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El gobierno de Gabriel Boric: Entre refundación y reforma
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Libro electrónico382 páginas5 horas

El gobierno de Gabriel Boric: Entre refundación y reforma

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Destacados académicos abordan los cambios radicales que han sacudido la política chilena en la última década y que culminan en el ascenso meteórico de Gabriel Boric, quien pasó de ser un líder estudiantil a convertirse en el presidente más joven en la historia de Chile.
La obra se sumerge en los profundos cambios culturales y sociales que allanaron el camino para la victoria de la izquierda radical en Chile después de tres décadas de gobiernos de centroizquierda y derecha. Explora la compleja relación entre la izquierda moderada y la izquierda radical en el país, así como el surgimiento de una derecha más radical y populista. Además, se analiza la evolución de la gobernabilidad en Chile y su relación con la creciente movilización social.
El libro también aborda los desafíos económicos del gobierno de Boric y su ambiciosa agenda de reformas sociales en áreas como las pensiones, la salud y la educación. Y cómo el gobierno enfrenta los problemas de inseguridad y delincuencia en el país.
A medida que los autores exploran estos temas, se plantean preguntas cruciales sobre el futuro de Chile y la capacidad del gobierno para lograr una verdadera transformación. ¿Podrá la izquierda radical sustituir a la izquierda moderada en la región? ¿Cómo afectarán los cambios en la cultura política a las posibilidades de acción del gobierno? ¿Podrá Gabriel Boric alcanzar la estabilidad política y económica del país?
Este libro ofrece una mirada perspicaz y detallada a la política chilena contemporánea y las complejas dinámicas que la están moldeando. Es una lectura imprescindible para aquellos interesados en la política latinoamericana y las transformaciones sociales y políticas en curso en Chile.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 nov 2023
ISBN9789564150567
El gobierno de Gabriel Boric: Entre refundación y reforma

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    El gobierno de Gabriel Boric - Carlos Peña

    Primera parte

    Boric, el político

    CAPÍTULO 1

    Boric y la izquierda generacional

    Carlos Peña

    INTRODUCCIÓN

    Una de las características más acusadas del gobierno del presidente Gabriel Boric, y de las fuerzas culturales y políticas que lo apoyan, es la crítica a los cambios que el país experimentó en los últimos treinta años. ¡No son treinta pesos, son treinta años! fue la divisa que se esgrimió una y otra vez para explicar la crisis de octubre del año 2019, cuyas demandas y reclamos las actuales fuerzas gubernamentales hicieron suyas. Ese rechazo de la historia reciente posee, como se sugerirá en lo que sigue, un fuerte sentido generacional. Captar ese sentido –el sello de una generación– es también indispensable para comprender los primeros meses de la gestión gubernamental del presidente Gabriel Boric.

    Si bien los análisis políticos suelen acentuar cuestiones de clase o dimensiones ideológicas de los fenómenos, la perspectiva generacional, que tiene una larga historia, es también muy útil. Ella pone de manifiesto que la historia y la política se mueven también al compás de quienes, cada cierto tiempo, arriban a la historia con imágenes y sensibilidades distintas a los más viejos. Ello no siempre ocurre, desde luego. Cuando la sociedad evoluciona como si transitara por una meseta, sin graves cambios o alteraciones en sus condiciones materiales de existencia, la cuestión generacional no se plantea. Pero si el tiempo se acelera, si hay cambios abruptos en las condiciones de la existencia, entonces los más jóvenes vienen a este mundo provistos de un horizonte vital distinto a los más viejos. Y es que una generación no es, en rigor, una cuestión de edad sino un asunto de perspectiva de sentido, de imágenes del mundo en que se desenvuelve la vida y de acomodos o desasosiegos con él. Karl Mannheim ha observado que el fenómeno generacional se parece a una situación de clase, debido a la posición específica que ocupan en el ámbito sociohistórico los individuos afectados por ellas.¹ Pinder, en sus estudios de historia del arte, ha llamado la atención acerca del hecho que allí donde se puede constatar que el progreso se acelera no todos quienes son coetáneos son, en rigor, contemporáneos. Él señala que …cada uno convive con sus coetáneos y con personas de edad diferente en una plenitud de posibilidades simultáneas. Para cada uno, la misma época es a la vez una época distinta, esto es, una época distinta referida a él mismo, que él sólo comparte con sus coetáneos. Cada punto del tiempo tiene para cada cual un sentido diverso, no sólo porque, desde luego, es vivido por cada cual bajo una coloración individual, sino –en su calidad de ‘punto de tiempo’ real, y por debajo de todo lo individual– lo tiene ya por el hecho de que un mismo año constituye, para un hombre de cincuenta años, un punto temporal distinto, dentro de su vida, que para otro de veinte años; y así sucede en una serie de infinitas variantes (Pinder, 1946: 58-59).

