugar, la llaman de una u otra forma—, el artilugio que utilizan los enfermos para sus necesidades. Había una deposición bastante llamativa y ella me la mostraba con un triunfante gesto de satisfacción y alivio.

    No pegué un brinco porque aún estaba algo dormido, pero grité tal «aleluya» que se debió oír en la otra punta del pasillo. Al fin se le ponía en movimiento el intestino… O al menos eso parecía.

    Más bien lo parecía. Lloró de alivio, de alegría, de rabia, de todo cuanto a uno se le puede pasar por la cabeza tras tantos días sometida a aquella pertinaz tortura indigna. Hasta le hicimos una foto a la planchuela.

    —Al fin, meu Emi, al fin «me anda la tripa»

    Le di tan fuerte abrazo, que casi le descoyunto el tórax. Luego nos besamos con toda la pasión e impetuosidad que provocan esos momentos de felicidad extrema. Le acaricié su desnudo cuero cabelludo. Solía hacerlo con frecuencia. Cada vez que la besaba tomaba por la nuca con la palma de mi mano su cabeza desprovista de cabello, y ella respondía de la misma forma atrayéndome con fuerza, con una demostración de amor tan terriblemente desesperada e intensa que te dejaba por completo hipnotizado y rendido ante un poder tan fuerte.

    Ese día era viernes, y durante los siguientes días siguió haciendo sus deposiciones de forma regular..., pero el martes dejó de hacerlo.

    Ese martes su intestino se volvió a negar de nuevo a funcionar. Volvió a decir que no. Por mucho que me afanara yo restándole importancia y tratando de animarla con argumentos más o menos peregrinos, «cómo vas a hacerlo con lo poco que has comido», la verdad es que otra vez el miedo y la sospecha de que había una vuelta atrás planeaba amenazante sobre nuestras cabezas. ¡Dios, qué maldita mala aliada es la perra suerte cuando te mira con su cara negra y se ensaña hasta sumirte en la miseria!

    —¿Creías que salías de ésta? —parece que te dice mientras te mira de reojo y con cierta sorna te sonríe— Pues ya ves que no. Dios mío, por aquí, Dios mío por allá... Naaaa... La única que administra la fortuna o la desgracia sigo siendo yo, la suerte. Y ahora no ando con humor para dedicar mi tiempo a tu persona.

    Y adiós muy buenas. Los consomés que había tomado el día anterior, empezaban a dar muestras de su estancamiento porque el vientre comenzaba a hinchar de nuevo. Y vuelta una vez más a los enemas, y al ayuno ingrato y pertinaz, y al abatimiento, y a fijar la vista en el gotero con la desesperanza más amarga…, y a llorar.

    Mayo. El día 8 fue domingo. Como todas las mañanas la apremiaba a levantarse y ella reaccionaba casi de inmediato. Luego íbamos al cuarto de baño, la ayudaba mientras se duchaba, se acicalaba ante el espejo y vuelta al cuarto. Pero ese día no se levantó en el momento en que la llamé. Ni a la segunda ni a la tercera vez. Y cuando me acerqué a la cama y le pregunté:

    —Nena, ¿te encuentras bien?

    Fue cuando reaccionó y trató de incorporarse. Se sentó en la cama con los pies colgando fuera y le puse las zapatillas, luego la ayudé a levantarse y en ese mismo instante se cayó. A plomo. Le fallaron ambas piernas de repente. Pude sostenerla malamente pero se me fue escurriendo irremediablemente al suelo. Se me escurrió. Se me fue al suelo. ¡Dios mío, nadie sabe lo que pesa un peso muerto! Y el alma, mi alma, se me escurrió también, se cayó con ella. Ni puedes sospechar lector amigo cuánta pena, no puedes ni imaginarte cuánta desdicha y amargura pasaron por mi pecho al ver al ser que tanto quieres, desvalido, escuálido y que inspira tanta compasión allí en el suelo. Cuánto dolor, Dios mío, viéndola allí tirada, mirándome con desconsuelo, suplicando misericordia con la mirada y musitándome:

    Meu Emi…, no puedo.

