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Hasta su total exterminio: La guerra antipartisana en España, 1936-1952
Hasta su total exterminio: La guerra antipartisana en España, 1936-1952
Hasta su total exterminio: La guerra antipartisana en España, 1936-1952
Libro electrónico597 páginas9 horas

Hasta su total exterminio: La guerra antipartisana en España, 1936-1952

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A los enemigos en el campo hay que hacerles la guerra sin cuartel hasta lograr su total exterminio, y como la actuación de ellos es facilitada por sus cómplices, encubridores y confidentes, con ellos hay que seguir idéntico sistema. Son palabras de Eliseo Álvarez-Arenas, director general de la Guardia Civil en 1941. La guerra civil española, tradicionalmente delimitada entre los años 1936 y 1939, tuvo otro rostro: el de la guerra irregular, un enfrentamiento de características muy diferentes que además se prolongó hasta 1952. En este libro, Arnau Fernández Pasalodos se adentra en ella y en las dinámicas que determinaron el funcionamiento de la Benemérita durante el primer franquismo. Lo que se desprende es un retrato poliédrico de la brutalidad y la represión que se ejercieron, a todos los niveles, hacia los partisanos, sus colaboradores, las familias de ambos e incluso los civiles ajenos al conflicto. Pero al mismo tiempo este libro destaca otro aspecto que la historiografía ha dejado de lado: la auténtica realidad del guardia civil en la lucha antiguerrillera. Numerosos miembros de este cuerpo no estaban allí por motivos ideológicos, sino por necesidad. Cobraban uno de los sueldos más bajos a cambio de una vida de miseria. Pasaron miedo y a menudo evitaban acatar las órdenes que recibían. Hasta su total exterminio ofrece una mirada novedosa, proporcionada y a ras de suelo de la guerra civil española, de la que aún hay tanto que decir.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento8 may 2024
ISBN9788410107250
Hasta su total exterminio: La guerra antipartisana en España, 1936-1952

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    Hasta su total exterminio - Arnau Fernández Pasalodos

    Arnau Fernández Pasalodos

    (Barcelona, 1995) es investigador posdoctoral en el Centre for War Studies del University College Dublin. Sus investigaciones sobre la historia sociocultural de las guerras civiles europeas y la construcción de la dictadura franquista se han publicado en revistas científicas como Ayer, European History Quarterly, Historia y Política o Historia Social. Es coeditor de la Revista Universitaria de Historia Militar y en 2021 ganó el Premio Mary Nash que otorga la Asociación de Historia Contemporánea.

    «A los enemigos en el campo hay que hacerles la guerra sin cuartel hasta lograr su total exterminio, y como la actuación de ellos es facilitada por sus cómplices, encubridores y confidentes, con ellos hay que seguir idéntico sistema.» Son palabras de Eliseo Álvarez-Arenas, director general de la Guardia Civil en 1941.

    La guerra civil española, tradicionalmente delimitada entre los años 1936 y 1939, tuvo otro rostro: el de la guerra irregular, un enfrentamiento de características muy diferentes que además se prolongó hasta 1952. En este libro, Arnau Fernández Pasalodos se adentra en ella y en las dinámicas que determinaron el funcionamiento de la Benemérita durante el primer franquismo. Lo que se desprende es un retrato poliédrico de la brutalidad y la represión que se ejercieron, a todos los niveles, hacia los partisanos, sus colaboradores, las familias de ambos e incluso los civiles ajenos al conflicto.

    Pero al mismo tiempo este libro destaca otro aspecto que la historiografía ha dejado de lado: la auténtica realidad del guardia civil en la lucha antiguerrillera. Numerosos miembros de este cuerpo no estaban allí por motivos ideológicos, sino por necesidad. Cobraban uno de los sueldos más bajos a cambio de una vida de miseria. Pasaron miedo y a menudo evitaban acatar las órdenes que recibían.

    Hasta su total exterminio ofrece una mirada novedosa, proporcionada y a ras de suelo de la guerra civil española, de la que aún hay tanto que decir.

    Galaxia Gutenberg,

    Premio Todostuslibros al Mejor Proyecto Editorial, 2023,

    otorgado por CEGAL (Confederación Española de Gremios

    y Asociaciones de Libreros).

    Publicado por:

    Galaxia Gutenberg, S.L.

    Av. Diagonal, 361, 2.º 1.ª

    08037-Barcelona

    info@galaxiagutenberg.com

    www.galaxiagutenberg.com

    Edición en formato digital: mayo de 2024

    © Arnau Fernández Pasalodos, 2024

    © Galaxia Gutenberg, S.L., 2024

    Imagen de portada:

    © Dmitri Kessel/The LIFE Picture Collection/Shutterstock

    Conversión a formato digital: Maria Garcia

    ISBN: 978-84-10107-25-0

    Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede realizarse con la autorización de sus titulares, aparte las excepciones previstas por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45)

    A Santiago Pasalodos Sesé

    Índice

    Introducción. El ejemplo de Manuel Sesé Mur

    1. La contrainsurgencia de los regímenes fascistas

    España en el marco de la guerra antipartisana europea

    1936-1939: los huidos y el inicio de la resistencia armada

    El origen de una guerra de exterminio

    2. Una guerra contra la población civil y la naturaleza

    Represalias masivas y violencia sexuada

    Deportaciones y campos de concentración

    Otro enemigo: el medio rural

    Escudos humanos, cadáveres expuestos y evacuaciones

    3. El entramado de la contrainsurgencia franquista

    La ley de fugas: el exterminio por encima de la imagen internacional

    Guardias civiles con alpargatas

    Guerrilleros con tricornios y correajes

    Delaciones, deserciones y labores de información

    4. «¿Y qué hace la Guardia Civil?»

    Radicalización y tensiones internas

    Jerarquías y disciplina

    Recompensas y corruptelas

    5. Bailar con la más fea: la experiencia de los guardias civiles y sus familiares

    Miserias y fatigas

    Fracasos y miedos

    Pactos de no agresión

    De esposas a viudas

    Epílogo. Manuel Sesé y yo

    Agradecimientos

    Bibliografía

    Notas

    INTRODUCCIÓN

    El ejemplo de Manuel Sesé Mur

    Haremos el camino en un mismo trazado,

    uniendo nuestros hombros para así levantar

    a aquellos que cayeron gritando libertad.

