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La Eneida: De Troya a Roma
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La Eneida: De Troya a Roma
Libro electrónico394 páginas7 horas

La Eneida: De Troya a Roma

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Considerada como la obra cumbre de la literatura latina, y hasta la Antigüedad tardía como obra ejemplar, fue un encargo del emperador Augusto con el fin de glorificar el Imperio, atribuyéndole un origen mítico. Virgilio toma como punto de partida la guerra de Troya así como la destrucción de esa ciudad hasta la fundación de Roma a la manera de los mitos griegos. Se narran los viajes de Eneas hasta llegar a Italia y las conquistas posteriores. Dice la tradición que Virgilio leyó a Augusto y a su hermana Octavia la obra y que la mención de Marcelo en el Canto VI causó el desmayo de Octavia. Virgilio trabajó en esta obra desde el año 29 a. C. hasta el fin de sus días (19 a. C.). Se suele decir que Virgilio, en su lecho de muerte, encargó quemar la Eneida por considerar que la obra aún no había alcanzado la perfección buscada.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento8 feb 2024
ISBN9788472541306
La Eneida: De Troya a Roma

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    La Eneida - Virgilio

    La Eneida

    Virgilio

    Century Carroggio

    Derechos de autor © 2024 Century publishers s.l.

    Reservados todos los derechos.

    Presentación de Guillermo Díaz-Plaja.

    Traducción y estudio preliminar de Vicente López Soto.

    Contenido

    Página del título

    Derechos de autor

    DOS POETAS CON MARCHAMO DE CLÁSICOS

    VIRGILIO,  EL CANTOR  DE  ROMA  

    LA ENEIDA

    LIBRO II

    LIBRO III

    LIBRO IV

    LIBRO V

    LIBRO  VI

    LIBRO VII

    LIBRO VIII

    LIBRO IX

    LIBRO X

    LIBRO XI

    LIBRO XII

    DOS POETAS CON MARCHAMO DE CLÁSICOS

    PRESENTACIÓN

    Por

    Guillermo Díaz-Plaja

    de la Real Academia Española

    Quiero ofrecer una breve meditación acerca de la importante iniciativa de poner en órbita, en el campo editorial español, una nueva colección de clásicos.

    ¿No es, en apariencia, sorprendente? ¿No se nos remacha un día y otro, como con un tenaz martillo, la idea de que nuestro tiempo se define como una ruptura con el pasado? El hecho en sí, tiene, pues, categoría de comentable. Significa, para empezar, la confianza de una empresa en unos valores cuya aceptación se da por asegurada. Algo así como un retorno al «patrón oro» en la bolsa universal del Espíritu.

    La locución «clásico», en efecto, tiene desde su origen una connotación de calidad. Significó pertenencia a una primera categoría social: a la del ciudadano de mejor alcurnia, exento de la vulgaridad proletaria. Puesto que «classicus» viene de «classis» y, todavía hoy, en el castellano coloquial, «tener clase» implica un reconocimiento de aristocracia. Los diccionarios, sin embargo, no dan con claridad suficiente la correlación con el aspecto cultural de esta valoración que, desde Quintiliano y los gramáticos alejandrinos, designan una jerarquía cultural aplicada a los escritores. La Academia da, en sus acepciones, una doble vertiente: hacia el local, «aula», y hacia la agrupación de los escolares en un determinado grado docente. Pero no aparece con claridad un tercer concepto que a mí me parece obvio: el que liga la idea de clásico a la idea de ejemplo para la enseñanza, tanto más cuanto que el diccionario académico registra «clásico»: «dícese del autor o de la obra que se tiene por modelo digno de imitación en cualquier literatura o arte (l.ª acep.). Así pues, la palabra «clase» se desdobla en dos vertientes semánticas: la que designa un grupo o grado académico, y la que señala una categoría modélica. Ambas se funden en el uso posterior del vocablo.

    Prolongar el estudio de estas significaciones nos conduciría a otros temas bastante sugestivos. El Diccionario académico, por ejemplo, da «clásico» «en oposición a romántico». ¿Es esto así? ¿No trasunta esta confrontación una visión meramente preceptista y conservadora? Ya que, en efecto, el clasicismo así designado es el «perteneciente a la literatura o al arte de la antigüedad griega y romana, y a los que en tiempos modernos los han imitado». De esta manera, por ejemplo, Goethe sería solo parcialmente un clásico. Mas ¿cómo configurar la locución «clásicos del siglo XIX» aplicada a Byron o a Dostoievski? ¿Y no se dice a cada paso que Valéry o Joyce son los clásicos de nuestro tiempo?

    Clásico es, pues, quien planta bandera y grita desafío. «Clásico -ha dicho Ortega- es aquel pretérito tan bravo que presenta batalla después de muerto. No se le dé vueltas: actualidad equivale a problematismo». Por tanto, las viejas definiciones de los diccionarios se nos han quedado, por estrechas, inservibles.

