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Astrathia: Escape del Infierno
Astrathia: Escape del Infierno
Astrathia: Escape del Infierno
Libro electrónico480 páginas6 horas

Astrathia: Escape del Infierno

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La gigantesca nave colonizadora Astrathia está perdida en el espacio. Un laberinto de metal donde la supervivencia es una lejana esperanza. Durante 66 años, sus diez mil pasajeros han quedado a la deriva, organizándose en colonias que luchan sin tregua por los recursos.

Samanta Luket, una ingeniera novata, deberá iniciar un viaje junto a una expedición en busca de comida. Tras una emboscada, Samanta es dada por muerta. Sus compañeros la abandonan y es capturada por un monstruoso adversario.

El terror se siente en las entrañas.

Nadie puede escuchar tus gritos en el vacío.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 may 2024
ISBN9789566386087
Astrathia: Escape del Infierno

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    Astrathia - Pablo Vargas

    CAPÍTULO 1 • La cacería

    Desplegado sobre la mesa, el plano en color azul mostraba la popa de la nave en cuya parte inferior se indicaba el emplazamiento de los seis poderosos motores que mantenían funcionando el igual número de enormes turbinas que, a su vez, propulsaban la nave por el espacio. En dichos motores se encontraba el territorio de los infames caníbales.

    La Colonia Omega, también conocida como la Colonia Maldita, se ubicaba en la aleta de estribor y, junto a ella, otras cubiertas que habían sido desocupadas tras quedar en la ruina después de la Gran Guerra, como se le llamaba popularmente a la Guerra de Independencia acaecida veinticuatro años atrás. Ahora, el abandonado asentamiento semejaba una ciudad fantasma, aunque se rumoreaba que actualmente la habitaban todo tipo de monstruos salidos del averno. La colonia sobrevivió al conflicto armado. Gran parte de su población alcanzó a ser evacuada, pero los que quedaron atrás fueron masacrados o esclavizados. Los refugiados sufrieron el rechazo de las otras colonias, donde muy pocos consiguieron entrar, de modo que se vieron obligados a vagar por la nave y a poblar otras cubiertas, modificándolas para hacer posible la vida en ellas.

    A la izquierda del plano, en la aleta de babor, se podía apreciar la ubicación exacta de la Colonia Tau representada con un gran círculo. Durante la Gran Guerra, la Tau había tenido una suerte distinta a la de su compañera, la Omega. Estructuralmente se mantuvo intacta, aunque, al tener que aportar tropas al frente de batalla experimentó muchas bajas durante el conflicto. Con la destrucción de la Colonia Omega, la Tau se convirtió en el último asentamiento humano civilizado hacia la popa de aquel mundo de acero, y el más alejado de la civilización, pues la mayor parte de la población vivía hacia el centro y proa de Astrathia, en las colonias de mayor tamaño u otras cubiertas acondicionadas para la vida humana. La Sigma, la capital de popa, se consideraba la segunda más grande de la nave, mientras que la Colonia Alfa, ubicada más hacia proa, como lo indicaba el plano, era las más populosa, de mayor tamaño y capital absoluta de la Confederación de las Colonias Unidas, facción dominante al interior de la nave.

    El plano se hallaba sobre una mesa de metal adherida al piso de acero. Tres hombres lo rodeaban. El primero, el teniente Dhan Deket, era un militar con una marcada fidelidad hacia la Colonia Tau, donde vivía y ejercía un cargo dentro de las redes de seguridad. Siendo muy joven se había enrolado en las fuerzas armadas siguiendo los pasos de su padre, que había muerto luchando en la Gran Guerra. Frente a él, al otro lado de la mesa, se hallaba el sargento Toshiro Mifune, un tipo de baja estatura, pero bastante robusto, de gruesos brazos y enormes manos. Sus ojos rasgados evidenciaban antepasados muy distintos al del resto de los habitantes de la Tau. Ostentaba un bigote largo pero delgado que descendía por ambos lados de la boca y una pequeña barba rala e hirsuta en el mentón. El tercer hombre, Tadeo Torres, de cincuenta años, con el cabello encanecido y bien peinado, vestía el overol amarillo de los ingenieros.

    La habitación en la que se encontraban era tan estrecha que apenas había espacio para moverse, situación común en la mayoría de las estancias de la nave.

