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Saberes de la psicología: Entre la teoría y la práctica Vol. I
Saberes de la psicología: Entre la teoría y la práctica Vol. I
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Libro electrónico610 páginas8 horas

Saberes de la psicología: Entre la teoría y la práctica Vol. I

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El presente libro reúne un conjunto de textos que han sido elaborados por profesores que pertenecen a la carrera de psicología de la FES Iztacala de la UNAM. En él se abordan problemáticas diversas que permiten al lector conocer una pequeña muestra de la gran variedad de temas en los que están involucrados los psicólogos de este campus universitario. Este libro pretende crear un puente de diálogo entre alumnos y profesores en la medida en que puede ser un auxiliar didáctico para los temas que cotidianamente se analizan dentro de las aulas. Igualmente deseamos que dentro y fuera de Iztacala se conozcan y valoren críticamente las construcciones teóricas y metodológicas que se han puesto en juego en cada uno de los trabajos aquí reunidos. Esperamos, también, que este texto se convierta en un medio para comunicarnos y para reiterar que nuestra universidad sigue siendo un espacio propicio para la discusión académica respetuosa y el análisis crítico de los problemas que afectan hoy día a la sociedad mexicana.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento31 mar 2024
ISBN9786073086202
Saberes de la psicología: Entre la teoría y la práctica Vol. I

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    Saberes de la psicología - José Carlos Mondragón González

    Primera parte

    SOBRE LOS SABERES

    Capítulo 1

    Los demonios del crecimiento: estructuras verbales que limitan el desarrollo humano. Un enfoque gestáltico

    JOSÉ RENÉ ALCARAZ GONZÁLEZ*

    MARÍA GUADALUPE AGUILERA CASTRO*

    El desarrollo humano es un proceso complejo que, desde un punto de vista gestáltico, se caracteriza por una tendencia autorrealizante. Esta se encarga de dirigir a las personas hacia formas de relacionarse y comportarse que les permitan satisfacer de la mejor manera sus necesidades y deseos,¹ en su constante y dialéctica interacción con su contexto de vida. Para hacerlo, los seres humanos hemos desarrollado en el curso de la filogenia la capacidad de organizar y jerarquizar nuestras necesidades en función de las cambiantes condiciones de vida que se nos presentan de momento a momento, mismas que, en un contexto sociocultural como el nuestro, son bastante complejas.

    Para responder a esta complejidad cambiante, los seres humanos hemos desarrollado igualmente formas muy sofisticadas de comportamiento individual (Luria, 1979), las que, en palabras de Polster y Polster (1980), se manifiestan en la multiplicidad de partes que integran nuestra personalidad.

    Cada una de estas tiene su génesis en un momento dado de nuestra existencia para responder a una necesidad (y en algunos casos a una pseudonecesidad²); de hecho, ninguna parte aparece en la persona si no es para responder a una función determinada.

    Las múltiples partes de las que estamos compuestos tienen, entonces, una función que las identifica y que sirve para nombrarlas. Por ejemplo, mi parte reflexiva, que se encarga en este momento de organizar todo mi ser (self) —entiéndase cuerpo, emociones, pensamientos, historia, etc.,— para que yo pueda expresar lo que he reflexionado acerca de las estructuras lingüísticas que limitan nuestro crecimiento. Como es fácil apreciar, la expresión de cada parte es lo que evidencia su existencia. Tal expresión implica una fisiología particular para cada una de ellas, la cual está integrada por sensaciones, sentimientos, movimiento, lenguaje verbal y no verbal. De hecho, la forma de percatarnos de que una parte de la personalidad está expresándose en un momento dado es porque la conducta de la persona y su fisiología cambian. Su actitud, sus palabras, el tono de su voz, su postura corporal, sus movimientos, sus sentimientos y sus pensamientos, se modifican en función de la parte que se expresa.

    En la terapia gestalt esta fisiología es útil y necesaria para que el terapeuta identifique qué parte de la persona es la que se expresa frente a él para poder trabajar con ella: ¿es la tímida?, ¿la audaz?, ¿la seductora? Esta parte actuará entonces como factor estructurante que selecciona y organiza la forma en que la persona percibe al mundo, y, por supuesto, la forma en que responde a él. Es decir, si en este momento estoy usando mi parte reflexiva, la percepción que tengo de mi realidad será muy racional. Por el contrario, si uso mi parte intuitiva, entonces tendré una percepción totalmente subjetiva y poco racional.

    Entendidas así, las partes no pueden ser calificadas en sí mismas como buenas o malas; con algunas sufrimos y con otras gozamos, pero todas tienen su utilidad o función, la cual cumplen, aunque al hacerlo nos sintamos felices o desgraciados. Las funciones desempeñadas por las partes son útiles para el funcionamiento integral de la persona, tal como ocurre, por ejemplo, con la sensación de dolor que puede ser muy desagradable y hacemos infelices. No obstante, es indispensable para mantenernos vivos.

    Sin embargo, existen circunstancias en las que las partes que la persona ha utilizado exitosamente en algún momento de su vida se fijan y dejan de ser funcionales en el presente, originándose así una pauta de conducta disfuncional que obstaculiza los procesos de autorregulación y crecimiento de la persona, quien se ve obligada a desarrollar otras partes que compensen la disfunción de su parte bloqueada,³ obligándola a realizar un esfuerzo mayor para responder a las exigencias del ambiente. En nuestra opinión, esta es una de las formas en las que podemos entender el surgimiento y la funcionalidad de algunas polaridades.