    Oh, Virgen Santa, quería yo también tirarme allí a su lado y abrazarla, apretarla con toda el alma contra mi pecho y gritarle con toda la fuerza que me permitieran los pulmones por la rabia que en ese instante me consumía:

    —¡Cuánto te quiero, miña nena, cuánto!

    Estirándome mal como pude, logré alcanzar la alarma y activarla, y cuando vino la enfermera la incorporamos y tendimos en la cama. Estaba como confusa, aunque no muy alterada. Desconcertada.

    —Esta quimio nueva me deja sin ninguna fuerza, Emi, no sé lo que me pasa —musitaba.

    La verdad es que «esa quimio nueva» era el último recurso al que se agarran los oncólogos cuando no hay mucho que hacer por el paciente. Si la que te aplican no hace efecto, el protocolo indica administrar el fármaco siguiente de la lista, el último que queda, y que normalmente no funciona porque el destrozo ya está hecho y no tiene vuelta atrás.

    Ese domingo ya no se aseó en el cuarto de baño, ya no la ayudé a ducharse, lo hicieron las enfermeras con ella postrada sobre la cama. Poco a poco se fue apagando. Hablaba con soltura y se expresaba sin evidencias plenas de que se acababa, pero algo en ella manifestaba que no había ya vuelta atrás. Estaba claro. Se moría a miña nena, se me iba mi mujer.

    Esa noche fue terrible, y la del lunes también lo fue. Las pasé sin apenas pegar ojo observando desde mi sofá el balanceo irregular de su pecho al respirar. Comprobaba con angustia que volvía a repetirse igual proceso que el que un año antes había experimentado en iguales circunstancias con la muerte de mamá: respiración cadenciosa de lentitud extrema con ronquido y caída brusca de su pecho al exhalar. Estertores de agonía.

    El día 10 de mayo tuve que tomar la decisión más elemental, y al mismo tiempo más terrible, de mi vida.

    —Puede haber sufrimiento —me dijo el internista—. Cuando hay dificultad respiratoria, no es buena señal. Puede decidir usted por una de estas dos opciones: dejarla fallecer sin más, o sedarla. La diferencia son dos o tres horas con dolor esperando a que se muera…, o que se vaya algo más tarde, sin dolor, sedada.

    Evidentemente, ni siquiera lo dudé. El médico me dio en el hombro una cálida palmada de sentida condolencia, y procedió a la sedación. Eso sucedió sobre las nueve o nueve y media…, a las once y media falleció.

    No lloré. Que alguien me lo explique, pero la verdad es que en el momento de su muerte no lloré. Algo en mi interior me lo impedía. Todos los que estaban a mi lado, hijos, hermanos y cuñados sí lo hacían, pero yo no. Quizá ya había llorado lo bastante como para haber secado durante los ocho años largos que viví a su lado la agonía de la maldita enfermedad, quizá que mi organismo se estaba reservando para supurar llanto a mansalva durante la futura negra etapa que tenía por delante…, como así había sido y así mismo sucedió después. Porque a pesar de que, con lentitud desesperante, la amargura va menguando, el llanto es mi constante compañero en el quehacer diario cuando no me encuentro acompañado. Si lo estoy, intento controlarlo.

    No lloré porque en los dos escasos días que los actos luctuosos estuvieron en vigor, se mantuvo mi alma en vilo, turbada, noqueada incluso, y apenas tuvo tiempo a reaccionar, supongo yo. El caso es que desde que ella se murió estoy tratando de adaptarme, aprendiendo a convivir conmigo mismo en esta nueva situación. Quizá que ahora veo la vida con distinta perspectiva; quizás, como antes dije, ande mi cabeza divagando y profundice en ciertos temas que me llevan a determinada confusión o incluso a desvariar. No lo sé. Si acaso juzga tú, lector, tras haber leído estos tres sucesos que acto seguido paso a relatar, si desvarío o no.

    En efecto. Tres sucesos me marcaron e impactaron desde que ella se murió. Tres sucesos que, como digo, quizá muchos lectores interpreten como fruto del azar o la casualidad; la excusa típica a que recurre el ser humano cuando a un hecho no le encuentra explicación. Pero yo sí se la encuentro. Es el clavo al que me agarro. Mi recurso a la esperanza. La fuerza que me impulsa en estos críticos momentos y que me inunda de alegría el corazón.