    Es lo que ha ocurrido en la historia reciente de Chile. Una aceleración del tiempo. El tiempo cronológico, desde luego, no se acelera; pero el tiempo histórico sí. Los acontecimientos se solapan y hacen más densa la experiencia y entonces se tiene la impresión de que el tiempo transcurre más rápido. Es lo que Koselleck ha llamado sedimentos o capas del tiempo (layers of time).² Chile en las tres últimas décadas experimentó cambios de esa índole. En efecto, en Chile es posible verificar un conjunto de transformaciones socioculturales que son producto de la mejora material que experimentó en los últimos treinta años.

    Esos cambios socioculturales dieron origen a una generación que es la que hoy integra el gobierno de Gabriel Boric y a la que el propio presidente pertenece. Esa generación presenta tres características centrales. En primer lugar, viene al mundo junto con las redes sociales. Las redes sociales, a diferencia de los medios tradicionales, no son formas de comunicación, sino estructuras socioculturales que definen la propia identidad de una forma distinta a la tradicional, despegándola de la relación con otros significativos como los padres, los compañeros de estudios, etcétera (Fuhse, 2009). Las redes además operan como estímulos supernormales que acentúan la hipersensibilidad que es propia de la época (Barret, 2010: 3). En segundo lugar, se trata de la generación más escolarizada e ilustrada de la historia de Chile, cuyo crecimiento coincide con la universalización de la educación superior (Brunner, 2012). En fin, se trata de la generación que crece a parejas con la crisis y el debilitamiento de los grupos donde se produce la socialización, como la familia o la escuela y poseen por eso una natural resistencia a la autoridad.

    Ahora bien, las críticas que la generación así constituida formula a las tres décadas (los años de la centroizquierda) no se fundan en un diagnóstico acerca de las patologías de la modernización –un aspecto hacia el que se había llamado la atención tan temprano como en 1998– sino en la imagen de sociedad que la modernización inevitablemente promueve. Una nueva generación no se rebela contra los abusos. Esto último lo hacen todos los grupos con sentido de justicia. No. Las nuevas generaciones, y esto es lo que las hace tan incomprensibles incluso para los que las apoyan, se rebelan contra los usos, contra el sistema de vigencias sobre el que la sociedad se erige: esas prácticas sociales, esos modos de concebir la existencia que se daban por sabidas y que poseían una evidencia casi atmosférica. El aspecto más periférico y superficial de todo esto son, desde luego, el cambio de modales, el rechazo de la corbata, la forma de transportarse, de sentarse, todas esas cosas que escandalizan y molestan a los más viejos. Pero el más profundo y el que más importa es el modo en que la nueva generación concibe la relación con los demás, la manera en que comprende la colectividad a la que pertenece y los deberes recíprocos que ello supone.

    Así entonces la izquierda generacional cuenta más bien con una sensibilidad. Esa sensibilidad se racionaliza en distintas ideas que, sin embargo, no logran configurar una ideología. Muchas de esas ideas, como veremos, se manifestaron en la Convención Constitucional cuyo proyecto fue visto como la conditio sine qua non del proyecto transformador del gobierno de Gabriel Boric.³ El proyecto, sin embargo, fue rechazado; aunque ello no condujo al gobierno a revisar algunas de las ideas que el proyecto contenía y a las que había adherido.⁴ La razón es que estaba en juego más que ideas una sensibilidad.

