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No llegaré a la hora de la cena
No llegaré a la hora de la cena
No llegaré a la hora de la cena
Libro electrónico351 páginas5 horas

No llegaré a la hora de la cena

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Información de este libro electrónico

No llegaré a la hora de la cena es la historia de Camila y Juliana, dos hermanas que, por sus decisiones y carencias, se encuentran viviendo en ciudades diferentes y que desde el dolor de la separación nos narran sus vivencias en el marco del paro nacional que se vivió en Colombia durante el año 2021.
El universo de las hermanas está conformado por sus grandes referentes: Ángela, su madre, y Socorro, su abuela, así como también por dos fantasmas: Víctor y Marcos, dos presencias que, aunque lejanas, configuran los conflictos internos y externos que atraviesan estas cuatro mujeres.
Las protagonistas pondrán a prueba el vínculo simbiótico que las ha unido durante toda su vida, mientras intentan sobrevivir a la brutalidad policial que se vive en las calles.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento12 mar 2024
ISBN9788410682245
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    No llegaré a la hora de la cena - Michell Garcés Escobar

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    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Michell Garcés Escobar

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz Céspedes

    Diseño de cubierta: Rubén García

    Supervisión de corrección: Celia Jiménez

    ISBN: 978-84-1068-224-5

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    .

    A Leidy

    Y su fuego,

    que es mi vida

    «Llevo tu corazón conmigo

    Lo llevo en mi corazón».

    E.E. Cummings

    CAPÍTULO 1

    En la puerta se escucharon dos golpes fuertes. Unos segundos después fueron cuatro. Antes de permitir que los golpes se multipliquen, corrió para atender el llamado extrañamente urgente.

    La señora Socorro abrió la puerta, moviéndose entre el disgusto y el temor; la fuerza interior, que siempre encontraba el camino hacia su rostro, no dejaba entrever lo segundo. Detrás de ella, Juliana y Camila, sus nietas, quienes esperaban, impacientes, para descubrir quién (o quiénes) golpeaban tan enérgicamente un miércoles a las 4 de la tarde, en un lugar sumido en el letargo de los que esperan.

    —Somos la policía nacional, venimos a confiscar los bienes del hogar. ¿Nos permite el paso, señora? Esto lo podemos hacer rápido y sin mayor daño, si usted no pone resistencia.

    Doña Socorro, una mujer curtida por la pobreza del campo y el trabajo de la ciudad, no entendía por qué, de buenas a primeras, en el sopor acostumbrado de los miércoles, dos hombres de verde le explicaban que debía dejarlos pasar a su casa y permitirles llevarse sus cosas. Sus cosas, las mismas que había trabajado en el pueblo y había llevado hasta la ciudad en un trasteo humilde; las que había conseguido trabajando como vendedora de tejidos; las que su hija había logrado comprar gracias a su trabajo limpiando casas. Sus cosas, que eran ella y su historia y su trabajo y su tiempo.

    —¿Señora? ¿Señora? Mire, nosotros no queremos lastimarla, usted sabe la deuda que tiene su hijo y con algo hay que pagarla ¿no es cierto? Si nos deja entrar, nosotros sacamos las cosas sin tanto ruido y rápido y así ni usted, ni las niñas que están detrás de usted, van a salir lastimadas. Nosotros queremos que esto sea fácil para todos, así que le pregunto de nuevo, ¿nos permite el paso, señora?

    No hizo falta que palabra alguna saliera de su boca. Su semblante férreo, herencia familiar, se instaló entre la pregunta hecha por el policía y las paredes detrás de ella. No estaba dispuesta a dejarlos pasar sin pelear, porque ese era el único lenguaje que entendía, el único que había aprendido los 60 años de su vida: el de la resistencia.

    Lo que Juliana y Camila miraron fue una película de terror completa, que parecía no tener fin y que presenciaban inmóviles, llorando, completamente desprovistas de armas para hacerle frente a algo que, a pesar de tenerlas, no hubieran podido afrontar.

    Miraron a la abuela luchando por impedirles el paso; la vieron rogando, convencida de que el discurso podía hacerles saber que era un error llevarse los años de trabajo que ella y su hija habían tenido que pasar para hacerse de todo. La miraron pegada al televisor, que le recordaba a su esposo; a la nevera, la que había traído, con mucho esfuerzo, desde su pueblo y que era como una reliquia; a la estufa, adquirida hace tan solo dos meses; al comedor, que había sido lo primero que compró su madre con su primer sueldo completo; a las lámparas, que eran la única herencia de su madre. Vieron a su abuela aferrada a las paredes, queriendo interponerse entre esa procesión de cosas, que eran ella, y el camión que esperaba afuera, presto a llevárselo todo.