    Y, sin embargo, cuanto más se hace conflictiva y evanescente la noción de clasicidad, más se observa que la valoración de la misma retorna una y otra vez a lo largo de la historia. Teniendo buen cuidado de recordar que la presencia del clasicismo propiamente dicho no se desvanece nunca del todo, como bastarían a demostrar, por vía de ejemplo, referida a los autores aquí representados, libros como Virgilio en el Medioevo de Comparetti y Horacio en España de Marcelino Menéndez y Pelayo. La sola revisión temática de las epopeyas medievales nos señala la pululación de los temas griegos -desde la guerra de Troya a Alejandro Magno-  y romanos -desde la Fundación de la Urbe en adelante. Porque -como es sabido hasta el tópico- lo que diferencia el Renacimiento de la Edad Media es no solo un mejor conocimiento de la Antigüedad y un mayor rigor formal en la imitación de las lenguas clásicas, sino el deseo de transportar al mundo «moderno» las vivencias del Mundo Antiguo. No solo se desea escribir como Cicerón, sino vivir como un patricio de la Roma cesárea, con todas sus consecuencias filosóficas y estéticas.

    Pero esto durará relativamente poco. Con el siglo XVII entramos en un conocimiento todavía más docto, pero menos vivencial, de la Antigüedad, de la que se recoge una moral estoica, que sirve especialmente para hacer reflexionar con el melancólico espectáculo de las ruinas y un decoro retórico basado en unas reglas que, también por el lado estético, nos fuerzan a la moderación. Quevedo, Rodrigo Caro o el autor de la «Epístola Moral a Fabio» sabían más de la Antigüedad que Garcilaso o Aldana; pero sentían su mensaje de otro modo. Algo parecido podríamos decir del Clasicismo francés, que vio en la Antigüedad tanto un modelo como una exigencia de orden mental «Reposa -ha escrito Henri Peire- sobre la convicción de que hay algo permanente y esencial tras lo mudable y accidental; de que esta esencia permanente, esta «substancia», en el sentido de etimología de la palabra, vale más que lo pasajero y relativo» (1).

    Sin embargo, esta definición no es suficiente: «Clásico -ha dicho Valéry- es el escritor que lleva en sí un crítico y que lo asocia íntimamente a sus trabajos» (2). En uno y otro se anota, con cierta coherencia, la noción de vigilancia y de exigencia. Lo clásico estaría así en las antípodas de lo bárbaro, de lo intuitivo. Es decir de lo irracional. Por este camino sí podríamos llegar a una noción que fuese más allá de la crono geografía grecorromana de la Antigüedad, para alcanzar a cuantas obras pudiéramos considerar como cumbres del espíritu humano.

    Se trata, en efecto, de unas condiciones previas, «sine qua non», que, en el caso de existir, no constriñen el ámbito de la clasicidad en ningún sentido; y mucho menos en el recortado espíritu de oposición clásico-romántica. Puesto que las nociones de «vigilancia y exigencia» pueden aparecer en cualquier escuela literaria, incluidas las que en nuestro tiempo han aportado nuevos modos y formas de entender los valores estéticos. Puesto que no sería lícito acantonarnos en una nostálgica visión tradicionalista o retórica, tanto más cuanto que somos conscientes de que cada época ha descubierto sus propios continentes temáticos y que la nuestra no se ha quedado atrás en la exploración de «mares nunca antes navegados».

    Nada de esto, sin embargo, aminora la formidable realidad histórica que se apoya en una «memoria» que la Humanidad nos ofrece con respecto a ciertos valores. Muchas veces he comentado el prodigioso milagro de que la obra inscrita en el frágil pergamino haya resistido más -a través de heroicos y oscuros copistas- que los mármoles y los bronces. Atravesando tempestades de fuego y olvido, he aquí los hexámetros virgilianos o los epodos de Horacio, impávidos, llegando hasta nosotros a través del túnel de los tiempos. ¿Por qué? Meditemos brevemente sobre ello.

    Quisiéramos hacer notar ahora y en primer término cómo y hasta qué punto la elección de nombres como Virgilio y Horacio, para encabezar una biblioteca de clásicos, es una muy afortunada elección.

    Responderé en primer lugar a la primera objeción posible: ¿por qué no un griego? ¿Por qué no, por ejemplo, Homero y Píndaro?

