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Saberes de la psicología: Entre la teoría y la práctica. Volumen II
Saberes de la psicología: Entre la teoría y la práctica. Volumen II
Saberes de la psicología: Entre la teoría y la práctica. Volumen II
Libro electrónico797 páginas11 horas

Saberes de la psicología: Entre la teoría y la práctica. Volumen II

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El presente volumen continúa un proyecto editorial que involucra a un importante sector de profesores de la carrera de Psicología de la FES Iztacala. La pluralidad temática, teórica y aplicada que aquí se expresa muestra la variedad de intereses académicos que los profesores de esta carrera tienen hoy día y a los cuales dedican gran parte de su tiempo después de cumplir con la ardua labor de su trabajo docente, ya sea en el salón de clase, las tutorías a los alumnos o la supervisión de las diversas prácticas que realizan los estudiantes de Psicología en los últimos semestres dentro y fuera de nuestro campus.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento30 mar 2024
ISBN9786073086219
Saberes de la psicología: Entre la teoría y la práctica. Volumen II

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    Saberes de la psicología -  José Carlos Mondragón González

    PRIMERA PARTE

    Sobre los saberes

    1

    La mirada en la ceguera

    Antonio Corona Gómez¹

    El presente trabajo acerca de la mirada es resultado de una amplia labor de indagación teórica, en la que me he interesado desde hace algún tiempo, acerca de los procesos y diferentes modos de subjetivación del ser humano, y en el que aún encuentro muchas interrogantes por resolver y muchas otras por elaborar. Dicho interés, cada vez más creciente, me ha llevado a una ardua búsqueda en algunos campos teóricos de complejo desarrollo, como la filosofía fenomenológica y existencial, así como, particularmente, la perspectiva psicoanalítica inaugurada por Jacques Lacan.

    Algunos de los motivos personales que me impulsan en esta búsqueda derivan de situaciones personales, clínicas y socioculturales, así como diversos cuestionamientos surgidos en la teoría y la práctica psicológica y psicoanalítica, en la que he encontrado que el tema de la mirada permite y abre una amplia perspectiva de conceptualización e interpretación, tanto en casos presentados en la bibliografía psicoanalítica, como en procesos constitutivos de diferentes modos de subjetivación en nuestra cultura. Además, el tema de la mirada se encuentra estrechamente vinculado a otros fenómenos, procesos y relaciones propios de la práctica, la enseñanza y la teoría psicoanalítica que me parece interesante abordar para destacar algunas de las implicaciones que considero importantes en este campo de estudio.

    En diversos planteamientos que hasta ahora he podido consultar y elaborar, se establece una clara distinción entre el espacio de la percepción y el espacio imaginario; entre lo que podríamos diferenciar el ver y el mirar. La concepción y génesis del espacio perceptual derivan en gran medida del proceso progresivo y estructurante que es la adaptación, considerada por Piaget como una organización tal de los movimientos que imprime a las percepciones formas cada vez más coherentes y organizadas y en las que el espacio se constituye, por tanto, dice Piaget, como el producto de una interacción entre el organismo y el medio, en la que no se podría disociar la organización del universo percibido y la de la actividad propia.²

    En relación con el espacio imaginario, éste deriva de una teoría de la imagen del cuerpo en cuanto entidad visual, la cual se basa –según Sami-Ali–, en dos conceptos fundamentales: a) la proyección sensorial, que designa una actividad proyectiva primordial mediante la cual se determina a priori la posibilidad del espacio y del objeto; y b) el concepto de esquema de representación, que define la parte conferida al cuerpo propio, identificado con el sujeto, en la emergencia de lo visible y de sus metamorfosis.³

    Derivado de esta conceptualización, Sami-Ali se pregunta: ¿qué es el espacio imaginario?, y contesta: En las lindes de lo «interior» y lo «exterior», de la representación y la expresión, del afecto y la percepción, el espacio imaginario corresponde a una amplia gama de fenómenos tanto patológicos cuanto normales, cuya estructura íntima lleva el sello de esta misma ambigüedad fundamental.⁴ Pero este planteamiento lleva necesariamente a preguntarnos acerca de la frontera y la oposición entre lo normal y lo patológico, entre lo sano y lo enfermo, así como con respecto a la ceguera y a la visión normal, en el sentido en que será abordado en el presente trabajo.

    Uno de los propósitos fundamentales expresado por Foucault de crear una historia de los diferentes modos de subjetivación del ser humano en la cultura contemporánea, le llevó a un largo trabajo de alrededor de 20 años preocupado por investigar en torno a tres modos de objetivación que transforman a los seres humanos en sujetos.⁵ El segundo modo de objetivación del sujeto –el primero fue la objetivación del sujeto hablante– se centró en las llamadas prácticas divisorias, en las que el sujeto se haya dividido en su interior o dividido de los otros. Este proceso lo objetiva. Algunos ejemplos son el loco y el cuerdo, el enfermo y el sano, los criminales y los «buenos muchachos».⁶ Siguiendo estos lineamientos trazados originalmente por Foucault, en su lógica de argumentación, abordaremos la dualidad y oposición existente entre el vidente y el ciego, es decir, entre el sujeto que ve y el sujeto que mira.

    La ceguera, desde una perspectiva puramente sensorial y perceptual, se refiere a la falta de visión –por la ausencia o deficiencia del sustento anatómico-funcional– o en el caso de la deficiencia visual, a una deficiencia grave de la visión. En sentido estricto, desde un punto de vista oftalmológico, podemos considerar a la ceguera como ausencia total de percepción visual, incluyendo la percepción luminosa. Se habla así, por tanto, de ceguera total o parcial y, según aparezca ya en el recién nacido o se produzca después, se distingue entre ceguera congénita o adquirida. Además, en el caso de la ceguera parcial, se hace referencia a la ceguera diurna o nocturna, relacionando esto con la deficiencia visual de acuerdo al exceso o deficiencia de luminosidad, respectivamente.

    En cuanto a la etiología, de carácter muy diverso, la ceguera puede estar ocasionada por lesiones a lo largo de la vía óptica, descartándose la patología ocular (ceguera central) o puede deberse a lesiones orgánicas en el córtex visual a nivel de los lóbulos occipitales (ceguera cortical). Además, algunas causas pueden deberse a daños orgánicos que afectan directamente al órgano visual, debido a infecciones, traumatismos u otras lesiones locales.

    Pero además de estas breves referencias, en este trabajo no pretendo hacer una revisión de las características médicas o etiológicas de la ceguera relacionada con la percepción visual, así como tampoco pretendo referirme a las alternativas de intervención o tratamiento educativo, rehabilitatorio o de adiestramiento en el uso de instrumentos de apoyo que, al parecer, hasta ahora han sido de interés primordial en la atención psicoeducativa avocada al tratamiento, rehabilitación y capacitación para el uso de apoyos ortopédicos de individuos invidentes o débiles visuales. Desde mi perspectiva, pretendo hacer un análisis de cierto tipo de ceguera que, me parece, nos caracteriza y afecta a todos los seres humanos –videntes, invidentes y débiles visuales– y que ineludiblemente se encuentra en el proceso de constitución y objetivación del sujeto, manifestándose en infinidad de fenómenos, procesos, relaciones, comportamientos, etcétera, que vivimos cotidianamente.