    Parecían diez las manos que se ponían entre una pared y la otra, en el pequeño zaguán de la entrada, parecían mil los pies que trepaban y parecían millones las manos que la quitaban —verdes—, que la sostenían —verdes—, que la separaban —verdes—, de lo que era.

    —Le dijimos, señora, que, si nos dejaba entrar, si no se resistía, usted no saldría lastimada, pero no podíamos irnos de aquí con las manos vacías. Ustedes están pagando una deuda y nosotros solo estamos siguiendo órdenes. Entre más bien a la casa y consuele a sus nietas, que, si pudieron conseguir estas cosas trabajando, seguramente las podrán volver a comprar… en unos años.

    Doña Socorro, abrazada a sus dos nietas, los vio partir en el camión, riendo, con la tranquilidad del deber cumplido.

    Juliana y Camila, asustadas, se quedaron con una abuela que no conocían: la vieron llorando desconsolada, pegada a la puerta, murmurando cosas que no entendían; se sentaron a su lado y, abrazadas, lloraron con ella.

    CAPÍTULO 2

    Se despertó agitada, sudando, sin saber por qué había soñado, tan de repente, con esa parte recién descubierta de su infancia, con algo que no recordaba pero que, después de soñar, podía contar con absoluta claridad. Llamó a su abuela.

    —Sí, mija, todo ha estado bien por acá, extrañándola mucho. ¿Cómo le ha ido en la universidad? ¿Sí ha comido bien? ¿Le hacen falta papitas? Ahora hablo con su mamá para que le mandemos algunas cositas.

    Le respondió que todo estaba bien. La enternecían las preguntas que escuchaba de su parte en cada llamada, porque revelaban que toda forma de amor provenía de su preocupación por la comida; la conexión profunda con estos gestos mínimos, había aprendido, era su más grande herencia. Se sintió tentada a preguntarle por las circunstancias que rodearon al evento que recordó a través del sueño, pero decidió no hacerlo, movida por la preocupación de traerle incomodidades pasadas. El tema del tío estaba vetado, no porque la verdad no fuese conocida, sino porque esa era una herida abierta para su abuela, una que siempre estaba en la superficie, presta a alimentarse de la nostalgia o el recuerdo. Se despidió de ella, procurando tranquilizarla, darle un poco de esa seguridad necesaria para salvar las distancias que las separaban desde que ella había decidido ir a estudiar a Medellín, y que para su abuela resultaban todavía incomprensibles.

    Se levantó, se bañó, se vistió. No alcanzó a desayunar y sintió la punzada de la traición; sabía que, hace pocos minutos, le había prometido a la abuela que comería bien. Lo solucionaría en la universidad, debía llegar pronto a su clase, tenía examen y había trasnochado estudiando. Sentía que no podía fallar, y no por su acostumbrado y exacerbado sentido de la responsabilidad, sino porque no quería fallar en algo que le gustaba. La materia era sobre la historia política de Colombia y la tomó porque sentía que debía hacerlo, pero pronto notó que era una de esas pocas cosas en la vida que se escapaban del terreno del deber y florecían en el terreno del deleite: por supuesto, no había forma de deleitarse con el panorama político de su país, pero sentía una satisfacción inexplicable cuando lograba entenderlo.

    Salió del salón pensando en una pregunta en especial, a la que, sentía, se le había podido dar más de una respuesta. Como de costumbre, sus amigos salieron a discutir los posibles errores, las preguntas que les parecieron confusas, difíciles o a las que no pudieron responder con seguridad. Ella, por primera vez en toda la materia, no deseaba escuchar la discusión, se sentía agotada, del tema, del examen… ¿sentía hambre? Pensó en la abuela.

    —Andre, ¿me acompañas a comprar algo? No desayuné y siento pegadas las tripas. Vení, antes de que tengamos que pasar a la otra clase. Con ese tono de voz de la profe, si no como, me duermo.