    Porque aunque yo no pueda verla, ni tocarla, ni escucharla intuyo que anda por ahí. Definida de otra forma bien distinta a esta nuestra material, y cuyo modo de poder comunicarse no se condiciona a los sentidos, sino a otra conexión distinta que se escapa a nuestro alcance limitado y por lo tanto a nuestro humano sensual.

    Y con estos tres sucesos que ahora contaré, sé que trata de decirme: «Emi, no me he ido todavía. Sigo aquí a tu lado. Muy cerquita. Estoy perfectamente al tanto de todo cuanto hay». Sí, la presiento. Dulcemente se me instala en la memoria y me acapara el pensamiento. Por eso quiero que tú juzgues, lector amigo, y deduzcas si con estos sentimientos lo que preocupa es mi intelecto o el corazón... O ninguno de los dos. Te cuento…

    CAPÍTULO 2

    SEÑALES

    Tras cuatro años largos de noviazgo, nos casamos un 8 de septiembre del 90. Veintiséis, hace por tanto. Veintiséis años pasaron hasta el momento puntual en que este párrafo redacto. Como toda ceremonia que se precie, entre el acto religioso y el ágape nupcial también tuvo la nuestra el protocolo habitual: los novios posan para el reportaje gráfico y visual en un entorno acorde con tan romántica celebración. El vídeo y fotos de recuerdo para la posteridad. Todo de lo más tradicional.

    El tema musical central de nuestro vídeo es una creación de cierto autor británico mundialmente conocido: Phil Collins. Do you remember, ése es su título; una canción romántica ciertamente idónea para la ocasión. Y como es lógico y natural, máxime si transcurre el matrimonio felizmente, nunca por lo que representa se te va de la cabeza tan inolvidable melodía.

    A partir de entonces, cada vez que nos hallábamos en algún lugar donde sonaba el tema, la miraba yo, me miraba ella y sonreíamos al unísono en mutua connivencia. Naturalmente, con el tiempo fue perdiendo intensidad nuestro intercambio de miradas tan cargado de nostalgia, pero no complicidad. Por eso, si cuando aún después de muchos años de casados surgía la ocasión, yo la miraba y con un mohín gracioso en la expresión, me contestaba ella:

    —¡Que ya lo estoy oyendo, pesado!

    El 17 de marzo del 16, vuelvo a repetir, fue la fecha de la última sesión de quimio que recibió en Madrid. Se me había ocurrido el día anterior, para huir del tedio, llevarla al teleférico tras la sesión y distraernos desde el aire con las vistas de una parte de la ciudad. Siempre solía salir con fuerzas suficientes como para recrearse con estos menesteres, y nos quedaba aún la tarde entera para relajarnos antes de volvernos para Lugo el 18. Pero ese día, tras el tratamiento, tan siquiera le quedaban fuerzas como para mantenerse en pie. Así pues, regresamos a la habitación y se acostó.

    El 19 de mayo, jueves, justo una semana después de haber dado sepultura a sus cenizas, me encontraba con mis hijos en Madrid. Estudian. En la Politécnica él, en la Complutense ella. Ese día, a esa hora, asistían ambos a clase en su respectiva facultad. Habíamos quedado para comer; y para ir pasando la mañana, melancólico, atribulado y solo, no se me ocurrió otra idea que consumar aquella otra que en su día se me había ocurrido. Y me subí al funicular.

    Mientras rumiaba en solitario mi congoja en aquel pequeño receptáculo, se puso la cabina en movimiento. Y fue precisamente en ese instante cuando comenzó a sonar Do you remember. No pude evitarlo. Me eché a llorar.

    *******

    En el año 2000, a través de su programa Tablero Deportivo, Radio Nacional de España organizó un certamen literario para toda España que estuvo vigente el tiempo que duró la temporada. Fue el Primer Certamen Nacional de Relato Corto Deportivo. Cualquier persona interesada podía enviar su obra, y a lo largo de los ocho meses que estuvo el certamen en antena, se iba nombrando un ganador del mes cuya obra era leída en el programa del último domingo del mes correspondiente.