    Este tipo de ceguera –llamémosle constitucional–, se refiere a un aspecto primordial de diversos procesos de subjetivación, a través de los cuales el sujeto se objetiva como tal. En este caso, la ceguera se refiere a una suerte de incapacidad o limitación necesaria y característica de todo sujeto, la cual no le permite ver clara y objetivamente la realidad tal cual es –como pretendería la psicología sensualista y positivista–, más allá de las fronteras que le impone su propio espacio subjetivo. Como señala Rozitchner, existe, entre el sujeto y la realidad, una distancia a franquear y esta consiste en pasar a la realidad. Pero, se pregunta este autor, ¿cómo comprender la distancia que se abre en la realidad si, por definición, ya estamos instalados en ella? El primer problema de una teoría de la acción supone, pues, hacer visible previamente aquello que, por formar sistema con nosotros, no se ve. Esto es lo paradójico del comienzo radical: descubrir un distanciamiento que existe en su estar ya cubierto por la cercanía –como si, por tanto, no existiera.

    Desde mi punto de vista, he asumido un compromiso personal para tratar de evidenciar algunas concepciones inconsistentes o cientificistas acerca del estatuto ontológico y epistemológico del sujeto psicológico, en la búsqueda de concepciones globales que sustenten y orienten los aspectos específicos de la práctica profesional psicológica y la práctica psicoanalítica. En este sentido, creo que es importante analizar y proponer opciones conceptuales, fundadas en la experiencia, que ayuden a desentrañar la realidad subjetiva, eliminando falsas interpretaciones que parten de la dicotomización del sujeto y el objeto, del individuo y la realidad, como es el caso de las perspectivas positivistas. En este caso, si bien hay que reconocer que esta perspectiva ha contribuido con diversos lineamientos conceptuales y metodológicos para la construcción de alternativas tecnológicas en el tratamiento y rehabilitación de diversos problemas funcionales o adaptativos del comportamiento, la sensopercepción, la cognición, el aprendizaje, etcétera, también hay que destacar que dicha perspectiva se ha caracterizado por la atención focalizada, parcializada, eficientista, adaptacionista y clasificatoria de diversas deficiencias y aptitudes, tomando como referencia fundamental la valoración de los individuos de acuerdo con sus capacidades o incapacidades referidas al rendimiento humano en el campo de la productividad.

    Por lo anterior, el interés primordial del presente trabajo se orienta hacia la búsqueda de opciones conceptuales que consideren al sujeto, no en términos de una supuesta unidad o totalidad estructurada, cerrada y acabada, sino en un permanente proceso de constitución, siempre inacabado e incompleto. En este sentido, quiero asumir una postura desde la cual el mundo del hombre se constituye a partir de lo imaginario-especular, donde lo impensado y lo desconocido del ser humano se estructura a partir y en torno a una imagen, ya que el sujeto se constituye de acuerdo con identificaciones respecto de la imagen, es decir, en relación al otro. Tal desconocimiento deriva de que el sujeto se constituyó a partir del otro. Como dice Lacan; soy por el otro, rechazando las perspectivas psicologistas que se fundamentan en la idea del sujeto como un yo (ego-psychology) más o menos integrado, coherente, fundante, etcétera, y estableciendo una doble referencia al yo imaginario (moi) y el yo simbólico (je).

    De acuerdo con lo anterior, en la fascinación de Narciso frente a su propia imagen especular, encontramos una referencia fundamental y fundante del sujeto, que inaugura su desconocimiento que no es característico únicamente del loco, del ciego, del enamorado o de algunos casos de excepción, sino que, más bien, la introducción de un espejo es lo que establece y funda lo real, que aparece como real precisamente porque el espejo introduce lo virtual y, por ello, funda una otra realidad: la realidad psíquica, la realidad subjetiva, el paso a la realidad, como indica Rozitchner. En este planteamiento, hablar de la mirada implica introducir un elemento conceptual y una experiencia en la que, como le sucede a Narciso, el sujeto se conoce desconociéndose, ya que el espejo le devuelve al sujeto lo que no tiene y lo constituye en objeto de deseo, sobre el que se precipita, convirtiendo el desconocimiento en herida, corte o castración que posibilita su emergencia como sujeto, ya que sólo el loco es capaz de desconocer la separación presentando al otro –el otro que lo mira– como único y absoluto, donde, del lado del sujeto, no deja ni queda nada: ¿ceguera total o percepción de lo real?

    La mirada: la locura de narciso

    Contracanto

    En vano llega tu imagen a mi encuentro y no me entra donde estoy quien sólo la muestra.

    Tú volviéndote hacia mí sólo encuentras, en la pared de mi mirada tu sombra soñada.

    Soy ese desdichado comparable a los espejos que pueden reflejar pero no pueden ver.

    Como ellos, mi ojo está vacío y como ellos habitado, por esa ausencia tuya que lo deja cegado.

    Aragón

    El loco por Elsa

    Con la lectura del anterior epígrafe, Jacques Lacan inicia la clase del 19 de febrero de 1964, correspondiente a su Seminario Núm. 11, titulado: Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis,⁸ en la que presenta un desarrollo particular del concepto de repetición freudiano. Desde esta perspectiva particular, Lacan presenta una novedosa disertación titulada "La mirada como objeto a minúscula", considerando a la mirada como el objeto más oscuro y misterioso del psicoanálisis: el objeto de la pulsión escópica.

    Etimológicamente, el término escópico deriva de skopos, que significa ver. Sin embargo, esta noción no es completamente novedosa para el psicoanálisis. El propio Freud ya la había abordado en relación con el par vouyerismo-exhibicionismo en su texto Pulsiones y destinos de pulsión. Pero la definición de lo escópico, como aquí lo abordaremos, corresponde a una aportación de Lacan.

    Algo digno de reflexión en el epígrafe referido por Lacan es el hecho de que, entre otros, los versos de Aragón, curiosamente, se titulan El loco por Elsa. Pero, ¿a qué tipo de locura se refieren?, ¿a la locura amorosa?, ¿a la ceguera del enamorado?, ¿a la locura de amor que ciega?, ¿a la ceguera de amor que enloquece? Es Narciso fascinado frente al espejo, enloquecido al buscar y desear, en lo que cree que es el ser amado, su propia imagen, su propio deseo, que no le es tan propio porque no le pertenece, porque no es su deseo sino el deseo del Otro, en el que fantasea encontrar lo que a él le falta, lo que él no es, lo que él no tiene, porque el deseo del otro no es sino el discurso que le devuelve su propia mirada deseante, pero a la vez desencantada.

    Esta evidente enajenación del sujeto constituye uno de los principales fundamentos y enigmas que la teoría, la práctica y experiencia psicoanalítica de orientación lacaniana tratará de desentrañar.

    En su obra, Freud ya había tratado acerca de la pulsión oral y de la pulsión anal, lo cual es suficientemente conocido y prácticamente es un tema de cultura general. Jacques Lacan, en su recorrido, contemplará otras dos pulsiones: la escópica y la invocante.

