Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Las 3 fases: Un método real para perder pesomientras comer rico
Las 3 fases: Un método real para perder pesomientras comer rico
Las 3 fases: Un método real para perder pesomientras comer rico
Libro electrónico272 páginas2 horas

Las 3 fases: Un método real para perder pesomientras comer rico

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

En estas Tres fases, tanto la reconocida nutrióloga Marcela Escobar, como el conocido chef Jorge Rausch, nos llevan a través de su experiencia personal por encontrar el peso ideal (luego de una búsqueda ardua por parte de ambos para mejorar su salud), y en donde ellos han encontrado con éxito la eficacia del método que en este libro se ofrece al lector. A partir de 42 deliciosas y sencillas recetas, Jorge, desde su práctica gastronómica, y Marcela, con su conocimiento médico, nos permiten descubrir que sí es posible alcanzar el peso ideal comiendo rico.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento16 may 2022
ISBN9786287642393
Las 3 fases: Un método real para perder pesomientras comer rico

Relacionado con Las 3 fases

Libros electrónicos relacionados

Bienestar para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Las 3 fases

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Las 3 fases - Jorge Rausch

    CAPÍTULO 1

    Mi historia

    Con frecuencia me preguntan por qué me dediqué a la nutrición y es una respuesta en la que me gusta profundizar porque creo que es lo que me permite generar un vínculo especial con mis pacientes. Más allá de ser médica, soy una mujer, una que nació en una ciudad que ha sido catalogada como la cuna de las mujeres más lindas del mundo, y aunque este título puede sonar honroso, en realidad pone una carga agobiante en quienes nos denominamos paisas. Lo veo todos los días en la consulta: mujeres desesperadas por llenar estándares sociales, que quieren perder peso aun estando saludables. O, por el contrario, mujeres llevando a cuestas una enfermedad metabólica a causa de su deseo por romper esos estereotipos y protestar a través de su cuerpo, pero que al final terminan consultando porque no se sienten sanas, e incluso pueden haber desarrollado otras enfermedades relacionadas con el peso, como la hipertensión o la diabetes.

    Crecí en una familia tradicional: mi papá, un médico general; mi mamá, ama de casa; dos hermanos menores, el segundo producto de un proceso de adopción. Cuando veo las fotos familiares, comprendo la importancia que tiene la herencia para el desarrollo de la enfermedad. Si bien antes de la llegada de los hijos mis padres eran delgados, ambos empezaron a ganar peso hasta llegar a la obesidad. Recuerdo que mi papá se desesperaba cuando veía que yo, cuando era pequeña, no comía de una forma adecuada, y me decía frases como a los gorditos solo los quiere la mamá. Ahora entiendo que él ha tenido que librar sus propias batallas con el peso y no quería que yo, su hija del alma, pasara por lo mismo, menos siendo una mujer en la ciudad donde la belleza se relaciona directamente con la talla de la ropa que usas. Además, recuerdo que mi mamá vivía de dieta en dieta: la de los puntos, la de la piña y el atún, y quién sabe cuántas otras más que no recuerdo. Llegó a tomar pastillas, pasó por la sibutramina, un medicamento que salió del mercado colombiano hace varios años por sus efectos secundarios, y otras tantas chichas que mis tías, quienes también vivían a dieta, le recomendaban.

    La primera vez que tuve consciencia de mi peso tendría doce años, ya estaba entrando en la adolescencia, y como el ejemplo es lo que más arrastra, empecé con mi propio diario de dietas, comencé con el gimnasio simultáneamente y esto me llevó a lucir delgada durante muchos años. Nunca había sentido tanta presión por la delgadez como cuando llegué a la universidad. Siempre me había considerado una mujer de carácter fuerte, feminista, segura y con buena autoestima, pero poco a poco fui descubriendo que esto no era cierto. Cuando estaba en el tercer semestre de medicina decidí participar en el reinado de Señorita Antioquia. Ojalá, mi hija nunca me diga que quiere participar en ninguno de estos certámenes, pues tanta belleza es la olla donde se cocinan las más profundas inseguridades. Los periodistas nos comparaban y nos destruían ante cualquier defecto que bajo su lupa podríamos tener; los preparadores se referían al cuerpo femenino con sarcasmo, haciendo analogías con el cuerpo de algunos animales, y estos comentarios se hacían con tanta frecuencia y tal desparpajo que llegaban a normalizarse. Por cierto, no sé si pensaban que además de tener cuerpo de hipopótamo, caderas de vaca, abdomen de elefante, éramos sordas, porque esos comentarios los hacían de frente, entre risas y sin anestesia. Ahora me pregunto cuál puede ser el impacto de este tipo de comentarios en el cerebro de una mujer que está en el proceso de construcción de su personalidad.