    Resulta que un domingo del mes de abril del año 2001 leyeron un relato cuyo título, Ciento Treinta, me resultaba ciertamente familiar. Era el mío, mi relato. Lo había enviado unas semanas antes y resulta que al final no sólo había sido el ganador del mes, sino el absoluto del certamen. Así lo decidió El Ojo Crítico de RNE y me lo confirmaron al poco tiempo a través de otra llamada.

    En la misma me informaron que a lo largo de la próxima campaña Radio Nacional tenía previsto organizar la ceremonia del deporte; fastuoso evento, me dijeron, en el que aparte de entregarme el galardón, también se haría extensivo el homenaje a los mejores jugadores de fútbol y baloncesto de esa temporada elegidos por la cadena, a la sazón, Victor Fernández y Velimir Perasovic, pertenecientes al Villarreal y Fuenlabrada respectivamente.

    Al final la gala no se celebró —razones de presupuesto, se excusaron— y un día del mes de mayo del 2002 me llamaron para entrevistarme por la radio.

    Viaje para dos personas de ida y vuelta en avión, estancia de una noche en un hotel de gran renombre de Madrid, taxi recogiéndonos en la puerta para los desplazamientos, agasajos a destajo, en fin…, lo más parecido al sueño dorado que ansían muchos matrimonios. Un sueño de apenas cuarenta y ocho horas, pero sueño al fin y al cabo, cuyo argumento bien podía competir con el del título de Berlanga, Esa pareja feliz.

    Chema Abad y Santiago Peláez eran los periodistas radiofónicos. Dedicaron buena parte del programa de esa tarde a entrevistarme. El trato fue exquisito, señorial. Entre fase y fase de la entrevista, cortaban para conectar con los distintos campos donde los partidos de esa jornada deportiva se estaban celebrando. Y al final reprodujeron en antena, otra vez dramatizado con la voz de actores de Radio Nacional, mi relato corto deportivo. Nos agasajaron con regalos varios y nos despedimos con abrazos y deseos de próximos encuentros. Emocionante. Inolvidable.

    María se quedó completamente embelesada tras aquella especie de aventura matrimonial. Siempre la guardó en el alma como un recuerdo delicioso; y no exagero si aseguro que en cierto modo contribuyó a fortalecer nuestro vínculo conyugal. Fue maravilloso.

    El hotel podía ser, y de hecho aún hoy lo es, de gran renombre y fasto, pero una vez de vuelta a casa nunca más nos acordamos ni del nombre ni tampoco de su ubicación. Y bien que nos dolió. Resulta un tanto contradictorio, pero así fue. Por eso cada vez que volvíamos por Madrid —los últimos cuatro años, por desgracia, con más frecuencia de la cuenta—, la frase consabida se repetía con bastante asiduidad:

    —¡Ay, Emi, cuánto me gustaría volver a ver aquel hotel…!

    Por más vueltas que dimos por la capital, nunca más volvimos a encontrarlo... Hasta el día aquel.

    El día 19 aquel del mes de Mayo, el día en que subí al funicular, tenía la tarde entera por delante y decidí irme a pasear. La verdad es que andaba con la idea de comprarme unos zapatos y, aunque no muy convencido, ésa era en un principio mi intención. La tarde era sumamente calurosa y más que a pasear invitaba a echar la siesta; pero una fuerza interna me obligaba a caminar y ni siquiera aquellos bancos a la sombra de los pinos en el Parque del Oeste me tentaron. Así es que me puse a andar. Sin rumbo fijo.

    Me hospedaba en los alrededores de Moncloa —muy cerquita de los pisos que mis hijos tienen alquilados con otros compañeros—; así es que aunque mis paseos se enmarcaban en un área circundante con la plaza, dada la proximidad, de vez en cuando me acercaba hasta la otra plaza, la de España y ascendiendo por Callao llegaba a Sol.

    No era el caso el de ese día. Ese día di dos vueltas por Argüelles, bajé por Buen Suceso y, dejando atrás Marqués de Urquijo, atravesé de nuevo la Calle de La Princesa y subí por Alberto Aguilera. Pasé frente a la Universidad Pontificia de Comillas y me paré a tomar un café en Asador Aranduero; local donde a mediados de noviembre del pasado año habíamos comido todos juntos para celebrar el título de graduado de nuestro hijo Alejandro, el mayor. Es ingeniero. Aeronáutico. Mientras esto escribo anda a vueltas con el máster.