    Cada una de estas pulsiones reconoce un objeto específico que Lacan ha denominado objeto a, el cual se refiere a un objeto privilegiado, del cual el sujeto, en una automutilación, se separa para constituirse, dejando aparte algo de sí.⁹ Pero, con respecto a lo anterior, ¿qué podemos entender por automutilación? Aclaremos un poco haciendo referencia a una situación que expone Freud en su obra Más allá del principio del placer, donde, bien sabemos, aborda el tema de la compulsión de repetición y la pulsión de muerte. Dicha situación se refiere a la captación de la repetición en el juego de su nieto, que arroja y atrae reiteradamente, desde su cuna, un carrete de hilo acompañando esta acción, respectivamente, por los sonidos o-o-o, interpretado como fort (se fue) y por el sonido da (acá está), cuando lo hace regresar a él, atraído por el hilo. Dicha situación es interpretada por Freud como un juego completo: el de desaparecer y volver, y como un logro cultural del niño: su renuncia pulsional (renuncia a la satisfacción pulsional) de admitir sin protesta la partida de la madre. Se resarcia, digamos, escenificando por sí mismo, con los objetos a su alcance, ese desaparecer y regresar.¹⁰

    En relación con esta situación, Lacan indica que Freud … puede muy bien destacar que el niño tapona el efecto de la desaparición de su madre haciéndose su agente, pero el fenómeno es secundario. Wallon subraya que lo primero que hace el niño no es vigilar la puerta por la que su madre se ha marchado, con lo cual indicaría que espera verla de nuevo allí; primero fija su atención en el punto, junto a él, que la madre ha dejado.¹¹

    En el alejamiento de la madre, el niño queda desconcertado en un inicio, pero no completamente pasivo e inerme. "La hiancia introducida por la ausencia dibujada, y siempre abierta, queda como causa de un trazado centrífugo desde donde lo que cae no es el otro en tanto que figura donde se proyecta el sujeto, sino ese carrete unido a él por el hilo que agarra, donde se expresa qué se desprende de él en esta prueba, la automutilación a partir de la cual el orden del significante va a cobrar su perspectiva. Pues el juego del carrete es la respuesta del sujeto a lo que la ausencia de la madre vino a crear en el lindero de su dominio, en el borde de su cuna, a saber, un foso, a cuyo alrededor sólo tiene que ponerse a jugar el juego del salto".¹²

    Lacan enfatiza que "el carrete no es la madre, reducida a una pequeña bola por algún juego digno de jíbaros –es como un trocito del sujeto que se desprende pero sin dejar de ser bien suyo, pues sigue reteniéndolo–. Esto da lugar para decir, a imitación de Aristóteles, que el hombre piensa con su objeto. Con su objeto salta el niño los linderos de su dominio transformado en pozo y empieza su cantilena. Si el significante es en verdad la primera marca del sujeto, cómo no reconocer en este caso –por el sólo hecho de que el juego va acompañado por una de las primeras oposiciones en ser pronunciadas– que en el objeto al que ésta oposición se aplica en acto, en el carrete, en él hemos de designar al sujeto. A este objeto daremos posteriormente su nombre de álgebra lacaniana: el a minúscula".¹³

    El conjunto de la actividad del niño en el juego de oposiciones simboliza la repetición, pero de ningún modo la de una necesidad que clama porque la madre vuelva, lo cual se manifestaría simplemente mediante el grito o el llanto. Para Lacan, "la repetición de la partida de la madre se manifiesta como causa de una Spaltung (escisión) en el sujeto –superada por el juego alternativo fort-da, que es un aquí o allá, y que sólo busca, en su alternancia, ser fort de un da, y da de un fort. Busca aquello que esencialmente no está en tanto que representado– porque el propio juego es el Repräsentanz de la Vorstellung".¹⁴

    Para comprender esta perspectiva señalada por Lacan, es necesario hacer a un lado el empirismo visual, puramente indicativo de una situación operacional, funcionalista, y sustentado en el plano de la percepción visual, que no da lugar a la perspectiva subjetiva en la que se debate el niño en su entrada inaugural al mundo simbólico de la cultura. Es por medio de la representación significante (cimentada en el juego de oposiciones) en la que se designa y queda marcado en y por el objeto que cae. Se trata, cabe remarcarlo, de un objeto privilegiado del cual el sujeto, en una automutilación simbólica, se separa para constituirse, dejando aparte algo de sí.

    Dicha automutilación, castración o corte implica que una parte del cuerpo caiga, se desprenda, inaugurando así la reiterativa búsqueda de algo que el sujeto va a fantasear como propio, cuando en realidad nunca lo fue ya que, como en el caso de la pulsión escópica, la mirada no es función del ojo que ve, puesto que está en el mundo. Así, cabe considerar que, para Lacan el cuerpo no es el pedazo de carne y huesos de que está hecho el individuo, sino un cuerpo imaginarizado como completo, especularizado, sin falta y del que, en y por la castración, el sujeto cree que algo ha perdido.

    En esta caída, se evoca una falta y, por ello, el objeto a, en tanto objeto de la pulsión, debe cumplir, investir y encarnar esta condición. Es entonces cuando podemos introducir el eje falocastración, ya que en la caída, se privilegia algo del objeto que viene a constituir y representar al sujeto, cuya existencia, a partir de entonces, quedará pendiente de un hilo (la cadena significante).

    La pulsión y su objeto: de lo perdido… lo que aparezca

    Si miramos un espejo, el vidrio del espejo, el cristal sólo puede verse en un esfuerzo que nos lleva a perder la profundidad de la imagen. Entonces estamos ciegos.

    La transferencia supuesta de Lacan.

    C. Faig¹⁵

    En relación con el objeto de la pulsión –objeto a–, es necesario clarificar un poco más algunas particularidades de dichas pulsiones, sus objetos y sus zonas erógenas, para tener un mayor acercamiento a las situaciones en que se juega y determina la constitución del sujeto.

    En cuanto a dichas pulsiones, estructuradas en los llamados estadios formadores de la libido, Lacan opina que la descripción de estos estadios no debe ser referida a una pseudo-maduración natural, siempre opaca. Los estadios se organizan en torno de la angustia de castración, que sería algo así como un hilo que perfora todas las etapas de desarrollo. Orienta las relaciones que son anteriores a su aparición propiamente dicha: destete, disciplina anal, etcétera. Cristaliza cada uno de estos momentos en una dialéctica que tiene como centro un mal encuentro. Los estadios son consistentes precisamente en función de su posible registro en términos de malos encuentros.

