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El libro que quería vivir
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Libro electrónico187 páginas2 horas

El libro que quería vivir

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Año 1 a. C.: Ovidio escribe el Arte de amar rompiendo los paradigmas morales de su época relacionados con el amor y el placer, exponiendo que el placer está ahí para todos, en este describió con claridad las maneras de atraer y gustar a otras personas, los métodos para seducir y ganar, para experimentar el arte de amar y sentir.
El emperador Octavio Augusto intuyó que el libro representaba un gran peligro para mantener la moral y las buenas costumbres así que ordenó su destrucción total y castigó al poeta con el exilio pero: hay lectores que se atreven a rescatar las palabras del poeta como Carlo, el soldado que lo usará para intentar la conquista de una chica. Los pocos ejemplares que son salvados, van sobreviviendo a veces ocultos; otras veces, a la vista de todos, porque sus efectos son poderosos, Ovidio logra hechizar a sus lectores, el libro va pasando de mano en mano: desde las de un monje de clausura que copia el libro a escondidas a las de un escritor inglés que rompe los cánones del teatro, hasta llegar a las del inventor que creó la máquina con la que los libros se esparcieron por el mundo y a muchos lectores más. A cada lector al que el libro pertenecía, le ocurría algo particular.
Xavier, es un experto coleccionista de obras literarias y está obsesionado desde hace años por encontrar una edición específica del Arte de amar. Sabe que está cerca de encontrarlo, pero el libro se resiste. Durante su investigación conoce a Laura, una sagaz e intuitiva estudiante de Letras con quien emprende la trepidante aventura de búsqueda que los llevará de ciudad en ciudad, de biblioteca en biblioteca, y hasta a los lugares menos sospechados. ¿Hallarán el libro? ¿Los transformará? ¿Qué estarán dispuestos a hacer para encontrarlo?
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento4 abr 2024
ISBN9788410682627
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    El libro que quería vivir - Sam Mendoza Kong

    1500.jpg

    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Ana Samantha Mendoza Kong

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz Céspedes

    Diseño de cubierta: Rubén García

    Supervisión de corrección: Celia Jiménez

    ISBN: 978-84-1068-262-7

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    .

    A mi esposo y mis hijos, mi motor cada día.

    Brindo por la magia de su amor.

    A mis padres por su inconmensurable amor.

    Son mi todo.

    Para Arturo, quien,

    como el libro de esta historia,

    siempre ha querido vivir.

    A Alex que, como yo,

    disfruta desarrollando historias.

    Eres mi maestro de vida.

    A Tere porque sabe que lo esencial es invisible para los ojos.

    A Rosa, quien me ha descubierto como un libro abierto.

    Bienvenida a mi vida.

    Para Gaby, cuya hermandad me acompaña

    desde las primeras páginas de mi historia.

    A ti, lector,

    que te aventuras en las páginas de los libros

    y, gracias a ello, cobran vida propia.

    PRIMERA PARTE

    El poeta que escribe el libro.

    Los primeros lectores.

    Las primeras consecuencias al leer.

    Capítulo I.

    Encuentro con Ovidio

    Él entró en aquel recinto: una biblioteca, y, con gran curiosidad, fue recorriendo el lugar. Iba buscando al azar hasta que encontró algo que llamó su atención. Aquel extraño libro se hallaba en formato enrollado; sus hojas eran de un material membranoso proveniente de la piel de algún animal que había sido primero quemada, luego limpiada y finalmente estirada. El material sin duda se usaba mucho más desde que conseguir papiro se hizo difícil y escaso. Por una parte, los libros en papiro llegaban a estar en precios que no podía darse el lujo de pagar con su empleo de soldado y, por otra parte, fuera de Egipto, le habían dicho que el papiro no era resistente. Él vivía en Roma, de modo que por eso había tomado aquel libro en particular. Estaba escrito en el formato de pergamino.