    En este ensayo se sugiere que el hecho de poseer una sensibilidad más que una ideología con derivaciones hacia el policy making le impide al gobierno enfrentar con plena comprensión de ellos los problemas que afronta la sociedad chilena a los que, sin embargo, su espíritu generacional logra en algún sentido detectar. En las siguientes páginas se identificarán esos cambios y se verá de qué forma se expresan en el actual panorama de la izquierda más radical.

    LOS CAMBIOS EN LA CULTURA

    Es posible sugerir que el Chile contemporáneo ha experimentado ante todo un profundo proceso de individuación. La individuación es un proceso cultural en el que las personas sienten que su identidad no es algo adscrito o dado, sino que constituye una tarea que cada uno debe emprender. Este proceso, según se observa en la literatura, está acompañado por una disolución o debilitamiento de las categorías de clase, género, estatus, roles, familia o vecindario, es decir de todas las formas sociales que configuran o ayudan a las personas a configurar su identidad (Beck y Beck-Gernsheim, 2002). Esta idea de la identidad como una tarea, como algo elegido por las personas, podría explicar la proliferación de identidades y lo que se ha llamado la política de la identidad que es posible observar en Chile (Peña, 2022). Una muestra flagrante de ella se pudo verificar en la Convención Constitucional donde el debate fue, en rigor, un juego de toma y daca entre grupos diversos y donde tuvieron particular relevancia los grupos feministas, indígenas y ambientalistas. Todo ello se manifestó además en el verdadero enjambre de banderas con que se adornó el edificio del Congreso Nacional, entre las cuales la bandera nacional era apenas una más. Este rasgo que ha asomado en la sociedad chilena es muy relevante en la conformación de la izquierda del Frente Amplio y explica, en parte, la variopinta agenda de intereses que el gobierno al menos a nivel discursivo impulsa y promueve. Un examen incluso somero del discurso del presidente Gabriel Boric lo pone de manifiesto.

    En su discurso inaugural puso énfasis en la igualdad y al mismo tiempo declaró ser el suyo un gobierno feminista, ecologista y transformador; más tarde insistió en el carácter feminista de su gobierno (El País, 27/8/22). En Twitter declaró ser ecologista, afirmando que el nuestro será el primer gobierno ecologista de la historia de Chile, implementando políticas sustentables en todas las materias y así avanzar al fin del extractivismo, que pone en peligro la naturaleza y la vida acelerando la grave crisis climática que vivimos. Boric ha enfatizado también su compromiso con la no discriminación hacia la diversidad sexual. Así, en su primer discurso como presidente electo, Boric agradeció a las disidencias y diversidades, que han sido larga, largamente discriminadas en esta campaña y vieron amenazados los pocos logros que han tenido. En nuestro gobierno, quiero que sepan que la no discriminación, y detener la violencia contra las diversidades y las mujeres, junto a las organizaciones feministas, va a ser fundamental (La Tercera, 19/12/22). Con respecto a la diversidad de pueblos, Boric indicó como presidente de Chile, les digo que estoy consciente de que estamos en deuda, y que no basta solamente con los reconocimientos simbólicos, que son importantes, el poder reconocer que hay otras culturas, que hay otras formas de aproximarse a la verdad, que hay conocimientos ancestrales de los pueblos originarios de los cuales vale la pena escuchar y aprender, pero que también desde el Estado es necesario tener gestos sustantivos que no solamente mejoren su calidad de vida sino que den cuenta de lo que significa ser otra cultura (La Tercera, 21/6/22).

    La característica, por llamarla así, cultural de las nuevas generaciones ha requerido, por supuesto, una cierta racionalización. Ella se ha encontrado, entre otras, en ideas como las expuestas por Ernesto Laclau. Este autor ha sugerido, al revés del marxismo más clásico, que la sociedad contemporánea es una sociedad dislocada, sin centro. En ella brotarían múltiples demandas e intereses y la tarea de la política sería reunir esos intereses en derredor de lo que llama un significante vacío, y sobre esa base constituir al pueblo. El pueblo, según este autor, no es un sujeto que anteceda a la política, sino que es la política la que constituye al pueblo (Laclau, 1990). Esto es lo que explicaría la abigarrada y múltiple agenda promovida por la izquierda generacional que reúne grupos ecologistas, feministas, indigenistas, y que la preocupación de clase no esté en el centro de su planteamiento. Un examen de la coalición de base del gobierno –Apruebo Dignidad– muestra esta abigarrada presencia de demandas múltiples sin una orientación ideológica específica, salvo el propósito general de transformación en cuyo derredor se agrupan.

