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Ibiza, la isla de los ricos
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Libro electrónico83 páginas1 hora

Ibiza, la isla de los ricos

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Botellas de champán de 65.000 euros, un restaurante de 1.500 euros el cubierto, suites de hotel de 180 metros cuadrados y yates de 150 metros de eslora con sistemas antimisiles. Todo esto es posible encontrarlo en Ibiza, la isla que hace aún pocas décadas era un anónimo paraíso de hippies melenudos y una feliz arcadia rural. Mandatarios políticos, deportistas de élite, actores de Hollywood, magnates rusos y jeques árabes acuden ahora en tropel a la isla en busca de sus playas y sus fiestas. Este libro es un viaje por los excesos del turismo de lujo, el derroche y la ostentación, en el que no se pasan por alto los efectos ecológicos o los problemas de convivencia social que provoca este fenómeno en la isla de la fiesta.
IdiomaEspañol
EditorialUOC
Fecha de lanzamiento30 mar 2016
ISBN9788490649213
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    Ibiza, la isla de los ricos - Joan Lluís Ferrer Colomar

    Introducción

    Cuesta creer que esta sea la misma isla que hace solo cuarenta años era refugio de hippies melenudos, artistas y bohemios que hallaban aquí una especie de Shangri-La donde reencontrarse a sí mismos y calmar su espíritu. Esta misma isla es, aunque no lo parezca, aquella en la cual era posible nadar en playas vírgenes, comer lo que comían sus payeses y marineros o dormir con las puertas abiertas de par en par, sin temor a nada. Hace cuarenta años Ibiza era un lugar de caminos polvorientos, en el que destartalados Citroën 2CV o Meharis se cruzaban con carruajes tirados por caballos o mulas.

    Había ya turistas, sí, pero no dejaban de ser un exotismo pasajero y pintoresco. Además, eran turistas muy parecidos a cualquier familia media con niños. Gente normal, como nosotros mismos, que viajaba hasta aquí para comer una paella o un guisado de pescado en esos encantadores y humildes quioscos de playa. Y, efectivamente, había también una ciudad, con calles, coches y edificios, pero toda ella estaba impregnada de un ambiente rural y doméstico, familiar. No dejaba de ser una prolongación del campo.

    En el puerto aún fondeaban en un lateral seis o siete desvencijados pailebotes a vela construidos en el siglo XIX y que habían recorrido el mundo para comerciar con mercancías de todo tipo. Eran el orgullo de la antigua industria naval ibicenca, caída ya entonces en el olvido. En otros muelles había algunos llaüts y barcos pesqueros, cuyos tripulantes tendían aún sobre el suelo sus redes para prepararlas y usarlas en la jornada siguiente. Más allá atracaban los barcos de pasajeros que, llegados de Formentera, de Barcelona o de Palma, fueron el único enlace con el mundo exterior hasta 1958, cuando se inauguró el aeropuerto. El puerto de Ibiza, fundado junto con la ciudad en el siglo VII aC por los fenicios, ha sido la conexión entre la isla y el resto de la humanidad durante veintisiete siglos.

    La isla ha cambiado. Ahora es otra. De ese aire rural y genuino se pasó a la turistificación masiva, a partir de los años setenta, cuando todo empezó a llenarse de hoteles, chalets y discotecas. Pero, dentro de esa fase turística, ha habido también una evolución. Primero se implantó un turismo hippy, místico y contemplativo; luego le sucedió la eclosión del erotismo, cuando la isla se convirtió en un mero escaparate de cuerpos y turismo voyeur. Después vino la Ibiza de las drogas y no se habló de otra cosa durante más de una década. Ahora parece arrancar otro capítulo de la novela turística insular: el de los millonarios, gente forrada de dinero que viene a este rincón del Mediterráneo a descansar y a exhibir sus riquezas ante los demás. Lo que sigue a continuación es un relato breve y apresurado del nuevo veraneante que llega a la isla. Hay división de opiniones entre la población local: para unos constituye una evidente mejora respecto al turismo-basura de borrachera y vomitona que ha sufrido Ibiza durante años (y aún sufre en algún enclave), mientras que para otros no es sino una indecencia por ser ejemplo de derroche y desmesura. Una indecencia, además, que se añade a muchas otras de índole urbanística y medioambiental que ya sufre este pequeño enclave del Mare Nostrum.

    Esloras de infarto.

    Los yates

    El puerto de Ibiza, por tanto, ha dejado de ser un puerto para convertirse en un show. En los muelles ya no hay pasajeros normales, ni se ven familias reencontrándose al descargar las maletas, ni abrazos tras el regreso. Hoy, los andenes se han convertido en un escaparate de ostentación para millonarios, en una exhibición permanente de lujo exagerado, en la que magnates, artistas y también delincuentes de alto nivel compiten por ver quién tiene el yate más descomunal, más caro y más recargado de riquezas. Todos vienen a Ibiza.

    El puerto tiene tras de sí, como telón de fondo, la ciudad antigua, ubicada sobre el montículo de Dalt Vila, repleto de casitas blancas a manera de medina árabe, y ceñida por sólidas murallas del siglo XVI. Es la silueta típica que aparece en las postales de Ibiza de toda la vida. Pero hoy Dalt Vila apenas se ve desde el otro lado de la bahía, tapada como queda por esas impresionantes moles flotantes dedicadas al ocio, esos barcos que superan en eslora a muchas embarcaciones de pasajeros y que solo en combustible gastan auténticas fortunas. En verano, esa antigua ciudad de 2.700 años, con ese sky line no superado en estética por ninguna otra urbe del mediterráneo, queda eclipsada por yates de 120 y 150 metros de eslora, con seis, siete u ocho cubiertas cuajadas de comodidades y que por la noche aparecen iluminadas con todos los colores posibles hasta parecer auténticas fallas valencianas o gigantescas tartas que bambolean al compás de la marea.

    En vez de pasajeros, lo que hay en los muelles es un ejército de mirones. Docenas de personas, móviles o cámaras en ristre, se paran frente a estos palacios flotantes para fotografiarlos, como si fueran monumentos a la soberbia, palacios donde residen todos los desenfrenos imaginables. Al igual que los turistas muestran a su regreso a casa las fotos de Versalles en París, de la puerta de Brandemburgo en Berlín o de la Sagrada Familia en Barcelona, en Ibiza hacen lo propio con yates como el Turama, el Prince Abdulaziz, el Eclipse o el Serene… Ahí están, amarrados en el muelle, majestuosos e inabarcables, sobredimensionados, desafiantes, como si formaran parte de un concurso mundial del derroche, en el que millonarios de todo el planeta han sido citados para demostrar hasta dónde son capaces de llegar con tal de superar a los demás. Flashes en las noches de verano junto al mar. No hay ningún artista o famoso a la vista. Los artistas son los barcos. Y, a su alrededor, pulula una nube de furgonetas uniformemente oscuras, cristales tintados, impecablemente limpias y relucientes. Se dirigen a uno u otro barco para recoger a algún pasajero y llevarlo a un local de moda. No se ven guardaespaldas, o al menos no se perciben, pero obviamente están ahí. No hay paparazzi arremolinados por ninguna parte, pero el hormiguero de turistas que recorre los andenes por la noche no deja de disparar sus flashes y lanzar comentarios de admiración… «¿Quién irá dentro de este barco?», se

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