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Agente Castor
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Libro electrónico207 páginas2 horas

Agente Castor

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Novela ganadora del Concurso de Literatura Policial "Aniversario de la Revolución" en el año 2001. La obra recoge la labor de contrainteligencia que desarrolla el protagonista para desenmascarar las acciones enemigas contra Cuba: sabotajes a puntos económicos, infiltraciones desde La Florida y acciones de extrema violencia. La utilización de un lenguaje claro y sencillo, así como el planteamiento de una estructura novedosa, son elementos que se unen para entregar al lector una obra sumamente atractiva.
IdiomaEspañol
EditorialRUTH
Fecha de lanzamiento30 dic 2023
ISBN9789592116511
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    Agente Castor - Joaquín G. Santana

    Primera Parte

    1

    El pequeño aerotaxi se elevó al cielo azul y abandonó Bridgetown. Barbados, abajo, mostraba sensualmente los pechos arenosos de sus playas. No se veían nubes, el sol ganaba altura y las quillas de los yates de recreo dibujaban finos ríos de espuma en las proximidades de la costa. Un pasajero comenzó a cantar, indiferente al resto, y a Javier le fue fácil adivinar que era un calypso aquella melodía.

    El hombre iba a su lado, enfundado en un blanco ensemble caribeño, con el pelo duro batido a la moda, y un rostro que guardaba un parecido extraordinario al de Harry Belafonte. De pronto interrumpió su canto, mirando en torno como si hubiera despertado de un letargo, y Javier le sonrió.

    Detrás, imperturbables, viajaban un anciano de apariencia hindú y un pasajero de guayabera blanca, rabiosamente bordada en color carmelita, con el pelo lacio y entrecano. Tenía el porte impecable de un inglés, pero sus movimientos rápidos le daban el aspecto de un latino que había recibido educación sajona.

    El piloto, entretanto, ya liberado de los auriculares, tenía la vista fija en la resplandeciente línea del horizonte.

    —¿Viaja a Santa Lucía? —preguntó el mulato.

    —No. Voy a La Guadalupe —respondió Javier.

    —¿Puertorriqueño?

    —Venezolano.

    El hombre comentó que nunca había estado en Venezuela. Era jamaicano, tenía treinta y cinco años y representaba en el Caribe una firma norteamericana de hojas de afeitar. Le iba bien en su gestión de venta, ganaba buen dinero, pero estaba harto de tanto aeropuerto y tanto hotel.

    —Si pudiera —dijo— montaría un negocio que me permitiese residir más tiempo en mi casa de Kingston.

    Allá tenía una mujer bonita, dos hijas y una madre anciana. Se quejó, además, de vivir volando de Saint John’s (en Antigua) a Codrigton (en Barbuda); de Roseau (en Dominica) a Saint Georges (en Granada). De Fort France (en Martinica) a la pequeña Plymouth (en Montserrat). Estaba cansado de dar vueltas y más vueltas en torno a estas islas.

    —Yo debiera hablar perfectamente el español —concluyó—. Mi madre es cubana.

    —¿Cómo dijo?

    —Mi padre cortaba caña en Cuba. Doce años estuvo por allá. ¿Ha estado en Cuba?

    —La visité dos veces. Hace mucho tiempo —respondió el cubano.

    —¿Antes de Castro?

    —Antes y después.

    El pasajero de la guayabera bordada estaba atento a la conversación. Javier lo había advertido y lo venía observando, de reojo, desde el instante en que el hombre orientó el oído izquierdo hacia ellos, tratando de escucharlo todo con mayor precisión. El hindú, sin embargo, permanecía absorto.

    —Me gustaría volver a La Habana. Se habla mucho de Castro, de sus atletas, de sus médicos. La batalla que libró por el niño balsero fue tensa y difícil —comentó Javier, alzando el tono deliberadamente, con el propósito de desinformar al supuesto sajón—. Quisiera saber cuánto hay de verdad o mentira en lo que se dice hoy por hoy. Voy perdiendo confianza en cierta prensa.

    —Yo estuve en Cuba hace tres años —intervino el hombre de la guayabera, que hablaba español perfectamente—. Soy periodista y trabajo en la Associated Press. Fui a La Habana con un equipo de boxeadores norteamericanos.

    —¿Cómo encontró aquello? —preguntó el mulato.

    Javier, entonces, giró a la derecha y observó al hombre, que ahora sonreía.