    Ese rasgo que se acaba de subrayar está acompañado de otro. Se trata del debilitamiento de los grupos primarios de pertenencia como la familia o el barrio, un fenómeno que ha experimentado la sociedad chilena en las últimas décadas. Otras formas sociales donde las personas adquieren una orientación normativa compartida, como el sindicato, los partidos políticos o la Iglesia, también se han debilitado. La consecuencia de este fenómeno –que va de la mano con la individuación– es doble. Por una parte, hay una cierta anomia en la sociedad chilena que parece ser más acentuada en las nuevas generaciones, y, por la otra, hay una cierta nostalgia por la comunidad, por experiencias sociales de abrigo que la frialdad de la modernización no brinda.

    La anomia, según se muestra en la literatura posee una dimensión social y una individual (Lockwood, 2000). Desde el primer punto de vista, ella aparece como una desclasificación de los grupos sociales, cuyo lado positivo es una alta movilidad al menos desde el punto de vista de la autoconciencia de los actores. Esa alta movilidad muchas veces no se vive como emancipación, sino como una carencia de lugar. Individualmente considerada ella se traduce en una falta de orientación del comportamiento. Al carecer de esas orientaciones, los individuos terminan aferrándose a su propia subjetividad. Este fenómeno puede observarse en la sociedad chilena. Las nuevas generaciones reivindican su propia subjetividad como la fuente última de sus demandas. El fenómeno fue descrito tempranamente por Gehlen quien observó que el individuo humano se configuraba a partir de las instituciones. Según él, no son externas al individuo sino que lo configuran desde dentro (Gehlen, 1988: 56). Por eso, donde las instituciones experimentan una crisis, la subjetividad de las personas se queda a solas consigo misma. Esto explicaría, y sería al mismo tiempo el resultado, del alto nivel de desorden que se observa, desde hace más de una década en la experiencia escolar. En ello influiría también lo que pudiera llamarse la desinstitucionalización de la familia.

    Los anteriores procesos coexisten en la sociedad chilena con una cierta nostalgia por la comunidad que muestran las nuevas generaciones y que parecen compensar con la experiencia fugaz del encuentro tumultuoso, o en las tomas escolares y universitarias. Los procesos señalados también han llevado a la aparición de una hipersensibilidad en las interacciones sociales que detecta discriminación y abuso en múltiples niveles de la vida social. Esta cultura se acentuó en los últimos años y se manifestó fuertemente desde octubre del 2019 y se hizo manifiesta en la Convención Constitucional cuyo proyecto finalmente fracasó. En ella frecuentemente se esgrimían derechos como una forma de compensar lo que se describía como experiencias de agresión moral sostenidas durante generaciones, como fue el caso del reclamo de derechos de los pueblos originarios, las reivindicaciones de género o de las disidencias sexuales.

    Todo lo anterior se expresa en lo que, siguiendo la tesis clásica de Daniel Bell, podría llamarse una contradicción cultural (Bell, 1996). Este autor sugirió que en las sociedades capitalistas se anidaba la semilla de una contradicción entre las exigencias de racionalidad técnica que son necesarias para sostener el bienestar, por una parte, y el impulso hacia la espontaneidad del yo o de la subjetividad, por la otra. Esta contradicción es señalada, en diversas modalidades, por prácticamente toda la literatura que se ha ocupado de procesos similares a los que ha vivido Chile. Una mirada a los acontecimientos de octubre y los que le siguieron, y un examen de las propuestas constitucionales (que finalmente no concitaron la adhesión de la mayoría) muestra este rasgo. Hubo allí propuestas de decrecimiento, un fuerte acento en la autonomía personal, la idea de vinculación espontánea con la naturaleza y otras propuestas cercanas al new age que acusan este rasgo generacional.