    A pesar de su condición económica, que no era holgada, heredó de su padre lo de ser buen lector: su progenitor siempre le había dicho que la mejor manera para ser un militar con oportunidad para la política y otras artes estaba en educarse y no dejar de aprender. Carlo tomó el libro con sumo cuidado entre sus manos y comenzó a desenrollarlo sobre una mesa muy despacio, casi con ceremonia, hasta que fueron apareciendo poco a poco las palabras escritas. El nombre del autor fue saliendo a su vista: Ovidi… La última letra estaba borrosa, pero parecía una o, y se trataba de un libro escrito en latín. Continuó abriéndolo poco a poco; la caligrafía era notable. Lo encontró fortuitamente en el anaquel de esta biblioteca. Él no había venido antes por aquí, ya que solía ir a una que quedaba cerca de los baños romanos por donde vivía. Hoy estaba del otro lado de la ciudad para traer un encargo a un alto funcionario militar y, como tuvo que esperarlo, prefirió hacerlo en la biblioteca en lugar de permanecer sin utilidad alguna bajo el sol tan inclemente. Se alegró de su elección: este sitio estaba más fresco.

    Comenzó por las primeras frases:

    Si alguien en la ciudad de Roma ignora el arte de amar, lea mis páginas y ame instruido por mis versos. El arte impulsa las naves con las velas y el remo, el arte guía los veloces carros y el amor se debe regir por el arte.

    A Carlo, que solía ser muy suspicaz, le pareció que aquellos primeros renglones le hablaban a él mismo. Volteó hacia uno y otro lado de aquel pasillo como para encontrarse con la mirada de quien le dirigía esas palabras e inclusive intentó aguzar el oído pensando si alguien le había dicho eso. ¿Ovidio estaba por enseñarle sobre el amor?

    Ovidio avanzó en sus líneas: «Mi escritura fluirá tan libre y sin pudor como la piensen»; así que Carlo, haciendo caso a aquel autor que había logrado interesarlo, no se detuvo, sino que continuó leyendo en voz alta: «—Estas palabras del poeta me hacen pensar que aquí hay algo más que solamente hablar de amor, ¿será que está por compartir algo prohibido? ¿O por qué menciona que lo que va a decir lo hará sin pudor?» Fijó sus ojos al escrito y continuó.

    Ovidio siguió así:

    ¡Madre del amor, alienta el principio de mi carrera! ¡Aléjense de mí, cintas tenues, insignias del pudor y largos vestidos que cubren la mitad de los pies! Nosotros cantamos placeres fáciles, hurtos perdonables, y los versos corren limpios de toda intención criminal.

    Ovidio dirigió sus palabras primero a los hombres, a él, Carlo, y a otros: los invitaba a seguir «los sencillos pasos» que quería enseñarles a caminar. Les pedía que fueran abiertos de mente, que no restringieran sus pensamientos al pudor: «Joven soldado que te alistas en esta nueva milicia…». Carlo pensó: «¿Cómo sabe que soy soldado? ¿Y cómo es que lo que quiere decir requiere de no tener trabas mentales? ¿Este libro trata de algo sobre el amor o sobre el placer o sobre ambos?»

    Esfuérzate lo primero por encontrar el objeto digno de tu predilección; en seguida, trata de interesar con tus ruegos a la que te cautiva y, en tercer lugar, gobiérnate de modo que tu amor viva largo tiempo. Este es mi propósito; este, el espacio por donde ha de volar mi carro; esta, la meta a la que han de acercarse sus ligeras ruedas.

