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Libro electrónico544 páginas7 horas

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Nadia es una treintañera que lleva años apartada de una familia a la que nunca ha creído pertenecer del todo. Vive amargada, sin más motivación que la necesaria para mantener empleos que le proporcionen los ingresos justos para ir tirando y para quedar de vez en cuando con Javi, el chico con el que mantiene desde hace tiempo una relación basada en el sexo ocasional.

Todo cambia cuando sufre un desmayo en plena cena de Nochebuena en la casa familiar, a la que ha acudido presionada por su hermano menor y único pariente por el que aún siente debilidad.

Después del chequeo al que se somete obligada por la insistencia de su hermana mayor, médico de profesión, Nadia se entera de que le quedan unos meses de vida.

A raíz de este descubrimiento, su aburrido y anodino mundo se vuelve patas arriba, dejando escapar todo aquello que, con tanto esfuerzo, ha mantenido reprimido y oculto para los demás.

De la mano de su hermana, Nadia vivirá sus últimos meses como nunca debió dejar de hacerlo, aprenderá a descifrar sus sentimientos, se entregará al amor y comprobará cómo una vida que se acaba puede cambiar las de todos los que le rodean.
IdiomaEspañol
EditorialTENTACIÓN
Fecha de lanzamiento28 may 2024
ISBN9788412824568
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    Mi último regalo - Victoria Andrade

    INDICE

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    RECUERDOS

    SOY MUY FELIZ, NAT

    AGRADECIMIENTOS

    Para mi Javi. Por darme el tiempo

    que necesité para escribir esta historia.

    Y para mis hijos.

    Por darme la capacidad de concentrarme

    incluso cuando jugáis a mi alrededor.

    Gracias a los tres por el amor que me lanzáis

    por encima de la pantalla tras la que soléis verme.

    Lo tengo todo bien guardadito dentro.

    1

    NOCHEBUENA

    —¿Diga?

    —Hola, Nadia.

    —Hola, Iván. ¿Qué tal? Apenas te oigo, hay mucho ruido...

    —Es que voy con el manos libres, estoy de camino a casa de papá y mamá.

    —Ah. Qué bien.

    —Mira que eres falsa.

    —Qué bien que vas con el manos libres, hablar por el móvil mientras conduces es peligroso.

    —Ja-ja.

    —…

    —¿No vas a reconsiderarlo? A papá le haría mucha ilusión, está pasando por una fase rara.

    —No. Tengo otros planes, lo siento.

    —Venga, mujer. Hazlo por mí.

    —…

    —Ya sé. Te cuento el chiste estúpido de la semana y si no te hace gracia, no vienes. Pero si te ríes, aunque sea solo un poco, coges una bolsa y te subes al primer tren. ¿Trato?

    —Dale, anda. A ver si así me dejas en paz…

    —Va, atenta. Esto es un hombre que entra en un bar de pinchos y dice: ¡Ay, ay, ay, ay, ay, ay!

    Y… tuve que ir.

    De modo que deshice mis planes imaginarios, metí algo de ropa en una maleta y dejé mi apartamentito atrás para ir a pasar las Navidades a la gran casa familiar. Hurra, justo lo que había jurado no hacer bajo ningún concepto.

    Llevaba años inventado excusas ridículas que, si bien estaba convencida de que no colaban, al menos disuadían a mi familia de presionarme y conseguían que me dejasen en paz.

    En esta ocasión mi madre me había llamado a primeros de diciembre para el reporte quinquenal; había deslizado la pregunta en el medio de la banal conversación como si estuviese preguntándome si seguía en el club o yendo a aquel curso de chino. Es decir, con la certeza de que mi respuesta sería no.

    Unos días después cometí el error de revelar a mi hermano pequeño que había cambiado las vacaciones con una compañera a última hora y que, por tanto, tendría libre desde el día veinte hasta Año Nuevo. Mala jugada.

    «Bueno», me dije, «probablemente regreses con heridas de diversa consideración, pero lo más seguro es que sobrevivas».

    Nunca había sido capaz de negarme a nada que me pidiese el enano. Aunque esto era lo más difícil que había hecho por él hasta el momento: por alguna razón que desconocía, nunca antes se había inmiscuido en la difícil relación que mantenía con el resto de la familia.

    Veinte minutos después de colgar me subí al tren todavía con el tipo del bar de pinchos en la cabeza. Si pensaba en lo que estaba haciendo acabaría por accionar el freno de emergencia y huir en dirección contraria.

    Mis dos hermanos ya habían llegado cuando yo lo hice, al igual que mi tío, los abuelos, los padrinos de Iván y mi madrina. Fenómeno, con tanta gente a la que saludar y besar tendría tiempo para ajustar y aumentar el campo de fuerza a mi alrededor.

    La parte más delicada de las visitas a casa de mis padres era el rato después de haberme instalado en mi antiguo dormitorio. Tocaba bajar al salón, sentarme con los demás alrededor de la mesa atestada de aperitivos y mirarnos los unos a los otros mientras mis hermanos mantenían la conversación en un tono inofensivo para todos los implicados. Aunque en época de fiestas en nuestra casa el aforo permitido siempre se excedía en un sesenta por ciento, parecía existir una norma no escrita por la cual los miembros de la familia local debían administrar —y a poder ser, protagonizar— los temas de conversación. De esta manera, los convidados no tenían más que asentir, negar o aplaudir, según el caso.

