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Traducción y literatura: fecundo diálogo
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Libro electrónico107 páginas1 hora

Traducción y literatura: fecundo diálogo

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Pocas prácticas literarias generan tantas y tan encontradas opiniones como la traducción. Las mismas pueden ir desde la de Roland Barthes: "Tengo poco conocimiento de la literatura extranjera|a decir verdad, solo me gusta lo que está escrito en francés" hasta la ya clásica de George Steiner: "Sin traducción habitaríamos provincias lindantes con el silenció'.
Desde su propia experiencia como traductor, el escritor colombiano Pablo Montoya nos entrega una serie de reflexiones en las que vuelve sobre el fecundo diálogo que desde siempre se ha establecido entre la traducción y la literatura, analiza los paradigmas de la traducción literaria en su país natal, estudia con detenimiento la labor que como traductores llevaron a cabo dos grandes creadores: Borges y Paz, y nos dice qué ha significado para él haber traducido a autores como Baudelaire, Flaubert, Camus y Quignard.
Traducción y literatura es eso: un diálogo fecundo con dos tradiciones que han acompañado al ser humano prácticamente desde el momento mismo en que tuvo algo que contar y que en mucho han contribuido a darle, precisamente, su condición de ser humano.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento11 dic 2023
ISBN9786078923847
Traducción y literatura: fecundo diálogo

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    Traducción y literatura - Pablo Montoya

    Traducción y literatura: fecundo diálogo

    ¹

    Los límites que me impone mi capacidad mental son bastante estrechos, el territorio en cambio que habré de atravesar es infinito.

    F. Kafka

    1

    George Steiner dice, en su indispensable libro sobre la traducción, que el mito de Babel sigue vigente, desde los tiempos remotos hasta nuestros días. Así haya existido una arrasadora tendencia hacia la uniformidad de las lenguas en el mundo, la diversidad que encierra Babel nos inquieta a cada instante. En Babel surge, por un lado, la idea de un nosotros que intenta alcanzar una unidad. La edificación misma de la torre está fundada en un propósito colectivo que, por su pujanza misma, apunta al alcance de las nubes. Ante la enormidad de la construcción, que se abandona en determinado momento porque se ha instalado entre sus constructores y moradores la confusión, Kafka formula, en uno de sus cuentos, que la base de semejante zigurat fue la gran muralla china. Una muralla que, como la torre misma, nunca se terminó de construir.

    El vaporoso arriba de Babel no es más que una metáfora de Dios. Pero muy rápido –recuérdese que Babel en el Deuteronomio posee la duración de nueve versículos breves– ese nosotros se diversifica hasta tal punto que el caos reina por doquier y se vuelve imposible hacer siquiera un compendio de sus expresiones lingüísticas. Por lo que después de Babel se produce la dispersión. Y esta no es más que la propagación de la diversidad de las lenguas. Pero en el texto bíblico esa diversidad posee una connotación de castigo y condena.

    Más allá de la arrogancia con que los hombres de aquel entonces decidieron enfrentarse al poder de Dios, uniformidad contra diversidad lingüística es lo que plantea Babel. Uniformidad no en el sentido negativo de repetición y monotonía, sino en el de la plenitud. Plenitud que, en este caso, podría entenderse como la necesidad humana de fundirse con una lengua total, única vía que permitiría abrazarnos con el todo. Babel sería no solo una escalera al cielo hecha de piedras, ladrillos y argamasa, sino además un puente de palabras, de signos trazados, de sonidos musicales entremezclados capaz de favorecer la unión.

    Ahora bien, ¿resulta pertinente sentir nostalgia por una lengua única y primigenia, la lengua perfecta, la que, según los hebreos que tramaron la Cábala, habría de permitirnos que el hombre se comunique plenamente con Dios? Me pregunto, de igual manera, si fundirse con esa lengua idealizada no sea más que una aspiración a lo que hay más allá de todo lenguaje, es decir, al silencio. ¿No es esta última, por otra parte, la ambición más genuina de la música, un sistema de comunicación ambiguo y que, según Agustín de Hipona, es el único de la tierra que existe en el reino de los cielos? En esta perspectiva, es posible que el ensayo de Walter Benjamin, el más estudiado entre todos lo que se han escrito sobre la traducción, esté enraizado en el deseo de los hombres por alcanzar una palabra suprema, por no decir divina, que poseen las diferentes lenguas de la Babel planetaria.

    Aunque no es mencionada por Benjamin, Babel pareciera ser el mito que impulsa sus reflexiones moldeadas por la teología judía e intentan darle un sentido a la labor del traductor. En la medida en que somos creaturas confusas y variadas, así serían también las lenguas que hemos inventado para comunicarnos entre nosotros y hacerlo con la naturaleza y el cosmos. Y quizás en todo ello no haya más que un intento por permanecer ante unos ciclos vitales caracterizados por la guerra, la enfermedad y la muerte. Benjamin sospechaba, sin embargo, que había un sentido alto, armónico y divino diseminado en todas las lenguas. Y que los traductores fundan su oficio en una suerte de sueño que consiste en rozar apenas un rasgo fugaz del gran rostro de lo innombrable.