    Volvamos a la primera noción de «clásico», surgida del cruce semántico de «calidad» y «lección». Nuestro mundo cultural procede de la raíz grecolatina, porque, si como ha dicho T. S. Eliot, nosotros no somos «los sucesores de los griegos», sino que «somos los griegos», no es menos cierto que la gran misión de la cultura romana fue la de decantar y, a la vez, universalizar el mensaje helénico que, en la Romania medieval, hija del maridaje entre la civilización latina y el cristianismo. encontró su pleno desenvolvimiento. La Europa occidental habló, pues, en latín, desde la Edad Media, en la cultura (escolástica) y en la liturgia; y en latín se expresó el humanismo y la sabiduría científica a partir del Renacimiento. Pues bien: esta doble vertiente del saber que abarca el paganismo y el cristianismo solo puede ofrecerla Virgilio. A diferencia de Homero, acantonado en su lejana barbarie preclásica y en su lengua arcaizante, Virgilio marca la plenitud del saber retórico -los hexámetros virgilianos son la perfección misma- y la culminación del sentido religioso, tanto del paganismo como del cristianismo. Sí, puesto que bien sabido es que la fama del inventor de la Eneida se apoya en un extraño carisma que le da una proyección hacia el mundo de nuestra creencia; y no solo por la bien sabida «confusión» que atribuye carácter mesiánico a la Égloga IV (3), sino porque, desde el primer momento la personalidad de Virgilio desprendió una misteriosa emanación que le otorgó una atrayente condición de mago o adivino, que le liga a la espiritualidad cristiana. Así este carácter le aseguraba la fidelidad del mundo medieval, como aquella perfección retórica había de llevarle a asombrar al mundo humanístico. El sentido abarcador de estas admiraciones lo asume, sin duda, Dante Alighieri, cuyo fervor alcanza todos los límites porque se extiende a todos sus horizontes de la personalidad virgiliana (4). Esta «proximidad» se advierte más -en contraste con la «lejanía» homérica- si se añade la «situación» de Virgilio en relación con el Emperador que le convierte en algo tan «moderno» como un  «poeta al servicio del Estado». Puesto que, como es bien sabido, «Roma» necesitaba -como los personajes súbitamente enriquecidos- prestigiar sus orígenes, como el «bourgeois gentilhomme» de Moliere necesitaba adquirir a toda costa un mínimo de «buenas maneras.»

    Si a esto se añade, que Virgilio utiliza su perfección retórica, la fuerza de su universal magisterio, para la exaltación del mundo agrícola y pastoril, -con lo que completa el cuadro temático de la poesía antigua (o como dice en su propio epitafio «pascua, rura, duces,» «pastoreo, agricultura, caudillaje») se comprenderá la justicia de considerar a Virgilio como el Clásico por excelencia.

    A Virgilio le acompaña en nuestra colección, como en la vida mortal, Horacio. Puesto que para decirlo con la actual terminología crítica son «compañeros» de generación, constituyendo -con Tibulo, Propercio y Tiro Livio- la segunda oleada que junto con la primera -Lucrecio, Catulo, Cicerón- nos confirman en la idea de que existen concordancias providenciales, concentraciones casi misteriosas de astros propicios que reúnen, precisamente en la hora solar del Imperio, una prodigiosa concentración de espíritus. (El ejemplo anterior de «milagro» nos lo ofrece -como se sabe- la Atenas del siglo V antes de Jesucristo.)

    Figura menor que la de Virgilio, tiene Horacio la misma entrañable comunicabilidad: la misma misteriosa capacidad de encantamiento. Y cosa curiosa, la misma permeabilidad a la conciencia cristiana, que da en su dulce filosofía avatares de magia y de espiritualidad, que le aproximan al magisterio moral del equilibrio y el amor a la Naturaleza. La «cristianización» de Horacio -por decirlo así- se hace además a través de su pensamiento neoplatónico, puesto que nada más sencillo que poner la idea de Dios donde el paganismo coloca la Idea de la Perfección. Su ética de origen estoico le permitía el goce moderado de su existencia que, gracias a la protección de Mecenas, pudo cumplir en la finca que le regaló en el corazón de los montes Sabinos, desde donde aleccionó a la Humanidad entera en el arte de la dulce contemplación del dulce huerto patrimonial, que le hace mirar sin envidia la «nave» que simboliza la aventura y la ambición. «Huerto» y «nave» han sido, durante veinte siglos, los símbolos de una y otra actitud del ánimo, tal como se repite en la criatura humana a través de los tiempos.