    —¡Uy, sí! Aprovecho y me compro un cafecito pa’ resistir esas cuatro horas que nos toca ver con ella. Oíste, Juli, andas como distraída, ¿pasó algo? ¿te fue mal en el examen?

    —No, Andre, imagínate que me desperté asustada. Tuve un sueño maluco y lo peor de todo es que me levanté super incómoda. No sé si ando distraída o nostálgica, lo cierto es que, de la preocupación, me levanté a llamar a mi abuela para tranquilizarme y pues obvio ella se preocupó, me preguntó sobre la comida, como siempre, y por salir temprano de la casa, no alcancé a desayunar.

    —A ver, espérame. ¿Cómo así que soñaste un recuerdo? ¿Cómo es eso?

    —Sí, el sueño fue incómodo, miraba a mi abuela llorando y peleando; cuando me desperté fue que me di cuenta de que ese era un recuerdo de cuando tenía por ahí siete u ocho años, ¡un recuerdo que ni siquiera sabía que tenía! Para no distraerme del examen, decidí no pensar mucho en eso, pero ahorita que la mente está libre, me siento triste e impotente, tal como me desperté.

    —¿Y es que así de grave fue el sueño? Contáme, ¿qué soñaste?

    —Soñaba que la policía entraba a la casa a quitarnos las cosas, que se sacaba una nevera viejita, un televisor, unas lámparas, varias cosas y que mi abuela lloraba y gritaba. Yo la veía mover los brazos, desesperada, peleando, intentando que no saquen las cosas. Ya lo último que recuerdo es que mi abuela nos abrazaba llorando a mi hermana y a mí, mientras esos tipos se llevaban lo que sacaron en un camión. ¿Cómo carajos no levantarme asustada?

    —No, qué miedo y usted lejos de su casa, con esos sueños, cualquiera se preocupa. Pero ¿cómo supiste que era un recuerdo?

    —Vos sabes que mis sueños son bien vívidos y todos coloridos, aunque siempre están llenos de cosas inexplicables, sin sentido, como los sueños de todo el mundo. Acá la cosa era muy real, todo tenía sentido. Cuando me desperté, me levanté con esa misma sensación y en los minutos que pasaron entre el susto y la llamada a mi abuela, supe que era real. Recordé otras cosas que no sabía que estaban ahí y por eso quise llamarla.

    —¿Y le preguntaste qué onda? ¿Qué había pasado ese día? Como para saber si era real o solo fue un sueño que se sintió como real.

    —No fui capaz. Mi abuela bien lejos, toda preocupada por si estoy comiendo bien, si todo va bien. No fui capaz de preguntarle, de traerle malos recuerdos, sobre todo porque todo ese problema fue por mi tío y ya sabes, ese es un tema prohibido en la casa.

    —No pues claro, ahí si grave. ¿Y si le preguntas a tu mami? Quizás ella te pueda decir si eso que soñaste fue real.

    —Sí, hoy tenía turno en el día, más tarde la llamo y le pregunto, porque esta sensación…

    A lo lejos se escuchó un grito que atravesó toda la plaza central de la universidad.

    —¡Oigan, chicas! Se hace tarde para la clase, pilas y les cierran la puerta, vengan rápido.

    —Ay, Daniel sí jode. Faltan 10 minutos pa’ entrar. Oiga, Juli, ¿no le parece raro que usted, precisamente ahora que anda metida en eso de organizar las marchas, las jornadas y todo eso, le dé por soñar con policías? Pues, digo, porque ese sueño sí estuvo muy feo y mirá que todavía te tiene intranquila.

    —Pues la verdad no sé, podría ser, ando muy estresada últimamente con ese tema, con los exámenes y con el trabajo. Vamos a clase, no le voy a dar la oportunidad a Daniel de que nos vuelva a gritar aquí en frente de toda esta gente.

    CAPÍTULO 3

    El teléfono sonaba lejano, parecía parte del sueño, pero sonó más de una vez, así que se obligó a despertarse. Miró la pantalla, era Lucas, cinco llamadas perdidas. Cerró los ojos nuevamente, esperando que volviera a llamar, siempre lo hacía. El teléfono volvió a sonar.

    —Amor, son las once, quedaste de mirarte con los muchachos a la una. Llamé a despertarte porque, con la trasnochada de ayer, fijo te quedabas dormida.

    —Ummm —gruñó, malhumorada—, ya me arreglo. —cerró los ojos un segundo— ¿Bajas por mí?