    —Ésta es nuestra posición —el teniente Dhan Deket tocó el plano con los tres dedos centrales de su mano derecha señalando el sector en el que se encontraba la Colonia Tau—, y este nuestro destino —movió los dedos sin levantarlos del plano trazando una línea que atravesaba el Patio de Maquinarias para luego bajar por el Reactor-2 hasta llegar a la Cubierta de Refrigeración—: allí es donde las manadas de gusanos verrugosos anidan y se alimentan. Se encuentra a poco más de un kilómetro de distancia, tardaríamos una o dos horas en ir y volver si no encontráramos problemas, pero, como ya sabrán, la situación actual no es tan simple. En la misión de cacería del año pasado, los caníbales bloquearon los corredores y nos vimos obligados a enfrentarlos; matamos a una docena de ellos, perdimos parte de la guardia y a todo el equipo de ingenieros, un total de nueve bajas. Permanecimos tres días atrapados en el Reactor-2. Para peor, Mylus Tykor, nuestro mejor explorador, fue herido en el cuello y casi muere en el viaje de regreso. Esperemos que en la misión de este año nos vaya mejor —el teniente separó los dedos para abarcar un área más amplia en el plano—. Llevamos un mes enviando personal a investigar las rutas de los reactores 1 y 2. Es prioritario elegir el trayecto más seguro para evitar un desastre.

    —Aquí están los informes realizados por los exploradores —intervino el Sargento Mifune colocando sobre la mesa papeles escritos a mano con pésima ortografía—. Según ellos, no se han producido avistamientos del enemigo en los corredores 4 y 5 del Reactor-2. Sin embargo, hace dos días, Mylus Tykor encontró excrementos humanos y herramientas de los caníbales en el corredor 8 de dicho reactor.

    —Esos endemoniados salvajes se nos han adelantado —Tadeo Torres, el ingeniero jefe, no hizo el menor esfuerzo para esconder su disgusto—. Parecen conocer las rutas como la palma de su mano y, según el contenido de estos reportes, sus correrías no han hecho más que aumentar con el paso del tiempo. Es obvio que buscan expandir su territorio y anexar la cubierta de Refrigeración. No me sorprendería que quisiesen apoderarse de ambos reactores también.

    —Yo no me angustiaría demasiado —lo tranquilizó el sargento Mifune restándole importancia a lo que preocupaba al ingeniero—, los caníbales siempre han recorrido los reactores en busca de basura, comida o chatarra, o hasta incluso de algún pobre viajero perdido para convertirlo en vianda. Personalmente, pienso que solo se trata de incursiones rutinarias en busca de recursos.

    El teniente Dhan Deket volvió a concentrarse en el plano, estudiando cada centímetro mientras se sobaba la barbilla bien afeitada con la mano derecha. En su mente, buscaba alguna solución y creaba rutas alternativas trazando líneas imaginarias sobre el plano deteriorado.

    —Si los caníbales están usando el corredor 8 para transportarse, entonces la solución más evidente sería utilizar el 4 como nuestra ruta segura —dijo finalmente señalando lo dicho en el plano—; es el corredor más alejado del 8, podemos dejar un escuadrón custodiando la intersección con el sector 5 que servirá para cubrirnos las espaldas en el caso de un ataque que nos obligue a la retirada. De esa forma podremos viajar con cierta tranquilidad hasta la cubierta de Refrigeración y volver rápidamente.

    El ingeniero observó las rutas en el plano siguiendo las palabras del teniente. El sector 5 era un pasillo que unía a ambos reactores. Tadeo Torres estaba de acuerdo en disponer centinelas en aquella intersección, pero no concordaba con las deducciones del militar sobre la ruta a tomar.

    —¿Qué hay de estas otras rutas? —dijo indicando en el plano el sector del Reactor-2—. Los corredores 1, 2 y 3 ¿por qué no usarlos? También están alejados del corredor 8, incluso más que el 4.

    Dhan Deket giró el plano hacia el ingeniero para que pudiera contemplarlo claramente con la proa hacia arriba y la popa hacia abajo.

    —Usted es muy sagaz, Torres —le halagó reconociendo cortésmente su capacidad—. Pero, lamentablemente, los sectores que usted menciona son demasiado angostos como para transportar la carga de regreso a la ciudad, las esquinas de los corredores son demasiado cerradas, el ángulo de giro es insuficiente para los carros, quedaríamos atascados y, definitivamente, ni usted, ni ninguno de nosotros, querría que aquello nos ocurriera dentro de territorio salvajes, con tantos bárbaros y monstruos merodeando por ahí.