    Pero no solo es Horacio un maestro en la conducta, sino que, para coronar su ejemplaridad de clásico -justificando una vez más su elección para este volumen-, Horacio se nos aparece justamente como el «maestro de retórica», más estudiado en la cultura occidental. Durante siglos y siglos, en efecto, el saber literario partía de la lectura memoriosa y el comentario crítico de una obra horaciana: la proverbial «Epístola ad Pisones», conocida también como su «Arte Poética». Si repasamos los veintiocho puntos con que Menéndez Pelayo sintetiza su doctrina estética, nos daremos cuenta de que nada ha existido en la literatura europea desde hace veinte siglos, si ha querido insertarse en la tradición clásica, que no esté inscrito en la órbita del pensamiento horaciano. Es, pues, Horacio el maestro indeclinable que ha enseñado equilibrio entre unidad y complejidad; entre ingenuidad y arte: entre tradición y renovación; entre observación e invención; entre inspiración y pensamiento; entre estética y ética; entre voz coloquial y neologismo; entre arrebato y ponderación, tomando como «garantía constitucional» (diríamos utilizando la frase en otro sentido) de la obra de arte la imitación de la vida humana. Así, pues, en Horacio se corona la exigible paridad entre humanidad y humanismo, en tanto que exige que «el hombre sea la medida de todas las cosas», siguiendo el importante apotegma de Protágoras. Por lo demás -y en esto se parece también a Virgilio- esta mensuración del hombre se encuadra en una naturaleza cuyas proporciones no deberán jamás sobrepasar los lindes que la misma proporcionalidad con el hombre exige. Tardará muchos siglos en llegar la sensibilidad romántica con su culto a lo desmesurado, a lo aterrador y a lo gigantesco. Entre tanto, el ser humano verá, en el contorno paisajístico, el sosegado refugio de la armonía innata en el espíritu del hombre. Todo esto -que se denomina «medianía dorada» («áurea mediocritas»)-  es un concepto que la Humanidad debe a Horacio.

    Volvamos a la pregunta inicial: «¿Por qué Horacio? (¿Y por qué no Píndaro?)» ya que creemos haber dado material suficiente para la respuesta. La elección está bien hecha, por lo que pudiéramos llamar la mayor entrañabilidad del poeta latino, su más honda y trascendente proximidad. ¿Podríamos cerrar esta meditación que antecede a unas versiones de Horacio al castellano sin recordar unas palabras de Menéndez Pelayo que ha cantado su sabiduría en verso («Yo guardo con amor un libro viejo») y en prosa, en tantas y tantas páginas de su poderosa explanación crítica, en las que presenta a Fray Luis de León como la cumbre de la perfección estética, en la medida justamente en que era un «Horacio cristianizado»?: «Si yo os dijese que, fuera de las canciones de San Juan de la Cruz, que no parecen ya de hombre, sino de ángel, no hay lírico castellano que se compare con él, aún me parecería haberos dicho poco. Porque desde el Renacimiento acá, a lo menos entre las gentes latinas, nadie se ha acercado en sobriedad y pureza: nadie ha volado tan alto ni infundido como él en las formas clásicas el espíritu moderno.» Estas formas clásicas, no hace falta recordarlo, son preferentemente horacianas. A partir de ellas, el lírico castellano podría realizar la operación de «aggiornamento» que consiste en trascender el mensaje estético en un ascenso ético, a la luz de su fervorosa fe cristiana. De suerte que la conformidad del hombre a su destino que proclama la tranquila serenidad del ánimo estoico, se adorna aquí de las virtudes cristianas de la prudencia y de la templanza. Y como por arte de magia, este equilibrio mental se trasvasa a una justeza de forma, a un tan discreto decir que nos maravilla en todo momento, y cuyo secreto último sería el respeto a la palabra, entendida como aparato de precisión que ajuste prodigiosamente al objeto o concepto designado.

    «Así se comprende que Fray Luis de León -prosigue Menéndez Pelayo con ser poeta tan sabio y culto, tan enamorado de la antigüedad y tan lleno de erudición y doctrina, sea en la expresión lo más sencillo candoroso e ingenuo que darse puede, y esto no por estudio ni por artificio, sino porque, juntamente con la idea, brotaba de su alma la forma pura, perfecta y sencilla» (5).

    Lo que da categoría asombrosa a este trasvase de Horacio a la lírica posterior es que «no se le nota la zona de inserción» es decir, que el canon de humanidad inventado por Horacio pasa a integrarse en una medida de humanismo, como acabamos de notar, en el gran lírico de nuestro Renacimiento.

    Horacio, pues, desde el alto nivel de su mensaje espiritual hasta el sencillo saber que se vierte en esa «cartilla escolar» (la «Epístola a los Pisones») en la que docenas y docenas de generaciones han aprendido los rudimentos de la clasicidad. Ya no exigen los profesores, como antaño, sabersela de memoria, pero es bueno que, en las bibliotecas la lección horaciana, como la de Virgilio, se encuentren al alcance de la mano.

    Virgilio y Horacio. Otra pluma tiene sobre sí el honor (y la responsabilidad) de comentarlos y de traducirlos. A mí me corresponde -y ya es bastante riesgo- ofrecer una visión conjunta y, a la vez, intentar poner de relieve la feliz elección de estos dos nombres, como iniciación de una colección de clásicos. Una colección que se apoya en las sólidas razones de continuidad espiritual que he señalado al principio. Una escuadra de ágiles veleros a los que deseo una venturosa navegación.