    Esos rasgos culturales que es posible apreciar en las nuevas generaciones –especialmente en aquella que está hoy en el poder– coexisten con algunos datos específicamente políticos que muestra la cultura en Chile.

    El principal de ellos es la transformación que ha experimentado el clivaje. El clivaje –la línea divisoria de las preferencias políticas– se ha vuelto especialmente cambiante, una verdadera línea móvil en Chile. La tesis clásica de Lipset y Rokkan según la cual las preferencias políticas estaban arraigadas en la estructura social o de clases, ha perdido plausibilidad en el Chile contemporáneo (Lipset, 1960: 223-224). Si durante el siglo XIX el clivaje se erigía sobre la oposición entre la Iglesia y el Estado, y durante el Estado de compromiso (1932-1970) respondía a la tesis de Lipset, ello dejó de ser así bajo la dictadura de Pinochet. Hacia el final de esta y hasta fines de la primera década del siglo XXI el clivaje fue puramente político: la oposición entre autoritarismo y democracia resumidos en la opción por el Sí o por el No del plebiscito de la dictadura. Luego de ese momento el clivaje ha sido del todo cambiante y las preferencias electorales le han seguido. Durante el siglo XXI se ha elegido por dos veces a un presidente de derecha –algo que había ocurrido solo una vez durante el siglo XX–. Y luego de su segunda elección, y apenas dieciocho meses después de ella, sobrevino el llamado estallido, la revuelta de octubre. Le siguió la elección de una asamblea constituyente, luego la elección del presidente Gabriel Boric. ¿Auguraba eso que la sociedad chilena había dado un giro a la izquierda? Lo que siguió parece indicar que no. El presidente Gabriel Boric fue un presidente de minoría. Recordemos que reunió apenas un cuarto de los votos en la primera vuelta, antes de ser elegido en una segunda ronda plebiscitaria frente a un candidato de extrema derecha. Y a pesar de haber atado explícitamente su suerte a la de la Convención Constitucional, como ya vimos, el proyecto de esta última fue rechazado. La idea que Chile había despertado a los viejos ideales de izquierda y abrazado un proyecto transformador perdió así plausibilidad. Ni la adhesión a Sebastián Piñera en su segunda elección, ni la adhesión parcial a Gabriel Boric pueden entenderse como adhesiones ideológicas o manifestaciones de un clivaje anclado en la estructura social: por el contrario, sugieren que el clivaje hoy es líquido y sinuoso.

    La izquierda generacional –la liderada por el presidente Gabriel Boric– es el fruto de esos cambios –por llamarlos así– culturales de la sociedad chilena. Ellos explican la aparición de esa izquierda y constituyen a la vez sus límites. Este hecho explica la sensibilidad que posee y que, como veremos de inmediato, funda su crítica a las tres últimas décadas.

    LA CRÍTICA A LOS TREINTA AÑOS

    El principal de esos límites es lo que pudiera llamarse una cierta mudez ideológica. Por supuesto entre sus miembros hay opiniones y puntos de vista; pero no se advierte una agenda de políticas impulsada por una visión estratégica o global. En vez de ello hay un uso excesivo del concepto de transformación, sin especificar su contenido. El concepto parece más bien un significante vacío que, como observó Laclau, permite organizar un conjunto de demandas sin referirse en particular a ninguna (Laclau, 1996). Y las deficiencias de ese concepto se sustituyen o suplen con la crítica a las décadas que se pretende dejar atrás. Este es un rasgo típicamente generacional. Consiste en definir la propia identidad y el propio punto de vista no en competencia con otros, sino oponiéndose a aquel que lo antecede. Es lo que ha ocurrido con la crítica a las tres décadas anteriores, quizá el aspecto discursivo más marcado de la izquierda en el poder. Conviene, pues, detenerse en él.