    El mal encuentro central está a nivel de lo sexual, lo cual no quiere decir que los estadios tomen un tinte sexual que se difunde a partir de la angustia de castración. Al contrario, se habla de trauma y de escena primaria porque esta empatía no se produce.¹⁶

    También, en relación a las pulsiones, ya había indicado que Freud aborda en su obra la pulsión oral y la pulsión anal, así como la proposición de Lacan de agregar las pulsiones escópica e invocante. En el caso de la etapa oral, según F. Dolto, es el nombre que se le da a la

    …fase de organización libidinal que se extiende desde el nacimiento al destete y que está colocada bajo la primacía de la zona erógena bucal…el placer de la succión independientemente de las necesidades alimenticias es un placer autoerótico. Es el tipo de placer narcisista primario, autoerotismo original, en que el sujeto no tiene todavía la noción de un mundo exterior diferenciado de él. Si se le da la ocasión de satisfacer pasivamente este placer, el niño se apega a este objeto ocasional: el seno o el biberón con los que tanto le gusta jugar, aún cuando ya no tengan leche, y a los que le gusta chupetear sin hacer el esfuerzo de la aspiración y la deglución.¹⁷

    De acuerdo con lo anterior, desde la perspectiva lacaniana, "en la etapa oral no sucede lo que se plantea en la corriente kleiniana, la cual da en explicarla por la presencia o ausencia de leche (del alimento), en tanto que, para Lacan, en realidad se trata del seno, que se juega como objeto a".¹⁸

    Respecto de la pulsión anal, el objeto a se presenta como recortadamente preciso; algo del cuerpo de lo que el sujeto se separa al constituirse. Se trata obviamente de las heces".¹⁹ En la etapa anal, dice Dolto,

    … la libido que provocaba el chupeteo lúdico de la etapa oral, provocará ahora la retención lúdica de las heces o de la orina… esto puede ser el primer descubrimiento del placer autoerótico masoquista, que es uno de los componentes normales de la sexualidad pero, a la vez, al ser el aseo una relación (de contacto) agradable, se asocian a la madre emociones contradictorias: es el primer descubrimiento de una situación ambivalente.²⁰

    En el caso de la pulsión invocante, la consideraremos por la dimensión vocálica o fónica en juego. Aquí, el objeto a será la voz. Para representar la falta central a la que se refiere este objeto, hay que tener presente que no es el hecho de hablar lo que lo define como objeto a. La voz, en este sentido, consiste en un rasgo que debe marcar la ausencia significante y, en tal sentido, el grito primal del recién nacido o el grito salvaje de la angustia o el pánico, son ejemplos claros de la voz sin significante, o sea, que no producen significación alguna en forma directa e inmediata. "El grito testimonia el peso llenista del objeto a. En contraste, la contracara equivalente del llenismo del grito es que: la falta de voz habla con mudez de la voz como falta".²¹

    Otro aspecto que cabe destacar es que cada pulsión, además del objeto a correspondiente, está referida a una zona erógena correlativa. Lacan considera que hay zonas erógenas de privilegio en lugar de considerar, como llegó a plantear Serge Leclaire, que toda la superficie epidérmica tiene cualidades erógenas. En dichas zonas, siguiendo a Lacan, se manifiesta preponderantemente la estructura de la hiancia. La apertura y el cierre marcan la presencia prevalente de ciertos orificios, donde la experiencia de lo inconsciente y la zona erógena tienen en común dicha condición hiante.²²

    Las zonas erógenas son estructuras de borde que se pueden abrir y cerrar. Esta capacidad pulsátil, que evoca la hiancia, la tienen la boca, el esfínter y el ojo, referidos a la pulsión oral, anal y escópica, respectivamente. En el caso de la pulsión invocante, aparentemente ocurre una excepción, ya que su zona erógena, ubicada en el oído, siempre permanece abierta (considerando que los órganos correspondientes se encuentren en buen estado funcional), ya que no tiene obturador anatómico integrado. De todas maneras, la hiancia se hace presente, pues no se requiere necesariamente del cierre anatómico del oído para cerrarse cuando alguien –por el sesgo simbólico– no quiere oír algo que le desagrada o con lo que no está de acuerdo.

    La esquizia del ojo y la mirada amorosa: ojos que no ven… ¡corazón que sí siente!

    Deja atrás a mi ceguera

    la imagen que se retira.

    Oscuridad es quien mira,

    si no, a mí entonces me viera.

    Soy el que nunca está fuera

    del que a verse enfrente aspira

    Y está vagando y delira

    si él mismo se considera.

    La imagen que permanece

    cambia sólo su presencia,

    vive de su diferencia.

    Y cuando desaparece

    queda la sombra tras ella,

    no yo ni ninguna huella.

    Sonetos

    Jorge Cuesta Porte-Petit

    En esta parte, que considero central en el presente trabajo, trataré de abordar algunos aspectos referidos a la pulsión escópica, cuyo específico objeto a es aquel que más y mejor logra ocultar su condición respecto de la castración, o sea, de la falta central de deseo; es aquel que aparece más opacado, menos transparente; es, desde ya, la mirada.

    A la mirada, como señalé anteriormente, debemos considerarla como algo que se separa del cuerpo, quedando desprendida, perdida en el mundo. Mirar no es ver con el ojo, sino un desprendimiento, por lo cual debemos considerarla como objeto a de la pulsión escópica. De tal manera, la mirada, que no está en función del ojo, está en el mundo, el cual es omnivoyeur: veo sólo desde un punto, pero desde todos lados soy mirado.

    Como Merleau-Ponty lo puntualiza, somos seres mirados en el espectáculo del mundo.²³ El espectáculo del mundo, en este sentido, se presenta como omnivoyeur, lo cual ha sido interpretado y vivido de muy diversas maneras, como es el caso de la perspectiva platónica y de algunas filosofías idealistas, en las que se trata de un ser absoluto, al que se le transfieren las cualidades de omnividente (que todo lo ve) y cuya influencia en diversas doctrinas, creencias y prácticas religiosas es clara, al atribuir a Dios dicha cualidad omnividente ante cuya mirada se someten sus creyentes y seguidores, asumiéndose como vigilados, juzgados, culpabilizados y hasta castigados. En un aspecto más cercano a la vida cotidiana, este aspecto omnivoyeur del mundo se manifiesta, por ejemplo, en la satisfacción de una mujer al saberse mirada con deseo –ad-mirada–, con tal de que no se lo hagan notar descaradamente. En el caso de la clínica psicoanalítica, encontramos diferentes estructuras en las que la mirada constituye un aspecto fundamental y, a veces, constitutivo, como es el caso del par vouyerismo-exhibicionismo, la paranoia, la esquizofrenia o el delirio, así como en diferentes fenómenos alucinatorios.