    Las polaridades, en pocas palabras, son dos o más partes que se vuelven aparentemente antagónicas, expresándose de manera conflictiva, desgastando y semiparalizando a la persona. Generalmente, la fuerza o desarrollo de alguna de estas partes en conflicto es mayor que la de las otras y termina por imponerse, pero a costa de un gran desgaste energético para la persona.

    Dada esta situación, podemos entender por qué al trabajar con polaridades es necesario que las partes involucradas tengan un desarrollo más o menos equivalente para evitar que una domine constantemente a la otra y se vuelva una fijación. Por esto se busca —cuando una parte es marcadamente más fuerte que la otra— desarrollar y hacer crecer primero a la parte más débil mediante la técnica dé trabajo con partes, para después, cuando ambas se han desarrollado y tienen fuerzas semejantes, buscar la confrontación entre ellas y de ahí pasar a la negociación, en la que las funciones respectivas sean identificadas y valoradas adecuadamente, desapareciendo de esta manera el aparente conflicto ya que todas las partes funcionan a favor de la tendencia autorrealizante de la persona. Finalmente, se llega a la integración, en donde las partes disfuncionales se reincorporan organizada y congruentemente a la persona.

    En este contexto, nuestro objetivo será describir desde una perspectiva gestáltica el desarrollo psicológico de estructuras lingüísticas: introyectos, asuntos inconclusos, experiencias obsoletas y hubierismo, que limitan el crecimiento de la persona.

    LAS PARTES QUE LIMITAN EL CRECIMIENTO

    El principio de pregnancia indica que en todo momento el organismo da la mejor respuesta que puede ante las exigencias que le plantea el cambiante medio ambiente en el que vive (Latner, 1994). Teniendo en cuenta este principio, resulta aparentemente contradictorio afirmar que existen partes de la personalidad que pueden dificultar sistemáticamente el contacto de la persona con los elementos del campo que necesita para satisfacer sus necesidades y los de la familia.

    Para superar esta aparente contradicción necesitamos revisar algunos aspectos del desarrollo humano, desde el nacimiento hasta la aparición del lenguaje referencial, que constituyen la base de ciertos patrones de comportamiento que se fundan en introyectos. Estos son eventos, experiencias o mandatos que literalmente son impuestos en alguna de las fronteras de contacto⁴ de la persona, sin haber sido asimilados, procesados o desarrollados por ella misma sino por la sociedad en la que vive, la cual constituye un contexto espacio-temporal e histórico-social del que la persona no tiene conocimiento al nacer, pero que le precede y determina como el fondo en el que ha de desarrollarse como figura su autoconcepto o yo.

    El primer contacto educativo con el que nos enfrentamos indefensos desde el nacimiento es el introyecto: tú debes de… o tienes que…, y su forma negativa: tú no debes de… o tú no tienes que…, puesto que al nacer tenemos que tragar todo lo que los adultos ponen en nuestra boca —dado que no tenemos dientes y no podemos masticar nada—, aceptando indiscriminadamente todo cuanto entra a nuestro cuerpo. El único recurso que tiene el recién nacido en caso de que lo tragado sea tóxico es vomitar; por desgracia este mecanismo es inútil cuando se trata de elementos verbales. En este periodo del desarrollo somos introyectores por necesidad, dado que no podemos autosatisfacernos prácticamente en nada.

    Sin embargo, no todo lo que nos tragamos —como introyectos— es tóxico. Mucho de lo que los adultos nos dan a tragar cuando somos infantes es nutricio; piénsese en la leche materna y en todo el contexto afectivo en el que se da el amamantamiento, en el calor del cuerpo de la madre, en la suavidad y tibieza del seno, en lo delicado de sus caricias y las palabras de amor que prodiga, en su mirada de ternura. Este contexto es incorporado en la experiencia del infante como un introyecto, en tanto que es vivenciado sin ningún proceso de análisis consciente, ni siquiera en su nivel más primitivo que es el de la discriminación.

    De hecho, el recién nacido sólo cuenta con un limitado repertorio de conductas reflejas para responder a las exigencias del ambiente, las cuales, sin la intervención del adulto, son a todas luces insuficientes para que el infante sobreviva por sí mismo. De ahí la necesidad de relacionarse con los adultos y con el ambiente mediante la introyección.

    Esta incapacidad del cachorro humano para sobrevivir sin ayuda, lo hace necesariamente dependiente del adulto, lo que aunado a su limitada capacidad de respuesta le lleva a responder de manera generalizada —es decir, no discriminativa— a las presiones que el adulto ejerce sobre él. Por tanto, ha de introyectar todo cuanto llegue a él, desde la leche materna hasta la asignación a un género que lo ha de constituir como varón o como mujer, y en función de éste, un nombre y un rol en la estructura cultural y civilización en la que ha nacido.

    Pensemos ahora en un contexto contrario al descrito anteriormente, en el que vive un infante recién nacido con atipicidades evidentes. Por ejemplo, con síndrome de Down, labio y paladar hendido, parálisis cerebral severa, o algún tipo de malformación corporal grave. Este infante especial, igualmente indefenso y dependiente del adulto, es también, por necesidad, introyector, e incorporará a su experiencia alimenticia probablemente la textura y el sabor de una sonda de látex, o las puntas de las agujas en sus brazos usadas para nutrirlo con suero, privando a sus labios y lengua del contacto con el seno materno. También experimentará la dureza y la frialdad de los brazos que lo alimentan con un biberón, que pueden ser los de una enfermera o los de una madre incapaz de amarlo; las miradas que recibirá serán de angustia y de dolor, y la voz que escuche, la del llanto contenido y de la decepción no expresada. Este niño tampoco tiene alternativa. Responderá introyectando la experiencia tal y como se le presenta, y crecerá asumiendo y desempeñando el rol de deficiente, de enfermo mental, o de minusválido que se le ha asignado.