    —Creo que he cometido una indiscreción —dijo el desconocido—. Quisiera presentarme… Me llamo William Meredith.

    —No se preocupe, Mr. Meredith —dijo Javier—. Hablábamos de Cuba y eso interesa a todo el que vive en el Caribe.

    —Resido en Puerto Rico —respondió Meredith.

    —Habla buen español. Casi no tiene acento —recalcó Javier—. Supongo que su lengua natal es el inglés.

    —A mí me parece un español perfecto —intervino el mulato.

    —Conservo algo de mi lengua natal. Soy neoyorquino —aclaró el pasajero—. Pero trabajo en San Juan por más de veinte años.

    Javier, satisfecho, lo incitó a hablar de Cuba. El mulato le puso especial atención a la opinión del norteamericano. El hindú, recogidas las manos sobre el pecho, parecía dormir profundamente. Mr. Meredith le dio una larga chupada a su pipa y comenzó a contar sus ya distantes impresiones de Cuba.

    —La Habana es bella, hay que admitirlo, pero es muy escasa su vida nocturna, salvo en las cercanías del antiguo Havana Hilton y el moderno Meliá Cohiba

    —dijo—.El gobierno ha instaurado controles muy bien disimulados, es decir, posee un mecanismo, apenas perceptible, que está a cargo de lo que ellos llaman Comités de la Revolución. La vigilancia existe, uno la siente, pero no la observa a simple vista. Salvo en el llamado Centro Histórico, donde pululan los agentes. Incluso, con perros feroces.

    —¿Qué piensan de Castro los cubanos? —preguntó Javier.

    —No entiendo su pregunta —respondió el neoyorquino, observándolo ahora con mal disimulada curiosidad.

    —El señor pregunta si lo quieren o no —aclaró el mulato, y Javier se sintió agradecido por la intervención.

    —La respuesta no es fácil —comentó Mr. Meredith.

    —¿Por qué no? —insistió el jamaicano.

    —No es fácil para mí, quise decir. Trabajo para la Associated Press. Mi punto de vista está condicionado. No estoy preparado para responderles objetivamente. Javier reflexionó que en aquel hombre, a pesar de

    todo, aún quedaba un resquicio de honestidad profesional. Pero, de inmediato, rectificó esa primera reflexión.

    ¿No estaría jugando un papel que le permitiera ganar su simpatía? El mulato insistió pero infructuosamente, y todo concluyó con un ronquido del hindú que, allá en la cabina, hizo al piloto volver la cabeza y arrancó una imprudente carcajada al elegante distribuidor de hojas de afeitar en el Caribe. El norteamericano, más sosegado, se reclinó en su asiento y fijó la mirada en las aguas azules que la aeronave sobre-volaba. Javier, por su parte, cerró los ojos y se dispuso a descansar. Y el mulato tarareó, por lo bajo, otro calypso, más triste y sensual que el anterior.

    Noticias de Miami. (Carta de Miriam.)

    Aragón se perdió. No lo he visto en los últimos tiempos. La panameña que vivía con él me dijo que se habían separado. Dicen que se fue a New York o New Jersey. Yo no sé dónde está, pero sospecho que no anda en nada bueno. Se ha vuelto extraño.

    2

    Ingrávidamente, como un pajarito de papel, el pequeño aerotaxi giró en lo alto de Castries. Todavía en las casas de Santa Lucía se observaban las huellas del paso de un ciclón que había ocasionado cuantiosos daños meses antes. Algunos techos aguardaban por su restauración. La vegetación, bastante tupida al centro de la isla, permitía, sin embargo, caudalosos e innumerables saltos de agua cristalina. Era muy escasa la población del interior. Apenas se mostraban visibles las aisladas viviendas rurales.

    Después, el verde intenso cedió al azul costero y, al descender la nave, Javier descubrió a un pequeño grupo de turistas que corrían divertidos por la blanca arena, agitando pamelas y toallas. Entretanto, con suavidad de pluma, la pequeña aeronave tocó tierra, y se detuvo al final de la estrecha pista.

    —Me quedo en Castries —dijo el mulato.

    —Sigo a La Guadalupe —respondió Javier.

    Se despidieron con un fuerte estrechón de manos. El hindú abrió un ojo. Bostezó. Volvió a sumirse en el silencio. Mr. Meredith pegó la frente al cristal de la pequeña ventanilla. El norteamericano despedía un fuerte olor a picadura rociada con miel.