    Quien nos viese desde fuera vería una bonita estampa familiar digna de felicitación del todo a cien, pero no era lo mismo para quien conocía el percal.

    Casi podía leer los pensamientos de los otros flotando encima de sus cabezas. «¿Se notará si me giro un poco y pongo la tele?», pondría en el globito de mi padre. «A la vecina de al lado le han vuelto a crecer los pechos, ¿es eso posible pasados los cuarenta?», saldría de la de Iván. «Quizá sea pronto para soltar mi último logro profesional, esperaré a los postres», pensaría mi hermana. «Al lacón le faltan cinco minutos, qué guapa está Natacha, tengo que abrillantar la plata, mi niño… qué mayor se ha hecho, ah, el lunes viene el del gas a revisar la caldera, Nadia está aún más flaca que la última vez…». La mente de mi madre es como la terminal de un aeropuerto el día de operación salida del verano, las ideas corren de acá para allá, aunque muchas se quedan tiradas por overbooking.

    Seguramente los otros hombres estuviesen también intentando orientar sus asientos hacia la tele, y las otras mujeres maravillándose con la lozana belleza natural de Natacha. Salvo mi madrina, quien probablemente también estaría reflexionando sobre los pechos de la vecina.

    —¡Nadia!

    Ups.

    Miré hacia mi hermana, pues era ella quien había pronunciado mi nombre.

    —¿Qué? —pregunté sin molestarme en disimular que me hallaba solo de cuerpo presente.

    —Te preguntaba si sigues buscando casa —respondió Natacha, alias «vivo en un dúplex maravilloso y no me puedo creer que ninguna ONG se haya preocupado por tu situación»—. Lo decía porque tengo un compañero que ha comprado varios pisos en la ciudad vieja de Vigo, para reformar y luego alquilar, podría ponerte en contacto con él.

    —No, gracias. Al final conseguí que la dueña me arreglase la calefacción, así que…

    —Ah, estupendo.

    —Sí, genial.

    —Buena noticia —apuntó Iván—. Yo aún me estoy recuperando de la mudanza y solo tuve que trasladar lo acumulado en seis meses. Por cierto, abuela, ¿a que no sabes quién me ha dado saludos para ti?

    La maniobra de distracción de mi hermanito me dio un respiro. Empezábamos pronto…

    Antes de que el abuelo diese cuenta del quinto pedazo de lacón bien regado de vino tinto, pero sin verdura —que estaba demasiado aceitosa, según él— entre unos y otros ya habían conseguido exponer todas mis miserias.

    Que si sigue en ese trabajo tan poco prometedor, que si todavía le falta una asignatura para terminar la carrera, que si no hay manera de que se vista y arregle como una mujer en lugar de como un chicazo, que si tendríais que ver su casa, es del tamaño del baño del garaje… ¿Habían llegado a venir a mi piso actual?

    Si las miradas matasen, Iván entregaría sus regalos de Papá Noel desde una caja de pino.

    Costó, pero me mantuve en plan pasota, como si no fuese conmigo. No obstante, como la sangre me hervía por dentro, en cuanto el último de los comensales dejó el tenedor a un lado, me levanté y, para sorpresa de mi madre, empecé a llevar cacharros a la cocina.

    —Espera, que te ayudo, Nadia —anunció la diligente Natacha.

    Pues vale. Mi hermana me siguió cargada de platos sucios y, tras otro par de viajes, comenzamos a introducirlos en el lavavajillas con el mismo orden en que lo hacíamos cuando ambas vivíamos allí.

    —Me alegro mucho de que al final hayas decidido venir. ¿Cómo es que has cambiado de idea? ¿Te ha picado el mosquito de la Navidad?

    Metí los últimos cubiertos en el cestillo y me levanté a lavarme las manos antes de responder.

    —Sigue repugnándome toda esta parafernalia hipócrita, pero quiero vender mi colección de cómics y me ha parecido un buen momento para venir a buscarla —contesté sin mirarle a la cara—. Así mato dos pájaros de un tiro.

    —Bueno, en cualquier caso, me gusta que estés aquí, hacía ya mucho que no estábamos los cinco juntos en la misma habitación.

    Y tanto, me había encargado de ello personalmente.

    —¡Natacha! —chilló mi madre desde el umbral de la puerta de la cocina—. Nadia —añadió cuando se dio cuenta de que tenía otra hija—. Dejad eso para luego, vamos a brindar e intercambiar los regalos.

    Lo anunció sin emoción alguna porque no estaba disfrutando con ello tal y como debería, para ella no era más que una parte del plan de esa noche que debía ser ejecutado a la perfección.

    —Yo no he traído nada —confesé sin un ápice de vergüenza. Llevaba rompiendo la cuadriculada armonía de los esquemas de mi madre desde el mismo instante de mi concepción.

    Mi madre se alisó la blusa sobre el vientre con más interés del que ponía en dirigirse a mí.

    —Gracias a que Iván me avisó a tiempo de que venías he podido salir a comprar in extremis el regalo de tu parte, no te preocupes.

    Como si lo hiciera. Levanté un hombro y metí las manos en los bolsillos.