    JOSÉ ANTONIO LABORDETA,

    Canto a la libertad

    La guerra civil española estuvo compuesta de miles de experiencias como la de Manuel Sesé Mur. Manuel nació en 1912 en el seno de una familia de humildes campesinos que vivían en Peraltilla, un pueblo del Somontano oscense. No conoció la miseria extrema, como la mayor parte de los paisanos de los pueblos que rodeaban Barbastro. Aquellas familias campesinas tuvieron la suerte de disponer de corrales y huertos en los que cultivar legumbres, verduras, tubérculos y cereales, además de terrenos para pastos y encinas de las que extraían el carbón.

    A pesar del afecto que sentía hacia la tierra que le había visto nacer, Manuel decidió emigrar a Barcelona a finales de los años veinte. Quiso encontrar un trabajo que le reportase un mayor bienestar, tanto a él como a su familia, y al poco tiempo empezó a trabajar en una pequeña floristería de la Rambla. En Barcelona tuvo la fortuna de conocer a una hermosa xiqueta valenciana, María Miralles Segarra, que se convirtió en el amor de su vida y con la que formó una extensa familia compuesta por ambos y sus cinco hijos. Barcelona no solo marcaría su futuro sentimental y familiar, sino también ideológico, ya que allí pudo empaparse de los ideales del movimiento libertario y del sindicalismo de la Confederación Nacional del Trabajo (CNT). También en Barcelona vivió la proclamación de la Segunda República en abril de 1931, que abrió una etapa en la que muchos creyeron que España podría modernizarse a través de las reformas políticas y sociales anheladas.

    Por entonces, un familiar de su mujer tenía en propiedad una fábrica de cristalería fina en Barcelona, y ofreció a Manuel ser socio de la empresa. Sin embargo, la propuesta no acabó de materializarse, ya que fue reclamado por su familia para que volviese a Peraltilla y ayudase en las tareas agrícolas. Manuel no dudó en regresar a casa a finales de 1931, y al Somontano oscense no solamente llegó una joven pareja llena de ilusiones –y a la par de incertezas–, sino también el anarquismo. Desde el primer momento, Manuel se esforzó para que sus vecinos conociesen los ideales libertarios, y junto con otros vecinos organizó el sindicato local de la CNT. Allí vivió con amargura la victoria de las derechas en 1933, hasta que la victoria del Frente Popular en febrero de 1936 le devolvió cierta esperanza. La candidatura de izquierdas ganó en Peraltilla, como en el resto de la provincia de Huesca, pero lo hizo con un escaso margen. Un total de 250 votos fueron a parar a la urna de las izquierdas y 208 a la urna de la Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA), y la victoria no se tradujo en un aumento de la conflictividad social en aquel espacio rural, sino todo lo contrario.

    No obstante, el inicio de la guerra hizo que Manuel participase en ella como miliciano, empuñando las armas en el frente de Huesca. Mientras tanto, en el pueblo se creó un comité revolucionario, que él mismo se encargaría de presidir dada su amplia trayectoria sindical. Las tierras fueron colectivizadas, y la iglesia y el salón de baile se convirtieron en almacenes de grano. Los anarquistas peraltillenses vieron por fin cumplirse sus aspiraciones revolucionarias, y en las localidades del Aragón oriental los vecinos vivieron sin patrones, sin dinero, sin Iglesia y sin impuestos. Pero esa revolución enmarcada en un contexto de guerra civil vino acompañada de violencia, sobre todo tras la llegada de las columnas anarquistas de Valencia y Cataluña. La milicia de los «Aguiluchos» redactó una lista con los paisanos de Peraltilla que debían ser fusilados, a lo que Manuel y el resto de los anarquistas de la localidad se opusieron. Gracias a la intermediación de los poderes locales, allí ningún vecino cayó víctima de las balas revolucionarias.

    El estallido de la guerra y de la revolución provocaron una auténtica tragedia en la diócesis de Barbastro, ya que fue la sede eclesiástica con más clérigos muertos: nada menos que el 87,8% del clero regular fue ejecutado, un total de 120 sacerdotes. Compartieron su destino 18 benedictinos, 51 claretianos y 9 escolapios.¹ Sin embargo, en muchos pueblos altoaragoneses los vecinos de izquierdas ayudaron a escapar de la muerte a los párrocos, tal y como ocurrió en Peraltilla. Manuel se encargó de proveer al cura local, Vicente Benito, de ropa y comida para que huyese y pasase a territorio sublevado. Este se escondió durante once días en una caseta, mientras Andrés Budiós, miembro del comité local, le llevaba comida a diario. Cuando se decidió a emprender el camino, fue reconocido en el trayecto, entregado al Comité de Abiego y posteriormente ejecutado, el 5 de agosto, en una curva de la carretera de Barbastro a Huesca. La guerra siguió hasta que el Frente de Aragón se rompió de forma definitiva en marzo de 1938 y el Alto Aragón fue ocupado por las tropas rebeldes en menos de un mes. La retirada de las unidades militares republicanas fue un completo desastre y la población civil sufrió las consecuencias.

    En tierras oscenses comenzó a producirse un fenómeno que en las provincias donde había triunfado la sublevación se venía experimentando desde julio de 1936: el de la huida al monte. Hombres y mujeres, mayoritariamente los primeros, se escaparon a las montañas, con armas o sin ellas, ante el estallido de la violencia y el terror impuestos por los golpistas. El objetivo era sobrevivir escondidos en zonas de difícil acceso bien conocidas por los huidos y esperar a que el terror fuese disminuyendo para poder volver con alguna garantía de que se les respetaría la vida. Manuel se convirtió en uno de ellos: se escondió durante semanas en casetas y barrancos cercanos a Peraltilla. La Guardia Civil lo buscó, y ante la imposibilidad de encontrarlo decidieron castigar a su familia. María fue detenida y encarcelada, como lo habían sido y lo serían miles de mujeres de republicanos entre 1936 y 1952.² Cuando Manuel se enteró de lo que le estaba ocurriendo a su esposa, decidió entregarse voluntariamente.³ Un consejo de guerra lo condenó a veinte años de prisión y fue enviado a las cárceles de Torrero en Zaragoza y las Capuchinas en Barbastro. En los cinco años que estuvo preso sufrió terribles torturas, hasta que, al no hallársele delitos de sangre, le concedieron la libertad vigilada.