    Solamente en casos extremos de toxicidad de la experiencia introyectada, el infante recién nacido vomitará —como ya hemos señalado— para sobrevivir, pero esto no le garantiza que la experiencia no se repetirá y que no será obligado a tragarla de nuevo.

    Después de varios años de interacción social, el niño terminará por aceptar el mayor y más complejo de todos los introyectos que el adulto le impone: el lenguaje.

    Vale la pena en este punto hacer un señalamiento respecto al concepto introyección y diferenciarlo del concepto de asimilación. Introyectar significa incorporar (en sentido estricto, meter al cuerpo) una experiencia cualquiera sin darse cuenta, sin analizarla, sin comprenderla y sin asimilarla. En cambio, cuando la persona se da cuenta de tal experiencia —en sentido gestáltico incorporar la experiencia en alguna de las fronteras de contacto⁵— está en condiciones de analizarla, comprenderla y referirla o autorreferirla. Cuando esto sucede y la persona no la rechaza de sí misma sino que se la apropia y le da un sentido que la hace congruente con la estructura de su personalidad, decimos que la experiencia se ha asimilado y ya no es un introyecto, sino una parte del sí mismo. Por lo tanto, si el introyecto se identifica con la forma verbal tú debes, lo asimilado nos remite a la forma yo quiero o yo soy.

    El introyecto es un elemento externo ajeno a la persona, que opera en ella como un deber, en tanto que lo asimilado es una parte interna de la persona que asume la forma de un querer. El primero desgasta la energía de la persona y deja una sensación de incomodidad, ya sea que se cumpla o no con el mandato del introyecto; esto es, que si me comporto de acuerdo con lo que se debe quedo mal con mis necesidades, en tanto que si me comporto de acuerdo con mis necesidades quedo mal con lo que se debe.

    Por el contrario, el segundo aumenta la energía de la persona y generalmente deja una sensación de bienestar. Podemos ilustrar estas afirmaciones con un experimento mental que el o la lectora puede realizar fácilmente, para ello basta con que recordemos alguna situación en la que nos encontrábamos enamorados: ¿recordamos lo que nos pasaba cuando la persona amada nos citaba en algún lugar distante muy temprano o muy tarde? Tomemos tiempo para hacerlo. Comparemos ahora esas sensaciones con las que hemos experimentado cuando alguien que nos cae mal o que simplemente no nos importa nos cita igualmente lejos, muy temprano o muy tarde, para atender un asunto al que nos sentimos obligados a asistir so pena de algún castigo. ¿Cómo son esas sensaciones?, ¿en qué caso nos sentimos entusiasmados, con energía y gustosos?, ¿en cuál nos sentimos incómodos o con flojera?

    Si nuestra neurosis no es muy grave y nuestro darse cuenta (DC) todavía funciona, lo más seguro es que no tengamos ninguna duda al respecto y sepamos con toda claridad cuál de estas experiencias está gobernada por un introyecto y cuál está asimilada a nosotros. En caso contrario, hay que consultar al terapeuta.

    Volviendo a la cuestión del lenguaje, podemos ahora fácilmente deducir que en sus inicios es indudablemente introyectado, para ser asimilado posteriormente. El lenguaje puede ser un ángel o un demonio, dependiendo de qué tanto sea introyecto y qué tanto asimilado. No es difícil darnos cuenta ahora que los tres demonios del crecimiento de los que se habla en la terapia gestalt son productos del lenguaje.

    LOS DEMONIOS DEL CRECIMIENTO

    Ya hablamos de los introyectos, pasemos ahora a los asuntos inconclusos y las experiencias obsoletas. Los asuntos inconclusos (AI) son vivencias cuya estructura gestáltica está incompleta, bloqueada en algún punto del ciclo de la experiencia que impide llegar a la fase del retiro. Por tanto, éstas se mantienen abiertas, consumiendo la energía de la persona en comportamientos o pensamientos obsesivo-compulsivos.

    Estas vivencias quedan en la memoria consciente o inconsciente, de modo que la persona no puede olvidarlas, ni expresar la emoción contenida en ellas. Generalmente se trata de asuntos relacionales con alguien importante o significativo para el yo; por ejemplo la madre, la pareja, el jefe o el hijo. En la relación con este alguien, una necesidad importante —al menos en el pasado— no quedó satisfecha, como puede ser la necesidad de alimentación o de afecto. Esta se convierte en una experiencia inconclusa que no ha podido ser cerrada ni asimilada, por lo que su fisiología asociada se ha mantenido trabajando, consumiendo energía y ocupando, aunque sea marginalmente, la atención de la persona, o bien pasando a ser figura cada que existe contacto directo o referencial con la persona con quien se mantiene el asunto inconcluso (AI). No es raro que experimentemos sueños repetitivos relacionados con tal persona, en los que de un modo u otro tratamos de concluir dicho asunto.

    Por otra parte, la conducta que se dirige en el contexto real a cerrar el AI se inhibe, de tal modo que si mi necesidad insatisfecha es el afecto de mi padre, cuando me encuentro con él y tengo ganas de abrazarlo inhibo la conducta y me quedo congelado, pero con deseo de hacerlo. Por otro lado, el satisfactor de la necesidad insatisfecha tiende a rigidizarse, por lo que si no obtengo el abrazo de mi padre ningún otro abrazo me satisface; en esta circunstancia no es difícil que el AI se experimente como exigencias a los otros o auto-exigencias a sí mismo. No es raro que este demonio del crecimiento se manifieste como conductas de perfeccionismo, exigencias de aprobación de los otros, deseos acuciantes, obsesividad, autodevaluación, reacciones exageradas o desproporcionadas, así como sentimientos de enojo, envidia y deseos de venganza.