    —No me preocupaba en absoluto —aclaré por si mi lenguaje corporal no era suficiente.

    —Sería raro que lo hicieses —apostilló con su lengua afilada—, pero la Navidad es el tiempo de los milagros.

    —¿Vamos a la sala? —Natacha trató de disipar el enésimo conato de conflicto de la jornada, visiblemente afectada por nuestra animosidad—. Seguro que Iván ya está mirando los paquetes al trasluz.

    El intercambio de regalos se desarrolló como era habitual en nuestra casa. Desde que el último de los miembros de mi generación alcanzó la edad adulta, o el momento en que prefieres que te compren ropa o te den dinero a que te regalen juguetes, mi madre empezó a organizar y manipular sorteos de Amigo Invisible. Tan invisibles como un mamut rosa en una pista de patinaje sobre hielo, por poner un ejemplo.

    En este hubo un jersey, un reloj, un perfume, un videojuego, un CD, un libro, un collar, un par de pendientes, un maletín… Cuánta originalidad. Mi madre recibió un precioso fular de mi parte, y yo, en último lugar, un secador de parte de mi padre…

    ¡Un secador! ¿Es que esta mujer nunca iba a abandonar su sueño de convertirme en una señorita? ¿En una mala copia de mi hermana? No había usado ese tipo de artilugios voluntariamente en toda mi vida.

    Mentira, de niña una vez había tratado de secar mi recién lavada camiseta favorita con uno. Que se recalentó y hubo que tirar, por cierto.

    La muy bruja me la estaba clavando doblemente, una puñalada por marimacho y otra por desastre, seguro que aún no me había perdonado por romperle su Rowenta profesional.

    No sabía si a causa de la comilona con la que había estresado a mi estómago poco acostumbrado, si por llevar horas tragando bilis, o por haber cogido algún virus en el atestado tren, de pronto empecé a encontrarme mal. Como medio mareada.

    —¿Estás bien? —preguntó mi madrina.

    —Sí, más o menos —dije mientras le apretaba la mano que había apoyado sobre mi pierna. Adoraba a esa mujer.

    —Tiene cara de cansancio —esa era mi madre—, mira qué ojeras.

    Mi progenitora solía hablar en tercera persona de mí, aunque yo estuviese presente.

    —Es solo que ayer salí por ahí hasta tarde.

    —Ah, ¿sí? —Iván me miró, incrédulo.

    —Pues sí —refuté.

    Pero no. Me había pasado la noche jugando a Los Sims. El tiempo necesario para que mi sim alcanzase el mayor logro en la carrera criminal y cumpliese su aspiración vital. A las seis de la mañana lo metí en una habitación y luego eliminé la puerta. Me caía mal la gente feliz.

    —Madrina, ¿sales conmigo a tomar el aire?

    Abandonamos a los demás para pasear de ganchete por el jardín bajo el helado rocío. El aire frío me espabilaría un poco.

    —Tenía ganas de verte, loquita —dijo mientras se apretaba más contra mí—. Sabes que puedes venir a mi casa sin tener que pasar por aquí, ¿no? No me chivaría, lo prometo. —Su comentario nos hizo sonreír a ambas—. Ya ni siquiera llamas por teléfono.

    —Lo siento —mascullé—. Ando un poco desganada últimamente.

    Verdad. Pero el últimamente se remontaba a… a… a saber. El aire no estaba haciendo efecto, más bien al contrario. Tuve que detenerme y apoyarme en el tronco de un escuálido manzano que no recordaba haber visto ahí la última vez.

    —Madrina, no me… encuentro bien —Entonces la noche se tornó más y más oscura, hasta el negro total—. No veo ¡no veo!

    Plof. Me caí redonda a treinta centímetros del perfecto huertito de mi madre. Si lo llego a hacer encima de lo que fuese que tenía creciendo allí, sale a rematarme con el palo de la escoba.

    Cuando abrí los ojos me vi tirada en el sofá y rodeada de los rostros asustados de toda la familia mientras Natacha me tomaba el pulso o algo así.

    —Veis, ya vuelve en sí —dijo Meredith Grey—. Apartaos un poco, por favor, dejadle respirar.

    —¿Tomaste algo ayer? ¿Viste las botellas de lo que bebiste?

    Mi madre era cofundadora del movimiento no-aceptes-caramelos-de-los-extraños-les-echan-droga-para-enganchar-a-los-niños. Puse los ojos en blanco.

    —Tranquila, mamá, entre el LSD y el crack solo me tomé una cocacola o dos.

    Se escucharon tres risitas diferentes en la sala, probablemente las de mis hermanos y mi madrina. Antes de que mi madre terminase de lamentar aquel aciago día en el que tuvo a bien despeinarse y hacerlo con mi padre, me incorporé despacio para comprobar que todo parecía en orden en mi cuerpo.

    —¿Sientes náuseas?

    —No, estoy bien. Pero… —aprovechando la coyuntura— será mejor que me acueste. Verdad, ¿doctora?

    —Sí, ve a descansar —autorizó mi hermana.

    Me levanté casi sin esfuerzo, ayudada por un montón de brazos que no vi venir.

    —Puedo ir sola, tranquilos.