    Guillermo Díaz-Plaja

    NOTAS

    (1)  ¿Qué es clasicismo?, México. Fondo de Cultura Económica. 1953. pág. 92.

    (2)  Varitté, II

    (3) En la Égloga IV, Virgilio escribió un poema a su amigo Asinio Polión, en el que se congratula ante el próximo nacimiento de su hijo, al que califica de futura alegría del mundo: esta expresión fue considerada como profecía de advenimiento del Niño Jesús.

    (4) La consagración de Virgilio, como coprotagonista del mayor poema cristiano universal solo se explica por esta condición bivalente del autor de La Eneida, apoyada, claro está, en el fervor que despierta en el Alighieri, que le saluda una vez se ha dado a conocer con los proverbiales encendidos versos:

    «Or se'tu quel Virgilio, e quella fonte

    che spandi di parlar si largo fiume?»

    rispuos'io lui con vergognosa fronte.

    «¡O delli altri poeti onore e lume,

    vagliami il lungo studio e'l grande amore

    che m'ha fatto cercar lo tuo volume! »

    Tu se'lo mio maestro e'l mio autore;

    tu se'solo colui da cu' io tolsi

    lo bello stilo che m'ha fatto onore. (Canto I)

    (5) Historia de las ideas estéticas, ed. nacional, vol. 1, págs.. 125-131.

    VIRGILIO,  EL CANTOR  DE  ROMA  

    ESTUDIO PRELIMINAR

    por

    Vicente López Soto

    miembro de la Asociación Internacional Vila latina, Aviñón (Francia)

    Publio Virgilio Marón nació en el año 684 de la fundación de Roma –o sea el año 70 a. de J.C.- en Andes, hoy Piétola, aldea cercana a Mantua. Fue hijo de Marón y de Magía Pola.

    Su padre, un modesto alfarero, consiguió a fuerza de trabajo, sacrificios y privaciones reunir recursos para dar a su hijo una educación esmerada. En Cremona el joven estudió Gramática y, luego de que a los quince años vistió la toga viril, pasó a Milán para ampliar sus conocimientos el 17 de marzo del año 55, día en que se suicidó Lucrecio, gran poeta y maestro de Virgilio. Al cabo de un año se traslada a  Nápoles, en donde se entrega al estudio de los autores griegos, en especial de Homero, Teócrito y Hesíodo, tan a fondo leídos y asimilados, que luego en sus obras se habría de notar su benéfica influencia. Téngase presente que los romanos no poseían por aquel entonces una literatura propia y que el Lacio se encontraba en este aspecto en mantillas; en Roma enseñaban maestros griegos, y los jóvenes que tenían recursos se trasladaban a la propia Grecia, centro y faro luminoso de toda creación literaria y artística. En las obras virgilianas -como veremos luego en La Eneida- se aprecian ideas, imágenes, comparaciones e incluso párrafos de los autores griegos antes mencionados, a los que nuestro poeta, numen de Roma, cambia unas veces el ropaje y otras, sencillamente, el colorido, con lo que se muestran con matices más humanos, más alegres, más llenos de encanto. Bellessort, un sutil, entusiasta y fino comentarista, nos resume en un ejemplo la seducción que se apodera del alma del lector de Virgilio, valiéndose de un paralelismo en el modo como Teócrito y Virgilio desarrollan una misma idea. Teócrito dice: «Galatea trata de alcanzarme con una manzana»; Virgilio, en cambio: «Galatea me tira la manzana y se oculta detrás de los sauces, deseando ser vista». El comentarista subraya así la superioridad de Virgilio sobre su maestro griego: «Hace más de mil novecientos años que esa manzana rueda ante nuestros ojos y que los sauces nos avisan con guiños que allí está Galatea.»

    En resumen: aquellos tres grandes autores -Teócrito, Hesíodo y Homero- y los tres grandes géneros que representan -Teócrito el bucólico, en los Idilios: Hesíodo el didáctico, en Los trabajosy los días: Homero el épico, en la Ilíada-  quedan, en la literatura latina, acaparados, realizados por una misma persona, Virgilio, con sus tres inmortales obras: Églogas o Bucólicas, de género pastoril; las Geórgicas, de género didáctico; y La Eneida, de género épico, poemas que fueron escritos en este mismo orden cronológico.

    Tras haber permanecido en Nápoles cinco o seis años, Virgilio llega a Mantua, cumplidos sus veintiuno, con una cultura vasta y selecta: ha estudiado Filosofía, Retórica, Matemáticas, Cosmología, Historia, Derecho y Medicina. En Mantua va a ocuparse con gran celo de la heredad paterna. Empero por tres veces se verá despojado de esa hacienda, y en una de esas ocasiones tendrá que arrojarse al río para salvar la vida ante las violentas amenazas de la soldadesca. Son los años turbulentos que siguen al asesinato de julio César. Con todo, por intervención de Mecenas, ministro de Augusto, y favorecido por el propio emperador, se le devuelven sus tierras y se le otorga una indemnización en metálico. Ya en la paz de los campos de Mantua puede escribir sus Églogas, dechado de primores artísticos y literarios, y expresa su agradecimiento en dos de los diez breves poemas pastoriles de que consta la obra.