    Hay un dicho popular que expresa: de la vista nace el amor. Al respecto cabe reflexionar si es únicamente al sentido de la vista al que podemos atribuir ese amor a primera vista, amor de la apariencia, amor de aquello que ya venimos buscando o esperando sin necesariamente haberlo sabido de antemano, ya que dicho amor ¿nace en el momento de la vista (percepción visual) o es efecto de la mirada…?, ¿de qué clase de amor o enamoramiento se trata aquel que se expresa en un breve instante de la mirada?, ¿se trata de un encuentro o de un reencuentro?, ¿encuentro o reencuentro de qué? En su libro Historias de amor, J. Kristeva dice:

    El amor es una apariencia necesaria que hay que reparar, suscitar, promover sin fin. Para analizarlo, es decir, para llegar hasta su trama, hasta su vago portador, que es el odio. El nuevo mundo está odio-enamorado… Narciso se sabe insuperable, pero sin inquietarse se construye amores provisionales, arácneos, límpidos.²⁴

    El tema de lo falso, del engaño, lo ilusorio, el fraude, podemos encontrarlo vinculado e implícito en el mito de Narciso. Este Narciso, de Ovidio, es recogido en la Edad Media para condenar la ceguera, la estupidez y la funesta inclinación humana hacia lo aparente del amor a sí mismo, en detrimento a lo que serían los más elevados valores divinos. Pero hablar de Narciso también implica introducir el tema de la mirada, en conjunción con el engaño de la apariencia y, con ello, hablar del error y de la verdad. Obviamente, no hablaremos del error como algo opuesto radicalmente o separado irreconciliablemente de lo verdadero; la verdad implica al error en el caso del psicoanálisis, ya que es por el error (lapsus) que pulsátilmente aparece al sujeto algo del orden de lo real, no simbolizado, no familiar (unheimlich). Como indica J. Derrida, quien remite al planteamiento lacaniano:

    La verdad habita la ficción: esto no se entiende en el sentido un poco perverso de una ficción más poderosa que la verdad que la habita y que se inscribe en ella. La verdad habita la ficción como el amo de la casa, como la ley de la casa, como la economía de la ficción; la verdad economiza la ficción, dirige, organiza y posibilita la ficción: Es esta verdad, observemos, la que hace posible la ficción. Se trata, pues, de basar la ficción en la verdad, de garantizarla allí en sus condiciones de posibilidad.²⁵

    De acuerdo con lo anterior, ¿podríamos considerar a la ficción como error? El error, dice Kristeva, consiste en tener visiones: en ver formas, sustancias, un espectáculo allí donde no existe más que la transparencia del sol….²⁶ En el abordaje medieval de Narciso, en Dante, aparece el error narcisístico como el hecho de tomar los reflejos por una realidad esencial, ante lo cual el poeta inmediatamente vuelve los ojos. Ahora bien, comenta Kristeva,

    … este gesto, este repudio de las imágenes, esta precipitación hacia el deslumbramiento luminoso, es condenado por Beatriz: lo considera como un pueril pensamiento y precisa que lo que el poeta ha tomado por engaños son verdaderas sustancias que Dios llena de verdadera luz para guiarlas. Así pues, estas visiones, estas sombras que el poeta creía falsas, eran una realidad. El error poético es, como se ve, opuesto al de Narciso, que creía que la sombra era una realidad. Sin embargo, también es simétrico a él, pues en ambos casos se trata de no ver al otro tal como es, de hacer que el espíritu refluya sobre sí mismo, lo que acarrea igualmente la desaparición de la realidad específica de la imagen. Por tanto, sin objeto que se resista, la jugada del espíritu poético consistirá en hacer de los objetos una creación del sujeto, en tomar la realidad por un fantasma creado por el autor.²⁷

    Hablar de amor es hablar de pérdida, ya que el amor no es lo que sentimos al roce o abrazo del cuerpo del ser amado, ni tampoco a la desesperación, angustia o evocación imaginaria de la imagen amada. No amamos a lo que inunda con su presencia física o imaginaria sino, más bien, a aquello que brilla por su ausencia. En esta ceguera parcial, bien podemos reconocer, valorar, respetar, o elogiar cualidades, así como también podemos reconocer y aceptar carencias, defectos o asimetrías, pero matizadas, minimizadas u omitidas por nuestro deseo de aceptación e incorporación subjetiva.

    En resumen, podemos elaborar un larguísimo enlistado, catálogo o inventario de cualidades y defectos del ser amado tratando, así, de encontrar fundamentos –más o menos objetivos– para valorar el cómo y porqué del sentimiento hacia el ser amado. Pero ¿podremos encontrar en ese desmenuzamiento de cualidades la razón de nuestro enamoramiento…? Definitivamente no.

    Dice Merleau-Ponty: No hay ninguna forma de amor que sea simple mecanismo corporal, que no demuestre (sobre todo si se aferra locamente a su objeto) nuestro poder de cuestionarnos, de sacrificarnos absolutamente, que no pruebe nuestra significación metafísica.²⁸ No hay enamorado más absurdo que aquel que declarase su amor tratando de definirlo en términos de los procesos psicológicos puestos en juego. No habría seductor más fracasado que aquel que expresara al ser amado sus sentimientos en términos fisiológicos, comportamentales o relacionales. El amor y el discurso científico, definitivamente, son irreconciliables.

    El amor tiene que ver con una pérdida, con lo inalcanzable, con lo limitado del lenguaje, con lo inaprensible del objeto de amor a través de la palabra. La pérdida refiere a la tristeza, a la melancolía, aún cuando el vacío que se evoca se pretenda llenar con recuerdos, imágenes o palabras amables, satisfactorias, placenteras… de eso está lleno el amor romántico. Pero el verdadero amor, el amor-pasión, tiene que ver con la pérdida, aun cuando estemos abrazados –en el abrazo corporal y por la braza ardiente de la pasión amorosa– con el ser amado.

    Llegamos a pensar que el verdadero amor está en la correspondencia, lo cual lleva a creer que es una contradicción o tragedia el amor mal correspondido. Pero, dice Finkielkraut, … la reciprocidad no es la verdad del amor, es sólo un espejismo, una equivocación o un malentendido. Erróneamente y por apatía uno sueña con el apego mutuo. Si el hombre afrontara con franqueza la melancolía de su condición, sabría que el sentimiento no elimina la distancia entre los seres, sino que la ahonda.²⁹

    Volviendo al tema del malentendido, podemos destacar en el sentimiento amoroso uno de los mayores engaños en el que, además, el engañado se niega a reconocerlo, defendiéndose hasta lo último, vacilando, oscilando o, definitivamente ignorando y rechazando lo que los demás piensen de su sentimiento. A este respecto, Finkielkraut presenta una clarísima situación, en la que Robert de Saint-Loup, al presentarle su amante a Marcel Proust, éste reconoce estupefacto a Rachel, aquella que unos años atrás decía a la patrona de una casa de trato si me necesita usted para alguien, mándeme buscar. La mujer que Saint-Loup pone por encima de todas las cosas a la que ama con detrimento de su carrera y de sus otros afectos, que es la única que lo puede hacer sufrir o hacerlo dichoso y que en el estrecho espacio de su rostro" concentra todo lo que el mundo puede ofrecerle de interesante; esa mujer sin precio comenzó su carrera en una casa de citas. Ese mismo ser que para la multitud de sus clientes fue un juguete mecánico tiene a los ojos de su amante loco de amor más prestigio que los Guermantes y todos los reyes de la tierra.³⁰

    Continúa Finkielkraut:

    Ridículo prodigio de la imaginación humana, Robert de Saint-Loup transmuta en mujer inaccesible a la mujer venal, esa misma a la que cualquiera podía llegar por un luis. La muchacha que prodigaba sus favores al primero que llegara es situada por Sain-Loup en una región a la que él no puede alcanzar. El rostro más dócil se convierte en el más abrumador. El ser más bajo es investido de la autoridad más elevada y el encanto religioso de lo inasible aureola a la profesional del consentimiento.³¹ En la expresión de Proust, dice Al mirarla los dos, Robert y yo, no la veíamos desde el mismo ángulo del misterio.³²

    Recordemos también la fábula de la zorra que, al buscar a su pequeño hijo, pregunta por una belleza, un prototipo de la hermosura hecha hijo. Por tal razón, nadie podía darle razón, nadie podía indicarle el paradero del hijo perdido y sólo le dicen haber visto a un zorrito desaliñado, lagañoso, sucio y enfermo, en el que la apurada madre reconoce al hijo perdido.