    Ya fuera del presidio, pero sumido en la pobreza y en la marginación que su condición de vencido le confería, estuvo ejerciendo de pastor en su pueblo junto a su mujer y sus hijos. Pero su vida daría un giro dramático en 1948. Tras salir de la cárcel, Manuel entró a formar parte del comité de resistencia que se había formado en Barbastro, que entre otras cuestiones se encargó de ayudar a los guerrilleros que se movían por la región o buscaban cruzar la provincia en dirección al sur.⁴ De esta forma, junto a otros compañeros como Miguel Galino Garcés, de Sercué, al que probablemente conocía por la trashumancia, se dedicó a pasar armamento y municiones a través del difícil paso pirenaico de la Brecha de Tucarroya, al norte del Monte Perdido, razón por la cual fueron acusados de «tráfico de armas y municiones y auxilio a los bandoleros».⁵

    La actividad clandestina se vio truncada cuando el 10 de enero de 1948, cerca de la localidad de Valdellou, entre Aragón y Cataluña, las autoridades encontraron el cadáver de Tanque, miembro de la partida guerrillera «Drole». La desgracia para el comité de resistencia vino a consecuencia de unas notas que la Benemérita encontró en la chaqueta del guerrillero que contenían las identidades de diversos enlaces, lo que provocó una redada policial en Barbastro y en los pueblos de los alrededores.⁶ Toda la información pasó a manos de Ramón Ferrer Herrero, cabo del Servicio de Información de la Guardia Civil, quien organizó, entre el 18 y el 20 de enero, un operativo que se saldaría con una decena de detenciones y la incautación de siete metralletas, 770 cartuchos, tres pistolas, un revólver, 38 cartuchos de dinamita y dos paquetes de fulminantes.⁷

    La Benemérita se puso en marcha y el capitán Tomás Matos Fernández se presentó el 19 de enero de 1948 en una torre llamada «El Americano», donde vivían los hermanos Manuel y Antonio Raluy Buera, sospechando que allí podían estar escondidas parte de las armas y los explosivos.⁸ Los dos fueron detenidos, y Manuel confesó que Antonio Rivera, que había combatido en la misma unidad que él en el Ejército republicano, se acercó a su huerta en octubre de 1947 para decirle que tenía siete metralletas, tres pistolas y diversos explosivos que debían ser convenientemente guardados, y los enterraron allí mismo. Manuel Raluy marchó a Barbastro al cabo de unos días y se encontró con Bonifacio Noguero, que se mostró partidario de repartir las armas entre varios conocidos «afectos a la causa». Él se quedó con cuatro metralletas, dos paquetes de lapiceros explosivos y unos tubos de dinamita. Unos días más tarde, Manuel Raluy volvió a Barbastro, y en esta ocasión se encontró con Manuel Sesé, al que conocían con el mote de El pastor. Este accedió a ir a la torre para recoger una metralleta, una pistola y algunos cargadores. Se presentó de noche y por la puerta que daba al corral, para que no lo viera la familia Raluy. Por su parte, Bonifacio Noguero confesó haber recibido las armas, y comentó que a su vez las repartió con otros dos amigos, Marcelino Agón Arcada y Eusebio Montes Bescós, quienes aceptaron guardar una metralleta y diversas municiones cada uno.

    Sin embargo, el operativo no se inició el 19 de enero de 1948 con la detención de los hermanos Raluy y del resto de los hombres, sino que lo hizo un día antes, cuando dos guardias se presentaron en la casa de Manuel Sesé Mur. El sargento comandante del puesto de Barbastro, Agustín Serrano Arroyo, y el guardia Marcelino García Gracia salieron a las 17 horas del 18 de enero hacia Peraltilla con el objetivo de registrar su casa. Se personaron en el domicilio e invitaron a Manuel a ir al ayuntamiento, donde le preguntaron si era cierto que guardaba armas. Él declaró que no, pero los guardias insistieron, y por el lenguaje empleado en el informe no resultaría desacertado decir que debieron coaccionarle o propinarle algunos golpes, ya que terminó confesando que tenía escondida una metralleta, una pistola y municiones. Entonces se dirigieron hasta la entrada del inmueble en presencia del alcalde, Julián Cavero Escario. Una vez en la puerta, Manuel le pidió al alcalde que entrase y llamase a su esposa, María Miralles, que en aquel momento se encontraba junto a una vecina en el corral, para que las invitase a salir, ya que allí era donde estaban escondidas las armas y no quería que su mujer se enterase. Los dos guardias civiles y Manuel entraron en el corral, este se agachó y sacó el armamento de un agujero. Transcurridos unos minutos se dirigieron hacia la calle, y según el sargento:

    El referido Manuel emprendió veloz carrera mientras iba esposado, sin obedecer a las cinco o seis voces de alto para que cesara en su huida, y haciendo caso omiso ordenó el sargento que suscribe que se le disparase haciéndole varios disparos para intimidarle tirándose al suelo y levantándose emprendiendo de nuevo precipitada carrera, tirándose hacia el monte, haciéndose nuevos disparos siendo alcanzado por ellos, cayendo al suelo herido a una distancia de quinientos metros de la localidad en el momento de querer introducirse en un monte cubierto de matorrales. Solicitando inmediatamente el auxilio de las autoridades locales, que seguidamente se personaron en el lugar del suceso y con la cooperación de estas y de varios vecinos fue trasladado al ayuntamiento donde le fue practicada la primera cura, acto seguido fue trasladado en un camión a la ciudad de Barbastro, ingresado en el hospital militar para ser puesto en disposición de la autoridad correspondiente.