    —No, amor, tengo que dejar listo un trabajo, pero yo les caigo apenas termine. Me llamas cuando llegues a la U. Cuídate mucho, chao.

    Dejó el celular en el primer lugar que pudo y cerró los ojos de nuevo. «Cinco minutos más», se dijo. Media hora después, se despertó asustada y salió corriendo a arreglarse, sabía que, como de costumbre, llegaría tarde. No se trataba de pereza, mucho menos de falta de entusiasmo, la diferencia entre Camila y otros seres radicaba en que, para ella, el aseo personal era un rito, una forma de conectar con ella misma, un espacio absolutamente propio, inviolable, que requería de toda concentración posible; por eso tardaba, porque el ritual requería de una parsimonia solemne, que no solo le devolvía la energía que requería para el día, sino que le recordaba quién era ella, cuál era su lugar en el mundo y le permitía preparar el vehículo para andar en él. Pero el tiempo no era su aliado, así que tuvo que hacerlo todo de prisa.

    Salió de casa a la una de la tarde. No alcanzó a comer. Detrás de ella salió la abuela corriendo, casi gritando que por favor no se vaya sin almorzar.

    —No se preocupe, mamita, acá con los muchachos compartimos algo y almorzamos juntos. Ya vengo en la noche. Cuídese.

    Corriendo, tomó la primera moto disponible. Aunque era un transporte público ilegal e inseguro, era lo que había y lo que podía pagar; si se iba caminando, tardaría media hora más. Se puso el casco y el motociclista avanzó, tan rápido como pudo, por las pequeñas y congestionadas calles de la ciudad de Pasto. Sentía el sueño encima, habían estado organizando pancartas y telas para la marcha de mañana, querían dejarlo todo listo para reunirse a decidir esa tarde cuál sería la ruta y tener todo claro a tiempo. Sabían que éste no era un esfuerzo de un solo día y que, con la marcha de mañana, medirían el apoyo de la gente y el aguante para todo lo que vendría.

    Estaba entusiasmada, aunque intranquila. Esperaba que Lucas llegara pronto, no quería estar sola. Encontró a Pablo y a María en la entrada, esperándola.

    —No, mija, si fuera por usted, esto acá empieza a las 5 de la tarde —señaló Pablo.

    —¡Perdón! Me quedé dormida.

    —¡No pues! ¡Qué novedad! —dijo María.

    —¡Ya, ya, ya! Un poquito tarde, pero llegué, que es lo importante. Entremos, que me imagino que ya va a comenzar.

    El auditorio de la universidad estaba repleto de gente conocida: representantes de organizaciones juveniles, estudiantiles y feministas. Habían estado involucrados en la organización de la marcha durante las últimas semanas y, sin embargo, sentía cierta incomodidad, que no podía explicar. Llamó a Lucas.

    —Hola, amor. Ya llegué, estoy acá con los muchachos. La asamblea todavía no empieza, ¿ya terminaste el trabajo? —preguntó ansiosa, deseando que le dijera que estaba a punto de salir de casa.

    —Me falta poquito. Dentro de unos 20 minutos termino y salgo para allá. De ahí lo que demore en bajar, amor. Me escribes para contarme cómo van las cosas. Nos vemos dentro de un rato.

    La reunión inició a las 2 de la tarde y se abordaron todos los temas pendientes: organización de los colectivos, música, inclusión de sindicatos, ruta de la marcha y primera línea. Los dos últimos temas fueron los más complejos. Recordó la marcha del 21 de noviembre de 2019 y las que le siguieron. Todas terminaron en confrontación directa con la policía, desde entonces la primera línea había sido fundamental para proteger a los que estaban detrás. Era vital que estuvieran preparados para ello. Primera ruta: desacuerdos, desechada. Segunda ruta, no llegaban sindicatos, desechada. La tercera ruta acogía a todos los colectivos, pasaba por las vías principales y los dos parques importantes de la ciudad. Esa era la elegida. Finalmente, los grupos feministas hablaron sobre la importancia de que se proteja a las mujeres en las marchas, que en el 2019 se habían registrado casos de abuso de autoridad y por eso hacían el llamado para que cada amigo, pareja, compañero, permaneciera al tanto de las chicas que lo acompañaban. Se llegaron a acuerdos, se verificó que las tareas pendientes se realizaran y se dio por terminada la reunión.