    Por su parte, las experiencias obsoletas (EO) se refieren a experiencias vividas por la propia persona en una época pasada, en la que sus modos de responder fueron funcionales o de utilidad y que con el tiempo se convirtieron en directrices para normar su comportamiento, confundiendo los sentimientos de la persona y asumiendo formas abstractas y generalizadas como las siguientes: no vuelvo a confiar en las mujeres, piensa mal y acertarás, tengo que ser feliz, etc. Que condensan su experiencia del pasado del que la persona saca una conclusión que se transforma en promesa, que se generaliza indiscriminadamente y que se mantiene aunque el ambiente haya cambiado, volviéndose un comportamiento anacrónico y disfuncional el cual podemos identificar con la frase: como fue, será.

    Estas formas de reaccionar —debe quedarnos bien claro— resultaron de una experiencia de satisfacción de una necesidad auténtica en el pasado,⁶ pero que en el presente ya no lo son, por lo que al seguirlas usando se vuelven obsoletas y disfuncionales.

    Podemos decir, entonces, que los introyectos cubren las necesidades de los otros, en tanto que las experiencias obsoletas (EO) cubren necesidades anacrónicas, generando frustración e insatisfacción, dado que no se satisface una necesidad actual sino del pasado.

    Este demonio del crecimiento lleva a la persona a acentuar su comportamiento obsoleto más que a cambiarlo, porque no concibe otra forma de conseguir lo que busca; por tanto, estas EO parecen incuestionables, porque así es la vida, lo cual las hace muy difíciles de desafiar en terapia; y cuando al fin lo son, generan sentimientos de vergüenza, culpa, insatisfacción, aislamiento, impotencia. Todo esto mientras la persona no actualice sus modos de comportamiento desarrollando habilidades nuevas, acordes con los cambios históricos que su medioambiente ha experimentado.

    ¿Y SI HUBIERA UN CUARTO DEMONIO DEL CRECIMIENTO?

    En el idioma español, tal como lo hablamos en México, existen modos bastante curiosos de conjugar los verbos, particularmente uno de ellos: el verbo haber en modo antecopretérito, es decir: hubiera o hubiese.

    El hubiera hace referencia de algún modo a —¡léase con mucho cuidado!— un pasado que no existió; un pasado que nunca existió. Esto es, como podemos observar, un absurdo. Sin embargo, este absurdo es —como los otros tres demonios— producto directo de una de las funciones más importantes que el lenguaje posee: la facultad de desligarnos psicológicamente del espacio y del tiempo, y hacer referencia a eventos pasados y futuros (Vigotski, 1977) lo cual es verdaderamente maravilloso. Pero también puede hacer referencia a eventos que no han sucedido y otros que no sucederán. Eventos, por supuesto, de naturaleza simbólica, cuya existencia se limita exclusivamente a la llamada por Perls (1999) zona intermedia o zona de fantasía, la cual, cuando se trata de creaciones artísticas como la literatura o la cinematografía, es también maravillosa. Sin embargo, y paradójicamente, también puede ser extremadamente nefasta.

    Hagamos otro experimento; preguntémonos ahora mismo ¿qué hubiera pasado en México si Cuauhtémoc hubiera derrotado a Cortés? Tomemos unos minutos para imaginarlo.

    ¿Qué pensamos? Quizá que ahora estaríamos leyendo y pensando en náhuatl, o tal vez que estaríamos viviendo entre magníficas pirámides, y, tal vez, haciendo aún sacrificios humanos cada atardecer. Ahora bien, no importa lo que hayamos pensado, solamente gastamos nuestra energía pensando en algo que no sucedió ni sucederá jamás.

    Si nos damos cuenta de esto, también notaremos que tenemos una sensación desagradable en alguna parte del cuerpo, y si disponemos de suficiente tiempo para explorar esa sensación sin evadirla, probablemente sentiremos culpa.

    A nuestro modo de ver, el hablar del hubiera siempre termina generándonos malestar si lo aplicamos a los comportamientos de otras personas, pero si nos lo aplicamos a nosotros mismos invariablemente experimentaremos culpa. Ejemplos: si me hubiera levantado más temprano hubiera terminado mi trabajo y me habrían pagado, si no hubiera peleado con mi esposa no estaría durmiendo en el sillón, si mi padre no fuera tan quisquilloso no se hubiera enojado porque llegué tarde, etc. Los ejemplos abundan.

    El hubiera no funciona solo, por lo común viene acompañado de otro verbo conjugado en otro tiempo el cual podríamos denominar antefuturo o antecofuturo: el habría, que de algún modo hace referencia a un futuro que ocurriría si algo hubiera sido de otro modo a como fue. El habría es una estructura verbal condicional, es decir, que condiciona el futuro a la ocurrencia de un evento y sirve para desrresponsabilizarnos de ese futuro, que entonces ya no depende de cada uno de nosotros sino de ese evento externo, misterioso e impersonal al que se condiciona ese futuro irreal. Ejemplos: si la política económica funcionara habría más trabajo para todos; si no me hubiera gastado el aguinaldo me habría casado contigo en enero.

    Con estas formas de lenguaje las personas evitamos el contacto pleno con la responsabilidad que tenemos de hacer nuestro trabajo con los elementos de que disponemos. Al condicionarlo a recursos que ahora no tenemos, no sentimos ninguna responsabilidad en el asunto. Qué diferente suena —y se siente— decir: voy a conseguir los recursos que necesito para hacer mi trabajo. Con esta expresión nos comprometemos y experimentamos la responsabilidad de nuestro propio comportamiento al dejar de atribuírsela a algo impersonal e insustancial. Habría, podría, debería, son sólo algunos de ellos.