    Las Églogas o Bucólicas fueron escritas entre los años 42 y 39 a. de J.C. Es notable la perfección formal de sus hexámetros, y quizás debamos ver en ellas, si no lo mejor de la obra de Virgilio, sí lo más genuino de su producción literaria, en el sentido de que la personalidad del poeta parece decantarse más puramente en este género pastoril, que en el didáctico e incluso que en el épico donde, en ocasiones, Virgilio se mueve con cierta dificultad. El poeta siente las cosas en cuanto son bellas, hasta el punto de idealizarlas y de reflejar más su propio sentimiento de belleza que el misterio de las cosas en sí mismas. Esto equivale a una evasión de la realidad, que en el caso de Virgilio no es una actitud consciente y pretendida, sino absolutamente ingenua y casi instintiva. No cabe, pues, hablar de esteticismo, pero sí hay que subrayar en el poeta mantuano una particular vivencia de lo bello, ya se trate de la naturaleza, del mito, o de los valores morales y religiosos. Así no puede extrañarnos que el universo virgiliano se pueble de alegorías, evocaciones y presagios, donde los hechos pierden un poco su propio valor y su importancia, para convertirse en luminosos destellos de otra realidad: la que el poeta siente. Al acercarse a la naturaleza, Virgilio sabe captar como pocos su relación con el hombre; no la describe ni la canta, sino que la reconstruye a través de impresiones visuales, táctiles, sonoras, que obedecen y nos revelan su propio estado de ánimo. Del mismo modo, cuando aborda el tema épico -que él mismo reconoce superior a sus fuerzas-, lo más valioso de su obra no será la vasta concepción del poema, sino su extraordinaria riqueza de detalle.

    Virgilio es, en efecto, un poeta de detalles. Lo de menos es la artificiosidad de un lenguaje, que muestra una clara voluntad de arte y ofrece huellas de laboriosos retoques, siempre aspirando a la perfección. Lo de menos son también las significaciones alegóricas o incluso las referencias adulatorias que se leen entre líneas o descaradamente... Todo ello cede cuando, a través de un verso, de un adjetivo acaso, se nos revela la soberana belleza de su mundo interior.

    Virgilio poseía un espíritu selecto; era un observador sutil, pertinazmente reflexivo y dotado, además, de una gran memoria. Sumamente humano hacia sus semejantes, le afectaban en lo más vivo las angustias, las contrariedades y los problemas de la vida. Respetaba piadosamente a las divinidades y sentía aversión por todo lo nefasto, pero era comprensivo y misericordioso. Dentro del medio ambiente en que vivía, se le podía considerar como un hombre perfecto y ejemplar; ello explica que, andando el tiempo, los Padres de la Iglesia se sintieran prendados por la grandeza de su alma y llegaran a definirla como un anima naturaliter christiana (un alma espontáneamente cristiana), con evidente exageración. Lo que sí se puede afirmar es que su personalidad no era nada común y que, por más que él mismo no se percatara de ello, estaba muy por encima de las mezquindades que lo rodeaban. Poseía también un fino y delicado humor. A este respecto, se cuenta de él un hecho anecdótico que lo retrata certeramente:

    Cierto día debía celebrarse en el circo de Roma un festival entre los más notables de la ciudad, pero la víspera se desencadenó un furioso temporal de agua, que impidió la realización del espectáculo. En la puerta del palacio imperial apreció este dístico:

    Nocte pluit tota, redeunt spectacula mane. Divisun imperium cum Iove Caesar habet.

    (Llovió toda la noche, se celebran las fiestas por la mañana: es que César comparte el imperio con Júpiter.)

    El dístico había sido escrito por Virgilio, pero un tal Batilo pretendió que era suyo para conseguir una recompensa del emperador quien, sin duda, iba a mostrarse generoso con el poeta que había sabido transformar una solemnidad pasada por agua en una prueba de su familiaridad con Júpiter, el dios supremo de los elementos. Virgilio, indignado, escribió en la misma puerta otro dístico, repitiendo cuatro veces los dos primeros pies del segundo verso:

    Hos ego versículos feci: tulit alter honores. Sic vos, non vobis... Sic vos, non vobis... Sic vos, non vobis.. . Sic vos, non vobis... (Yo hice estos versos; otro se llevó los honores. Así vosotros, no para vosotros...