    Resulta una versión completamente inverosímil, ya que no es posible que, en apenas unos segundos desde el inicio de la supuesta huida, Manuel, que además estaba esposado, ya estuviera a quinientos metros de los guardias, y todavía menos que desde esa distancia le acertasen un tiro en la cabeza, sin impactarle en ninguna otra zona.

    Manuel no murió en el acto. Sus hijos lo cargaron en un camión y lo trasladaron al hospital militar de Barbastro, pero allí no tenían los materiales necesarios para intervenirle, por lo que fue trasladado al hospital militar de Huesca, donde ingresó a las 3 de la madrugada del 19 de enero con pronóstico «muy grave» a consecuencia de un impacto de bala en el cráneo. Finalmente, el teniente coronel médico Manuel Arias lo dio por muerto a la 1 de la madrugada del 21 de enero, tras una agonía de dos días. Un dato curioso de este caso es que Manuel llegó al hospital indocumentado, y por el tipo de herida que presentaba y al saber que había sido a causa de los disparos de la Guardia Civil, el facultativo escribió de forma errónea que se trataba de un guerrillero.

    Los médicos Luis Coarasa Paño y Manuel Artero Bernad llevaron a cabo la autopsia del cadáver en la mañana del 22 de enero. Manuel todavía vestía un traje de pana, y su cadáver presentaba una herida de bala con orificio de entrada en la región frontoparietal derecha y salida por el arco superciliar izquierdo. El impacto le había destrozado todo el lóbulo frontal, por lo que presentaba una pérdida de sustancia de hueso de unos diez centímetros cuadrados en el parietal derecho, mientras que el ojo derecho había estallado, literalmente. A juicio de ambos facultativos, las heridas y la trayectoria seguida por la bala demostraban la imposibilidad de que Manuel hubiese sido alcanzado mientras escapaba: «Posiblemente el disparo fue hecho a corta distancia y desde un plano posterior al lesionado». Es decir, que los guardias civiles Agustín Serrano y Marcelino García lo ejecutaron y ocultaron el asesinato mediante el subterfugio de la ley de fugas. En la documentación oficial no aparece quién realizó el disparo, pero teniendo en cuenta que en los pelotones de fusilamiento el oficial de mayor rango solía ser el encargado del tiro de gracia, resulta muy probable que fuese el sargento Agustín Serrano Arroyo el encargado de matarlo. Finalmente, el cuerpo de Manuel Sesé fue enterrado en el cementerio de Huesca, en el cuadro n.º 16, sepultura 240. Una información que la dictadura jamás ofreció a la viuda, que murió sin saber dónde estaba el cadáver de su marido.

    La Benemérita procedió al registro de la casa de Manuel en los días posteriores a su asesinato, y los agentes encontraron una carta escrita por Miguel Galino en agosto de 1947 en la que parecía hacer referencia al paso de armas:

    Apreciable Manolo y familia: Recordando mi carta anterior no he tenido contestación, te escribí a mediados del mes de julio por lo que tú sabes; esto ha estado un poco vigilado, pero hoy está tranquilo [y] a ti te aguardamos cuando tú decidas; cuando te venga bien si subes con los amigos, subes por Gallisué que es el camino que sube el ganado, tú ya lo sabes si tenéis carga escribid enseguida que saldremos a buscaros con el burro a Escalona, por donde os digo no hay vigilancia, si llegáis allí y no estamos nosotros seguid el viaje; yo a lo mejor estaré en el puerto, pero será lo mismo, subiréis por el valle de la Chapariza […] Muchos recuerdos a María, o sea tu mujer, [y] a tus hijos de toda esta familia, para todos vosotros y de mí recibid un cariñoso saludo de este vuestro amigo que no os olvida.¹⁰

    Gracias a esta información, el cabo José Prades Velillas organizó una contrapartida que se dirigió al pueblo de Sercué para tender una trampa a Miguel Galino. La fuerza se presentó en su casa afirmando que eran «guerrilleros de la República» que venían de parte de su amigo Manuel Sesé. Al escuchar su nombre se confió, y pensó que eran partisanos de verdad, por lo que los invitó a pasar y les dijo que estaba dispuesto a ayudarlos en todo lo que pudiera. Tras una larga conversación con él y con su hijo, la contrapartida llegó a la conclusión de que estaba implicado en el tráfico de armas para la guerrilla, señalando la presencia de un paso clandestino de estas desde Francia a España. La unidad decidió no descubrir su identidad, y antes de marcharse invitaron a Galino y a su hijo a que continuasen ayudándolos en el futuro.

    Al final los detuvieron, y Miguel Galino reconocería que había recibido una carta de Manuel en agosto de 1946 con la propuesta de participar en un paso de armas desde Francia. Miguel se presentó en el lugar convenido y Manuel Sesé llegó junto a dos hombres desconocidos, pero que posiblemente eran de Radiquero. Después, los cuatro marcharon juntos hacia la frontera. Cuando llegaron a la Brecha de Tucarroya, sobre la misma línea fronteriza, se encontraron con dos individuos que les hicieron entrega de tres cajas con municiones de metralleta. Comieron juntos y los dos desconocidos tomaron el camino a Francia, mientras que Manuel, Miguel y los otros dos compañeros emprendieron el viaje de vuelta, haciendo noche en una cueva en el puerto de Góriz.

    Los agentes le preguntaron por el destino de las armas, y Miguel Galino dijo que de eso se encargaba Manuel, que él servía de guía y de colaborador para llevar las cajas, además de mantenerse al tanto del despliegue de las fuerzas policiales en la zona, pero nada más. Tras aquel viaje del verano de 1946 realizaron otro igual en octubre, y los franceses les entregaron once metralletas completamente nuevas. Además, Galino afirmó que, a pesar de que Manuel Sesé había formado parte de la CNT, debió de comenzar a colaborar con los órganos de resistencia del Partido Comunista de España (PCE) al salir de la cárcel, y que lo invitó a unirse. Finalmente, en su declaración confesó que su hijo, Miguel Galino Buisan, había ayudado a cuatro guerrilleros para que cruzasen a Francia en el verano de 1947.¹¹

    Cuando el caso pasó a un tribunal militar, ante el juez que los citó a declarar, padre e hijo terminaron cambiando de versión. Alegaron que habían sido coaccionados por los agentes durante el interrogatorio, y Miguel Galino declaró que en los viajes en los que acompañó a Sesé no recogieron armas, sino que fueron a la frontera porque Manuel tenía un hermano en Francia. Este cambio resulta bastante inverosímil, ya que las armas encontradas en casa de Manuel Sesé, así como el contenido de la carta hallada por los agentes, no dejan lugar a dudas.