    Ya dijimos que estos modos de conjugar verbos sirven para irresponsabilizarnos, o dicho de otra manera, para evadir nuestra responsabilidad. ¿A qué precio? Muy simple, se detiene nuestro desarrollo hacia nuestra autorrealización; simplemente, dejamos de crecer, perdemos facultades de maduración en tanto que nos incapacitamos para afrontar nuestras responsabilidades en cuanto al cuidado de nosotros mismos.

    ¿Cómo es que hemos llegado a esto? Es una consecuencia de las posibilidades de desligamiento que permite el lenguaje en un contexto socioeconómico, histórico y cultural como el mexicano, en el que la responsabilidad o la responsabilización implican castigos. Es decir, históricamente se nos ha castigado por responsabilizarnos de nuestros actos. Si el niño ha cometido alguna travesura y se le pregunta quién lo ha hecho, es posible que por su ingenuidad diga que él ha sido, y, en consecuencia, será castigado por su travesura y ¡por decir la verdad! El niño aprende, entonces, que asumir la responsabilidad de sus travesuras implica un castigo, por tanto, la próxima vez que haga una travesura y se le pregunte ¿quién fue?, responderá que él no ha sido y así evitará el castigo.

    Por lo tanto, para evitar el castigo aprendemos modos de desrresponsabilizarnos en cualquier circunstancia, pero también, nos desligamos de las consecuencias psicológicas que acarrean estas estructuras lingüísticas y el precio que pagamos por ellas, por lo que seguimos utilizándolas hasta que nuestro desarrollo se detiene.

    Sin embargo, el pregnanz sigue funcionando. Y estas formas lingüísticas de desrresponsabilización son entendidas, desde el enfoque gestáltico, como la mejor respuesta que el niño, y posteriormente el adulto, pueden dar en un contexto en el que la educación es despótica, autoritaria, impositiva, castrante y punitiva, basada más en la prohibición que en la explicación. El niño aprende muy rápido el significado y uso de la palabra no, pero le será más difícil y tardía la palabra . Se le educa con un discurso incongruente sobre la verdad, mientras su cuerpo acusa recibo del mensaje de los golpes, los gritos, los regaños y los castigos, que en un sentido inverso le enseñan el valor de la mentira.

    Siguiendo esta línea de pensamiento, no sería difícil suponer que entre los múltiples factores que generan la corrupción en México alguno se relacione con estas formas lingüísticas, que si bien pueden aportar un beneficio inmediato y a corto plazo al individuo, tienen serias y graves consecuencias a largo plazo para la sociedad.

    ¿CÓMO HACER UN EXORCISMO?

    Queda aún por explicar ¿cómo se exorcizan estos demonios? En el enfoque gestalt se han desarrollado técnicas expresivas, integrativas y supresivas (Naranjo, 1991). Estas son de gran utilidad para combatir a los tres primeros demonios del crecimiento, como nos muestra la bibliografía especializada sobre el tema (Salama y Villarreal, 1992). Su descripción detallada rebasa el propósito de este trabajo, por lo que nos limitaremos a señalar las más representativas.

    Los introyectos se han trabajado identificando la ganancia secundaria que la persona obtiene al comportarse en función de lo que debe ser, como por ejemplo la aprobación social o la aceptación de los otros; pero al mismo tiempo dándose cuenta de lo que pierde, para de este modo decidir más consciente y libremente. Igualmente efectiva es la técnica de cambiar debos por quieros y llevar a la persona a darse cuenta de cuáles son sus verdaderas necesidades y cuáles son las pseudonecesidades introyectadas que no la satisfacen. También se puede enseñar a la persona a desafiar el introyecto identificando de quién, en dónde y cuándo lo aprendió, y lo que pasaría si se comportara de otro modo.

    Para los asuntos inconclusos, se trabaja principalmente identificando la figura; es decir, con quién es el AI, qué necesidad se quedó insatisfecha y qué se puede hacer en el presente para satisfacerla. En este proceso es de particular importancia el uso de técnicas expresivas, para que los sentimientos reprimidos sean congruentemente expresados a la persona a quien están dirigidos. Las fantasías guiadas son particularmente útiles para este propósito y este fin.

    En cuanto a las experiencias obsoletas, se pueden hacer experimentos gestálticos en los que se ponga en juego el aprendizaje de habilidades, de tal manera que la persona aprenda formas actualizadas y funcionales de conducta, más ajustadas a sus condiciones presentes de vida. Como en este demonio están implicadas experiencias del pasado y formas anacrónicas de conducta, es muy importante la vivencia en el presente de formas de responder que rompan con los esquemas y promesas del pasado, dándose cuenta de lo que se experimenta al hacerlo.

    Finalmente, sobre el hubierismo no existen referencias bibliográficas, dado que es un concepto nuevo que recién hemos acuñado y formulado a partir de nuestra experiencia profesional y que hemos encontrado útil trabajar. En primer lugar, con el darse cuenta. Es decir, cómo es el lenguaje de la persona al respecto, enseñándola a escuchar qué tanto usa los hubiera cotidianamente, qué gana la persona y qué evita con ellos, y luego darse cuenta de qué pierde o cuánto le cuesta usarlos, a partir de contactar sus sensaciones corporales cuando los usa.

    En segundo término, creando formas alternativas de expresión como las técnicas de Programación Neurolingüística (PNL); sustituyendo lo que hubiera hecho en el pasado que no existió, por lo que habrá de hacer en un futuro que sí es posible. Dándose cuenta de que el hubiera no existe, que es un absurdo perder el tiempo y sentirse mal con sentimientos confusos, como resultado de pensar cosas tan carentes de sentido como lo que hubiera sido de México si en vez de españoles hubieran venido a la Conquista los ingleses. De hecho, una meta terapéutica con técnicas supresivas sería eliminar del lenguaje de las personas este modo absurdo de expresión.