    Al final solo mi madrina subió conmigo al dormitorio. Aunque intenté evitarlo, me ayudó a quitarme la ropa, ponerme el pijama que mi madre había dejado doblado sobre la almohada y a introducirme en la cálida y esponjosa cama. Mmmmm, era como la de un hotel, con las sábanas suaves, perfumadas y planchadas. Las de mi casa no conocían plancha y tenían pelotillas, pero esa noche jugaba en la primera división de las camas.

    Estando tan a gusto costaba creer que solo unos minutos antes yacía inconsciente en el jardín. Nunca me había ocurrido nada parecido, conocía la sensación del estómago revuelto, el hormigueo y la debilidad en las extremidades, pero perder la visión por completo había sido una de las peores experiencias de mi vida.

    Buf, la habitación a oscuras no me ayudaba a conciliar el sueño por maravilloso que fuese el lecho, así que tuve que levantarme a subir un poco la persiana para dejar entrar algo de luz por las rendijas.

    La puerta se abrió lentamente y sin hacer ruido cuando regresaba a la cama. Tampoco se oían voces abajo, la fiesta debía haber terminado.

    —Ah, estás despierta —musitó Natacha bajo el umbral.

    Era obvio, por lo que no respondí a su comentario, limitándome a volver a mi lugar bajo las mantas.

    —¿Cómo estás? ¿Sigues mareada?

    —No, estoy bien. —Silencio—. ¿Querías algo?

    —Solo ver cómo estabas. —Silencio—. Avísame si te encuentras mal, ¿vale?

    —Lo haré.

    —Buenas noches —dijo desde la penumbra en la que se había quedado parada—. Y feliz Navidad.

    —Igualmente.

    Feliz Navidad.

    Felicísima.

    Qué alegría todo…

    Me levanté deliberadamente tarde a la mañana siguiente. Tan tarde que ya no era la mañana y la mesa del comedor volvía a estar engalanada con las relucientes piezas de la vajilla y la cristalería buenas. Escuché el murmullo de la conversación de abajo mientras me secaba y vestía después de ducharme. Estaban todos en la cocina riendo las gracias de Iván y ayudando a terminar el copioso almuerzo que preparaba mi madre. No había pullas atravesando el aire ni silencios incómodos ni ninguno de los desagradables aderezos que condimentaban la escena cuando yo entraba en ella.

    Vale que me estaban esperando para comer, pero lo cierto era que yo era un actor secundario en aquella película. Siempre lo había sido. Como ese personaje que no acaba de cuajar en una serie y termina falleciendo de algún modo —ni siquiera demasiado trágico—, o ese que va siendo retirado paulatinamente hasta que un día te das cuenta de que no recuerdas en qué capítulo salió por última vez.

    Yo había dejado de salir en los créditos principales tiempo atrás, ahora venía apareciendo hacia el final, justo antes de Policía Joven y Testigo de Jehová Rubio. Más o menos.

    —¡Buenos días! —Iván hizo notar a los demás presentes que Mujer Desaliñada 1 había llegado.

    —Buenos días —corearon los otros.

    —Hey… —murmuré yo.

    Iván se acercó para pasarme un brazo por encima de los hombros y llevarme hasta el centro de la cocina. Noté que mi padre se giraba hacia mí.

    —¿Cómo estás, nena? —preguntó el hombre que no solía gastar más saliva de la necesaria para evitar que la lengua se le pegase a los dientes si no era para obtener algo a cambio.

    —Bien —contesté vacilante—, bien. Fuera lo que fuese ya se me ha pasado.

    —Natacha, deberías hacerle un chequeo completo —comentó nuestra madre desde el interior de la nevera, pasando de la opinión de la principal implicada.

    —No hace falta —rezongué incómoda.

    —Mamá tiene razón —repuso Iván—, seguro que no es nada, pero la gente no va por ahí desmayándose así como así, ¿verdad, Nat?

    —¿Qué puedes perder? —apuntó el tío Juan. Ni me había fijado en que también estaba allí.

    —Esta semana paso consulta en la clínica, acércate cuando quieras y te hago una analítica, puede ser cualquier tontería.

    —Vale, vale, ya me pasaré cuando tenga un hueco —afirmé con la intención de que dejasen el tema. Mi hermano me tomó de la barbilla y me obligó a mirarle a los ojos.

    —¿Lo prometes?

    —Ay, Iván, que sí.

    Jeeeeeeesús, qué pesados.

    —Hale, ve a vestirte que la comida ya está lista y no quiero que se enfríen los langostinos, que para comerlos fríos no mancho media cocina.

    —Ya estoy vestida, mamá.

    La mujer paseó la vista desde la sudadera con capucha hasta mis Dr. Martens, haciendo escala en los pantalones turcos del mercadillo.

    —Si tú lo dices…

    Para cuando cayó el sol concluí que había tenido suficiente ración de familia, recogí mis cosas y me fui como había venido. Aunque un pelín más amargada.

    2

    BOB ESPONJA

    El mal humor mejoró ligeramente una vez hube llegado al cuchitril que llamaba hogar. Rodeada de mis cosas, escuchando mi música, leyendo mis libros y descansando en mis sábanas con bolitas, mi mente estaba en paz.

    Al final no había sido tan grave, pero tampoco es que me muriese por repetir. Que no contasen conmigo para fin de año.