    Esperaba que el sedicente versificador acabara el pentámetro en las cuatro líneas repetidas, pero el tal Batilo fue incapaz de rellenarlas y Virgilio, demostrando su habilidad métrica, las completó del siguiente modo:

    Sic vos, non vobis nidijicatis, aves. Sic vos, non vobis vellerafertis oves. Sic vos, non vobis mellijicatis, apes. Sic vos, non vobis fertis aratra, boves. (Así vosotras, no para vosotras, hacéis nido las aves... lleváis, ovejas, lana... fabricáis miel, abejas...y lleváis, bueyes, el arado.)

    Se cuenta también que Virgilio mantenía relaciones ilícitas con una dama patricia de peregrina hermosura; pero, al parecer, ésta tenía un corazón duro y era amiga de gastar bromas pesadas. Por encargo suyo, una dueña o esclava propuso al poeta introducirlo, durante la noche y en secreto, en la habitación de su señora, que se hallaba en lo alto de una torre que flanqueaba el palacio. El único medio, pues, que Virgilio tenía para llegar allí era el de meterse en una cesta que, suspendida de una cuerda, la esclava cuidaría de izar. Nuestro poeta aceptó de buena fe y, en efecto, la cesta comenzó a subir hasta alcanzar la barbacana de la torre. Pero allí se detuvo, sin que nadie acudiera a descolgarlo; y Virgilio se encontró entre el cielo y la tierra, expuesto a las burlas de los madrugadores que se regocijaron con la estratagema de que había sido víctima el genial poeta. Nuestro Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita, se hace eco de este suceso cuando escribe en su Libro de Buen Amor:

    «Al sabidor Virgilio, como dice en el texto, engañólo la dueña, cuando lo colgó en el cesto, eoidando que lo subían a la torre, por esto. »

    A esta anécdota se refiere también un grabado de Lucas de Leyden, de 1525, en el que se representa a Virgilio dentro de un cesto y colgado de la ventana de una casa, mientras que en otra ventana próxima se ve a una mujer que excita a los transeúntes a burlarse de él.

    Por espacio de unos cuatro años trabajó Virgilio en la realización de sus Églogas, obra primera en la que nuestro vate se nos muestra magnífico, excelso y ya formado. El crítico y poeta francés Charles-Augustin de Sainte Beuve (1804-1869) nos dice que «Virgilio llevaba en sí las claras y abundosas fuentes que solo esperaban una señal y un plano inclinado para saltar y convertirse en río caudaloso»; ambas cosas iba a encontrarlas en Mecenas. Este, que lo apreciaba sinceramente, se hallaba interesado en encauzar las energías de su pueblo hacia la agricultura, un tanto desprestigiada por aquel entonces como oficio de esclavos. Con el fin de ensalzarla, encomendó a Virgilio un trabajo sobre este tema. Y fue así como, marchando a Nápoles, lejos del barullo de la Urbe, escribió el poema geopónico que lleva por título Geórgicas.

    Las Geórgicas ocuparon a Virgilio durante casi ocho años, del  37 al 30 a. de J.C. Había ya un lejano precedente en un poema de Hesíodo -Los trabajos y los días- y, en ciertos aspectos, existía una tradición literaria de este tipo mantenida por algunos poetas alejandrinos. Pero al primero solo le es deudor en el sentido religioso de su obra, y de los alejandrinos no toma nada más que el modelo poético. Cabe señalar otras fuentes de mayor importancia en los escritos de Varrón -De re rustica, publicado en el año 37 a. de J.C. o en los de Catón y Julio Higino, que Virgilio debió utilizar sin duda para documentarse. Pero es a Lucrecio a quien debemos remitirnos para encontrar la verdadera fuente de la inspiración virgiliana en este poema. Cierto que entre los dos se da una notable diferencia: Lucrecio es un filosófico y se asoma a la naturaleza a través de una meditación interior que proyecta en ella las luces y las sombras de su agitado espíritu; Virgilio, en cambio, se siente unido a la naturaleza como el campesino que vive con sus estaciones, que aspira sus esencias, que siente mecida su alma por el mismo viento que agita las hojas de los árboles. Este es su secreto.

    Nuestro poeta ha alcanzado ya la cima de la gloria literaria. Su prestigio está asegurado y puesto muy por encima de sus contemporáneos. Pero aún le quedaba por escribir su obra más ambiciosa: el gran poema épico de Roma. Poco sabemos acerca de su génesis, pero es de suponer que, como las Geórgicas, el impulso previo vendría dado por alguna instancia superior, en la línea de la política de Augusto y de sus colaboradores. Estos, quizás más que el propio poeta, sentían la necesidad de dotar a Roma de un poema épico nacional. Consciente de la envergadura de semejante proyecto, Virgilio no regateó esfuerzos para llevarlo a término. Así vemos que, para mejor estudiar sus modelos, se traslada a Grecia y visita las comarcas del Asia Menor donde había situado Homero las acciones de sus poemas. Residió en Patrás, Corfú, Creta y Atenas. Aquí, una vez terminada La Eneida, se encontró con el emperador Augusto que regresaba de Oriente. Quiso este que el poeta volviera con él a Roma, como así lo hizo; pero Virgilio falleció al llegar a Bríndisi (entonces Brundusium), muy quebrantada ya su precaria salud por las fatigas del viaje. Esto ocurría el año 19 a. de J.C. Fue trasladado luego a Nápoles y sus restos fueron incinerados en Puteoli, cerca de la ciudad, en cumplimiento de su voluntad. Sobre su tumba se grabó el siguiente dístico que, en opinión de algunos fue escrito por el propio Virgilio:

