Elogio del caminar
Por Leslie Stephen y Manuel Marsol
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En esta obra breve y honesta, acompañada de las magníficas ilustraciones de Manuel Marsol, Leslie Stephen defiende una de sus pasiones: «Es posible que me arrepienta en algún momento de algunos placeres que no merecen tal calificación, pero el placer que aquí me ocupa es señalada y fundamentalmente inocente. Caminar es a las actividades lúdicas lo que labrar y pescar son a la industria: es primitivo y simple; nos pone en contacto con la madre tierra y la sencilla naturaleza; no requiere de un equipo complejo ni de un entusiasmo fuera de lo común».
Leslie Stephen
Leslie Stephen (Londres, 1832-1904), padre de la famosa escritora Virginia Woolf, fue una de las más eminentes figuras de la Inglaterra victoriana. Entre sus muchos trabajos sobre pensamiento político y literatura, destacan especialmente History of English Thought in the Eighteenth Century (1876), The Science of Ethics (1882) y su contribución al monumental Dictionary of National Biography (1885-1891). Además, fue editor del Alpine Journal, cofundó el Alpine Club y fue uno de los primeros en coronar, durante la edad de oro del alpinismo, todas las altas cumbres de los Alpes.
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Elogio del caminar - Leslie Stephen
Leslie Stephen
ELOGIO DEL
CAMINAR
Ilustraciones de
Manuel Marsol
Traducción de
Andrés Catalán
019imagenDicen los moralistas que cuando un hombre empieza a envejecer podría hallar algún consuelo a los crecientes achaques si echa la vista atrás a una vida bien aprovechada. No hay duda de lo grata que debe resultar esa retrospección, pero la pregunta que se hará más de uno es si habrá en su vida suficientes motivos para la autocomplacencia. ¿Qué parte de la misma, de haber alguna, ha sido bien aprovechada? Me parece pertinente contestar que, por lo que a mi respecta, cualquier parte en la que hubiera un verdadero disfrute. Si alguien propusiera añadir el adjetivo de «inocente», no pondría reparos a la enmienda. Es posible que me arrepienta en algún momento de algunos placeres que no merecen tal calificación, pero el placer que aquí me ocupa es señalada y fundamentalmente inocente. Caminar es a las actividades lúdicas lo que labrar y pescar son a la industria: es primitivo y simple; nos pone en contacto con la madre tierra y la sencilla naturaleza; no requiere de un equipo complejo ni de un entusiasmo fuera de lo común. Resulta adecuado incluso para los poetas y filósofos, y quien quiera disfrutarlo de verdad ha de estar al menos predispuesto a convertirse en un devoto de la «querúbica Contemplación».[1] Ha de ser capaz de disfrutar de su propia compañía sin el estímulo añadido de las actividades físicas más intensas. Siempre he sido un humilde admirador de la excelencia atlética. Sigo profesando, a pesar de que los doctos pedagogos se echen las manos a la cabeza, la misma veneración que antaño por los héroes del río y del campo de críquet. A mis ojos conservan aún el aura que los rodeaba en los días en que el «cristianismo muscular»[2] empezó a predicarse por primera vez y el único deber del hombre se reducía a sentir temor de Dios y a caminar mil kilómetros en mil horas. Me alegro de ver cómo últimamente las oleadas de ciclistas vuelven a animar las desiertas carreteras o al comprobar cómo incluso nuestros más respetados contemporáneos se entregan con juventud renovada a los absorbentes placeres del golf. Y si bien respeto que se disfrute genuinamente de los ejercicios varoniles, solo lamento la ocasional mezcla de motivaciones menos nobles que acaben conduciendo a su degeneración. Ahora bien, uno de los méritos de caminar es que sus verdaderos devotos no están demasiado expuestos a semejantes tentaciones. Por supuesto, se da el caso de caminantes profesionales que establecen «récords» y buscan el aplauso de las masas. Cuando leo las maravillosas hazañas del inmortal capitán Barclay[3] siento una respetuosa admiración, pero me temo que su motivación se deba más a la vanidad que a las emociones