    En definitiva, Manuel Sesé pasó por casi todos los escenarios posibles de la guerra civil española y del sistema represivo de los vencedores. En primer lugar, participó en la revolución y en la guerra regular, defendiendo las posiciones republicanas del frente de Huesca. Cuando se produjo el hundimiento de la línea en marzo de 1938, se echó al monte, convirtiéndose en un huido, y a consecuencia de ello su familia fue represaliada y castigada. Tras presentarse ante los vencedores sufrió el calvario y las arbitrariedades de los consejos de guerra y de las cárceles franquistas; hambre, terror y tortura fueron el día a día para miles de vencidos. Pudo evadir la muerte a pesar de haber ostentado cargos directivos durante la revolución, y una vez en libertad vigilada volvió con su familia y recuperó cierta normalidad dentro de la vida civil. Sin embargo, sus convicciones políticas le llevaron a asumir todos los peligros que implicaba la colaboración con los órganos de la resistencia armada antifranquista. Ni la experiencia de la guerra, ni el trauma de ver a su mujer encarcelada, ni haber tenido que huir por los montes perseguido por la Benemérita, ni un consejo de guerra, ni cinco años de prisión y torturas evitaron que se sumase a la lucha contra la dictadura a través de un comité de resistencia. Ya solo quedaba el último escalón en la maquinaria represiva del franquismo: la muerte. Al Nuevo Estado y a la Guardia Civil, su agencia preferente para la lucha antiguerrillera, no les temblaron las manos a la hora de asesinar a individuos como Manuel Sesé, que por sus ideales políticos y por su actitud resistente quedaban fuera del proceso de construcción de la comunidad nacional.

    ¿Cómo fue posible que un pastor oscense muriera de un disparo a bocajarro efectuado por un guardia civil a principios de 1948? Es más, ¿por qué los miembros de la Benemérita no terminaron siendo investigados por asesinato, sino que los responsables del operativo fueron recompensados con diversas cruces al mérito militar?

    1

    La contrainsurgencia

    de los regímenes fascistas

    El levantamiento armado de julio de 1936 y el inicio de la Guerra Civil fue fruto de la voluntad de los rebeldes por imponerse, a cualquier precio, sobre el Gobierno legítimo de la Segunda República. El Ejército golpista ejerció una violencia masiva, estructural y preventiva que fue a su vez catalizadora y generadora de un Nuevo Orden. Los rebeldes ejercieron el terror con fines eliminacionistas, lo que les permitió alcanzar varios objetivos: limpiar los sectores sociales de quienes no debían formar parte de la comunidad nacional, construir una cultura de guerra legitimadora en el marco de la movilización bélica y hacer ostentación de su fuerza y de su poder.¹

    ¿Hasta qué punto la violencia extrajudicial estuvo organizada y reglada desde las más altas instancias? La documentación, original e inédita, del Ejército rebelde y de la dictadura relativa a la contrainsurgencia que aparecerá en estas páginas responderá a esta pregunta y dotará de mayor contenido a los trabajos de los especialistas que llevan años señalando que aquella no fue irracional, sino congruente con sus formas y objetivos. Es más, dicha violencia fue parte consustancial del proyecto golpista.²

    La lucha antiguerrillera desplegada por los rebeldes y por el franquismo durante los quince años de guerra irregular en la península, así como por el resto de regímenes fascistas europeos del momento, se basó en la puesta en práctica de una serie de estrategias habituales en cualquier caja de herramientas contrainsurgente. En España se emplearon contra una resistencia republicana marcadamente heterogénea: partidas autónomas y otras adscritas a las agrupaciones guerrilleras, huidos en las sierras, bolsas de milicianos atrapados en las retaguardias rebeldes y unidades irregulares del Ejército republicano, así como familiares, amigos y colaboradores de estos grupos.

    En el marco de la guerra antipartisana europea la forma de entender la guerra asimétrica, y por tanto la contrainsurgencia, como una guerra sucia y de eliminación tiene sus bases en la experiencia adquirida por el Ejército alemán en la contienda franco-prusiana de 1870 a 1871. En los años posteriores a dicho conflicto, los alemanes elaboraron un jus in bello (1902) que aplicar en caso de iniciarse un nuevo enfrentamiento, el cual contemplaba estrategias como matar a civiles si estos se resistían a cumplir las normas de los nuevos poderes, obligarlos a ejercer como guías o tomarlos como rehenes, confiscar propiedades y alimentos, o encarcelar a los familiares de los guerrilleros. Todas estas prácticas fueron adoptadas por los regímenes fascistas encargados de combatir diferentes resistencias armadas entre 1936 y 1952, en distintos continentes, lo que demuestra que existió toda una cultura de guerra contrainsurgente que trascendió las fronteras nacionales y homogeneizó la forma de reprimir a las guerrillas. Ya en las campañas coloniales el Ejército español veía al contendiente irregular como un enemigo al que había que extirpar de raíz, sin apenas posibilidad de reinserción, una concepción en línea con la cultura militar de todos los ejércitos del momento. En 1921 el comandante y diputado en las Cortes Francisco Bastos Ansart dijo sobre los guerrilleros rifeños que «no debe haber otra solución que exterminarlos».³