    El tercer aspecto quizá sea el más importante: educamos de otro modo a nosotros mismos y a nuestros hijos, pacientes o alumnos, modificando nuestros valores de tal modo que la responsabilidad no signifique recibir un castigo y que la mentira no signifique salvación o impunidad, promoviendo a nivel social la toma de conciencia de las nefastas consecuencias del desconocimiento de estos demonios y las formas de exorcizarlos.

    Al respecto, aún queda mucho por decir acerca de cómo realizar el exorcismo. Me parece que sólo la experiencia terapéutica compartida nos dirá si el hubierismo es realmente un cuarto demonio del crecimiento o sólo una forma especial de alguno de los otros tres. En este sentido, la forma de conjurarlo y sacarlo de nuestras vidas variará según respondamos de un modo o de otro. Lo que sí es innegable es la necesidad de investigar más profundamente esta cuestión, tanto con fines prácticos como teóricos, si es que algún día queremos realmente vivir en el aquí y el ahora.

    BIBLIOGRAFÍA

    Alcaraz, José René. (2001) Darse cuenta y atención. Una reflexión conceptual, en Figura Fondo, vol. 5, núm. 1, pp. 35-56.

    Latner, Joel. (1994) Fundamentos de la gestalt, Santiago de Chile, Cuatro Vientos.

    Luria, Alexander R. (1979) Atención y memoria, Barcelona, Fontanella.

    Naranjo, Claudio. (1991) La vieja y novísima gestalt, Santiago de Chile, Cuatro Vientos.

    Perls, Fritz. (1999) El enfoque guestáltico y testimonios de terapia, Santiago de Chile, Cuatro Vientos.

    Polster, Edwin y Miriam Polster. (1980) Terapia guestáltico, Buenos Aires, Amorrortu.

    Salama, Héctor y Rosario Villarreal. (1992) El enfoque gestalt, México, Manual Moderno.

    Vigotsky, Lev. (1977) Pensamiento y lenguaje, México, Alfa y Omega.

    Capítulo 2

    Estilos de crianza y su relación con el rendimiento escolar

    DAVID JIMÉNEZ RODRÍGUEZ*

    YOLANDA GUEVARA BENÍTEZ**

    El ser humano es un ser social que logra su integración a través de la familia. Durante dicho proceso de integración el niño aprende reglas, asimila patrones de conducta y los manifiesta de forma particular al expresarse en su medio ambiente. El contacto con los demás comprende interrelaciones que necesariamente repercuten en lo emocional; conforme el niño crece, sus interrelaciones con adultos y con otros niños se van incrementando, moldeando y dirigiendo hacia necesidades específicas. La interacción de los adultos con el niño y el adolescente es fundamental para la adquisición del lenguaje, las costumbres y la cultura, además de cubrir necesidades físicas primordiales y crear vínculos y estilos de relación (Vargas, 2002).

    Los estilos de crianza tienen influencia prácticamente en todos los ámbitos de la vida de un individuo en desarrollo: en sus habilidades conductuales y aspectos de personalidad, en sus formas de interacción con la comunidad, e incluso en el nivel de éxito o fracaso en actividades escolares y productivas. El propósito del presente trabajo es mostrar un panorama de lo que se ha planteado en las últimas cuatro décadas en este campo, para lo cual se recurre a bibliografía proveniente de diferentes corrientes teóricas. La importancia social de este tema radica en que uno de los rasgos más alarmantes de nuestra realidad educativa es el bajo rendimiento académico de un gran número de alumnos, situación que puede llevar al fracaso escolar de amplios sectores de nuestra sociedad.

    El bajo rendimiento escolar de un alumno y las interacciones que se viven dentro de su hogar se toman muchas veces como aspectos desvinculados, dado que escuela y hogar son ambientes separados y con frecuencia muy ajenos entre sí. Sin embargo, los psicólogos educativos saben que los estilos de crianza y las interacciones familiares desfavorables afectan negativamente el desempeño académico y social de los niños y adolescentes. En este trabajo partimos del hecho, reconocido por todas las corrientes psicológicas, de que el papel que juegan los progenitores dentro de la familia es fundamental para el desarrollo adecuado de cualquier individuo y particularmente para su formación académica. En el primer apartado se presentan planteamientos teóricos y resultados de estudios relacionados con los estilos de crianza y las interacciones familiares. En el segundo se exponen una serie de hallazgos que constituyen las aportaciones de la psicología educativa para esclarecer la importancia de los estilos de crianza y las interacciones familiares en el desarrollo psicológico y académico de los niños y adolescentes, planteadas desde las perspectivas psicoanalítica, cognitiva y conductual. El último apartado aborda las relaciones escuela-hogar y su efecto sobre el bajo desempeño académico.