    Poner tierra de por medio ayudaba a pasar página y liberar adrenalina hacía el resto. La gente solía ahogar las penas en alcohol, pero yo siempre había pensado que era infinitamente más efectivo y duradero sumergirlas en sudor.

    Dado que estaba de vacaciones dejé a mi cuerpo dormir hasta que se despertó por sí mismo, desayuné un cuenco de cereales, me calcé las zapatillas y salí a correr por el parque de O Castro.

    Me gustaba correr porque cuando lo hacía mi cerebro se desconectaba de todo y en mi cabeza solo se escuchaba el ritmo de la respiración y el sonido de las zancadas bajo los pies.

    Plaf, plaf, plaf, plaf, mezclado con bum-bum, bum-bum, bum-bum. Música para mis oídos.

    Parque arriba, parque abajo, arriba, abajo. Arriba, abajo, y vuelta a casa.

    Llegando a mi edificio observé que la vecina me había visto y que mantenía el portal abierto para mí.

    —Gracias —dije antes de trotar a su lado.

    —Has vuelto ya, creí que te habías ido de vacaciones.

    —No, qué va —aclaré—. He ido a visitar a la familia.

    —Ah, entonces eso responde a la siguiente pregunta que te iba a hacer.

    —¿Cuál era? —Mi interlocutora sonrió.

    —Iba a preguntar si habías pasado las fiestas bien o en familia. Ahora ya lo sé.

    —Pues sí —Medio sonreí—. Bueno, voy subiendo, que me voy a enfriar —le dije antes de encaminarme hacia las escaleras dando saltitos hacia atrás.

    —Oye —dijo a mi espalda—, te invito a comer.

    ¿Qué?

    —¿Qué? —Me quedé en blanco, no me esperaba tamaña invitación.

    —Vamos, porfiiiii —rogó melosa—. Normalmente voy a mi país en estas fechas… me siento un poco solita.

    «Hay que joderse», pensé.

    —Vale. ¿A qué hora?

    Karina fue de los primeros vecinos que conocí cuando me mudé a ese edificio. Nos habíamos cruzado en la escalera, a la altura del primero, y yo le había cogido tirria al instante.

    Parecía recién salida de una revista de moda: sonrisa perfecta, peinado fantástico, maquillaje impecable, vestido hollywoodiense, tacones de infarto y cuerpazo Playboy.

    Ag. Furcia.

    Ese fue el primer juicio que emití con respecto a la persona con la que compartía rellano en la sexta planta.

    Pero un día le timbré para saber si ella tenía señal de televisión y había sido muy agradable, a pesar de que yo apenas la saludaba cuando nos veíamos. Y siempre tenía una sonrisa en los labios y una frase amable. Y siempre me decía que envidiaba mis largas pestañas, lo cual era raro de narices, pero no menos halagador.

    Total, que, aunque seguía siendo una furcia —pues había llegado a la conclusión de que era prostituta—, ahora me caía bien.

    Me caía bien, pero de ahí a comer juntas y en su casa, había un trecho, ¿por qué le había dicho que sí?

    Llamé a la puerta de enfrente después de haberme duchado y de haber hecho una fugaz visita a la tienda del barrio para comprar algo que llevar como agradecimiento por la invitación. En casa solo tenía un táper con las lentejas que había congelado la semana anterior, dos plátanos pochos y media bolsa de cereales.

    —Oh, qué detalle —exclamó al ver mi presente—. No tenías que traer nada.

    —Bueno, esto y nada es casi lo mismo.

    Observé avergonzada cómo ella depositaba las latas de melocotón y piña en almíbar sobre la mesa baja de la sala. En mi calle había cuatro peluquerías y cinco bares, pero ni un puñetero ultramarinos decente.

    —No, es genial, podemos rellenar el panettone con la fruta, mi madre lo preparaba así cuando no tenía tiempo de hacer ella misma el postre. Siéntate, ya está todo listo.

    —¿Te ayudo?

    —No way —dijo. Me empujó hacia el sofá, desapareció tras la puerta de la cocina, reapareció cargada con una gran bandeja y nos dispusimos a almorzar.

    No tuve ocasión de estar incómoda, Karina no dejó de hablar más tiempo del que le llevaba masticar cada pedacito del montón de hallacas que se zampó. Para ser tan menuda, tenía buen saque, la muchacha.

    Hablaba y hablaba, pero, lejos de cansarme, su monólogo resultaba de lo más divertido.

    —Oh, espera —Un móvil sonaba en algún lugar de la pequeña estancia—. ¿Aló?

    Respondió con más acento del que nunca le había oído antes de retirarse a la habitación para continuar con la llamada. Llegué a escuchar un «ya lo extrañaba, papi».

    Parecía mentira que aquella chica de cara lavada, coleta, chándal y babuchas que me había recibido una hora antes, fuera la femme fatale que solía ver entrando y saliendo del edificio. Aunque encajaba mucho mejor con la personalidad de su sencillo y pulcro hogar. Joder, su piso era mucho más bonito y luminoso que el mío, me había tocado la buhardilla mala.

    Mi vecina salió de su cuarto resoplando.

    —Perdona, era… eh…

    —¿Trabajo? —farfullé con la boca llena de frutas y panettone.