    ESPAÑA EN EL MARCO DE LA GUERRA

    ANTIPARTISANA EUROPEA

    Svetlana Alexiévich ha contado que los oficiales soviéticos destinados en Afganistán le recriminaron que estuviese escribiendo sobre la guerra sin haber disparado nunca. La premio Nobel bielorrusa llegó a la conclusión de que eso era lo mejor, «que nunca he disparado».⁴ Tradicionalmente, la historia de las guerras la han escrito los militares que han combatido en ellas, y en el caso de la guerra irregular española, que se extendió a lo largo de todo el periodo que va de 1936 a 1952, la historiografía sigue influenciada por lo que escribieron los militares que intervinieron en ella. Los autores franquistas que publicaron los primeros trabajos sobre esa falsa «lucha contra el bandolerismo» se olvidaron de las víctimas, tanto combatientes como civiles, y llegaron incluso a olvidarse de su propia experiencia de guerra contrainsurgente. Siempre a la sombra del conflicto convencional en los frentes de 1936 a 1939, del que el régimen y sus hagiógrafos podían extraer provecho narrativo con mucha más facilidad, se vieron forzados a escribir un relato impostado de los combates de los años cuarenta. Su propia naturaleza, que a ojos de cualquiera se evidenciaba mucho más sórdida y carente de gloria, hizo que todo quedara reducido a pequeñas escaramuzas entre honrados guardias civiles y un hatajo de supuestos asaltacaminos y violadores.⁵

    La cronología de la guerra civil española, un conflicto en el que se experimentaron episodios de guerra regular e irregular, no puede seguir delimitándose a la periodificación tradicional: de 1936 a 1939. En primer lugar, entre julio y noviembre de 1936 se vivió una guerra irregular protagonizada por columnas móviles, que finalizó parcialmente en el invierno del año 1936-1937, cuando los frentes se estabilizaron tras el fracaso de los golpistas en su asalto sobre Madrid. A partir de entonces y hasta abril de 1939, la contienda vivió fases de guerra regular, irregular o de ambas al mismo tiempo, dependiendo de la provincia. Este escenario quedaría cerrado a partir de abril de 1939, cuando el Ejército Popular de la República fue derrotado en los campos de batalla. A partir de entonces, la Guerra Civil se convirtió en un enfrentamiento irregular que se alargaría hasta 1952 en diferentes territorios peninsulares.

    En otras palabras: entre julio de 1936 y 1952 una parte importante de la geografía peninsular fue el teatro de operaciones de una guerra asimétrica. Hablamos de un conflicto de tipo irregular en el que los frentes no estuvieron bien delimitados o directamente no existieron, como consecuencia de la lucha por el control del territorio, de la represión rebelde y de la huida al monte de miles de republicanos que se vieron obligados a defenderse de un para-Estado marcadamente violento y vengativo, que además gozaba de mejor organización militar y de mayor número de combatientes y potencia de fuego. Estas características hicieron que las partidas de resistentes republicanos no combatieran a las fuerzas estatales de forma directa, sino que recurrieran a sus redes de colaboración, a los robos, a los sabotajes y a las emboscadas para resistir el mayor tiempo posible, tratando además de poner en cuestión la legitimidad de las nuevas autoridades. Al fin y al cabo, el rasgo principal de la guerra irregular es la inexistencia de un espacio de operaciones concreto. En ella los límites naturales que separan a las partes en conflicto son difusos y fluidos, por lo que «el frente está por todas partes y no hay retaguardia en ningún sitio», siguiendo la definición que hizo un veterano de las guerras contra los indios americanos. La confusión y la paranoia generada por un escenario así se refleja en una canción de los soldados alemanes en el Frente Oriental: «Rusos por delante. Rusos por detrás. Y luego, entre medias, todo es disparar». Por eso mismo, otra de las características de la guerra irregular es la dificultad para diferenciar a los combatientes de los no combatientes.

    La asimetría entre los guerrilleros y los actores contrainsurgentes suele caracterizarse porque los segundos cuentan con una serie de recursos que los primeros no tienen en general, tal y como ocurrió en España: un gobierno establecido; reconocimientos diplomáticos; el control del poder ejecutivo, legislativo y judicial; la gestión de las administraciones públicas y de las fuerzas policiales y militares; mayores recursos financieros, industriales y agrícolas; la gestión y el mantenimiento de redes de transporte y comunicaciones; o el control de la información, entre otras cuestiones.

    Las propias autoridades franquistas reconocieron la existencia de una guerra tras la guerra, como se desprende de numerosos documentos generados en los años cuarenta por Franco, el Ejército o la Guardia Civil que reflejan esa convivencia entre espacios de guerra y de posguerra al mismo tiempo. Un ejemplo lo encontramos en Galicia, a mediados de 1943, en la misma semana en la que se estaba produciendo el levantamiento del gueto de Varsovia. La parte oriental de la provincia de Lugo era una de las zonas con mayor actividad guerrillera ese año, y ante la incapacidad de las autoridades militares para acabar con las partidas, se siguió una estrategia habitual en el marco de la contrainsurgencia franquista cuando la actividad de la resistencia armada se escapaba de su control: la creación de un «sector de persecución de huidos». En la práctica significaba la llegada de un oficial de la Guardia Civil que se ponía al mando de todas las tropas disponibles con el único objetivo de exterminar a las guerrillas y de controlar a toda la población susceptible de ayudarlas. Para lograr dicho objetivo en la zona oriental de Lugo, la dictadura confió en el entonces capitán de la Benemérita Manuel Bravo Montero, hijo del célebre comisario Manuel Bravo Portillo, líder de la banda de pistoleros que se dedicó a asesinar a sindicalistas anarquistas en Barcelona bajo la financiación y protección de la patronal.

