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Una libertad merecida
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Una libertad merecida

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En esta primera novela histórica de gran envergadura ambientada en la Norte América colonial, dos jóvenes sirvientes contratados anhelan ser libres, vivir y amar...

1729: Blair Eakins es un escocés del Ulster de quince años que vive en Irlanda bajo el peso aplastante del hambre, la pobreza y los prejuicios contra su gente. En busca de un mejor futuro para él y su amada, paga su propio pasaje a las colonias americanas de la única manera que puede: se contrata como sirviente durante cuatro años, sin tener idea de lo que le espera. Su difícil travesía por el océano es sólo el comienzo de una nueva vida llena de dificultades en Filadelfia.

En Londres, Mallie Ambrose, una carterista huérfana de diez años, es arrestada por robarse un pañuelo. Después de vivir el horror de la prisión de Newgate, es sentenciada a "destierro penal", a ser sirvienta exiliada a las colonias norteamericanas. Una vez en Maryland, un tiránico plantador de tabaco la compra por un plazo de siete años.

Blair y Mallie soportan condiciones infernales hasta que sus caminos se cruzan cuando los compra el mismo amo. Después de que Blair interviene para defender a Mallie de este cruel hombre, los dos escapan y toman rumbo hacia el oeste, en donde los indios Delaware se convierten en sus improbables aliados. Pero al ser fugitivos sin derechos, viven con el temor constante de ser capturados.

Indra Zuno retrata vívidamente el terror y la injusticia de la servidumbre por contrato en Norteamérica antes de la Revolución, y le apuesta al espíritu indomables de dos valientes sobrevivientes que luchan contra obstáculos monumentales para ser libres de amarse y labrar su propio destino.

Ganadora del primer lugar, premios Benjamin Franklin IBPA 2021.

La novela de Zuno es una espléndida epopeya histórica con personajes complejos y escenarios ricamente dibujados... Una trama consumada y conmovedora de una nueva y prometedora autora de ficción histórica. Kirkus.

La seductora saga de Zuno logra un equilibrio uniforme entre narrativa informativa y diálogos matizados y hasta incluye una pizca de humor... En general, esta combinación bien lograda de investigación, caracterización, y progresión de la conmovedora trama deberá gustarle a quien le interese la ficción histórica entretenida y creíble. BlueInk.

Animada por cautivadores detalles históricos, Una libertad merecida es una fascinante historia de amor y crecimiento. Calificación Clarion: 5 sobre 5.

IdiomaEspañol
EditorialIndra Zuno
Fecha de lanzamiento9 dic 2023
ISBN9781734165234
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    Una libertad merecida - Indra Zuno

    PRIMERA PARTE

    Capítulo 1

    6 de julio de 1729

    Londres, Covent Garden

    La niña se encontraba sentada en el suelo del apartamento de una sola habitación, con las piernas cruzadas, de espaldas a la ventana rota. Un gato pardo rozó su falda de lino azul, mugrienta y cubierta de remiendos. La niña lo levantó, sacudiéndole del pelaje escamas de pintura que las paredes desprendían constantemente. El gato acarició con su hocico la mejilla de la niña, blanca cual leche. Una cicatriz rosada se dibujaba desde el rabillo del ojo derecho de la niña hasta la barbilla. Observaba fascinada a una joven con pecas y de pelo castaño, la cual vestía solamente un fondo y levantaba los brazos por encima de la cabeza mientras otras dos mujeres le colocaban una especie de domo hueco de corcho sobre el abdomen y se lo ataban con cordeles. La niña soltó una risita, un trinar que, aunado a su delgado cuerpo, la hacía parecer menor de los diez años que tenía. Acomodó al gato entre sus faldas y sonrió cuando el animal se acurrucó de manera que parecía un charquito de pelo, cálido y ronroneante.

    La mujer señaló con impaciencia unas enaguas, un vestido y unos guantes que estaban dispuestos sobre la única cama de la habitación.

    —Tráeme la ropa, Mallie.

    La niña puso cuidadosamente al gato en el suelo y se puso de pie con un movimiento ágil. Le dio la ropa a la mujer y se sentó en el borde de la cama.