    Javier lanzó un vistazo al exterior y observó a un pequeño grupo de jóvenes negros que se disputaban el traslado del equipaje del mulato. En el interior de la chata instalación del aeropuerto, una casita pintada de verde con apariencia de reducida vivienda familiar, vio desaparecer al jamaicano. Consultó, entonces, su mapa de bolsillo. La próxima escala sería Fort de France, en Martinica.

    Recostó la espalda al asiento de cuero y revisó mentalmente las últimas instrucciones recibidas.

    "—En Guadalupe te estará esperando una mujer

    —le había dicho Marcelo—.Esa mujer se sentará a

    tu lado en la sala de emigración. No debes hablarle

    ni mirarla. Ella pondrá un catálogo en el asiento y se levantará. Lo dejará olvidado. Se trata de una guía para turistas. Tómalo y busca, en ese catálogo, el nombre de un hotel que estará subrayado en rojo. Habrá otros nombres de hoteles subrayados en colores diversos. El tuyo es el rojo y no otro. Allí te hospedarás".

    Castor en soliloquio

    PRINCESITA DE LOS PIES DESCALZOS

    Una noche a Gardenia se le ocurrió hablar como los pieles rojas de las películas norteamericanas. Lo hizo con mucha gracia, y se ató a la cabeza una pluma de gallo.

    —Cara pálida —dijo—, ahora que luna colgar del cielo, yo querer tú invitarme.

    Hablaba con gran solemnidad. Ni una sonrisa se asomaba a sus labios.

    —Si no tener dinero —continuó—, Princesita de los

    Pies Descalzos enseñar a ti a fabricarlo con cáscaras de huevo.

    Gardenia entornaba los ojos al hablar. Y engolaba

    la voz:

    —Yo querer visitar casa de los sueños de los hombres blancos —confesó. Luego, hizo una reverencia muy graciosa.

    Me dio un beso en el portal en sombras. Y nos fuimos al cine.

    A ver Picnic.

    3

    En Martinica se quedó el hindú. Mr. Meredith seguía a Guadalupe. Javier lo vio consultar su agenda y hacer marcas al margen de una extensa relación de nombres. A ratos, el norteamericano se concentraba en el paisaje.

    Parecía cansado, pero no dormía. Sus pupilas inquietas, detrás de los gruesos lentes, se movían incesantemente. Daba la impresión de vivir en un permanente estado de ansiedad. Javier, agotado, se aflojó el nudo de la corbata. Cerró los ojos. Recordó, sin quererlo, a la adorable Marie-Anne:

    Tenía la magia y el encanto haitianos. La conocí en Moscú. Acompañaba a un grupo de comerciantes canadienses. Nos encontramos por primera vez en el restaurante del Hotel Budapest. Aquella noche me dijo cosas lindas. Comentábamos las virtudes del Planter’s Punch (ron, angostura, agua de soda, jugos de naranja o de limón y hielito frappé), un coctel caribeño casi desconocido para los europeos. De pronto, Marie-Anne me miró a los ojos y me rogó le permitiera leer mis manos. Y acepté.

    Ella se concentró mentalmente. Se mantuvo mucho rato observando la palma de mi mano derecha. Lo que dijo después jamás lo he olvidado. Fue como si recitara un poema. A veces la voz se le quebraba, y trascendía un poco de tristeza muy antigua a sus labios de fino y limpio trazo. Entonces levantaba la mirada y parecía fijar sus grandes ojos negros en un punto neutro donde buscaba mi alma.

    "—Has estado jugando con la vida —me dijo Marie-Anne—. Es como si morir no te importara. No veo claro por qué vives así. Se me confunden las líneas de tu mano. Pero sé que te mueve un gran amor; que estás cargado de ternura infantil. Eres como un niño grande.

    Alguien capaz de amar con la fuerza de un dios. ¿Tú crees en Dios, cubano? No necesito que lo niegues. Lo veo aquí, lo veo en esta línea curva descendente. Tú no crees en Dios. Pero, crees en algo que llevas muy adentro. Algo que te calienta el corazón. Una pasión secreta. También dice tu mano que algún día, en algún sitio de este mundo, una mujer te mirará a los ojos y te confesará que tú le gustas. Te rozará la piel y sentirás que arde. Y va a quemar tu cuerpo con su cuerpo. Te va

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