    El menor de los Bravo fue destinado a espacios de lucha antiguerrillera y se labró una pésima reputación entre las comunidades locales a consecuencia del uso sistemático de torturas y de violaciones en los lugares en los que estuvo al mando. No debe sorprendernos la confianza que depositó la dictadura en él, ya que ingresó en 1920 en la Academia de Infantería de Toledo y participó en la guerra del Rif cuando fue destinado al tercio de legionarios en Melilla. En 1928 Franco no se olvidó del soldado que había tenido a sus órdenes, y como director de la Academia General Militar de Zaragoza lo nombró profesor. En 1934 también participó en la represión contra los revolucionarios asturianos, donde al parecer ya empezó a destacarse en el empleo de la tortura, técnica que perfeccionaría durante su paso por los espacios de guerra antipartisana. En la guerra de 1936-1939, Manuel Bravo se convirtió en cautivo y quintacolumnista, granjeándose un expediente que le facilitaría los ascensos futuros, y a principios de 1939 fue incorporado a la Guardia Civil, como encargado de liderar una suerte de grupo paramilitar que sembró el pánico en la Barcelona recién ocupada. Ya con el rango de capitán fue destinado, en 1940, a los montes asturianos para reprimir a las guerrillas. Allí estableció un estado de excepción y de terror permanente en el que los asesinatos, las torturas y las violaciones se convirtieron en la rutina de las tropas a su mando. Ante el enquistamiento de la resistencia republicana en los montes de Lugo, la dictadura confió en sus capacidades para atajar el problema. De esta manera, Bravo Montero fue nombrado jefe del Sector de Persecución de Huidos de Becerreá, donde estableció su base para la lucha antiguerrillera. Sin embargo, el menor de los Bravo se mostró incapaz de eliminar a los partisanos que actuaban en los límites entre Lugo y León, hasta el punto de que a mediados de abril de 1943 se quejaba de que era imposible eliminarlos por culpa de la ayuda que recibían de los vecinos:

    Existen restos de partidas armadas de huidos, las que desde hace cinco años vienen actuando con relativa tranquilidad toda vez que el vecindario, sean cuales sean sus ideas, los protegen, los ayudan, los amparan y los toleran, sin que en ningún caso se dé conocimiento a las fuerzas de orden público de la presencia de huidos y si alguna vez lo hacen las noticias son tardías, incompletas y desde luego inútiles porque a los vecinos de las aldeas y pueblos les interesa vivir bien con las partidas armadas, unos por convicción y todos por interés, en su tranquilidad o en sus ideas.

    Es interesante ver cómo el oficial de la Benemérita conectaba 1943 con la etapa 1936-1939 al mencionar que las guerrillas llevaban ya cinco años actuando de forma ininterrumpida. No obstante, también se extrae otro rasgo reseñable y común en los documentos militares: la exaltación de las capacidades y de los apoyos del enemigo con el objetivo de tapar las propias carencias.

    Ahora bien, hay una parte de su escrito aún más importante, en la que no solo señala la necesidad de aumentar la represión entre la población civil, sino que utiliza un lenguaje sin ambages para decir que había zonas en las que la dictadura franquista no parecía ejercer un control efectivo del territorio:

    Lo cierto es que no se tiene por parte de los vecinos colaboración alguna […] basta que digan que tienen miedo o que se encuentran sin protección para que se les trate con excesiva benevolencia, para que se les toleren sus faltas y sus delitos permanezcan impunes, sin que un duro escarmiento en todos estos protectores se realice en la medida que va adquiriendo y son necesarias aplicar en un problema, no grande en volumen, pero sí vergonzosamente crónico. Parece ser como si aldeas y pueblos estuvieran todavía por ganar en favor de la España Nacional, pues en ellas, las partidas armadas de huidos se mueven como en terreno conquistado.

    Todo conflicto debe ser tratado dentro del contexto histórico más amplio en que se enmarca, y en este sentido tanto la Primera como la Segunda Guerra Mundial, así como el periodo que medió entre ellas, propiciaron una sucesión de guerras civiles europeas caracterizadas a menudo por su naturaleza irregular.¹⁰ Por tanto, la guerra asimétrica y las políticas de violencia adscritas a la lucha antiguerrillera nos ofrecen un caso de estudio excepcional para complejizar el conflicto español y comprenderlo desde un marco interpretativo distinto al habitual. Así, conceptos como el de guerra antipartisana no vienen a sustituir a otros como el de guerra civil, sino que ambos se complementan, ya que fue en el marco de la guerra general en el que se dieron los condicionantes para que en España apareciese una intensa lucha antiguerrillera que se desplegó de forma ininterrumpida hasta 1952.

    No es posible diferenciar la guerra de la posguerra en los años cuarenta, no al menos en las zonas afectadas por la presencia de la resistencia armada republicana. O, lo que es lo mismo, que hubo provincias en las que convivieron espacios de posguerra y otros de larga duración de la guerra. Por ejemplo, en la ciudad de Málaga el conflicto terminó en 1939 y sus paisanos experimentaron la posguerra franquista en toda su dimensión, pero a sesenta kilómetros en dirección este, llegando a los pueblos de montaña de la Axarquía, como Frigiliana, no hubo posguerra alguna en la década de los cuarenta, ya que hasta 1952, a consecuencia de la lucha antipartisana, la demarcación fue declarada zona de guerra y sus vecinos fueron asesinados, torturados, evacuados de sus casas, encarcelados y deportados.

    Hombres, mujeres, adolescentes y niños fueron violentados y represaliados de todas las formas posibles en pequeñas localidades alejadas de los centros de poder, de los espacios de gobierno estatal, de las capitales de provincia en las que vivían los gobernadores militares y civiles, así como las distintas familias más poderosas y afines al régimen de cada región. Cuando nos acerquemos a ver la continuación de la Guerra Civil en su forma irregular en Almería, los escenarios serán pueblos remotos de la sierra como Contador o Paterna del Río. La ciudad de Málaga vivió su particular posguerra en los años cuarenta, pero los paisanos de Genalguacil o Frigiliana no vivieron posguerra alguna hasta 1952, cuando fueron eliminados los últimos guerrilleros que se refugiaban en aquellas serranías malagueñas, lejos de la calle Larios. En el norte, la continuación de la Guerra Civil no la vivieron en ciudades como Santiago de Compostela o El Ferrol. En la ciudad de Lugo la Guardia Civil no quemó ninguna casa, pero a ochenta kilómetros de la capital de provincia los guardias civiles prendieron fuego a los bosques para evitar que los republicanos pudieran esconderse tras sus matorrales, tal y como ocurrió en los Montes do Buio, un enclave lejano de las capitales gallegas y donde en 1948 se calcinaron por imperativo militar 75 hectáreas. La guerra antipartisana fue sobre todo una guerra en y contra la España rural; y una guerra en y contra el medio natural.