    No era diferente cuando llegué a la universidad. Los compañeros hombres hablaban entre ellos de las mujeres como si tuviéramos que llenar ciertos criterios de belleza para poder ser dignas de su atención. Nos clasificaban, hacían comentarios de comparación que fomentaban esa sensación de rivalidad que en ocasiones tenemos las mujeres, para posteriormente criticar el tipo de relación que construíamos entre nosotras. Esta es muy flaca, esta está buena, esta es muy linda pero muy loca, y así, como si estuvieran en una feria de ganadería y fueran a escoger sus ejemplares. Todo esto fomentaba aún más ese pensamiento que yo llamaría obsesivo por mantener y conservar una figura.

    El último año de la carrera de medicina se llama internado, y recibe ese nombre precisamente porque uno vive casi que internado en un hospital. Es un año muy importante porque es donde se consolida el conocimiento que has adquirido durante toda la carrera, y lo que te prepara para enfrentarte a la atención de los pacientes sin tener un profesor al lado. También es un año muy estresante, lleno de carga académica que hace que por momentos sientas que no vas a ser capaz de llegar al final. Algunos profesores en medicina trabajan bajo la premisa la letra con sangre entra, y si no estás lo suficientemente preparado para ellos, podrías llegar a ser humillado fácilmente frente a los pacientes, tus compañeros y otros profesores. Ante el pánico de ser señalados de esta manera, la presión por tener todas las respuestas es asfixiante, y al final, una situación que genera tanto estrés termina llevando al cuerpo a buscar una fuente de placer inmediata, una accesible y socialmente permitida: la comida.

    Durante el tiempo que estudié medicina tuve un novio para quien la apariencia física era muy importante y me lo recordaba con cierta frecuencia. Él es médico también y estudiaba unos años más adelante que yo. Recuerdo cómo criticaba a sus compañeras por engordar en este último año de carrera. Siempre decía: no entiendo por qué empiezan lindas y terminan como unos marranos. En ese momento yo solo asentía, pues había estado tan familiarizada con ese tipo de comentarios durante tanto tiempo, que ya me parecía normal escucharlos. Me habría encantado saber en ese entonces lo que sé hoy para poder tener una reacción completamente diferente y poner límites a esa violencia que se normaliza.

    El caso es que cuando llegué al último año de la carrera lo hice con pánico, no quería engordar, no quería perder la figura por la que había luchado tantos años, y pongo esa palabra entre comillas porque eso es lo que sienten muchas personas frente a su peso: que es una lucha, una larga y agotadora lucha en la que se pierde con mucha frecuencia y el peso termina ganando. Ojalá al finalizar este libro ese concepto cambie para todos los lectores.

    Por el temor de ganar peso empecé a pedirle a mi mamá que me cocinara en casa para no tener que comer en el hospital, ya que, de manera contradictoria, en los espacios en los que se debería fomentar la salud, como clínicas y hospitales, la oferta gastronómica es un desastre: panzerotti, pastel de pollo, empanada, palito de queso, buñuelo… en fin, la definición misma de incoherencia. Y como ya no contaba con el tiempo libre suficiente para ir al gimnasio, después de trabajar todo el día me iba para mi casa caminando, lo que sumaba unos doce kilómetros de recorrido. De ese modo, terminé el último año más delgada de como lo había empezado, aunque aquel novio no lo pudo presenciar porque ese mismo año terminamos la relación. Los comentarios de las personas cercanas no se hicieron esperar: ‘estás muy linda, ese vestido te queda hermoso, vas a estar radiante en la graduación’. Sé que esas personas lo decían como un halago, pero en realidad solo me estaban reforzando la relación enferma que había construido con la comida y el ejercicio: había llegado al punto de comer con culpa, restringir mis alimentos sin ningún tipo de guía, hacer ejercicio por una obligación angustiosa y no por placer.

    No conocemos las batallas que libran los demás frente a su apariencia, y a veces los comentarios que consideramos positivos pueden hacer daño. Hablémosles de manera amable a las personas, recordémosles cuánto las queremos, lo felices que somos por tenerlos en nuestras vidas, lo agradable que es compartir con ellos, pero evitemos comentar sobre su apariencia, pues no sabemos qué fibras tocamos, y con mayor razón, si vamos a decir algo negativo en relación con su peso.