    Mantua me genuit: Calabri rapuere: tenet nunc Partenope: cecini pascua, rura, duces. (Mantua me engendró; Calabria me ha arrebatado: ahora me guarda Nápoles: fui cantor de los prados, los campos, los caudillos.)

    Virgilio dejó como herederos suyos a Valerio Prócul, Augusto, Mecenas, Lucio Valerio y Plocio Tueca. En su testamento ordenó que se quemara...

    La Eneida

    El magistral A. Belles nos dice en su estudio sobre La Eneida que «su composición es de una seguridad y de una habilidad incomparables. No conocemos un poema mejor ni tan bien compuesto como La Eneida. Sus libros son como unas galerías de cuadros, cuyo esplendor nos hace pensar a menudo en la suntuosidad luminosa de los grandes maestros del Renacimiento.

    Ante tanta grandiosidad, los que tenemos la osadía -porque realmente es así- de emprender la tarea de poner en conocimiento de nuestros compatriotas las bellezas de esta obra maestra de la literatura, quedamos como adormecidos por el aroma que desprende y, en parte, nos hacemos por ello mismo ineptos para lograr ese difícil cometido. La experiencia nos dice que muchas veces la mente se detiene en un verso, que se lee y vuelve a leer casi instintivamente, mientras en lo profundo del subconsciente brota una admiración muy queda y el tiempo se desliza de un modo insensible.

    «El traductor -continúa el citado humanista- tiene conciencia en cada instante de haber descolorido y marchitado esos bellos versos, a los que la muerte misma de la lengua que ellos engalanaron impidió envejecer, protegiéndolos de las injurias del tiempo. Tienen la fuerza y la gracia, la brevedad marmórea de las inscripciones, el mismo desarrollo flexible de las olas que tan a menudo los han visto nacer...»

    LIBRO I. Comienza La Eneida no precisamente por el principio lógico, sino con una especie de llamada a la atención del lector sobre el ya antiguo antagonismo de las diosas Juno y Venus. Vemos ya al héroe troyano en medio del mar, en la travesía de Sicilia a Libia, combatido por la tempestad, en pos del destino que le fijaron los dioses; por él, para cumplirlo, Eneas resistirá a toda fuerza que se le oponga, incluso -como lo hiciera Ulises con Circe y con la voz de las sirenas- a la sutil violencia de una pasión fogosa: la de la reina Dido.

    Esta se encuentra absorta en la febril construcción de las murallas de Cartago. Perseguido por Juno, la rencorosa esposa de Júpiter, llega aquí Eneas. ¿Cómo presentarse? Venus resuelve la incertidumbre de su hijo y acude con solicitud maternal para aconsejarle que se dirija a la reina de Cartago. La presencia del héroe troyano subyuga irresistiblemente a Dido, y todavía más cuando entra en escena el Amor quien, a petición de su madre Venus, consiente en tomar la apariencia de Ascanio o Iulo, el hijo de Eneas.

    LIBRO II. Sobre la grandiosidad y belleza de este libro II, remito al lector al hermoso y magistral estudio y comentario del entusiasta virgilianista y particular amigo Javier de Echave-Sustaeta, en su libro Virgilio y nosotros. El libro de Troya (1964).

    Cuenta Eneas su odisea, a instancias de Dido, que estará pendiente de sus labios y que luego, en el libro IV, dirá a su hermana:

    Anna soror, quae me suspensam insomnia terrent! quis novus hic nostris successit sedibus hospes!

    (¡Ana, hermana mía, qué visiones nocturnas me llenan de terror, dejándome en suspenso! ¡Qué extraordinario huésped ha entrado en nuestra casa!) (vv. 9-10)

    Empieza Eneas su apasionante relato por el momento en que los griegos fingen que han abandonado el asedio de Troya, dejando ante la ciudad el colosal caballo de madera, al parecer como desagravio a Minerva por el robo del Paladión. Cuenta cómo Príamo, en otros tiempos señor del Asia, se compadece de lo que explica Sinón, el cual finge a las mil maravillas y logra atraerse la confianza de los troyanos. Laocoonte recela; pero a la muerte trágica de

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