    PLANTEAMIENTOS TEÓRICOS Y ESTUDIOS RELACIONADOS CON LOS ESTILOS DE CRIANZA Y LAS INTERACCIONES FAMILIARES

    Sería difícil afirmar con exactitud en qué año se dieron los primeros pasos para estudiar el tema que nos ocupa; no obstante, se cuenta con datos que revelan los primeros intentos en esa dirección. Una obra fundamental es el libro El origen de las especies de Charles Darwin, publicado en 1859, el cual influyó en todos los ámbitos científicos, entre ellos el de la psicología. Las ideas darwinianas de adaptación, ajuste, éxito, fracaso, herencia y medio, entre otras, pasaron a un plano primordial en las investigaciones psicológicas, incluyendo aquellas que se orientaron al estudio de los vínculos afectivos y las interacciones familiares. Los hallazgos relacionados con los efectos de la privación de cuidados maternos causaron un gran impacto en la psicología del desarrollo. Ya son clásicos los estudios con grupos de primates bebés (macacos) a los que se les daba a elegir entre una madre mecánica que los proveía de alimento y otra madre mecánica que no los proveía de alimento pero les brindaba calor y tenía mayor semejanza física con una hembra adulta de su misma especie. Los resultados indicaron que estos bebés preferían el calor materno en vez del alimento (Ojeda, 1998). A partir de estos hallazgos se abrieron nuevas líneas de investigación en psicología referentes a las interacciones vinculares.

    LA TEORÍA DEL VÍNCULO AFECTIVO DESDE EL ENFOQUE PSICOANALÍTICO

    Bowlby (1980) entiende el vínculo afectivo o apego como la relación emocional que establece alguien con otra persona, así como su preferencia o inclinación por una persona en particular. Dicha teoría resalta que desde el nacimiento del niño se establece un vínculo madre-hijo que desarrolla lazos afectivos duraderos y sólidos. Esta teoría se enfoca en la dinámica que involucra protección, cuidado y seguridad. La vinculación afectiva, además de darse con su cuidador principal, también brinda al individuo la oportunidad de relacionarse a lo largo de su vida con hermanos, amigos, parejas, hijos y otros personajes importantes del desarrollo personal.

    Sumándose a la línea de investigación de Bowlby, Ainsworth y otros (1978) desarrollaron la clasificación más conocida sobre los vínculos afectivos, enfatizando la influencia de éstos en el desarrollo de la personalidad del niño, así como en su vida como adulto. Dicha caracterización es la siguiente:

    Vínculo seguro. Dado que la sensibilidad y la respuesta de la madre a las señales y necesidades del niño son muy importantes, se clasifica como vínculo seguro aquél en donde la madre está siempre disponible a estas necesidades. Los niños criados dentro de esta relación segura se caracterizan por la confianza en sí mismos, por brindar amistad a los demás y por mostrar emociones positivas. Cuando establecen vínculos seguros en la infancia, en la edad adulta piensan en el amor como algo duradero; generalmente encuentran a los demás dignos de confianza, tienen la seguridad en que ellos mismos son dignos de confianza y así lo trasmiten.

    Vínculo ansioso/ambivalente. En este caso, la madre es poco sensible en cuanto a responder a las necesidades del niño y suele entrometerse de forma negativa en las actividades que él desea. El niño manifiesta conductas de protesta y enojo, experimenta el amor como preocupante y lucha de una forma casi dolorosa para establecer una relación con la otra persona. En la edad adulta estos niños se enamoran frecuentemente, pero tienen problemas para encontrar lo que ellos consideran el verdadero amor. Expresan de forma abierta sus sentimientos de inseguridad durante su infancia.

    Vínculo de evitación. La madre rechaza los intentos que el niño realiza para tener contacto físico, el niño manifiesta desapego, que se caracteriza por evitar contacto visual y físico, por interactuar poco y por sus intentos para no depender de los demás. En la edad adulta el amor está marcado por el miedo a la cercanía, estas personas no tienen confianza en sí mismas ni en los demás, consideran las relaciones amorosas como dudosas en su duración, ocultan o reprimen sentimientos de inseguridad.

    Las investigaciones sobre la vinculación afectiva en edades tempranas recurren frecuentemente a las observaciones en diadas de madres y sus hijos, mientras que en niños mayores, adolescentes o adultos los instrumentos más utilizados son las entrevistas, los cuestionarios y los auto-reportes. Con esta metodología se han estudiado muestras poblacionales muy diversas, y autores como Hazan y Shaver (1990) reportan que el mayor porcentaje de personas establece un tipo de vínculo seguro, alrededor del 15% un vínculo ansioso/ambivalente y el 20% un vínculo de evitación.

    Según los seguidores de este modelo, la relación óptima padre-hijo es aquella que se da de manera abierta y emocionalmente flexible. Sin embargo, no siempre los padres son capaces de lograr este tipo de relación con sus hijos, porque difieren en sus habilidades para comunicarse y porque, la mayoría de las veces, su forma de percibir y responder a las señales emocionales de sus hijos se basa en sus propias experiencias infantiles con sus progenitores.

    A partir de lo aquí expuesto podemos decir que, en general, los estudios sobre el vínculo afectivo están enfocados hacia la caracterización de las relaciones que se establecen en el seno familiar, centrando su atención en los aspectos emocionales de padres e hijos. Por otro lado, podemos decir que las investigaciones encaminadas a conocer el impacto de la relación familiar sobre otros aspectos del desarrollo psicológico, tales como el lenguaje, las habilidades sociales y el desempeño académico, se han realizado principalmente a partir de la psicología cognitiva y conductual.

    ESTUDIOS COGNITIVOS Y CONDUCTUALES SOBRE ESTILOS DE CRIANZA Y DESARROLLO PSICOLÓGICO

    La familia es la que puede promover el desarrollo personal y social en los niños, donde los padres ponen en juego estilos de crianza que determinan el tipo de relación padre-hijo y los niveles de desarrollo psicológico en diversas habilidades y competencias. El contexto familiar se debe ver como un sistema que incluye vías de influencia directas e indirectas, y una variedad de roles de los individuos como madre y esposa, padre y esposo, e hijos y hermanos.

