Ciudad sin sombras
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Ciudad sin sombras - Lucas Daniel Cosci
1
Las calles
Prefiero empezar por el final. Sin rodeos. Digo: alguien ha sido muerto.
Digo: una bala. Una bala de revólver. Errática, rauda, escurridiza, la bala. Impredecible, un rayo sin tormenta. Recorre nada más que dos o tres metros en la distancia, pero se dispara allá por 1889. Digo: dos metros. Tres metros. Como mucho.
Alguien ha sido muerto. Hace menos de cuarenta y ocho horas, digo.
Un viejo revólver, una primera edición de Fervor de Buenos Aires, y los cuadernos esquivos de un poeta sin gloria… ¿Quién podría pensar que una mano con esas cartas cerraría un final de partida que ya nadie puede levantar?
Alguien ha sido muerto. El peso del mundo carga sobre la curvatura de esta espalda, la mía, que ya da muestras de fragilidad. ¿Cuánto cargo sobre mí? ¿Cuánto destino se licúa en un segundo de fatalidad? Parece mentira. Uno está como siempre y, de repente, todo cambia de un modo irreversible. En una fracción de segundo, en un tiempo menor al de pensar una sola palabra, ya nada puede ser igual, porque hemos quebrado el orden de las cosas. Alguien ha sido muerto. Ya no son pardos los gatos en la sombra. Hemos quebrado el orden de las cosas. Un hilo muy delgado que no lo podemos ver sino cuando ya es demasiado tarde. Se corta cuando menos lo pensamos. Basta un segundo de pánico y angustia.
Nada puede ser igual. Alguien ha sido muerto. El vértigo de lo irreparable nos hace añicos.
Camino por las calles cuando tengo que pensar. ¿Qué tengo que pensar? ¿En Fortunato Rosas tengo que pensar? ¿En la inesperada tragedia de Recoleta? ¿Tiene sentido pensar, después de todo? ¿No es un acto de vanidad, a estas alturas de los acontecimientos?
Tengo que pensar una equis en la que no me reconozco. Y voy a contar la historia para demostrar que soy sublime, como dice el poeta sin nombre desde la penumbra de una vieja Tabaquería.
2
La Recoleta
Las que parecen decisiones arbitrarias, sin duda, responden a secretos designios. He venido a buscar a un hombre. Desde Santiago del Estero hasta Buenos Aires. A buscar a un hombre para deshacer un hecho consumado. Una venta. La venta de un libro, a mis espaldas. O, por lo menos, sin que yo lo quisiera. ¿De qué estoy hablando? Estoy hablando de un libro de poemas de mil nueve veintitrés. Primera edición. Recibido de manos de la viuda de Gastón Mendoza, en un fenomenal golpe de suerte. ¿Alguien tiene idea de lo que significa esa primera edición?
Un revólver. Tengo que decir algo del revólver. No me gustan las armas. Una herencia familiar que nunca me ha seducido. Lo he tenido veinte años en una gaveta sin hacer jamás un solo disparo, ni poner una bala en la ruleta del tambor. Veinte años sin ver la luz. Estaba ahí, mudo, solitario, indiferente, como un compañero maldito, un domesticado juguete rabioso que, llegado un momento, lo presentía, iba a entrar en escena para soltar su furia. Malas compañías, solía decir mi abuelo. A las armas las carga el diablo. No sé en qué momento, pero el diablo se ha anticipado a mis pasos.
El fierro tiene una larga historia. Había atravesado siglos y océanos, como un viajero apacible que no quiere perturbar a nadie.
Según la tía Albertina, Don Benvenuto Gianuzzi, mi bisabuelo por parte de mi madre, lo había traído en su equipaje, cuando se vino desde Livorno a principios de siglo. Desconozco cómo había llegado hasta él. Desconozco si había sido su primer dueño. Solo sé que lo trajo como un compañero de viaje. Llegaría hasta mí después de varias postas. Don Benvenuto se lo había entregado a su primogénito, Valentino Gianuzzi, mi abuelo materno. Casado en primeras nupcias con Rosenda Sanabria, mi abuelo Valentino tuvo siete hijas mujeres, entre ellas, la mayor, Justina, mi madre, que se casó con Victorio Santos, mi padre, de quien enviudara a poco de mi nacimiento. Como Valentino Gianuzzi no tenía hijo varón, y siendo yo el primer nieto, al cumplir los dieciocho años me entregaría el arma de regalo en un estuche de cuero, con solo dos balas. Viene de muy lejos y quiere seguir un largo viaje
, me había dicho, misterioso como siempre el abuelo. ¿Podía entonces adivinar el final de ese largo viaje? Un viejo Smith & Wesson original, calibre 32, de 1889, una joya. Seguro que valía un montón de guita. De colección. El empavonado impecable. Yo no había entendido ese regalo porque, como he dicho, nunca me han gustado las armas. Lo he recibido con honor, como quien recibe una medalla; pero sin fervor, como quien hubiera preferido eludirlo. Lo he guardado, no obstante, por un tiempo indefinido, sin sospechar la tempestad que traía en sus metales. Lo he dicho: en mis manos no había disparado una sola bala. Y creo que en las manos de sus antiguos tenedores, tampoco. Nunca he sabido que mi abuelo o mi bisabuelo hayan andado a los tiros. Tampoco en la familia circulaban relatos de batidas a duelo ni de nada parecido. Hasta donde puedo saber, ha sido siempre un arma de guarda. Lo he tenido como una reliquia –¡lo era, y cuánto!–. Solo pensaba en él como un sigiloso mensajero del tiempo, que traía velados rumores de antepasados. Una presencia simbólica que nunca había revelado su ferocidad.
¿Por qué estaba en la mochila ese revólver con sus dos únicas balas, que jamás había pensado usar, balas, en definitiva, tan viejas, tan fatigadas de años y distancias, que hasta era probable que fallaran, que no llegaran, al fin, a una detonación segura y letal? ¿Y por qué horas antes de viajar le había hablado a Azucena de ese revólver? ¿Qué había pasado en esas horas sin sosiego? Mis recuerdos me traicionan. Pienso en esas horas desesperadas y solo me cruzo con oscuras representaciones: una charla con Azucena Stravío, una mochila verde que levanto de un