    Carlo reflexionó: «¿Elegir yo? ¿Cómo puedo encontrar a alguien digna de mi predilección? ¿Cómo son las mujeres que me atraen? ¿No es más fácil simplemente tomar a la mujer que sea y que yo quiera sin tener que rogarle? Debe ser más difícil tratar de cautivar. ¿Y si no soy suficientemente ágil o atractivo o tengo aquello que llame la atención de quien yo quiero?, ¿y si en mi intento por agradar simplemente alejo a quien haya elegido? Las mujeres son complicadas. ¿Cuán difícil puede ser para mí resolver las dos primeras cosas antes de lograr un amor que pueda mantener por largo tiempo? ¿De qué me habla Ovidio?, ¿qué sabe él sobre esto?, ¿es que cuenta con algún tipo de hechizo, milagro o conjuro? Este hombre para mí suena como loco, ¿no ha prohibido el emperador determinadas costumbres? ¡Él y su nueva moral impuesta son absurdas!».

    Ovidio, sin embargo, pareció responder a sus incógnitas:

    Pues te hayas libre de todo lazo, aprovecha la ocasión y escoge a la que digas: «Tú sola me places». No esperes que el cielo te la envíe en las alas del Céfiro; esa dicha has de buscarla por tus propios ojos. El cazador sabe muy bien en qué sitio ha de tender las redes a los ciervos y en qué valle se esconde el jabalí feroz.

    Carlo se descubrió pensando: «¿Es que este hombre sabe que estoy soltero? ¿Cómo voy a saber dónde buscar a quien me satisfaga por completo?», y llegaron las palabras del presto poeta unas líneas después: le habló en un tono amigable, casi de confidente, y lo invitó a ir a donde se reunían las mujeres más bellas de Roma. Le indicó que fuera al teatro, o al circo, y le hizo saber con detalle por qué le recomendaba cada lugar; qué y dónde buscar, qué y dónde encontrar. «En el circo incluso la ley permite que las puedas tocar». ¿Ovidio lo incitaba entonces y aquello no iba en contra de la ley?

    —¡¿Qué quieres, Ovidio?!, ¡¿qué?! Antes que convidar a un momento caprichoso, para ir de «cacería», tengo algunas dudas… ¿Y cómo pretendes que me acerque a ellas? ¿Les hablo y ya?

    Ovidio parecía taladrar la cabeza de Carlo. Le dijo que convenía buscar un tema neutro para conversar y que luego podía hacer cualquier cosa significativa para llamar la atención de la persona de su interés.

    —¿Qué quieres decirme?, ¿qué es «cualquier cosa»? —se dijo Carlo.

    «La menor distinción cautiva a un ánimo ligero. A muchos les fue útil colocar con presteza un cojín o agitar el aire con el abanico, y deslizar el escabel bajo unos pies delicados», siguió Ovidio.

    Carlo pensó: «¿En serio? ¿He de deslizar el escabel? ¿Agitar el abanico? Definitivamente creo que Ovidio suena ridículo».

    —¡Soy un soldado, un hombre! —dijo Carlo en voz alta, como si pretendiera que alguien lo escuchara y lo reafirmara en su comentario.

    Sin embargo, nadie le respondió, pero el escritor había picado su curiosidad demasiado, de modo que siguió adelante en la lectura. «Este hombre es como un demonio, parece un provocador», pensó Carlo. Jamás había analizado lo que Ovidio le proponía. Durante las batallas, lo que solía tener en su mente era cómo vencer a su enemigo, cómo pasar su espada por el cuello o el pecho o por cualquier otro miembro del cuerpo de su oponente sin recibir a cambio un trato similar. Cuando Carlo terminaba la lucha, lleno de sangre, lo único que deseaba era limpiarse, no hablar con nadie, solo encontrar el primer sitio disponible para descansar bajo el techo de la tienda de campaña. Él no se consideraba a sí mismo como una persona con lo suficiente para atraer, pues pensaba que aún era demasiado joven para entender algunas cosas, sobre todo las relacionadas con mujeres. Estas lo intrigaban, pero sin duda le atraían mucho; sin embargo, mientras fuera soldado y estuviera en servicio, sabía que el matrimonio no estaba permitido, de modo que no se planteaba por ningún motivo relacionarse en serio con nadie.