    —No te sientes en la cama —le espetó la mujer.

    —No me iba a dormir —dijo Mallie en voz baja. Volvió a sentarse en el suelo y acomodó al gato en su regazo—. ¡Lizzie! —exclamó cuando la mujer terminó de vestirse—. ¡De verdad parece que vas a tener un bebé!

    Lizzie se pegó un parche de terciopelo en forma de corazón en la mejilla derecha, para indicar que era una mujer casada.

    —¿Quién va a ser mi sirvienta hoy? —Se dirigió a una de las mujeres que le habían colocado el vientre falso—. ¿Winnet?

    —Sí, me toca a mí —dijo la mujer.

    —Mallie, levántate —dijo Lizzie.

    —¿No puedes llevar a Betsy?

    —Levántate.

    El gato se quejó con un maullido al sentir que lo alzaban de nuevo, y Mallie le besó la cabeza antes de depositarlo en el suelo. Mallie se levantó, esta vez de mala gana, y agarró una cesta cubierta con un trapo de lino. Winnet encendió una vela y guio el camino por la estrecha escalera sin ventanas, oscura incluso en pleno día, tres pisos debajo de la planta principal. Salieron para adentrarse en las sombras proyectadas por los edificios que se alzaban a ambos lados del callejón que llevaba a la calle. En la acera esquivaron un caballo muerto, y Mallie se incorporó a la densa multitud de peatones, caminando adelante de Lizzie y Winnet. Cuando llegaron a la calle Grace Church, Mallie se apartó para dejarlas pasar. Luego cruzó la calle y las siguió, evitando cuidadosamente los montones de estiércol y los charcos pútridos de lluvia y orina. Un humo sulfuroso de carbón parecía salir de todos los edificios —las fábricas de loza, las herrerías, los talleres de vidrio soplado, y las casas— envolviendo todo y a todos. Un joven limpiabotas situado en una esquina levantó la vista y sonrió, pausando su labor un momento.

    —¡Mallie!

    Mallie saludó alegremente con la mano y, sin desacelerar el paso, señaló hacia Lizzie. El limpiabotas asintió, entendiendo, y volvió a sus labores. Manteniendo siempre la distancia con Lizzie y Winnet, Mallie se abrió paso entre la gente de la alta burguesía, una lechera, un judío que vendía naranjas, un niño que vendía ratoneras, mendigos blancos y negros y soldados con patas de palo, hasta llegar a los terrenos bien cuidados de los Jardines Drapers. Un hombre con un bastón de bambú tallado saludó a Lizzie con «Buenos días, señora» mientras se metía un pañuelo de seda en el bolsillo derecho del abrigo. A su lado, su esclavo negro se ajustaba el turbante verde brillante. Mallie observó cómo Lizzie fingía tropezar y se dejaba caer de sentón; de no haber sabido que era una treta, Mallie habría creído que en realidad se había caído. Tal cual Mallie esperaba, una multitud rodeó a Lizzie, como peces atraídos por la comida esparcida en la superficie de un estanque. La pesca estaba a cargo de Mallie.

    —¿Está herida, señora? —preguntó Winnet con voz alarmada, interpretando fielmente su papel. Cuando el hombre con el bastón de bambú se apresuró hacia el incidente, Mallie lo siguió entre la multitud. Mallie había empezado a deslizar sus delgados dedos en el bolsillo del hombre cuando éste se giró.

    —¡Ladrona! —gritó el hombre, apresando la muñeca de Mallie con la mano.

    Mallie gritó de dolor, con el pañuelo aún colgando de sus dedos. El hombre la miró a los ojos, abiertos de par en par y desesperados, y por un momento se sintió confundido; uno de los ojos de la niña era marrón, el otro verde. Mientras intentaba liberarse, el gorro de lana de Mallie se le cayó, quedando al descubierto un despeinado chongo de pelo negro azabache. Le habían enseñado que debía quedarse callada si la llegaban a atrapar, pero ésta era la primera vez que ocurría, y no pudo evitarlo.

    —¡Lizzie, ayúdame!

    Winnet echó a correr. Los ojos de Lizzie relampaguearon de ira y miedo, y se quedó completamente pálida cuando un hombre le agarró la mano derecha.