    Tadeo Torres no era un hombre de acción: se justificaban sus aprensiones. Se encargaba de la mantención de los sistemas de control de la Tau, o al menos esa era su tarea hasta antes de que su predecesor como Ingeniero jefe muriese trágicamente junto con la totalidad de los ingenieros bajo su mando en la expedición del año anterior. Tras el hecho, Torres fue ascendido a su actual cargo para hacerse responsable de transformar a los jóvenes técnicos en los especialistas que la colonia había perdido en la escaramuza. No era un ascenso que le agradara, pues esto implicaba que, en su papel de ingeniero jefe, debía formar parte de la nueva misión de cacería en la lejana cubierta de Refrigeración, donde anidaban los gusanos verrugosos. Tadeo Torres era más un ratón de biblioteca, jamás había salido de la colonia, esta sería su excursión de bautismo.

    —Pues al corredor 4 entonces —aceptó con un suspiro decepcionado—. Y que el viejo Dios cristiano y el Espíritu de la Gran Nave nos amparen.

    El teniente se pasó la mano por la barbilla nuevamente y carraspeó antes de proseguir:

    —Es necesario aceptar que un enfrentamiento contra los caníbales es casi inevitable; cada año, en cada misión, nos hemos topado con alguna de sus rondas. Esos salvajes no poseen armas de fuego como nosotros, pero sí un gran número de guerreros. Es la razón por la que siempre volvemos con bajas —tras un breve momento de silencio, el teniente dirigió su atención hacia el sargento—. ¿Cómo está nuestra provisión de armas y municiones?

    El sargento extrajo del bolsillo de su chaqueta una libreta ajada por el uso y leyó lo que tenía ahí anotado.

    —Contamos con 16 fusiles de asalto, 12 pistolas, 4 escopetas, 23 ballestas y 28 arcabuces, así como una gran cantidad de lanzas, hachas de mano, machetes, cuchillos, bayonetas y varios tipos de armas artesanales; 1.487 cartuchos de 5.45mm para los fusiles de asalto, 326 cartuchos de 9mm para las pistolas, 83 cartuchos de escopeta, 109 virotes de ballestas y 185 proyectiles para los arcabuces. Además, nos quedan 5 explosivos de demolición que no creo que podamos utilizar en esta misión. En cuanto a recursos humanos, tenemos a 62 hombres disponibles, la mitad de ellos veteranos.

    El teniente Deket meditó unos segundos mientras contemplaba una vez más el dibujo de la nave en su detalle. El hombre ideaba una estrategia en silencio, como si planeara llevar a cabo una batalla campal entre los estrechos bloques de acero, tal y como si se tratase de una campaña de la Guerra de Independencia.

    —Nos llevaremos a la mitad de los hombres a la cacería —anunció al cabo de un rato—. El resto protegerá la ciudad. Dejaremos 10 arcabuces y 10 ballestas con munición suficiente como para efectuar 5 descargas por arma. Necesitaremos todo el poder de fuego que podamos llevar, no sabemos con qué nos podremos topar en el camino.

    —¿Cómo que no sabemos con qué nos toparemos? —Tadeo Torres se inclinó hacia el oficial apoyándose en la mesa con las manos empuñadas—. ¿Habla en serio? Pensé que tenía experiencia en este tipo de misiones, teniente.

    —Según esa experiencia —respondió educadamente Dhan Deket, sin dejarse atrapar por el tono del ingeniero—, innumerables situaciones pueden suceder en un viaje de esta clase, muchas esperables, otras impredecibles, diría que la totalidad de ellas indeseables; no solo encontraremos caníbales acechándonos en las instalaciones allá afuera, también numerosas alimañas. Asimismo, existe otro peligro, el de los violentos bandidos que provienen de las cubiertas de las bodegas 7 y 8, quienes normalmente vagan alrededor de los reactores en busca de chatarra para contrabandear en la Colonia Sigma.

    Torres se apartó de la mesa lentamente. Estaba impresionado. Hasta ese momento había asimilado muy poco lo intimidante y abundante que podía llegar a ser la lista de enemigos que enfrentar. Estaba al tanto de los monstruos que pululaban al interior de Astrathia desde el Día de la Catástrofe, pero jamás había visto alguno en persona, o vivo, al menos. En una ocasión, un cazador apareció en la colonia arrastrando el cuerpo inerte de un kudda con el pecho acribillado. La piel del bicho era grisácea y, sobre el rostro desfigurado, tenía unos enormes ojos, tan negros como lo más profundo del espacio. El ingeniero pensó que era tan horripilante como su peor pesadilla. De hecho, la imagen de aquel montón de carne y huesos lo atormentó durante semanas cada vez que cerraba los ojos e intentaba dormir.