    Cogí por la Calle Vallehermoso y al llegar a Rodríguez y San Pedro giré a la izquierda con la intención de regresar, pero cuando llevaba andando ya un buen tramo, una voz en mi interior me dijo: «vuélvete»... Y me volví.

    Te juro que no sé por qué, pero me di la vuelta y observé el lado opuesto de la calle por la que transitaba. Había algo allá en el fondo, a unos ciento y pico metros, que me resultaba familiar. Volvía a repetirse cierta historia que muchos años antes ya viviera, con la sola diferencia de que ahora, en el lugar de Burgos, el sitio era Madrid. Pero esa historia, lector amigo, a ti te está aún por llegar.

    Si alguien circula por la citada calle rumbo a la calle San Bernardo, observará que cuando ésta entra en la plaza del Conde del Valle de Súchil, lo hace a través de un amplio y corto túnel que atraviesa un edificio; un acceso parecido al de Moncloa, donde arranca la calle Fernando el Católico. Me dirigí hacia allí acelerando el paso, algo me empujaba, y tras rebasar el túnel accedí a la plaza.

    —Esto yo lo he visto antes —me dije.

    Me resultaba conocido el parque, y las terrazas de las dos cafeterías que hay enfrente, y la fuente que hay al fondo a la derecha según se mira desde el túnel, por la parte de la plaza que da a Alberto Aguilera… La fuente…

    Me acerqué a la pequeña fuente. Algo palpitaba en mi cabeza. Y cuando estaba ya llegando a ella, observé el edificio de la derecha según bajaba... Dios mío... Allí estaba.

    Elegante y suntuoso, ocupando buena parte del ala sur de la bonita plaza, con su fachada en color rojo y crema, las banderas en la puerta…, exactamente igual que yo lo recordaba. Exactamente igual que lo hubiera recordado ella. Era el hotel. El Gran Hotel Conde Duque de Madrid. Nuestro hotel.

    Estuve allí un buen rato observándolo con atención, intentando descubrir cualquier detalle que me retrotrajera catorce años atrás, pero sin atreverme a entrar a echar una mirada. Por el contrario, me di la vuelta y me fui a sentar a una de las mesas de las terrazas de las cafeterías de allí arriba a tomarme una cerveza.

    Las emociones se agolpaban en mi pecho. Aún estaba dándole vueltas al suceso de la mañana de ese día dentro del funicular y ahora me pasaba esto.

    —¿Pero cómo diablos llegué yo a este lugar? —me preguntaba— ¿Cómo puede ser esto posible con lo grande que es Madrid? ¿Otra casualidad? Pero si hace apenas seis o siete meses que estuvimos ahí al lado, a unos doscientos o trescientos metros, comiendo…

    Debían ser las ocho y pico de la tarde y me encontraba a gusto allí sentado. Hacía calor, pero a la sombra de los árboles se estaba bien. Sentía paz, sosiego, satisfacción, un cierto bienestar espiritual en general. La soledad, mi compañía habitual desde que ella me dejó, estaba ausente, no me obligaba a percibir con tanto encono su presencia amarga y fría. Era como si algo la espantara.

    Abrazando con las manos el vaso de cerveza cavilé que a lo mejor no estaba solo. Quién sabe. Quizá que alguna de las tres sillas que había al lado de la mesa no estaba tan vacía. Quizá estuviera ella allí sentada. Mirándome a la cara. Sonriendo.

    *******

    La clivia es una planta de hojas largas, más o menos anchas y de color brillante verde oscuro. Brotan desde abajo en dos grupos dispuestos a los lados del escapo floral y se separan hacia arriba. De cada una nace un solo escapo —central, largo y rígido—, y al final de cada escapo brota una hermosa flor de color naranja, rojo o amarillo.

    Nuestra clivia florece habitualmente por el mes de abril —en marzo algunos años—, y tras dos o tres semanas de vistosa lozanía, los pétalos comienzan a caer. La tenemos en el pasillo, el exterior, que es donde mejor se encuentra porque tiene mucha claridad. Junto con otras cuatro plantas le prestan al entorno un ambiente plácido y acogedor. Todas tienen sus encantos, pero cuando florece nuestra clivia… no hay color.