    Después de esto resurge la pregunta: ¿no es el amor más que un engaño?, ¿qué sería entonces el amor al prójimo? Finkielkraut lo presenta como:

    … una dimensión de la subjetividad, una modalidad de la condición humana.

    No es programa, sino que es drama, no es cualidad, sino fatalidad. Por efecto del rostro, la bondad se manifiesta al sujeto como una liberación y como un destino. La bondad no resulta del ‘yo quiero’ activo en el que se reconoce tradicionalmente la actitud virtuosa. Ajena a toda especie de voluntad, está enraizada en una pasividad en la cual no estamos acostumbrados a ver nacer los valores. A pesar de mí mismo, mi interés se cambia en amor y el otro me incumbe. La preocupación ética es una divulgación involuntaria, una desviación de la preocupación de uno mismo, ya se viva ésta en la desazón, ya se la practique en el egoísmo.³³

    El otro y el prójimo: la mirada desde el más acá

    Signo fenecido

    (fragmento)

    Estás dentro de mí cómoda y viva

    –linfa obediente que se ajusta al vaso–.

    Más la angustia de ti se me derriba, se me aniquila el gesto del abrazo.

    Y te pido un amor que me cohíba.

    Porque sujeta más con menos lazo.

    Sonetos

    Jorge Cuesta Porte-Petit

    Para Sartre, el prójimo es aquel que me mira, es el mediador indispensable entre yo y yo mismo… por la aparición de un prójimo, estoy en condiciones de formular un juicio sobre mí mismo como lo haría sobre un objeto, pues al prójimo me aparezco como un objeto;³⁴ …necesito del prójimo para captar por completo todas las estructuras de mi ser: el para-sí remite al para-otro.³⁵ De tal manera, el prójimo se presenta, en cierto sentido, como la negación radical de mi experiencia, ya que es aquel para quien soy, no sujeto, sino objeto".³⁶

    Siguiendo el planteamiento sartreano, podríamos decir que el prójimo no es una instancia ajena completamente a mí mismo, ya que no encontramos en el mundo sino aquello que hemos puesto anticipadamente en él lo cual, evidentemente, incluye tanto al mundo de las cosas, como al prójimo. Nos negamos a ver los defectos que otros nos señalan, allí donde nosotros sólo podemos o queremos mirar virtudes, bondad, belleza, etcétera, e inclusive nos resistimos a reconocer y valorar la maldad, la fealdad o la carencia, allí donde sólo ponemos sueños fantasías o deseos. Pero, ¿en verdad somos nosotros quienes nos engañamos a nosotros mismos?, entonces, ¿qué del sufrimiento, la desesperación, el enojo o el vértigo del desengaño al que nos resistimos; a pesar de las evidencias que los demás, los otros, el prójimo, nos señala fervientemente?

    Dice Sartre: el prójimo cuya relación conmigo no podemos captar y que jamás es dado, nosotros lo construimos poco a poco como un objeto concreto: no es el instrumento que sirva para prever un acontecimiento de mi experiencia, sino que los acontecimientos de mi experiencia sirven para constituir al prójimo en tanto que prójimo, es decir, en tanto que sistema de representaciones fuera de alcance, como un objeto concreto y cognoscible… el prójimo no es solamente aquel que veo, sino aquel que me ve.³⁷

    Lacan discrepa del planteamiento de Sartre pues, nos indica, el mundo es omnivoyeur, pero no es exhibicionista –no provoca nuestra mirada–. Cuando empieza a provocarla, entonces también empieza la sensación de extrañeza.³⁸ La realidad, desde esta perspectiva no salta a la vista, ya que no tiene una actividad ajena e independiente a su captación (sensorial, perceptual, cognitiva, etcétera, es decir, simbólica e imaginariamente) por parte del sujeto. Para Lacan, me parece, la perspectiva sartreana de la mirada sigue ubicada en el marco de las relaciones interpersonales, donde el prójimo aún es concebido como el otro, en tanto persona real con quien establezco relaciones e interacciones efectivas o empíricas. Para Sartre hay algo de irreconciliable entre el ver y el mirar, ya que dice: en tanto estoy ante la mirada… ya no veo el ojo que se mira y, si veo el ojo, entonces desaparece la mirada. Para Lacan este no sería un análisis fenomenológico exacto pues, señala, no es cierto que cuando estoy ante la mirada, cuando pido una mirada, cuando la obtengo, no la veo como una mirada.³⁹ La mirada se ve, como en el caso de la vergüenza, como una mirada que me sorprende, ya que es, no una mirada vista, sino una mirada imaginada en el campo del Otro.⁴⁰ La mirada, en este caso, es efectivamente presencia del Otro en tanto tal.

    Al hacer referencia al concepto de otro, podemos suponer que tanto Sartre como Lacan lo utilizan en un sentido diferente. Para Lacan, me parece, se trata del sujeto del deseo, del sujeto escindido, del sujeto sujetado en las redes de la palabra, del sujeto que no es sino aquello que un significante representa para otro significante, mientras que, para Sartre, se trata de un sujeto cartesiano, cuya reflexión acerca del prójimo gira en torno a una reflexión de sí mismo, cuya reflexión (cogito), da cuenta de su existencia por intermediación de un otro que no se le aparece sino como un objeto concreto que se establece como un sistema de representaciones fuera de alcance y, por ello, como una creación más del pensamiento que da cuenta de la existencia del sujeto. Algo que me lleva a plantear esta situación es una pregunta que se hace Lacan: ¿no queda claro que la mirada (en el caso de la vergüenza) sólo se interpone en la medida misma en que el que se siente sorprendido no es el sujeto anonadante, correlativo del mundo de la objetividad, sino el sujeto que se sostiene en la función del deseo?".⁴¹ Para Sartre, la mirada sigue bastante comprometida con el sentido de la vista ya que, dice, el prójimo no es solamente aquel que veo, sino aquel que me ve.⁴²

    En el caso de la vergüenza, Sartre sigue pensando en un verse desde el punto de vista del otro, o sea, con los ojos prestados –o tomados– al otro empírico –aunque no necesariamente visible en el momento en el que lo pensamos–. Pero, ¿quién o qué es ese otro del que ambos autores hablan?

    Esta pregunta da pie para volver al problema de la mirada desde la perspectiva psicoanalítica. De tal manera, la disyuntiva entre el ojo y la mirada es para nosotros la esquizia en la cual se manifiesta la pulsión a nivel del campo de lo escópico. La esquizia se refiere a una división, a un corte del sujeto, preexistente a cualquier mención al ojo o a la mirada. Tal división, entre otras, se patentiza a través de la dimensión de la dustujia –encuentro fallido del sujeto con lo real–, donde queda anonadado, perplejo, es decir, en estado de esquizia. Pero hay que aclarar que, si bien no se trata de un estado de descompensación absoluta y permanente, aun así son apreciables los efectos de este impacto repetido por el cual lo imaginario y lo simbólico son heridos en el encuentro con lo real.