    Karina arqueó una ceja y frunció los labios unos segundos, demorándose en contestar.

    —¿Sabes a qué me dedico?

    Confirmado.

    —Veamos —me limpié las manos y la boca con una servilleta—, por tus horarios, indumentaria, adicción al teléfono y algún que otro detalle que he podido ir viendo a lo largo del tiempo que llevo aquí, no sé… ¿empieza por «Pu» y termita por «ta»? —Mi vecina asintió lentamente—. Hmmm… modelo, lo sabía.

    Karina sonrió, luego se puso seria y luego sonrió otra vez.

    —¿Vas a dejar de hablarme ahora que lo sabes? —quiso saber ella.

    —Claro que no. ¿Por qué iba a hacerlo?

    —No serías la primera —musitó sombría—. Ni la segunda.

    —¿Sabes tú cómo me gano la vida yo?

    Parecía justo un equilibrio en la información de la que disponíamos cada una sobre la otra.

    —Lo cierto es que no. ¿También eres escort? —preguntó con sorna.

    —No. He tenido docenas de trabajos, todo tipo de empleos en los últimos años. Pero he tocado fondo, ahora hago cosas que van en contra de mis principios. Porque, qué quieres, chica: tengo que pagar el alquiler —Hinché bien los pulmones ante la atenta mirada de la joven—. Soy una estafadora. Una timadora. Soy Hood Robin, robo a los pobres para dárselo a los ricos.

    —No te entiendo —dijo divertida.

    —No te rías, no es gracioso —Hice una pausa—. Llevo unos meses de teleoperadora en Connectphone… ¡Vendo ofertas engañosas, hago firmar contratos de permanencia eternos y llamo a la gente a sus casas a la hora de la siesta!

    —¡Oh, Dios mío! —Karina se llevó una mano a la boca sin poder reprimir la risa—. Es horrible…

    —Lo sé… Me odio a mí misma.

    Ahí la cosa se me fue de las manos.

    La meretriz se vino arriba, unos cuantos jaja-qué dices-en serio-no te creo-blabla-qué fuerte y zas, le acabé contando la historia de mi vida.

    Versión extendida, corte del director.

    Llevaba tanto tiempo sin hablar largo y tendido con otro ser humano… Escuchar al Sr. Rodríguez o a la Dña. Emilia de turno en el curro no era lo mismo.

    De primeras había tenido un efecto balsámico, pero seguro que acabaría por arrepentirme de haberme descubierto de tal manera ante la vecina.

    «Me gustaría conocer la versión de tu madre», había dicho la muy capulla. ¿Para qué? Seguro que sería una adaptación más aburrida de la mía, pero con el mismito contenido.

    Mis padres se conocieron, imagino que se enamoraron o algo parecido, se casaron, y a la postre, tuvieron un bebé maravilloso que colmó todas sus expectativas.

    Y vivieron felices y comieron perdices hasta que la exultante mamá en prácticas empieza a encontrarse mal, siempre cansada, mareada… ¿será anemia? ¿Depresión? ¿¡Un tumor!? No, peor.

    Señora, está usted embarazada otra vez.

    ¡Horror!

    Shock. Conmoción.

    Ay, Dios mío. Ya no podré dedicarle todo mi tiempo y recursos a mi preciosa Natacha.

    Tras unos cuantos intentos infructuosos de que el avanzado embarazo se malograse de forma «espontánea y natural» con perniciosas infusiones de hierbas y agotadoras jornadas de spinning —no tenía ninguna prueba de ello, pero me divertía imaginar a mi madre con leotardos y calentadores— mis padres se resignaron y yo llegué al mundo.

    Y a partir de entonces mi madre se encargó de criarme con pleno conocimiento de estas circunstancias.

    Es duro saber que eres un hijo no deseado, por mucho que tus padres te digan que, aunque no te buscaban, no te cambiarían por nada en el mundo. Si, como en mi caso, en lugar de frases amables creces escuchando cosas del tipo de «si es que siempre has tenido el don de la oportunidad», mejor ni hablemos. Para rematarlo, Iván nació seis años más tarde, de forma totalmente planificada.

    ¡Yo no pedí nacer! ¡Haber usado condón! Solía berrear durante mis rabietas preadolescentes. Todavía pronunciaba esas proclamas en la actualidad, solo que sin llegar a convertir los pensamientos en palabras audibles para los demás. Cosas de la madurez.

    Vamos, que la brecha que me separaba de mi familia llevaba tanto tiempo ahí como yo misma, creciendo inexorablemente. No me parecía a mí que fuese tan difícil de entender.

    En fin, todo ese rollo yo ya me lo sabía y lo tenía bien asumido, contárselo a alguien no lo hacía diferente ni me cambiaba el humor.

    A media tarde Karina se disculpó por tener que levantar la sesión, ya que debía arreglarse para trabajar. Concretamente para trabajarse al funcionario casado con el que cubría alquiler y gastos del piso todos los meses.

    El resto de las vacaciones transcurrió sin más sobresaltos ni más ágapes inesperados.

    Había hecho planes para cada uno de mis días libres: iba a hacer limpieza, iba a ordenar el armario, iba a cambiarme de banco a aquel en el que regalaban un iPhone si domiciliabas la nómina, iba ir a la peluquería, iba a visitar a mi madrina… Y no había hecho nada, salvo ver a madrina, aunque había sido de chorra.