    El 14 de agosto de ese año 16, a eso de las nueve y media entraba yo en mi casa. Anochecía, y a pesar de dar la luz de la escalera, la visión era difusa. Aún con todo, y aun siendo como soy no muy buen observador, mi vista se clavó en la clivia: había visto entre sus hojas una mancha blanquecina resaltando entre el tupido verde oscuro de sus hojas; así es que me acerqué y apartándolas cuidadosamente escudriñé.

    Lo que vi me sorprendió. Abriéndose camino hacia la luz, un par de delicadas florecillas de color naranja trataban de asomar a toda costa en la procura de alcanzar el exterior sobre las hojas. Lucían varios pétalos ya abiertos y otros tantos aún cerrados estaban próximos a florear. A pesar de todo no le di más importancia y medio lo olvidé... Hasta el día siguiente.

    Al día siguiente, festividad de La Asunción, me encontraba yo asistiendo a misa; confieso que un tanto absorto pues por esas fechas aún recientes al fallecimiento no lograba concentrarme por completo en lo que estaba haciendo. Pero hete aquí que a punto ya de dar el párroco la bendición, mis ojos se fijaron en un pétalo que en ese instante se caía de unas flores que adornaban a ambos lados del sagrario. Y cuando, tras la bendición, concluyó el oficiante: «…quiero felicitar a todas las Marías en el día de su onomástica…», en mi cabeza se hizo todo claridad y volvió la imagen de la clivia a abrirse paso con perfecta nitidez.

    María era muy devota de la Virgen. Tenía en su mesilla tres estampas que aun mantengo y que no pienso retirar. Hace ya unos cuantos años, al poco de enfermar, vino a hacerles compañía a las estampas otra virgencita. Se la regalara Loli, una amiga muy querida, para ayudarla a combatir con más confianza y fortaleza los momentos más inicuos de la enfermedad. Era una estatuilla chiquitita muy bonita que no llegaba ni de lejos a un palmo de los suyos y por la que sentía un cariño y devoción extraordinarios. Murió su amiga Loli, por desgracia, pero la pequeña virgencita permaneció a su lado el resto de su vida. Siempre en su bolso o en su mesilla estuvo hasta que también María se murió. Y el día en que murió se fue con ella. De eso me hice cargo yo.

    La Santiña, la llamaba. Era a la vez la Virgen y su amiga fallecida. Cuando salíamos para Madrid o Barcelona, nunca la olvidaba. La cogía de su mesilla, la besaba, la introducía en la funda de unas gafas y con gran delicadeza la metía en el bolso. Cuando la angustia la embargaba, echaba mano de la santa y la apretaba en su regazo.

    Se murió con ella. Siempre junto a ella. Como uña y carne. Abrazada entre sus manos. María es el nombre de la Virgen y María se llamaba ella, mi mujer. Se fueron juntas a la tumba. Así se fueron, unidas hasta el último momento. A mí sólo me quedó la funda; la funda de unas gafas reciclada para hacer de albergue a La Santiña, una funda ahora inútil y vacía, como vacía se quedó mi alma desde que ella me dejó.

    Nuestra planta nunca más de cuatro flores dio, porque solo cuatro clivias tiene la maceta, hasta que este año no dio una, sino dos. Una de ellas a destiempo, porque ésa, la segunda, se la reservó para que tuviera que lucir en su momento: el día de María. El día de La Asunción.

    En la época en la que ella se moría, la planta estaba en toda su completa lozanía y, tras fallecer María, sus flores comenzaron a caer. La que nació a destiempo, la de agosto, aguantó hasta septiembre, hasta el día 12 exactamente. Qué curioso, la víspera estaba aún la flor lozana y en esa fecha seca por completo. El 12 de septiembre. No podía ser de otra manera: el día 8 celebraríamos nuestro aniversario y el día 11 cumpliría mi mujer cincuenta y cuatro años.