    La semilla de esa crítica –que comenzó a insinuarse ya con claridad en el segundo gobierno de Michelle Bachelet– se originó en la famosa disputa, muy anterior, entre autocomplacientes y autoflagelantes.⁶ En esa disputa asomaron las ambivalencias, todavía vigentes, de la modernización. En esa discusión se llamó la atención acerca del hecho que la modernidad se erigía sobre algunas tensiones. La primera y más notoria, se dijo, era la tensión entre la modernización y la subjetividad. Si se prefiere, se trata de la tensión entre la racionalidad instrumental demandada por la eficiencia, y la subjetividad. No hay modernidad, se dijo entonces, sin atender a esta tensión que exigía atender a la personalidad individual, pero también a sus pautas socioculturales y su sociabilidad cotidiana. Junto a esta relación entre modernización y subjetividad se resaltó en ese debate una segunda tensión. Era la que se planteaba entre el proceso de diferenciación y de individuación, por una parte y el desafío de la integración, por la otra. Se llamó entonces la atención hacia el peligro de que un polo distorsionara, anulara o subordinara al otro polo de la tensión.

    En toda esa evaluación, el proceso de modernización de Chile no se ponía en cuestión. Más bien se le subrayaba y se llamaba la atención acerca de las patologías que ese tipo de procesos solían poseer. La crítica a los treinta años –a las tres décadas, un lustro de los cuales es de derecha, el resto de la centroizquierda– es muy distinta a esa.

    En efecto, cuando se la observa de cerca se advierte que lo que está en cuestión no son las patologías de la modernización –acerca de las cuales, acabamos de ver, llamó la atención el informe del PNUD de 1998– sino la imagen de sociedad de la que la modernización es portadora. En efecto, al revisar los fundamentos teóricos de esa crítica, los fundamentos que se observan en los grupos más ilustrados de esta izquierda generacional, se advierte que ella no está exactamente inspirada en razones de política pública. Eso sería el caso si sostuvieran que en los últimos treinta años hubo ineficiencias o despilfarros o sacrificios de una oportunidad de desarrollo. Su crítica tampoco se funda en los problemas habituales de la modernización. En el fondo de la crítica hay más bien un entramado teórico que identifica una imagen de sociedad que la izquierda generacional rechaza. Se oponen a la imagen de una sociedad diferenciada, centrada en la impersonalidad del intercambio, que emplea a la naturaleza como recurso y centrada en el crecimiento, que ha sido propia de los treinta años. Esto se opone a la imagen de una sociedad cohesionada, con relaciones personales estrechas y solidarias, con una relación armónica con la naturaleza y centrada en el buen vivir más que en el crecimiento.

    Los temas que asomaron en el debate constitucional ponen de manifiesto lo que se acaba de decir. Veamos los más obvios. Se reclamó una relación con la naturaleza de índole más primigenia, dotándola de derechos, y oponiéndola a la que con sorprendente insistencia se llamó extractivismo. Además se quiso explicitar la solidaridad en el sentido moral como principio. Por otra parte se pretendió dotar de derechos a la naturaleza estableciendo el principio de integridad de ciertos bienes comunes. Finalmente se arguyó el decrecimiento como principio.⁷ Conviene detenerse en este aspecto que muestra hasta qué punto la crítica o el rechazo de las tres décadas previas y la modernización que las acompañó, se funda en una imagen de sociedad esperada, más que en cuestiones estrictas de política pública.

    Lo que subyace a ese conjunto de planteamientos –que en el programa gubernamental es presentado como una transición ecológica justa⁸ – es una imagen contrapuesta a la forma en que la modernidad presenta la relación con esta última. En la sociedad moderna, el ser humano es el sujeto (lo que subyace a lo existente) y en razón de eso las cosas del mundo estarían entregadas a su arbitrio, de manera que él podría usarlas como su deseo le indique. Los árboles no serían árboles, sino madera, mesas, sillas en potencia; el paisaje no sería paisaje, sino un conjunto de recursos naturales; el lago no sería lago, sino un criadero de peces para el consumo, etcétera. El ecologismo sugiere, en cambio, que hay otras formas de concebirse a sí mismo el ser humano ya no como el fundamento de lo que existe, sino como parte de él. Bajo esta otra forma de concebirse, ya no es tan evidente u obvio que el ser humano sea el único candidato a tener derechos. Así se podría dar lugar a que los titulares de derechos incluyeran a la naturaleza y los animales.