    Lo que sí hice fue salir a correr cada tarde, ver morir de viejos a tres sims, de ausencia repentina de puerta a otros dos y cortarme las puntas yo misma. Bastante bien, después de todo.

    Mi madre me había llamado para confirmar mi asistencia a la cena de fin de año y fingido sorpresa de modo convincente ante mi negativa. Iván lo intentó también, crecido ante el éxito de su último intento, pero esta vez no se salió con la suya.

    Se encuentran dos amigos y uno le pregunta al otro: ¿Cómo te va, tío? Nada, en el paro y haciendo cursos, ya sabes. ¿Qué tipo de cursos? Pues el último era de crítica constructiva. ¿Y qué tal? Bah, una puta mierda.

    El nivel del chiste no conseguiría ni que fuese a tomar el café en Año Nuevo.

    Me quedé en casa la mar de tranquila disfrutando del silencio y de las bolitas de las sábanas. Y pasé la Nochevieja sola con la tele y Año Nuevo con Javi, haciendo lo que mejor se nos daba.

    No estaba en el mejor de mis humores cuando vi a aquella chica paseando relajadamente por delante del portal del edificio de oficinas donde me torturaban de nueve a cuatro.

    —¿Qué haces tú aquí? —pregunté de malas maneras.

    —¡Hola! —Natacha se me tiró al cuello sonriente a más no poder y me plantó un estridente beso en mi cara ojiplática—. Iván me dijo que salías a las tres, se aceptan propuestas de venganza por tenerme aquí perdiendo el tiempo una hora.

    —Me ampliaron jornada cuando me hicieron coordinadora.

    —¿Te han ascendido? ¡No nos habías dicho nada! —exclamó entre saltitos.

    —No es un ascenso, es una putada —maticé aún flipando.

    —Progresar en tu carrera no puede ser nunca algo negativo.

    —Lo que tú quieras.

    Me daba perezón aclararle que lo mío en Connectphone no era una carrera, sino algo así como la agonía de la tortuga boca arriba, luchando en vano por voltearse y seguir con su vida.

    —¿Qué haces aquí?

    —Vengo a ponerte una pica, niña mala.

    —¿Qué?

    Natacha sonrió, con los ojos tristes, antes de proseguir.

    —Como Mahoma no se ha dejado caer por la montaña… Toma, tienes cita mañana a las ocho —Me entregó una bolsita de tela con un recipiente de muestras dentro—. Pregunta por Camilo en la sala de extracciones, ya está avisado. El primer chorrito fuera, y no hace falta que llenes el vaso.

    Ja. Ja. Ja. Me parto y me mondo. Plegué la bolsa y la introduje en mi bandolera, ya la tiraría de camino a casa.

    —¿Vas a ir?

    —Claaaaro… —Natacha arrugó el gesto—. Ya sabes que no, ¿sigo fingiendo o pasamos de formalismos?

    —Venga, mujer, no seas cabezota… hazlo por mí. Por favor, si mamá me llama una sola vez más te juro que no respondo.

    Qué curiosa forma de mostrar preocupación por mí, llamarla a ella. Claro que yo no le había devuelto la última docena de llamadas aún, quizá había estado telefoneando para preguntar por eso.

    —Por favor, por favor, por favor…

    —Vale, vale, vale ¡vale! —Joder con la familia Plómez. Natacha sonrió triunfal—. Mañana llevaré mi preciada orina a tu colega, ya me llamarás cuando tengas los resultados, ¿ok?

    Me arrebujé en el anorak con intención de marcharme a casa de una vez. Me moría de hambre.

    —¿Comemos juntas?

    Ay, no.

    —Tengo un poco de prisa, la verdad —Si tuviera corazón se me habría encogido un poco al ver la cara que puso cuando le mentí.

    —¿Y eso?

    —Tengo que ir a limpiar un portal, que algunas no tenemos más remedio que tirar de pluriempleo. Si voy más tarde empieza la hora punta en la escalera y me lo ponen todo perdido antes siquiera de empezar —«No me mires así»—. La alternativa es ir a partir de las nueve y media, pero la última vez que fui de noche el baboso del segundo me metió mano cuando estaba guardando la fregona en el cuartillo de la limpieza —«No, mujer, un poco de dignidad…»—. Le di un guantazo con el que creo que se le quitaron las ganas de repetir, pero prefiero evitar encontrármelo a oscuras otra vez y sé que trabaja por las tardes… —Aaaaagh—. Está bien, vamos, pero máximo media hora.

    Llevé a mi hermana al bar que había enfrente del edificio de la oficina y tomamos a medias una ración de zorza que pagó ella. Me contó que estaba en Vigo para asistir a un seminario que empezaba esa misma tarde y que se quedaba a dormir en un hotel, que no hacía falta que abriese el sofá cama que no se me había ocurrido ofrecerle. Yo la escuché, comí y treinta minutos después le dije adiós al lado de la puerta del taxi en el que se había metido para, por fin, irme a mi casa a descansar.

    El portal lo limpiaba los jueves.

    Para que mi cuerpo no perdiese el ritmo adquirido durante la semana anterior y tras haber visto cuatro capítulos de Cómo conocí a vuestra madre, repanchingada delante del portátil, me calcé las zapatillas y salí a correr.