    Aunque a mí me resulta extraordinario, es más que probable que todo lo que cuento sean sólo simplemente anécdotas, meras casualidades. Yo no quiero verlo así porque sigo tan ligado a su memoria que no puedo verlo de otra forma. De hecho aún sigo llevando encima, o teniendo a mano, algún objeto que en otras circunstancias en absoluto llevaría... Como el móvil. Su móvil. Sigue en su mesilla, haciendo compañía a las estampas de La Virgen. Si por curiosidad lo enchufas, meu amigo, para cargar su batería, tras marcar el PIN comprobarás que el fondo de pantalla sigue aún luciendo con perfecta nitidez y colorido aquella foto que ella misma hiciera años atrás: la de las hermosas flores de color naranja de la clivia. Nuestra clivia.

    ********

    Estos tres sucesos que acabo de narrar, son tres experiencias que he vivido apenas a tres meses de haber ella fallecido. Y digo haber vivido por expresarlo de algún modo, pues soy consciente de que más de un querido amigo que este libro esté leyendo pensará que, influenciado por la pérdida sufrida, no ando en mis cabales y alucino o desvarío.

    Pues no lo sé. Puede ser. La verdad es que la echo tan muchísimo de menos que hasta mi ego más sensato y racional lo pone en duda y se pregunta si todo cuanto cuento —o el enfoque que le doy— no será más bien fruto de mi estado, de mi imaginación. El deceso sigue aún tan reciente y vivo, que de vez en cuando también yo los pongo en duda y ya no soy capaz siquiera de poner en orden mi propia realidad. Mis ojos ven ahora todo con un tono un tanto más grisáceo y empiezo a sospechar que eso de ser feliz pudiera ser una chorrada en toda regla. Hace varios años que he dejado de creer en ese dicho popular que afirma que la vida es bella. Qué absurda estupidez.

    Qué bello es vivir… Tal vez no lo sea tanto. Aunque yo no vea a mi querida ángel de la guarda, sólo la presiento, quizás Frank Capra en su película quiso exponer un caso similar al mío. Tal vez. Mientras María permaneció en el hospital, apenas si hubo un solo día en que dejara de llover. Y al siguiente día de fallecer cayó tal chaparrón, que casi hay que salir del tanatorio en barca. Fue como si los ángeles del cielo lloraran todos juntos sin consuelo la pérdida de mi mujer.

    Como le sucedió a James Stewart en el film, cualquier día de estos decidirá que ya no me hace falta, dejará de sugerirme cosas con señales y se irá con ellos. Se habrá ganado ya sus alas en el cielo y yo oiré sonar la campanilla en algún sitio. Aunque quizá ni me dé cuenta. Espero verla allí de nuevo.

    *******

    Siempre es demasiado pronto para morir. Aunque estés metido en la centena y tu cuerpo ya no pueda seguir dando más de sí, siempre es demasiado pronto para morir. Tu espíritu se rebela, sigues aferrado como un garfio a esta vida perra porque siempre te parecerá que ha sido demasiado corta. Por eso todos renegamos de la muerte. Tenemos este mundo arraigado hasta los tuétanos.

    Pero también es cierto que todo tiene su momento, y el ser humano viene programado para morir de viejo. Hay un chip en tu cerebro que procesa eso. Algo que te dice que el morirse cuando tienes que morirte —por razones de la edad—, es lo normal; sin embargo, si sucede que el nefasto desenlace llega anticipadamente, la alarma que se activa en estos casos te produce un caos mayor. Cuanto más corta es la edad, tanto más fuerte es el impacto. El shock.

    A mi madre le llegó la muerte por su pie. Cuando le tuvo que llegar: con la maleta al lado y esperando al tren en la estación. Andando y no corriendo. Y avisando por megafonía. Como debe de llegar. Cuando mi madre falleció, sufrí un golpe descomunal, brutal, mas no experimenté igual sensación que con el óbito de mi mujer. Mamá era muy mayor. Sí.

    María no lo era. María no murió de vieja. Contaba solamente con 53 cuando la muerte vino a verla. Sólo 53. Ni pensaba aún en la maleta.

    III. LOS AÑOS DE LA INOCENCIA

    CAPÍTULO 3

    LA MALDICIÓN DEL 53

    Mis padres se casaron en el 53. Mi padre murió de cáncer con 53. No voy a negarlo, yo sentía cierta aprensión por cumplir los 53. No me pasó nada. A mí no, pero sí a mi mujer: a los once días de cumplirlos, le diagnosticaron cáncer. De ovarios. Falleció ocho años después. Con

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