    —¿Piensa que el armamento que llevaremos será suficiente? —se atrevió a insistir.

    El teniente sonrió con una actitud confiada.

    —Despreocúpese, señor Torres; iremos mucho mejor preparados esta vez.

    El ingeniero apretó los dientes; creía detectar un ligero dejo de desdén en la voz del militar.

    —Recuerde, teniente, que ya perdimos una generación entera de ingenieros allá afuera —hubiera querido agregar: y yo no deseo agregarme a ella, pero eso solo lo hubiese hecho sonar aún más patético.

    —Descuide. Usted y sus pupilos están en buenas manos —el teniente Deket tomó el plano y lo enrolló en un cilindro—. ¿Algo más que agregar?

    En silencio, los hombres negaron con la cabeza.

    —Bien, pueden retirarse. Vayan a sus casas, descansen, procuren dormir adecuadamente; mañana será un día muy largo.

    —o0o—

    Las colonias de la nave eran poblaciones pequeñas, malamente llamadas ciudades, encerradas bajo un enorme domo circular u ovalado. Contaban con los servicios básicos de toda urbe civilizada, tales como agua limpia, servicios higiénicos, centros educacionales, una gobernación y un pequeño centro de salud con insumos mínimos. En otros tiempos, en otras circunstancias, cualquier herido de gravedad podía ser trasladado sin mayores problemas a la Cubierta Médica ubicada cerca de la proa de la nave, a más de seis kilómetros de la Tau, utilizando el sistema de monorraíl para transportarlo rápidamente. Pero, desde el Día de la Catástrofe, ya no era tan fácil atravesar la nave de un punto a otro.

    El Día de la Catástrofe se denominaba al trágico momento en que, por causas aún confusas, la SCT Astrathia había perdido el rumbo y comenzó su vagar por el espacio infinito sin posibilidades de continuar con su misión de colonización o de volver al Mundo Origen. Aquel día, 66 años antes, sin previo aviso y sin dar ninguna explicación, la antigua tripulación, cerró la totalidad de las claraboyas y ventanales de la nave para siempre, privando de la visión del espacio infinito a todos sus pasajeros.

    Luego de aquel suceso, hicieron su aparición los primeros monstruos. En un principio se trató de breves y escasos avistamientos en diversos rincones de la nave, tomados a veces por alucinaciones. Más tarde, se convirtieron en habituales residentes de las redes de ventilación y de los alcantarillados de los niveles inferiores, sin que las autoridades fuesen capaces de evitarlo o mostraran alguna voluntad de hacerlo. Cuando las caravanas que viajaban de una colonia a otra comenzaron a recibir ataques y los viajeros a ser asesinados, se empezaron a tomar medidas para contener la amenaza, pero para entonces ya era tarde.

    Según el censo realizado el año 63, en la Colonia Tau habitaban ochocientas cuarenta personas, hombres, mujeres y niños. La población era estrictamente controlada para evitar una sobrepoblación, permitiendo a las parejas tener tan solo un hijo. Obtenían agua potable de las cañerías provenientes de la Cubierta de Purificación, que se encontraba a seis kilómetros hacia proa. La comida, por su parte, procedía de las rebanadas de proteínas fabricadas en la Cubierta Procesadora de Residuos, que se hallaba a una distancia similar; las frutas y verduras se producían en granjas hidropónicas ubicadas a kilómetro y medio de la colonia.

    Las grandes distancias por donde debían transportarse tal cantidad de provisiones eran cubiertas por caravanas de mercaderes que recorrían el interior de la nave, deteniéndose en cada colonia para comerciar. Los ataques de bandidos o de los monstruos les obligaba a pagar escoltas que los protegiesen del peligro de la travesía, situación que elevaba el costo del precioso cargamento hasta constituirse en una pequeña fortuna andante. Una rebanada de proteínas podía llegar a costar fácilmente entre 120 y 240 asis —moneda con la que se comerciaba en la Astrathia— lo que equivalía a un cuarto del precio de un fusil de asalto.