    Los hombres en Roma estaban hechos para pelear: no había tiempo para tonterías; pero leer las palabras de Ovidio lo llevaron a pensar que quizá los hombres sí necesitaban de una pareja para ser felices, para sentirse triunfadores por haberla conquistado. Carlo pensaba si en verdad podía dar placer y más allá, si podría experimentar ese extraño sentimiento que la gente llamaba amor. Nunca se había planteado algo con respecto a la sensibilidad porque ese era un sentimiento que parecía empantanado en algún recóndito rincón de sus sentimientos; no obstante, se abría la posibilidad de convertirse en alguien preocupado y atento hacia otra persona.

    Carlo reflexionó sobre su propia felicidad: «¿Soy feliz? ¿Librar batallas es lo único que puedo hacer en mi vida? ¿La vida me ofrece posibilidades distintas?». Decidió pedir el libro para llevar en la biblioteca. Aunque tuviera que regresarlo en tres semanas, por lo pronto, estaría disponible para explorarlo más a fondo. Ya donde se alojaba, dejó a un lado el libro que continuaba leyendo con interés, lo enrolló sobre la improvisada mesa, desenvainó su espada y la movió de un lado a otro con rapidez: producía un sonido como el siseo de una víbora. Las preguntas siguieron llegando a su mente: ¿qué tan deseable era?

    —No sé, no he tenido muchas mujeres y, aunque me miren primero con interés, después prefieren alejarse y no entiendo los motivos.

    Se miró en aquel espejo de la casa de campaña: tuvo que agacharse, su metro con noventa centímetros lo obligaban a ello. Carlo tenía buena complexión: la espalda ancha, las extremidades fuertes y torneadas, el abdomen bien cuadriculado, la barba castaña en forma de candado que afeitaba con frecuencia y cubría su rostro afilado. Tenía la piel muy blanca y por fortuna casi no tenía cicatrices en su cuerpo, solo algunas líneas leves en los muslos y dos marcas que sí eran notables: una que le habían dejado en el brazo izquierdo y el otro recuerdo que le grabaron en el costado del lado derecho, pero de ese se sentía orgulloso no solo porque le cruzaba de lado a lado y había sobrevivido para contarlo, sino porque había matado al agresor con un tajo de su espada cuando se la pasó por el cuello mientras una parte de sus propias entrañas parecían querer salirse por aquella herida.

    Para Carlo, era cierto que, de repente, había mirado con detenimiento a alguna muchacha que le pareció bonita, pero jamás se había planteado contar con algún tipo de estrategia para conquistar a las mujeres, mucho menos se había planteado que sus relaciones fueran duraderas y ni que produjeran algún tipo de sentimiento que arraigara en su corazón. Todo hombre curtido en batallas consideraba que era más fácil ir por la mujer que era esclava, de modo que él también pensaba así. Si una mujer se encontraba bajo dicha condición, todo hombre tenía todo el derecho para, simplemente, tomarla. Bajo el efecto del vino, todas eran guapas y cedían fácil a sus besos mientras arrimaba su cuerpo y su virilidad al de ellas, aunque algunas veces tuviera que golpearlas por mostrarse reacias o hasta violentas; entonces, lloraban y eso lo hacía sentir un poco incómodo, rechazado.

    El joven continuó leyendo. Ovidio lo intrigó, lo incitó a pensar, lo estuvo invitando a entrar a ese mundo desconocido que él sin lugar a duda no conocía, que no había experimentado aún. Ovidio le habló como al oído: parecía que quería compartir con él y con otros hombres algo muy importante y, aunque Carlo no descubría aún por qué continuaba leyendo, esperaba que Ovidio se lo hiciera saber más adelante.

    Las frases siguientes fueron claras, pero ¿lo llevarían de la mano por ese pasillo oscuro que era su conocimiento con relación al tema? El escritor romano, a quien a partir de aquellas líneas comenzó a considerar como su maestro, lo invitó a él, Carlo, a sentir algo distinto: «¡placer!» le decía; placer verdadero, no el

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