    Para Lacan, la esquizia que nos interesa no es la distancia que se debe al hecho de que existan formas impuestas por el mundo hacia las cuales nos dirige la intencionalidad de la experiencia fenomenológica, por lo cual encontramos límite en la experiencia de lo visible. La mirada sólo se presenta bajo la forma de una extraña contingencia, simbólica de aquello que encontramos en el horizonte y como tope de nuestra experiencia, a saber, la falta constitutiva de la angustia de castración.⁴³

    La mirada preexistente del sujeto

    Soy ciego, no puedo ver

    pero bien puedo ser visto.

    Puedo ver, pero no seré

    quien se asome a tu mirada.

    Tus ojos, tus preciosos ojos

    no me miran y no existo.

    Un aspecto importante a destacar de lo anterior es que la mirada preexiste a la inserción del sujeto en el mundo simbólico pues, antes de ver, ya es mirado. Incluso, antes de nacer, ya es objeto de deseo. Desde esta perspectiva, se establece una discrepancia fundamental con aquellas concepciones psicologistas, fundamentadas en nociones tales como personalidad, temperamento, carácter, historia conductual, etcétera, que presentan una perspectiva del sujeto dependiente y correspondiente a una serie de características o determinantes materiales, actuales, causales y positivos ubicados en el medio ambiente o entorno inmediato y puestos en relación a una serie de antecedentes definidos de acuerdo con su funcionalidad correlacional al rasgo definido o por definir. Pero en el caso de la mirada, desde la perspectiva que es objeto de este análisis, como ya señalé anteriormente, no se refiere a la experiencia empírica de ver. De tal manera, la señalización del espacio está, efectivamente, al alcance de los verdaderos ciegos y débiles visuales, ya que las indicaciones para moverse en dicho espacio, como si efectivamente pudiesen ver, son perfectamente posibles. Si los ciegos pueden organizar un espacio para moverse y ubicarse, como lo hace un vidente, entonces, ¿cuál es la diferencia principal a destacar entre ellos y cuál es la relevancia de la misma para el análisis que aquí intento realizar? Desde la perspectiva lacaniana, esta divergencia no pasará por la perspectiva geometral, tanto por parte de los ciegos, como por parte de los que ven. La investigación se debe iniciar, entonces, por otro punto, al que Lacan vuelve en varias oportunidades en su Seminario Núm. 11: La anamorfosis. La recurrencia de Lacan a esta cuestión óptica marca un punto fundamental de interés para el psicoanálisis: el estatuto del sujeto y sus condiciones.

    La reflexión es aquello que permitiría al sujeto verse viendo. Esta perspectiva, que es propia de la psicología conciencialista, se encuentra apegada al ver como una cierta forma de visión de uno mismo y se adopta como base fundamental del método introspectivo. En el caso del psicoanálisis, no se trata de hacer introspección, pues ella constituye, en realidad, un serio obstáculo. Verse viendo –en el sentido sartreano–, en cuanto a una forma de visión de sí mismo, es determinante de que todo sujeto esté condenado a la presunción de idealización en la que, como efecto de estructura, es víctima de la tentación del obispo Berkeley, quien alguna vez afirmó, desde su postura del idealismo subjetivo, que si no veía algo, eso no existía en verdad. Así, el conductismo watsoniano no se aleja mucho de esta idea, fundada en la percepción visual como una de las formas principales de dar cuenta de la realidad objetiva.

    La perspectiva freudiana se orienta en el sentido de dejar de lado o, al menos, de negar como criterio fundamental, la dimensión creada en el verse viendo, para ordenar, así, su problemática y desarrollo conceptual específicos. Por esta razón, Lacan señalará insistentemente al psicoanálisis como práctica de lo real. Freud, en su obra El yo y el ello afirma: para que un fenómeno se haga consciente, debe ser aprehendido en tanto proveniente desde afuera. Debe pasar por el terreno de la percepción.⁴⁴ Pero es necesario hacer algunas consideraciones previas para no confundir este planteamiento con el sensualismo objetivista –léase, behaviorista– que cuestioné previamente. A lo que se refiere esta percepción no es a la visión de las cosas del mundo, como un mero fenómeno óptico, ni tampoco se supedita, exclusivamente, a la función visual; dicho fenómeno involucra y expresa otros fenómenos de mayor complejidad, que son de interés primordial para la reflexión de Freud. Involucra, aun cuando Freud no fue muy explícito al respecto, fenómenos y procesos de lenguaje en los que se juega el sujeto. En la experiencia psicoanalítica sucede, por ejemplo, que cuando uno habla se escucha simultáneamente, y lo dicho tiene el valor de una percepción que llega desde el exterior. Esto lo llegamos a encontrar y apreciar claramente en analizantes que llegan a declarar: esto ya lo había pensado desde hace tiempo, pero ahora que se lo digo, cambió todo. En este caso, por el hecho de haberlo dicho y, por tanto, escuchado, sin recurrir al engañoso mundo interno del verse viendo introspectivo, que implica uno de los refugios narcisistas privilegiados por el analizante, el contenido de lo dicho cambia significativamente alterando, por ello, la posición del sujeto con respecto a dicho contenido. Además, si ponemos un poco de atención, podemos darnos cuenta y reconocer sin mucha dificultad, que no es imprescindible que el analizante sea vidente. Pero hay algunos detalles que cabe precisar.

    En el orden interiorizante, surge la postulación de un espacio homogéneo, evidente y obvio por efecto de la intuición espontánea hasta para un ciego, en la medida en que, al no privilegiar (marcar, señalar, apuntar, escandir, etcétera) un punto determinado, supone una correspondencia biunívoca entre los puntos de lo interno y los de lo externo. Un grave error y desviación que se llega a cometer en la práctica analítica o pseudoanalítica es, por ejemplo y a este respecto, en el análisis de sueños, donde se llegaría a considerar que a cada determinado elemento discreto, detalle, escena o particularidad del contenido manifiesto del sueño le correspondería –biunívoca y simétricamente– un determinado aspecto del contenido latente y que, por ello, el análisis de sueños sería una especie de traducción, desciframiento, correlación formal o genérica (arquetípica), etcétera, realizada punto por punto entre dos campos supuestamente simétricos y homogéneos.