    —Señora, si me perdona —le dijo el hombre, quitándole el guante. Al ver la cicatriz en forma de en su pulgar, indicio de ya haber sido arrestada y condenada por tomadora, o ratera, el hombre anunció con frialdad—: A la señora la han herrado. El hombre que sujetaba a Mallie se volvió hacia su esclavo.

    —Ve busca al oficial Gardner.

    #

    Irlanda

    Provincia del Úlster

    Municipio de Lisburn

    El muchacho tomó un extremo del paño mortuorio, su hermano el otro, y lo colocaron sobre el ataúd, el cual había sido colocado en la caja de una carreta estacionada frente a la casa de piedra encalada. El paño mortuorio había llegado a Irlanda con el tatarabuelo del muchacho, cuando miles de escoceses protestantes de las tierras bajas se habían asentado en Úlster. Ahora, el paño acompañaría a su padre a su última morada. «No llores», se dijo el chico, sintiendo un dolor en la garganta al tiempo que observaba a su madre y a su abuelo hacer guardia junto al ataúd. El rostro de la mujer tenía una expresión insensible; el anciano parecía estar enojado. El chico recorrió con sus ojos ambarinos la pequeña granja que su familia alquilaba, los cultivos que se estaban marchitando igual que se habían marchitado el año anterior y el anterior. Se acercó al frente de la carreta y le acarició el cuello al caballo. El animal resopló, lo que provocó que el muchacho desviara la vista hacia otra carreta estacionada junto a la casa. Debajo de la carreta el pasto estaba amarillo. La yegua de la familia había muerto hacía meses, al igual que la vaca. El muchacho entró a la casa y salió con mantos negros, los cuales entregó a los que participarían en el cortejo fúnebre. Luego se dirigió a la parte trasera de la casa.

    —Blair, ¿a dónde vas? —le preguntó su hermano.

    —A la letrina.

    —No te tardes.

    En cuanto Blair cerró la puerta de la letrina, rompió a llorar. Su orgullo presbiteriano le exigía no dejarse llevar por sus sentimientos, como hacían los vulgares y bárbaros papistas irlandeses quienes tenían la costumbre de armar un escándalo con su histrionismo y sus horribles lamentos.

    —¿Blair? ¿Estás bien?

    Dada cualquier otra circunstancia, la dulce voz al otro lado de la puerta habría hecho sonreír al muchacho, pero ante todo no quería que dicha persona fuese testigo de sus lágrimas.

    —Sí —respondió. Se secó el rostro con la manga y respiró profundamente un par de veces antes de salir. Se quitó la gorra y se pasó los dedos por el pelo rojo intenso, el cual brillaba incluso a la suave luz de la tarde nublada. A pesar de sentirse mortificado por haber sido sorprendido en un momento de debilidad, los ojos color esmeralda de Janet eran un bálsamo. Los labios de la muchacha —los cuales le parecían a Blair pétalos de rosa silvestre— estaban apretados de tristeza por él. ¿Cuántas veces había él soñado que se ganaba su afecto y que era su esposa? A los quince años eran demasiado jóvenes para casarse, pero unos días antes él se había armado de valor y había decidido que le confesaría su amor la próxima vez que la viera. La inesperada muerte de su padre lo había trastocado todo.

    —Me alegro mucho de que estés aquí —dijo el muchacho.

    Janet sonrió.

    —Soy tu amiga. Siempre estaré aquí.

    Blair dejó de respirar por un momento, preguntándose cómo interpretar esas palabras.

    Sacó algo del bolsillo de sus pantalones.

    —Pensé que te gustaría esto. Es de un martín pescador.

    Janet extendió la mano y Blair le colocó una pluma en la palma. Ella sostuvo la pluma entre dos dedos y la hizo girar. La pluma brilló con tonos azul-verdosos iridiscentes.

    —¿Me la puedo quedar?

    —Si quieres.

    —Sí, quiero.

    Una cálida efervescencia burbujeó en el pecho de Blair.

    —¡Blair! Te estamos esperando.

    Blair hizo una mueca. Su hermano venía caminando con una expresión severa en los ojos castaño oscuro.