    De vez en cuando, el estallido de una guerra complicaba el desarrollo del comercio pues las rutas se cerraban y las caravanas no alcanzaban su destino. La dificultad para aprovisionarse y mantener la vida en la ciudad en aquellas ocasiones había llevado a los ciudadanos de la Colonia Tau a buscar otras fuentes de alimentos no tan agradables como las tradicionales. Aquellos de menores recursos económicos cazaban y criaban ratas o cucarachas que después comerciaban en el mercado de la ciudad, o bien cocinaban y vendían como comida rápida, un buen negocio en tiempos de crisis. Pero la fuente alimenticia más codiciada era la carne de gusano verrugoso, enormes bestias de tres metros de largo, cuyos machos más crecidos alcanzaban el peso de media tonelada. Se contaban entre las alimañas monstruosas aparecidas luego del Día de la Catástrofe. Su piel gruesa y grisácea como la de los kuddas, estaba plagada de asquerosas verrugas que eran la explicación para su nombre. A pesar de su gran volumen, se movilizaban con rapidez, de una manera que rememoraba a los antiguos lobos marinos, focas y morsas del Mundo Origen. Gracias a la formidable musculatura de la que estaban constituidos, se convertían en un plato delicioso en manos de quien supiese guisarlos de manera correcta. El 85% del recetario de la Astrathia incluía carne de gusano preparada en diversas formas: asada, cocida, cruda, picada, molida, fileteada o salteada; de su abultada piel se podía extraer aceite y grasa o fabricar con ella trajes aislantes de gran efectividad. Para poder transportar tales bestias, los cazadores utilizaban carros articulados y autopropulsados puesto que, dado su gran tamaño y peso, era imposible llevarlos de un lado a otro simplemente a pie.

    Tadeo Torres solo pensaba en regresar a su hogar. No sabía si sobreviviría al día de mañana o si acaso su mujer se vería obligada a llorarlo sobre una tumba vacía donada por la comunidad, como se acostumbraba a hacer con aquellos que se extraviaban en los oscuros túneles de la Astrathia y cuyos cadáveres eran imposibles de recuperar. El ingeniero jefe deseaba pasar esas últimas horas antes del viaje junto su esposa. Sin embargo, para su contrariedad, debía, en cambio, reunirse en la pequeña plaza de la colonia con los ingenieros que le acompañarían en la expedición, ascendidos recientemente a su profesión tras una rigurosa instrucción y la aprobación de un examen final.

    El reducido grupo, compuesto por una joven y dos muchachos, ya se encontraba en el lugar aguardando su llegada. No estaban todos los que deberían haber sido; algunos, los mejores en la materia, habían rendido con toda intención un pobre resultado en el examen, a sabiendas de que el siguiente paso luego de obtener el título sería integrar la misión de cacería. Torres observó a sus nuevos ingenieros, nerviosos, cansados, agobiados por lo mismo que a él lo atormentaba. O eran muy valientes o muy ambiciosos. O unos completos idiotas. Por supuesto, la aventura en la que se habían embarcado tendría grandes repercusiones en sus remuneraciones y en el futuro de sus carreras. Si lograban sobrevivir. Solo uno de ellos había llamado la atención por su rendimiento académico basado más en el empeño que en un intelecto brillante. De los otros dos no esperaba demasiado. Mal asunto, pensó Tadeo mientras se plantaba frente a ellos.

    —Mis felicitaciones —comenzó—. No nos vamos a ver la suerte entre gitanos: todos sabemos que no representan precisamente a lo mejor de su generación, pero sí han demostrado un alto grado de superación y perseverancia —recorrió los rostros jóvenes con su mirada y casi sintió lástima por ellos—. Admiro su deseo de progresar, muchachos, y su valentía. La ambición bien dirigida lleva a logros importantes en la vida.

    Los jóvenes permanecían en silencio, sus expresiones reflejaban la ansiedad y la preocupación por lo que habría de venir, el viaje más peligroso de sus vidas. Lo mismo que Torres, no eran gente de acción. La chica se llamaba Samanta Luket, Sam para los amigos, tenía veinte años. Delgada y tonificada por el ejercicio continuo; de baja estatura y ojos grandes y azules, pelo rubio y largo que llevaba suelto y desordenado. A su lado se encontraban Aion Kulltar, un joven regordete y quien resultaba ser el menos habilidoso de los tres. Y Erick Brack, el aspirante que había demostrado mayores capacidades como ingeniero y que podría haber obtenido su grado compitiendo con los mejores de su clase, si no se hubiesen autosaboteado en el examen. El muchacho tenía el pelo castaño y rebelde, era delgado y alto como un spaghetti, su cara bien afeitada le daba la apariencia de un niño a pesar de haber cumplido ya los 24 años.