    La concentración para la marcha estaba programada a las nueve de la mañana. El grupo de Camila saldría desde la facultad de idiomas, a una cuadra de su casa. La reunión terminó casi a las siete. Todos se prepararían para la jornada de mañana.

    Pablo y María encontraron a Juan, junto a otros amigos en común. Se reunieron y decidieron ir a tomar algo en el bar de siempre. Camila no sabía si acompañarlos. Lucas no había llegado, no contestaba sus mensajes y tenía el teléfono apagado. Estaba preocupada.

    CAPÍTULO 4

    —Sí, acepto.

    Recordaba esas palabras, pronunciadas hace siglos, que la unieron a ese hombre que tuvo que abandonar y en el que no había dejado de pensar desde hace más de cuatro décadas.

    Escuchó la voz de ese hombre en su cabeza: «Sí, acepto».

    Lo recordaba con el traje café, prestado. Corriendo, para alcanzar el carro que los llevaría a la iglesia de la ciudad. No se quería casar en el pueblo, para no dar explicaciones, aludiendo a todo el romance del que era capaz en la situación, declarando que la clandestinidad le añadiría sabor al recuerdo. Más tarde se enteraría de que los padres de Víctor no estaban de acuerdo con el matrimonio y que por eso él había preferido hacerlo todo en silencio.

    Habría querido devolver el tiempo para decirle que no, que no estaba lista, que no sabía lo que vendría. Habría querido que el espíritu de su hermano le susurrara al oído que todavía no era el momento, ni el lugar, ni la persona, que ese no era su destino, pero ningún ancestro llegó a rescatarla.

    Un año más tarde llegó Ángela, su primera hija, y, con ella, la inocente esperanza de que algo cambiaría después de que la criatura se instalara en ese humilde hogar, construido para dos. Las visitas diarias de los amigos, el aliento a alcohol, la falta de dinero: todo siguió igual. Dos años más tarde llegó Marcos, la esperanza, para entonces, era ya recuerdo y, sin embargo, algo en el padre se transformó. Prometió dejarlo todo en nombre de ese hijo que le había sido enviado por Dios. En tres meses caducaron las promesas, pero el hijo nunca dejó de ver al padre con sincera admiración.

    Veinte años soportó. Veinte años de trabajar el doble, para cuatro. Veinte años de arrepentimientos y desilusiones. Veinte años de sopor. Tarde se dio cuenta de que no había cambio posible, que de ese hombre que le prometió amor eterno en el altar no quedaba más que la carcasa. Decidida a cambiar ese destino miserable, trabajó el doble durante esos últimos diez años y pagó, con hambre y escasez, la casa que sería su salvación.

    Habló de sus planes con Ángela, porque ella, al igual que su madre, había vivido, con resignación, una vida con un padre del que nunca recibió amor, del que sólo conocía el castigo y el olor a alcohol. Ella le ayudó a prepararlo todo. Juntas, empacaron la ropa de los tres, algunos libros que conservaban de su paso por el colegio, las tres camas con sus colchones, las lámparas que le había heredado su madre al morir; la nevera, posesión preciada, fruto de su trabajo; y el televisor, el único objeto que su esposo aportó durante veinte años de matrimonio y que quería llevarse, no como venganza, como muchos pensaron en el pueblo que dejó atrás, sino como un recordatorio del marido que abandonó y del destino del que escapó.

    A las cuatro de la mañana de un 11 de noviembre, tomaron el camión que los llevaría lejos de esa vida, lejos del marido y del pueblo que los vio crecer, al mismo que juraron no volver. Marcos, en medio del letargo de la madrugada, subió a regañadientes al camión, solo para comprobar, a medio camino, que el viaje no tendría regreso y que, entre los tripulantes, no estaba su padre. Jamás le perdonó a la madre haber abandonado al hombre que más admiraba en la vida.

    A las ocho de la mañana, Víctor llega a su casa, alcoholizado, y no encuentra más que dos o tres sillas, el fogón apagado y el silencio. No entiende lo que pasa, pero, al encontrar la nota escrita, encima de la mesa de la cocina, la borrachera se le pasó. Era de puño y letra de Socorro y, al combinarla con el vacío y el silencio, supo que lo inimaginable había pasado.