    Una concepción así haría pensar en el traductor como un iniciado, un demiurgo, una figura nimbada de esoterismo, cuando, acaso, no sea más que un intermediario, más o menos filantrópico, que favorece el diálogo entre seres de épocas lejanas y espacios lingüísticos diferentes. E intermediario remite a la noción de puente. Entender al traductor así, tal vez resulte menos intrincado y se evitaría adentrarnos en los terrenos escabrosos, y un poco totalitarios, de las teologías monoteístas. El puente, como símbolo, posee rasgos optimistas que establecen la comunicación. Pero si un puente puede tener un inicio y un final, también es cierto que hay puentes rodeados de vacío y bruma. Y, en el peor de los casos, pueden caerse y no cumplir su objetivo de generar el enlace. Lo que quiero decir es que la traducción no es necesariamente un logro en la unión de dos instancias. También es propia de ella sumergirnos en la perplejidad, en la extrañeza, en lo que es por esencia incomunicable y, por ello mismo, intraducible. De este modo, traducir se presentaría como un acto de hermandad donde, a veces, además del encuentro con el otro que no habla ni escribe ni piensa el mundo como yo, se imponen la distancia y la separación.

    Volvamos, sin embargo, a Babel –siempre habrá que volver a esta metáfora poderosa de la traducción–, y formulemos que lo más sugestivo que hay en su seno sea su multiplicidad lingüística, el pálpito de un bullicio aparentemente inagotable existente en el tránsito por la vida y por la historia. Circundado por religiones en las que Dios y su creatura hecha a su imagen y semejanza aspiran a unirse por una lengua única, prefiero entrar en la alta torre y habitar la pluralidad mientras recorro sus aposentos numerosos. Y qué importa que el desconcierto asedie. De todas maneras, sé que, en la sucesión de siglos que esperan más allá de los miradores y balcones de la construcción interminable, se presentará la propagación, el encabalgamiento y la polifonía abigarrados. Como dice Steiner, la desquiciante profusión de las lenguas existió desde siempre. Esta coyuntura ha sido, en realidad, el motor para que las sociedades sean generadoras de cultura. Así entonces, sumergido en ámbitos con perfil de laberinto, tendré la conciencia de que mi medio para comunicarme será, una vez más, la traducción.

    2

    Steiner, en Después de babel, otorga una definición de traducir bastante abarcadora. Todo acto de comunicación, dice, es traducción. O mejor, y así se extiende más el campo de su acción, traducir es entender. Steiner plantea, en esta apertura total al mundo de la traducción que encierra su libro, dos casos a los que quisiera acudir para compartirles algunas ideas sobre ciertos textos narrativos que he escrito. El primero tiene que ver con el concepto de interanimación. Steiner lo propone para referirse a la confluencia de dos o más almas en el mundo de la traducción. No se está aquí solo frente a un procedimiento de verter una obra, que está en una lengua, en otra, sino en el hecho de que en la traducción se da una comunicación cultural. La interanimación es, dice Steiner, una dialéctica de la fusión, donde la identidad sobrevive, alterada, pero dueña de una nueva fuerza y redefinida gracias a la reciprocidad. La interanimación actúa como un abrazo en el que se juntan no solo dos discursos, sino muchos más. Octavio Paz completa esta idea cuando afirma que nuestra época y nuestra sensibilidad personal están inmersas en el mundo de la traducción o, más precisamente, en un mundo que es en sí mismo una traducción de otros mundos, de otros sistemas. En lo que tiene que ver con la comunicación (Paz diría comunión) de varios universos literarios, Steiner se refiere a las maneras como los escritores de varias lenguas y épocas se relacionan con un texto original y con el personaje del cual es protagonista. Y hace un recuento de cómo las figuras griegas, las del clan Atreo y la familia de Layo, se han desperdigado a lo largo de la historia. Versiones de Efigenias, Edipos, Medeas, Orestes que parten de Esquilo, Sófocles y Eurípides y terminan en nuestros días con nuevos autores. Versiones donde se actualiza el mito y la esencia del drama se mantiene.

    Entre estas figuras está Antígona, que el mismo Steiner ha rastreado con minucia desde la antigüedad hasta el siglo xx, en los campos no solo de la literatura, sino también de la música y de la pintura. Por ser un título publicado en 1987, y por ser los suyos análisis más ubicados en el campo de la tradición europea, Antígonas de Steiner no se detiene en América Latina. Esto es debido a que la mujer griega se ha hecho muy latinoamericana en lo que

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