    El ingeniero jefe suspiró. No tenía más palabras para ellos.

    —Gracias por presentarse, muchachos —dijo finalmente—. Ahora retírense a sus casas, duerman bien, mañana será un día difícil.

    Por un momento, pareció que agregaría algo más, pero, tras un instante de duda, cerró la boca y se retiró cabizbajo. Estaba claro que no era muy bueno con las palabras, y los discursos motivacionales no eran lo suyo. Tampoco era un buen líder, lo tenía claro e imaginaba que los tres nóveles ingenieros también lo sabían, lo que ayudaría en muy poco a obtener su respeto. Las vicisitudes del destino lo habían llevado a un lugar indeseado que ya detestaba con todo su ser.

    —No sé si enojarme o reír —dijo Kulltar volviéndose hacia sus compañeros con el ceño fruncido—. ¿Nos acaba de insultar?

    —No —respondió la muchacha observando aún la figura que se perdía por los pasillos de la colonia—, solo trataba de mantener nuestra moral más arriba que la suya.

    —Yippy —exclamó Erick sin una pizca de entusiasmo—, eso me hace sentir mucho más aliviado. —Dio media vuelta para emprender el camino de regreso al centro de la colonia—. ¿Nos vamos?

    —¿Adónde? —Kulltar lo imitó sin saber la respuesta.

    —¿No lo escuchaste? Hay que descansar. Ya perdimos suficiente tiempo viniendo hasta aquí para escuchar lo que podría habernos escrito en un papel.

    Samanta permaneció en su lugar.

    —¿No vienes? —insistió Erick.

    Ella negó con un ligero movimiento de cabeza.

    —Voy a quedarme un rato por aquí —buscó un escaño y se sentó.

    —Como quieras —Erick comenzó a alejarse junto a Kulltar, pero luego de unos pasos, se giró a medias y añadió—: Oye, si necesitas hablar, ya sabes…

    Samanta le sonrió.

    —Sí, ya sé.

    Agradecía la amistad de aquellos dos, los vio desaparecer a paso lento tras la esquina de un edificio de una planta. Muchos pensaban que una chica tan linda y llena de vida debía tener un círculo social muy activo, con pretendientes intentando conquistar su corazón, pero Samanta era bastante reservada y muy pocas personas lograban pasar la barrera hacia la intimidad que ella misma establecía en cada relación. Solo Rickson Tall, un muchacho fornido, amable y juguetón, había logrado ir más allá, hasta el punto de inspirarla a proyectar una vida juntos. Pero Rickson había integrado el fatídico grupo de ingenieros fallecidos y desaparecidos en la malograda misión de cacería del año anterior. Desde entonces nadie había ocupado su lugar en el corazón de la joven.

    Samanta no tenía familia, a excepción de un tío que iba y venía, cada vez más deteriorado y viciado por su labor como explorador. Su padre, un destacado militar de la colonia, cuando ella aún era una adolescente, había partido en una expedición hacia las deshabitadas cubiertas de estribor de la que nunca regresó. También había perdido a su madre, pero ese era un tema que no le gustaba recordar.

    El murmullo incesante del ajetreo de la colonia invadió sus oídos. Aunque, ayudadas por la tecnología, las colonias mantenían la división día y noche heredadas del Mundo Origen, con horas determinadas de luz y oscuridad; la ciudad nunca descansaba, siempre había tareas importantes que realizar para la supervivencia. Miró a lo lejos, en dirección hacia el negro espacio donde se ubicaba la salida de estribor de la colonia, por donde marcharía a primera hora el destacamento de exploradores, ingenieros y militares que ella misma integraría. Un estremecimiento le recorrió la espina al darse cuenta de que no tenía idea de lo que le esperaba allá afuera. No se había enrolado en el asunto por el ascenso que le esperaba en caso de superar esta prueba, sino por su padre y por su amado Rickson Tall, por seguir los mismos pasos que aquellos hombres relevantes en su vida habían dado antes de enfrentar su final. Pensó que era lo correcto, un acto poético, una manera de obtener algo útil de su existencia solitaria. Ahora, cuando faltaban apenas unas horas para que el viaje se hiciese realidad, sentía que sus entrañas se encogían como alcanzadas por un choque eléctrico, ante la sola idea de que el día de mañana, a esa misma hora, podría ser parte del menú de las bestias que habitaban los recovecos de la nave y que hasta entonces solo conocía por alguna mala fotografía en un mal encuadernado manual de sobrevivencia.