    «Me casé con vos creyendo que el amor lo soportaría todo, porque no voy a mentirte, me casé enamorada. Veinte años aguanté tu aliento a borracho, los chismes en el pueblo, el odio de tu familia. Veinte años tardé en darme cuenta de que esa era la única vida que me podías ofrecer o la única que me querías dar. En veinte años lograste convertir el amor en cansancio. No te reclamo, como debería, por los veinte años en los que te di de comer, te di de vestir y te mantuve las borracheras y las salidas con tus amigos y no te reclamo, no porque no quiera, sino porque espero que sepas que me voy para no volver y que, a cambio de todo eso que te di, que fue más de lo que merecías, solo te pido una cosa: no vengas a buscarnos».

    Víctor nunca pensó que esa mujer que lo había aguantado por veinte años, sin rechistar, de un momento a otro lo dejaría a su suerte, llevándose esa vida que nunca fue suya y esos hijos de los que solo conocía el nombre y las caras, que se marcaban con el tiempo. Respetó el deseo de Socorro, nunca los buscó.

    Ella, agradeciendo la cobardía del marido, recordó la vida que había tenido desde entonces, lejos de él, una vida cuesta arriba, pero en libertad.

    Le había contado esta historia incontables veces a sus nietas, primero, con la vergüenza del que abandona el barco cuando se hunde, después, con el orgullo del que renuncia a lo que no merece. Les contaba esta historia, hasta el cansancio, esperando que ellas eligieran un mejor destino del que ella había podido escoger. Quería verlas crecer bajo sus propios términos, tal como les había enseñado, quería verlas llegar lejos y conquistar lo imposible, y, sin embargo, no entendía por qué no podía soportar la tristeza que le causaba escuchar la voz de su nieta a través del celular, mientras la imaginaba muy lejos de su hogar.

    CAPÍTULO 5

    Terminó el bloque de materias de todos los lunes y salió corriendo para su trabajo, no quería llegar tarde, aunque ese primer día de la semana era especialmente difícil no hacerlo.

    Siempre le había apasionado la fotografía. Le parecía apenas lógico buscar un trabajo que le ayudara a aprender y a adquirir cierta experiencia en el tema, por eso, y gracias a un amigo, logró conseguir un lugar en un estudio fotográfico. La desilusión no tardó en aparecer. Lejos de enseñarle con paciencia el oficio, los dueños del lugar la instruyeron acerca de cómo sujetar correctamente la cámara, enfocar al sujeto, tomarle la fotografía rápidamente y, por último, a sobreponer una edición preestablecida, en la que únicamente se retocaban algunas cosas y, encima de las ropas que llevaban los protagonistas, se ponían trajes de corbata, porque lo cierto es que la mayoría de clientes llegaban al lugar en busca de fotografías para las diez hojas de vida diarias que repartían, en medio del mar de desempleo que se vivía. Por supuesto, el estudio se encargaba de hacer otro tipo de trabajos: fotos de matrimonios, quince años, graduaciones, entre otros, pero estos trabajos estaban destinados únicamente a uno de los dueños, un fotógrafo más experimentado. Apenas Juliana se enteró, se pegó a él como si de eso dependiera su vida. En pocas ocasiones le permitía ayudarlo, ya sea llevando luces, el trípode u otros objetos de apoyo, pero ella, concentrada en su misión de aprender cuanto fuese posible, seguía los movimientos de este hombre de forma milimétrica, a pesar de las constantes quejas sobre sus preguntas y la cercanía excesiva, que a él le resultaba incómoda.

    Había trabajado, primero, en la biblioteca de la universidad. Los horarios eran cómodos, pero la paga era mínima, por lo que decidió buscar un trabajo en una de las fotocopiadoras cercanas, en la que usualmente se manejaba una cantidad increíble de información, por lo que siempre necesitaban personal. Cuando se aburrió del monótono trabajo de sacar copias y vender lapiceros, decidió buscar algo un poco más personal, por eso, el trabajo en el estudio fotográfico le parecía como enviado por el cielo.

    Con todo lo ahorrado en los trabajos que tuvo, logró comprarse una cámara pequeña que le permitiría poner en práctica lo poco que podía observar en el estudio. No podía darse el lujo de pagar un curso de fotografía, no solo porque no tenía dinero, sino porque, con el escaso tiempo libre con el que contaba, no habría podido asistir a las clases, así que aprovechaba toda oportunidad para aprender. Habría podido sacar alguna que otra cosa de videos en internet, pero lo cierto es

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