    Después de la graduación empecé mi año rural y, desde luego, continuaba con la rutina de ejercicios y alimentación restringida. Inicié en ese momento una relación con quien, en pocos meses, se convertiría en mi esposo. El plan era casarnos e irnos a vivir fuera del país para que él hiciera un MBA, así que pusimos el plan en marcha y un año después ya estaba casada y viviendo en Estados Unidos. Estas fueron dos transformaciones muy importantes en mi vida que marcaron la aparición de muchos indicios con los que no estaba familiarizada. El cambio de clima, costumbres, alimentación, idioma, además de la responsabilidad de un matrimonio, empezaron a hacer manifiestos todos los síntomas de la ansiedad y la depresión. No dormía bien en la noche, pasaba todo el día cansada, había perdido interés por las cosas cotidianas, me sentía muy melancólica, todo me daba ganas de llorar, no quería compartir tiempo con otras personas, sentía que las decisiones que había tomado me pesaban y que me había equivocado.

    Lejos del juicio de apariencia que vivía en mi ciudad, alejada de mi familia, de todo lo que me gustaba hacer y donde quería estar, encontré refugio en la comida. Empecé a comer todo lo que durante tantos años había restringido, y entre chocolates, panes y dulces buscaba una pausa a la sensación de angustia que sentía. En pocos meses gané más de diez kilos, la ropa no me servía, la sensación de malestar se hacía cada vez más grande, el sueño seguía alterado, no tenía ganas de realizar ninguna actividad física, y me monté, en lo que le describo a mis pacientes como la rueda del hámster: no quería levantarme porque me sentía mal, pero me sentía mal porque no quería levantarme.

    Un año después volví a Medellín, con un matrimonio lleno de vacíos y con la intensión de recuperar lo que era antes de haberme ido del país. Mi matrimonio duró cinco años, borré muchos recuerdos de esta época de mi vida: no fue fácil tomar la decisión de separarme, y mientras batallaba con el matrimonio, también lo hacía con mi peso. Hoy entiendo que el peso no debe ser un objetivo. Cuando le pongo un número ideal a la báscula, no me estoy centrando en lo verdaderamente importante, que es la sensación de bienestar. Si el centro de todo es llegar a un valor numérico, no importarán los métodos que se utilicen para llegar a él, y créanme que son muchas las historias que escucho en consulta de mecanismos aberrantes que llevan a una pérdida de kilos, pero diría que con los kilos también se va la salud y el bienestar. El peso debe ser una consecuencia de hacer las cosas que necesito para sentirme mejor; el peso es el resultado de encontrar el balance en la vida, de vivir en armonía, de estar bien.

    Recuerdo que cuando era pequeña, en una clase de vocacionales en el colegio, la profesora Anabel nos entregó una barra de plastilina a todas las estudiantes para que creáramos lo que más deseábamos para nuestro futuro, y mientras mis compañeras moldeaban aviones, dinero, profesiones, a mí solo se me ocurrió crear un bebé. Siempre, y muy al estilo de Susanita, soñaba con formar una familia, tener hijos, una casa, un perro y vivir feliz para siempre. Así soñaba mi futuro. Pero ahí estaba, a los treinta años, sola, recién divorciada, quebrada económicamente y sin un norte claro en la vida. Seguía peleando con el peso, bajaba un kilo para subir dos, me costaba no solo perder peso, sino también mantener el que había perdido, y era así como entrar a mi armario era ver la ropa de varias mujeres, porque tenía tres tallas diferentes: desde la seis a la doce para poder tener alternativas dependiendo de mi fluctuación de peso.

    Estaba perdida, visité todos los nutricionistas de la ciudad, ponía en práctica sus dietas y perdía peso, pero era el mismo que volvía a ganar unos meses depués cuando me sentía sola, cuando sentía que había fracasado en mis proyectos de vida, cuando no encontraba salida para la angustia de no poder alcanzar lo que siempre había soñado. Me cansé. Decidí estudiar esta profesión que me ha cambiado la visión de esta enfermedad, y que poco a poco me ha llevado a sanar mi relación con el cuerpo, la comida y los buenos hábitos. Por supuesto que esto que se resume en una frase no fue tan fácil de llevar a cabo. Es un proceso

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1