    Desde el enfoque cognitivo, la socialización y los comportamientos del niño se ajustan a las demandas de los que le rodean en sus diversos contextos. Las primeras investigaciones en el campo reportaron que los padres con disposición a socializar con sus hijos tienen una concepción de control paterno distinta de la que tienen padres estrictos e impositivos, y por ello usan estrategias distintas para integrar al niño en la sociedad. Baumrind (1966) comenzó a estudiar interacciones padres-hijos analizando diversas variables del comportamiento paterno, como disciplina y madurez, grado de atención y conocimiento de las necesidades de sus hijos, así como exigencia y supervisión de reglas. A partir de ello, Maccoby y Martin (1983) desarrollaron la tipología más conocida de los estilos de crianza:

    Estilo autoritario. Caracteriza a los padres sumamente estrictos e intransigentes, los cuales exigen obediencia absoluta. Cuando los hijos hacen preguntas se les responde tajantemente o se les niegan las respuestas. Bajo este estilo de crianza se imponen reglas morales y de conducta que deben ser practicadas sin objeción. No se toleran las contradicciones a las reglas. Los padres justifican su actitud partiendo del principio de que es la manera adecuada de que los hijos tengan un futuro favorable, y que la mano dura hace hijos responsables y comprometidos.

    Estilo permisivo. Caracteriza a los padres tolerantes en extremo, que autorizan absolutamente todo a sus hijos; acuden ante la menor demanda de atención, se oponen a imponer castigos y ceden a la menor insistencia. Este tipo de padre renuncia a sus propios intereses y deseos por hacer lo que los hijos le demanden. En estas familias suelen existir el desorden y la anarquía.

    Estilo democrático/autoritativo. Caracteriza a los padres como personas que pueden delimitar reglas dentro del hogar y transmitirlas a sus hijos, ejercen algunos castigos para hacer saber a sus hijos que su conducta no es la correcta. Este tipo de padre atiende a las necesidades de sus hijos sin romper las reglas, teniendo una comunicación con ellos para conocer su punto de vista y establecer acuerdos.

    Estilo negligente. Caracteriza a los padres como tolerantes en extremo; éstos autorizan absolutamente todo a sus hijos. Pero a diferencia de los del estilo permisivo, estos padres no acuden ante las demandas de atención, tampoco imparten castigos y no hay negociación con los hijos. En estas familias existe anarquía y hostilidad.

    Esta categorización de los estilos de crianza dio origen a un gran número de investigaciones que exploran la relación que guardan los estilos paternos y maternos con diversas variables como el nivel de desarrollo infantil, la aptitud escolar de los hijos o su ajuste social, entre otras.

    Dornbusch y otros (1974) realizaron un estudio transversal, donde se definieron tres estilos de crianza paternos y se relacionaron con variables de desempeño escolar en adolescentes. También se observó la relación de los estilos de crianza con variables como escolaridad de los padres, estructura familiar y origen étnico de la familia. El estudio se llevó a cabo a través de la aplicación de un cuestionario a una muestra de 7,836 jóvenes entre 14 y 18 años de edad. Los hallazgos de esta investigación indicaron que: 1) el estilo autoritativo no pareció alterarse en función de la edad o género del hijo, fue más frecuente en familias de origen europeo que en familias de origen asiático, africano e hispano, y se presentó más en familias de adolescentes que vivían con ambos padres biológicos; 2) el estilo autoritario no se modificó por género, aunque sí de acuerdo a la edad del hijo, siendo más común cuando el hijo tenía entre 14 y 15 años, fue más frecuente en familias de origen asiático, africano e hispano, y se presentó más en familias de adolescentes donde uno de los padres biológicos vivía con una nueva pareja (padrastro o madrastra), 3) el estilo permisivo no se modificó por género, se presentó más frecuentemente cuando el hijo tenía entre 17 y 18 años de edad y en familias de origen asiático e hispano; también se asoció con el hecho de que los adolescentes vivían solamente con su madre o padre soltero, o bien con su padre o madre con nueva pareja.

    Otros hallazgos de la investigación indicaron que los padres de bajo nivel educativo parecen tener tendencias a adoptar un estilo autoritario o permisivo, mientras que los padres de nivel educativo alto y medio suelen desarrollar estilos autoritativos. En general, los alumnos con bajo rendimiento escolar reportaron que sus padres seguían estilos autoritarios o permisivos, mientras que los de rendimiento alto reportaron un estilo de crianza autoritativo. Los autores señalan que estos hallazgos confirman los de estudios similares llevados a cabo con poblaciones de niños de clase media que cursaban el nivel primaria.

    Existen reportes más recientes sobre el tema, entre ellos, la investigación de Steinberg y otros (1994) con estudiantes de primaria donde consideraron los siguientes aspectos: percepción del alumno sobre los estilos de crianza de sus padres, nivel de aceptación hacia sus padres y evaluación de su propia autonomía; estos factores se correlacionaron con el rendimiento escolar de los niños, así como con los puntajes de una escala de madurez social. Los resultados indican que la madurez social del alumno es un efecto del estilo de crianza paterno; si los padres siguen estilos regidos por el razonamiento o una mezcla de éste con el estilo autoritario, los hijos muestran puntajes altos en madurez social, así como en rendimiento escolar. Pasa lo contrario cuando el estilo de los padres es permisivo o autoritario. Si los alumnos identifican a sus padres como garantizadores de autonomía, con control firme pero que permiten la negociación de acuerdos, tienden a mostrar índices altos de autonomía, aceptación, autorregulación y rendimiento académico.

    El estudio longitudinal llevado a cabo por Steinberg y otros (1994) tuvo como objetivo describir los cambios que, a lo largo de un año escolar, manifiestan los estudiantes adolescentes en variables de desarrollo psicológico, tales como competencia académica, problemas de conducta y síntomas somáticos, así como la relación de

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