    El problema es que la idea del individuo humano como sujeto es la que ha impulsado el crecimiento en la modernidad. El capitalismo, sin el cual la pobreza seguiría siendo la regla general en el mundo (y en Chile), es dependiente de esa concepción. Un mundo de espíritu franciscano puede así ser muy atractivo para los satisfechos, pero es un infierno para los hambrientos. Lo mismo ocurre con el decrecimiento.

    Pero todo este debate muestra que lo que está en cuestión no son políticas públicas en sentido estricto, sino imágenes del mundo. Muestra de qué forma una imagen global –que es la que inspira en parte importante a la izquierda generacional– permite inferir consecuencias relevantes desde el punto de vista jurídico y político.

    Lo que sugiere lo anterior –que aquí se ofrece como hipótesis– es que la crítica a los treinta años se funda en una imagen de sociedad muy otra de aquella que la modernización ha producido como resultado objetivo. La crítica no es pues ideológica o técnica: se funda en una sensibilidad vital, en el rechazo a lo que llaman sociedad de mercado. Esto deriva, sin duda, en el anhelo de contar con una vida con vínculos, capaz de apagar el frío de la individuación que se produjo estos años y de participar directamente con la voluntad en el diseño de la comunidad política. Todo lo anterior inspira las demandas de democracia directa y de asambleas que han sido tan frecuentes; y la sorprendente capacidad de sumar demandas de muy diversa índole.

    LA AGENDA DEL GOBIERNO DEL PRESIDENTE BORIC

    La pregunta que cabe plantear a la luz de las consideraciones precedentes es si esa sensibilidad, esa imagen que inspira el proyecto, tiene la capacidad de orientar la agenda gubernamental. La respuesta a esa pregunta depende de dos factores. En primer lugar, de las condiciones objetivas en medio de las que se desenvuelve el gobierno de Gabriel Boric. En segundo lugar, de las capacidades que posea. Ambas dimensiones se encuentran enlazadas.

    Para responder la primera de esas preguntas quizá sea útil comenzar con una reflexión que Marx escribió en El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte. En ese texto Marx dice que los hombres hacen su historia, pero no la hacen bajo condiciones elegidas por ellos mismos, sino bajo condiciones directamente existentes, dadas y heredadas. La tradición de todas las generaciones muertas, dice Marx, continúa en el presente gravitando sobre el cerebro de los vivos (Marx, 2003: 33). Esa misma frase fue la que inspiró más tarde otra levemente distinta que aparece en la correspondencia de Engels: los hombres hacen su historia pero no saben la historia que hacen (Marx y Engels, 1972: 394).

    Esos textos sugieren que la acción política es una mezcla de voluntad y de fatalidad: la voluntad que tenemos ha de desenvolverse en medio de circunstancias que no dependen de ella, que simplemente nos vienen dadas y que, nos guste o no, ya se configuraron. La otra frase es una consecuencia de eso: hacemos la historia, pero justamente porque no dominamos a nuestro antojo las circunstancias en medio de las que ella se produce, no sabemos la historia que hacemos.

    Sobre el fondo de esa sencilla constatación se debe caracterizar el momento que vive el Chile contemporáneo a fin de dilucidar las oportunidades de que la sensibilidad de que es portador el gobierno de Gabriel Boric encuentre las condiciones para expresarse en la esfera de las políticas.

    Si Marx tiene razón, al analizar las condiciones presentes y sus perspectivas de futuro debemos, ante todo, dilucidar cuáles son las condiciones no elegidas, esas condiciones heredadas, en medio de las cuales cualquier proyecto político, como el de la centroizquierda en su hora, debe desenvolverse hoy día. En suma, los desafíos que las condiciones objetivas plantean. Lo que puede sostenerse es que esas condiciones permiten explicar parte de la crítica de las nuevas generaciones; pero ellas son expresión de los procesos modernizadores que ha vivido la sociedad chilena. Afrontarlos no supone abandonar ese proceso como, sin embargo, la nueva sensibilidad a veces parece

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