    Las visitas de mis familiares siempre me desestabilizaban, por lo que desconecté y me dejé llevar por las piernas sin trazar una ruta previa, sintiendo solo la acera bajo la goma. Iba tan abstraída que no me di cuenta de adónde me habían llevado hasta que me encontré en el portal de Javier. Qué sabio es el cuerpo humano.

    —Soy yo —respondí a la voz metálica que emitió el telefonillo antes de que se abriese la puerta.

    —Pasa —vociferó desde el salón cuando llegué arriba.

    Me lo encontré sentado en la alfombra con el mando de la Play en las manos. Solo llevaba puestos unos calzoncillos de Bob Esponja, afortunadamente tipo bóxer, unos slips me hubieran hecho huir dando alaridos. El edificio tenía calefacción central y durante los meses de invierno fácilmente se pasaban el día a veintidós grados.

    —No contaba contigo tan pronto —comentó sin apartar la vista de la enorme televisión—. ¿Todo bien?

    —Sí. —Aparté los cojines del viejo sofá y me senté de medio lado sobre el reposabrazos de madera.

    —¿Has estado hablando con tu madre? —Gol de Messi— ¡Toma!

    —No.

    Javi ladeó la cabeza, pensativo.

    —¿La casera te ha vuelto a amenazar con la subida del alquiler?

    —No.

    —¡Mierda! —Piqué perdió el balón—. Pues me dejas sin ideas —se encogió de hombros y se hizo el silencio. Un silencio contaminado por el frenético clap que hacían sus dedos sobre los botones del mando. Y por los comentarios y pitidos del Pro Evolution Soccer—. ¿Quieres jugar?

    —No —Falta—. He comido con Natacha.

    —Aaah, ahora lo entiendo. —Por primera vez desde mi llegada se dignó a mirar en mi dirección. Solo un segundo, tenía un corner que sacar—. ¿Prefieres que juguemos a la Wii?

    —Había pensado más bien en echar un polvo —Antes de la erre de «echar» el mando cayó al suelo y, para cuando pronuncié la última o, el pobre Bob pendía de uno de los brazos de la lámpara del techo.

    —Manos a la obra. —El sexo era la única cosa del mundo que podía hacerle soltar el mando sin guardar partida—. Ni te muevas —dijo apuntándome con ambos dedos índices, con otra cosa situada al sur de su ombligo y mientras sacaba una ristra de condones del estante que tenía detrás—. Pedro sigue en Tenerife.

    Nunca lo habíamos hecho en la sala porque el compañero de Javi no tenía un horario conocido y podía aparecer cuando menos te lo esperabas, de modo que solíamos ejercitarnos en su dormitorio. O en su baño. En una ocasión en la que tenían invitados, fuimos al trastero.

    Javi traía en las manos un chándal de terciopelo ideal. Ideal para ir por ahí dando descargas eléctricas a tus enemigos.

    —Ten.

    —Guau —Sujeté las prendas haciendo pinza con el pulgar y el índice—. Si llego a saber que te referías a eso me hubiera ido a duchar a mi casa. ¿De dónde lo has sacado? ¿Del armario de Isabel Pantoja?

    —De alguien cuyo concepto de amistad con derecho a roce no coincidía del todo con el mío —Culpa mía por preguntar—. Se lo dejó aquí el día que discutimos los términos y no volvió a por él.

    —Te propongo una cosa, yo me deshago de este chándal pijamero de abuela sin testigos si tú destruyes esos calzoncillos haciendo que parezca un accidente.

    —Eran los últimos que me quedaban limpios, no te creas que a mí me gustan —se defendió—. Prefiero mil veces a Phineas y Ferb.

    —Si vamos a llevar dibujos, yo soy más de Marvel.

    Me vestí, jugué una partida rápida al Pro y volví a mi casa con la ropa que llevaba al salir metida en una bolsa de Gadis. Y sin bragas ni sujetador. Si mi madre se enteraba…

    Una vez allí lo que metí dentro de la bolsa fue el horrendo chándal, que además me iba grande, con destino contenedor de la basura.

    Ya sabía que Javier se acostaba con todo lo que se movía, pero no dejaba de ser desagradable que te lo recordasen justo cuando acababa de hacerlo contigo.

    Cené un yogurt delante de la tele y me metí en la cama antes de medianoche, gracias a mi hermana, tenía que madrugar más de lo normal.

    3

    VALLNORD

    —Estira el brazo.

    Camilo era una especie de motero heavy disfrazado de enfermero. O un enfermero disfrazado de hevorro motero. Fuera lo que fuese, acojonaba.

    —¿Has traído la orina?

    Saqué la bolsa de tela que me había dado mi hermana de la bandolera y la deslicé por la mesa en su dirección. Dentro estaba el recipiente, envuelto en el plástico en que venía cerrado, cubierto por papel de aluminio, dentro de una bolsa plástica. No me fiaba de esos botes. El motero cogió la jeringa y empezó a atravesarme la piel sin que el líquido vital subiese por el émbolo.

    —¡Qué venas más malas! —rosmó molesto.

    —Es que tan temprano aún no las tengo puestas. —No te jode. Odiaba

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