    —Dios, ¿qué he hecho?

    —o0o—

    La noche artificial en la colonia se acercaba, las luces comenzaban a extinguirse en los rincones invitando a la hora de dormir. Había, sin embargo, una habitación donde aún reinaba la claridad: era la oficina del gobernador de la colonia, Harlow Hann, quien recibía la visita de un viejo amigo.

    —Acabo de terminar la reunión con el ingeniero jefe y el sargento Mifune —el teniente Dhan Deket se sentó en una de las sillas y trató de relajarse—. Tadeo Torres no tiene mucha fe en el plan, está asustado y no puedo culparlo; será su primera incursión fuera de la colonia y la tragedia del año pasado no ayuda mucho a incentivar su confianza.

    —Despreocúpate —lo tranquilizó el gobernador acomodándose en el sillón de cuero, su favorito—, encontrará la valentía durante el viaje, te lo aseguro.

    —Así lo espero. ¡Condenados caníbales! ¿Por qué tienen que hacer tan difícil nuestra existencia?

    —Los caníbales solo son lo que son, Dhan; su presencia se debe a los pecados de otros.

    —¿Se refiere a la Antigua Tripulación?

    —Claro que sí —Harlow Hann giró en el sillón y dirigió su mirada a la imagen en acuarela de la SCT Astrathia que colgaba en la pared—. Cuando la Antigua Tripulación gobernaba la nave con su dictadura de mierda, muchos colonos migraron hacia popa para librarse de su dominio. Se asentaron en el Motor-3, uno de los más grandes de los seis que tiene la nave, y vivieron durante un tiempo en paz y en libertad, pero el constante ruido que emitía el motor terminó por enloquecerlos. Cuando intentaron regresar a la civilización, la tripulación les bloqueó todas las salidas dejándolos atrapados en los motores, aislados y muriendo de hambre. Al final, la demencia y la falta de alimentos terminó por doblegarlos y muy pronto comenzaron a devorarse entre ellos; las madres se comieron a sus hijos, los sanos a los enfermos, los jóvenes a los viejos. Dejaron atrás su humanidad y se transformaron en las bestias que conocemos hoy en día.

    —Sí, he oído esa historia desde que era un crío; también escuché que antes de transformarse en caníbales, los colonos suplicaron a las autoridades que permitiesen salir a los niños, pero ni siquiera a eso accedieron.

    —Muchos años han pasado ya de eso —Harlow Hann se levantó de su sillón y se encaminó a una estantería desde donde sustrajo un libro—. La Antigua Tripulación se encuentra ahora encerrada en la proa de la nave. No se les ha vuelto a ver desde la Guerra de Independencia. O al menos eso es lo que se dice —el gobernador abrió el libro en una página determinada—. Los colonos atrapados en los motores juraron venganza y traspasaron ese odio a las siguientes generaciones; nunca olvidaron y nunca perdonaron, ni siquiera cuando su naturaleza se hizo salvaje.

    El gobernador se acercó a Dhan Deket y le señaló un lugar en la página abierta. El teniente leyó el encabezado: La Guerra de Independencia.

    —La Caída del Reino de la Antigua Tripulación —agregó Deket y luego siguió leyendo en silencio.

    En lo que se llamó la Guerra de Independencia, los colonos se unieron para luchar contra la dominación de la cruel tripulación de la Astrathia. Fue una guerra corta, como todas las libradas al interior de la nave, pero tremendamente sangrienta. Una vez derrotado el antiguo régimen, la gran alianza de colonos se reorganizó en lo que actualmente se conoce como la Confederación de Colonias Unidas, mientras que los vencidos sobrevivientes se confinaron en las cubiertas de proa, aislándose completamente del resto de la nave. Acabaron así los cuarenta y dos años de su dominio total sobre la nave.

    —Es una lectura interesante, te la recomiendo, Dhan. Este libro recopila las guerras entre caníbales, colonos y tripulantes; tal vez pueda inspirarte alguna idea útil para la aventura que se inicia mañana.

    Deket dio vuelta la página. En la siguiente, al pie de ella, el libro mostraba la imagen histórica de los primeros caníbales capturados, los ojos abiertos, la boca muerta exhibiendo los dientes afilados a propósito para obtener más carne en cada mordida. El teniente respiró hondo y exhaló lentamente. Definitivamente iba a necesitar de toda la ayuda que pudiera encontrar, incluyendo la de un viejo libro de historia enterrado en una biblioteca particular.