    En su Seminario Núm. 11, Lacan acudirá a la experiencia de la anamorfosis para procurar socavar la ilusión de un espacio homogéneo.⁴⁵ Allí, Lacan se refiere a cierto artificio pictórico muy valorizado siglos atrás, como es el caso de la anamorfosis, que implica una inversión de la perspectiva habitual, aplicada a diversas artes visuales. Este término se refiere, en principio, a un tipo de pintura, dibujo o diseño gráfico que sólo ofrece a la vista una imagen regular desde cierto punto de vista, diferente del habitual, mientras que, desde otra perspectiva, puede aparecer como una imagen completamente diferente o indefinida. Dicho artificio proporciona algunos elementos para elaborar una idea sobre el sujeto, muy distinta de aquella otra, propia del sujeto de la representación (repräsentanz). A través de ella se restituye, entonces, lo faltante en el campo de lo escópico, para decirlo más exactamente, en la pintura anamorfótica, se pone en juego al sujeto nadificado conforme con la falta central de deseo denominada castración.⁴⁶

    En la anamorfosis se presenta la experiencia de un espacio otro, distinto al de la señalización cotidiana desde donde uno, simplemente, obtiene su orientación espacial. Aparece, en consecuencia, otra instancia particular de la ubicación del sujeto, diferente de la marcada por la óptica geometral. En tal sentido, la anamorfosis queda situada en disyunción con la idea del espacio homogéneo, puntualizado, correlativo y simétrico al que hice referencia anteriormente. La anamorfosis hace presente, brinda imagénicamente la posibilidad de que la castración pueda ponerse en acto en el terreno de la visura. Dicho encuentro y evasión son concebidos mediante una argumentación asombrosa de Lacan: la de la óptica de los ciegos. Tomando como base el texto de Diderot, Carta sobre los ciegos para uso de los que ven, Lacan plantea la cuestión de que si los ciegos pueden orientarse en el espacio es porque lo diagraman entre puntos determinados y correspondientes.

    En este planteamiento, el ciego es en sí una metáfora y, por ello, se refiere indistinta o, más bien, sustitutivamente, al vidente o al invidente. En realidad, se trata de cualquier sujeto que se oriente en el espacio a través de una reproducción puntual, en términos de lo que también se puede denominar, en forma más precisa, correspondencia biunívoca. En esta relación, el punto designado y el representado se interremiten. Lacan dice que se podrían establecer hilos que fueran uniendo uno a uno todos los puntos del universo de los ciegos, de tal manera que se organizase una completa señalización del mismo. Esta consideración, que ya se encontraba en Diderot, Lacan la presenta como propia de la óptica geometral. A esta óptica opondrá su propuesta de la óptica anamorfótica pues, como ya había referido, este tipo de pinturas, al ser vistas desde determinada posición, permiten armar otro cuadro del mundo, distinto del tan homogéneo, cotidiano, puntual, cuajado (realista) que se pretende atribuir al sujeto de la representación. Lacan remarca, de tal manera, la conmoción y el perfilamiento del estatuto del sujeto implicado en el aporte que delimita la anamorfosis.

    El fenómeno de la pintura anamorfótica desde hace siglos está ligado a cierta experiencia colectiva que clamaba por ir, en sentido metafórico, más allá del cielo. El cielo, en este sentido, se refería como aquello que permite señalizar el espacio. En la experiencia psíquica o psicológica, en forma de óptica geometral, nada parece escapar de su campo de réplicas puntuales. Sin embargo, circunstancias como la anamorfosis permiten pensar en un espacio otro y, por tanto, en un sujeto otro, diferentes ambos de las concepciones psicológicas habituales.

    Pero la experiencia anamorfótica puede ser confundida o mal utilizada, tratando de justificar con ella algunas perspectivas relativistas o, incluso, idealistas o subjetivistas. En la ambigüedad de la pintura anamorfótica se podría encontrar un análogo de las figuras ambiguas de los psicólogos gestaltistas, las manchas de tinta de Rorscharch u otros recursos pictográficos que han sido utilizados en los tests proyectivos. Pero Lacan se preocupó por aclarar que, en la característica anamorfótica, si bien se señalaban los límites de la infatuación que aprovechan, por ejemplo, los tests proyectivos, en cambio otra cosa es el lugar viable que la anamorfosis prescribe, ubicando al psicoanálisis al margen de alternativas fantasiosas derivadas de la posición del individuo en la experiencia del verse viendo.

    Los planteamientos hechos hasta aquí remiten a una gran diversidad de temáticas clásicas del campo filosófico, como es el caso del problema del ser y la apariencia, de importancia para el psicoanálisis en proposiciones tales como la relación entre el contenido latente y el contenido manifiesto de los sueños; la articulación entre consciente, preconsciente e inconsciente; relación entre el habla y la imagen; etcétera. Este planteamiento de la anamorfosis indica, por lo pronto, que el sujeto no es lo que aparenta ser y lo que ve, tampoco es aquello que es. En este sentido, hacemos referencia a un tipo de ceguera que los videntes compartimos con los ciegos, una vez asentado que ver no es lo mismo que mirar.

    Dice Lacan, –siguiendo a Merleau-Ponty–, "somos seres mirados, en el espectáculo del mundo. Lo que nos hace conciencia nos instituye al mismo tiempo como specula mundi. ¿No encuentra uno satisfacción en estar bajo esa mirada… que nos cerca, y nos convierte primero en seres mirados, pero sin que nos lo muestren? El espectáculo del mundo, en este sentido, nos aparece como omnivoyeur".⁴⁷

    Siguiendo este planteamiento, podríamos agregar que, si bien tenemos un punto de vista, lo cual significa que miramos desde un punto, somos mirados desde muchos lados. De tal manera –le diríamos al otro–, nunca te miro desde donde te veo y –a la inversa–, lo que miro nunca es lo que quiero ver.

    Lacan destaca así la existencia de una relación de asincronía, de desajuste, de no reciprocidad, por lo que se produce un efecto permanente de insatisfacción, de no completud, donde nunca se obtiene lo pretendido, donde prevalece la lógica del deseo que estructura y desestructura permanentemente al sujeto (dividido, escindido, castrado). De esta circunstancia, lo escópico no configura sólo un ejemplo, sino el basamento mismo en el que se pone en juego al sujeto nadificado, conforme con la falta central de deseo denominada castración, ya que no es posible encontrar la mirada objetiva o materialmente, sino que es aquello que se encuentra más allá de los límites de nuestra experiencia concreta y que sólo podemos suponer e interpretar desde el redundante campo simbólico de nuestra experiencia.

    Llevado esto al contexto de la práctica y experiencia psicoanalítica: si uno sostiene que nuestra tarea es adaptar al paciente a la realidad normada por la cultura, corrigiendo las deformaciones o desviaciones de su comportamiento o formas de pensar, con respecto a dichas normas, y si orientamos en ese sentido la dirección de la cura –como sucede, por ejemplo, en el caso de la Psicología del Yo–, entonces todo el planteamiento hecho hasta aquí con respecto a la anamorfosis y el espacio otro del sujeto no tendría ningún sentido. Por el contrario, si procuramos rescatar el carácter topológico del discurso psicoanalítico –no del subjetivismo o del relativismo– y buscamos no tanto el espacio del cielo, sino el campo del sujeto del deseo, estaremos en mejores condiciones para captar hacia dónde apunta esta particular referencia lacaniana de la anamorfosis.

    ¹ Área de Desarrollo y Educación. Carrera de Psicología, FES Iztacala, UNAM.

    ² Citado en: M. Sami-Ali, El espacio imaginario, Buenos Aires, Amorrortu. 1974, p. 75.

    ³ Idem.

    Idem.

    ⁵ Foucault, M. El sujeto y el poder, en H. L. Dreyfus y P. Rabinow, Michel Foucault: más allá del estructuralismo y la hermenéutica, México, UNAM, 1988.

    Ibid.

    ⁷ Rozitchner, L.

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