    El final «oficial» de la Guerra Civil no significó el cese del conflicto armado, ya que durante la década de los cuarenta el Nuevo Estado y un movimiento guerrillero heterogéneo y disperso siguieron combatiendo en multitud de provincias.¹¹ Jorge Marco, Mercedes Yusta o Miguel Alonso son algunos de los autores que mejor han argumentado la necesidad de romper con las interpretaciones tradicionales, las cuales se han sustentado sobre la construcción de un muro prácticamente infranqueable entre la guerra de 1936-1939 y la posguerra. Hay cuestiones clave que respaldan esa hipótesis: las directrices de los mandos militares del Ejército o de la Benemérita que ordenaban no hacer prisioneros y matar a un determinado número de civiles por cada acción partisana; la firma de Franco estampada en documentos que habían sido debatidos en consejos de ministros y que premiaban a los guardias por sus actuaciones en «hechos de guerra» durante los cuarenta; los informes de diferentes autoridades civiles y militares en los que se señalaba a la guerrilla como el principal problema que enfrentar en sus provincias, junto al paro o al hambre; la movilización de la sociedad civil en la lucha antiguerrillera; el proceso de radicalización experimentado en el seno de la Guardia Civil o, también, la propia experiencia de los guardias, que no dudaron en señalar que estaban tomando parte en una guerra.

    Los rebeldes y el franquismo cometieron crímenes de guerra y lesa humanidad en el marco de la lucha antiguerrillera. Tras el final de la Segunda Guerra Mundial, los Principios de Núremberg establecieron una serie de directrices para determinar qué acciones son constitutivas de crímenes de guerra, muchas de las cuales formaron parte del repertorio del régimen franquista. Sin ir más lejos, el Nuevo Estado se cimentó en un golpe de Estado violento y en una guerra de agresión, una acción recogida como un crimen en la legislación internacional. Además, podrían ser constitutivos de crímenes de guerra los miles de asesinatos llevados a cabo en espacios contrainsurgentes, así como la imposición del trabajo forzoso, las deportaciones, el asesinato de prisioneros de guerra o el pillaje de propiedades privadas. Por otra parte, podrían considerarse crímenes contra la humanidad asesinar o pretender exterminar a una parte sustancial de los enemigos políticos encarnados en la figura de la anti-España.¹² En cierto sentido, la guerra antipartisana provocó que en muchas provincias se originase o se perpetuase el contexto necesario para que las autoridades rebeldes y franquistas continuasen llevando a cabo estas praxis.

    Los años de silencio impuesto, consecuencia del terror empleado por la dictadura franquista, así como el florecimiento tardío de los estudios sobre la guerrilla, ya durante la democracia, facilitaron que la literatura franquista gozase de décadas para establecer la «verdad oficial» o la «memoria oficial». Años de desinformación, desfiguración y propaganda acabaron por convertir a los guerrilleros republicanos en bandoleros y delincuentes. Dada la imposibilidad de los afectados para dar respuesta a estos relatos –posibilidad vetada también en el ámbito académico desde los años cuarenta hasta los ochenta–, acabaron por calar hondo en el imaginario colectivo de la sociedad española, hasta tal punto que en el presente encontramos a investigadores y escritores que siguen utilizando el lenguaje y las narrativas franquistas.

    Por otra parte, esta problemática también tiene peso en el seno de la propia historiografía, donde en numerosos casos se perpetúa la imagen de la resistencia armada antifranquista como la de un auténtico sinsentido. En las obras de Fernando Martínez de Baños, como Maquis y guerrilleros. Del Pirineo al Maestrazgo, encontramos uno de los mejores ejemplos de esa historiografía equidistante e influenciada por las narrativas franquistas. El autor llega a afirmar que «los dos enemigos se odiaban y cada uno siguió actuando como en la guerra civil: acabar con el otro». Nada más lejos de la realidad. La propaganda guerrillera apostó por los pactos de no agresión con los guardias y soldados destinados en sus zonas de operaciones, tratando de centrar toda la violencia partisana en los falangistas y los delatores. Por encima de todo, es imposible sostener que ambos actuaron de forma simétrica, a saber, con el objetivo de eliminar al otro en su totalidad. Hubo una primera diferencia que anula por completo tal afirmación: la Benemérita y el Ejército recibieron durante dieciséis años órdenes de no hacer prisioneros, de aplicar masivamente la ley de fugas y de torturar a partisanos y civiles. Hablamos de un tipo de directriz que jamás estuvo presente en el seno de las agrupaciones guerrilleras. Esto no quiere decir que la guerrilla no matase –de hecho, es bien sabido que sus miembros cometieron centenares de asesinatos–, pero su objetivo último no era asesinar a los guardias civiles y soldados que los perseguían, ni tampoco hacer imposible la vida de las comunidades rurales.

    La historia militar tradicional tuvo y tiene como principales objetivos analizar los conflictos bélicos con el fin de analizar errores táctico-estratégicos de cara a resolverlos en futuras contiendas, además de mostrar la guerra como un proceso legítimo, noble y científico. En cambio, la nueva historia militar se desmarca de esos objetivos e incluso se muestra abiertamente crítica con ellos, buscando desmitificar las guerras y la milicia. Así pues, lo importante es centrar el análisis en los factores múltiples que generaron las guerras y que explican su evolución y final, teniendo en cuenta que todas ellas son poliédricas. La nueva historia militar no pretende dejar atrás asuntos como las batallas y las estrategias, sino abordarlas desde nuevos prismas, como la experiencia colectiva, o conjugarlas con otros aspectos, como el impacto de las guerras en las sociedades y la política, en las leyes o en la propia ética, entre otras tantas cuestiones.¹³ Un historiador de la guerra debe aportar determinadas herramientas de análisis y los conocimientos necesarios para que las generaciones venideras rechacen los conflictos armados como vías para solventar sus problemáticas, con el fin último y quizás utópico de alcanzar «un mundo nuevo sin fusiles ni venenos», tal y como cantó el granadino Enrique Morente.

    Para entender la violencia, es necesario insertar el caso español en un escenario: Europa. La resistencia armada republicana se anticipó a sus homólogas europeas y se dilató en el tiempo más allá del final de la Segunda Guerra Mundial, y eso hace que no pueda leerse desde la excepcionalidad de un caso nacional, sino que debe entenderse, antes que nada, como una experiencia europea en consonancia con el marco

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