    —o0o—

    La taberna de la ciudad era pequeña. Poseía un mesón principal que servía de barra, detrás de la cual atendía el tabernero, y tres mesas pequeñas y redondas distribuidas por el estrecho espacio. También había una radio empotrada en la pared metálica desde la cual resonaban algunas melodías originarias del Mundo Origen. En las mesas reinaba la alech, un tipo de bebida alcohólica artesanal, la más popular en la nave, que se fabricaba en las colonias utilizando una mezcla de aguardiente con musgos y hongos que crecían en las zonas húmedas. Los hongos producían un efecto alucinógeno en los bebedores y los musgos le otorgaban al brebaje su sabor característico. Había poca claridad sobre cuáles eran los efectos secundarios de su consumo excesivo. Se decía que provocaba la putrefacción del cerebro, pero la verdad es que a nadie le interesaba mucho el tema. Era muy común ver a los viejos dando tumbos por los pasillos de la colonia, ebrios, víctimas de intensas alucinaciones, hombres caídos en desgracia por ya no tener un papel que cumplir dentro de la comunidad. Era un espectáculo lamentable. Las autoridades de algunas colonias habían llegado a pensar en prohibir la venta y consumo del brebaje, otras ya lo habían hecho, entre ellas las que se ubicaban dentro de los territorios pertenecientes a la Iglesia Roja, donde los castigos por trasgredir la norma eran de temer. Sin embargo, las enormes ganancias de la alech facilitaban a productores y vendedores sobornar a aquellas autoridades de moral más laxa, que terminaban por hacer vista gorda e incluso se sumaban a quienes promocionaban la legalización de la bebida en las colonias independientes donde todavía se prohibía y contrabandeaba. En las colonias pertenecientes a la Confederación, la alech era completamente legal y se comerciaba libremente.

    Aunque la taberna tenía su mayor afluencia de público durante los fines de semana, el resto de los días mantenía un número regular de clientes fieles. Uno de ellos era Samuel Suddu, un viejo explorador ya retirado, hombre robusto, de baja estatura, vestido con ropas viejas y descoloridas, y una desastrada gorra en la cabeza. El pelo era tan abundante en el rostro que solo su gorda nariz y sus mejillas redondas y coloradas parecían libres de él. Sus ojos apenas sí se vislumbraban debajo de las pobladas cejas encanecidas; el grueso bigote le cubría la boca, y una abultada barba, humedecida por el alcohol, el mentón.

    Samanta se detuvo en la entrada de la taberna y miró hacia el interior en penumbra estirando el cuello y empinándose en la punta de sus pies. Buscaba a Samuel Suddu. Lo halló echado sobre el mesón, la cabeza escondida entre los brazos y una mano agarrotada en el asa de una jarra de alech. Se hizo camino en el estrecho espacio entre las mesas, la nariz fruncida, asqueada por el molesto olor a aliento alcoholizado. Esquivó a un borracho sin equilibrio y a otro caído en el suelo, hasta alcanzar la barra y tomar asiento en el taburete contiguo al de Suddu.

    —Samuel —le habló. El hombre estaba tan ebrio y drogado con los hongos de la bebida que ni siquiera se movió. Sam lo tomó por el brazo y lo remeció, sin resultado. El tabernero se acercó entonces y, con una venia respetuosa de su cabeza hacia la joven a modo de saludo, le dio un palmazo en la testa al viejo para despabilarlo.

    —Careperro, —lo llamó por el apodo que hacía alusión a su rostro peludo y sucio, semejante a la imagen de un perro—, te busca tu sobrina —le informó y volvió a ocuparse del resto de la barra.

    El viejo, obligado a incorporarse, merced al golpe recibido, se reacomodó la gorra que se había desplazado de su lugar y miró a su alrededor, perdido, hasta que logró enfocar el rostro femenino que se encontraba al lado suyo.

    —¡Samy, sobrina querida! —exclamó alegremente—. ¿Qué tal el examen?

    Sam apretó los dientes. Sin duda, no era el tema con el que deseaba iniciar el encuentro.

    —Mañana parto en el destacamento de cacería hacia la cubierta de Refrigeración —le informó.

    La joven sintió sobre ella la mirada penetrante de su tío durante

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