    —Es mi culpa, Ronald —dijo Janet—. Yo lo entretuve.

    —Está bien, muchacha. Te agradecemos que hayas venido.

    Mientras los tres se dirigían al frente de la casa, Blair miró a su hermano. Ronald era cuatro años mayor, casi ocho centímetros más alto y tomaba su papel de jefe de familia con el celo de un perro pastor. En la puerta principal, una cruz de serbal —para alejar a las brujas, al mal de ojo y a los espíritus malignos— se mecía en el viento frío. Janet se metió a la casa para reunirse con el resto de las mujeres, ayudar a cuidar a los niños y preparar la comida para la comilona que seguiría al entierro. Blair levantó los ojos hacia las nubes grises, tan bajas que parecían estar al alcance de la mano. «Por favor, que no llueva», rezó. Todos en Úlster sabían que, si se podían ver las colinas, iba a llover, y si no se podía, ya estaba lloviendo.

    Blair resopló cuando él, Ronald, su tío John y otros cinco hombres se cargaron el ataúd sobre los hombros. El reverendo McCracken tomó la delantera, los portadores del féretro lo siguieron, luego la madre y la tía de Blair, después su abuelo y otros parientes, amigos y vecinos, todos varones. Apenas habían comenzado a recorrer el camino de tierra cuando se encontraron con una mujer de aspecto penoso, parada al lado del camino, con cinco niños descalzos y flacos, ninguno mayor de nueve años, aferrados a las faldas raídas de la mujer. La mujer extendió la mano hacia la madre de Blair.

    —Sra. McKay —dijo—, mis niños tienen hambre.

    —Donia —respondió la madre de Blair, con sincero pesar—, no tenemos nada que nos sobre. Nos vimos obligados a alquilar el ataúd común.

    Al oír el nombre de la mendiga, Blair le echó un segundo vistazo. La mujer había trabajado para sus padres cuando el lino se vendía bien. Ella y otras cinco o seis mujeres solteras y viudas se sentaban con la madre de Blair frente a la casa, con sus ruecas, hora tras hora. Donia estaba casi irreconocible en esa condición deplorable. Los hombros de Donia se desplomaron, y con ojos agotados vio pasar la procesión. Un cuarto de hora más tarde, los dolientes se detuvieron, los portadores del féretro depositaron el ataúd en el suelo, resoplando, con los rostros enrojecidos, y se repartió una jarra de whisky entre todos menos la madre y la tía de Blair.

    —¿Te haría feliz visitar la Feria de Donnybrook en Dublín el año que viene? —preguntó Ronald, entregándole a Blair la jarra después de darle un trago.

    La sugerencia reconfortó a Blair más que el propio whisky.

    —Sí.

    —Yo los acompaño —dijo una voz tras Blair. Blair se giró y vio a su primo, un chico un poco mayor que él.

    —Lo siento, Gilroy —respondió Ronald—. Esta vez preferimos ir solos.

    —Para la próxima, entonces —dijo Gilroy, claramente decepcionado.

    Otros ocho dolientes recogieron el ataúd. Después de una hora y media, siete paradas y dos jarras de whisky, la procesión llegó a la Iglesia Presbiteriana de Lisburn. Los hombres entraron en el camposanto, y la tía y la madre de Blair se quedaron a la entrada. Blair tomó la mano callosa de su madre entre las suyas, y la sostuvo contra su pecho por un momento.

    —La veo en casa —dijo Blair. Ella asintió distraídamente. Blair siguió con la vista a las dos mujeres a medida que se alejaban, contento de que la tradición les impidiera entrar en el cementerio. Fue y se paró junto a las tumbas de sus cuatro hermanos, donde se había cavado un pozo para su padre. Cuando su tío John y su tío Ronald retiraron la tapa del ataúd, Blair se estremeció. Durante los dos días del velatorio habían colocado el cuerpo de su padre sobre una mesa dentro de la casa, y muchos lo habían tocado en señal de respeto y despedida, pero Blair lo había evitado.

    —Blair —dijo su tío—, ven a este lado y ayúdame a sacar a tu padre.

    Blair trató de moverse, pero sus pies se habían convertido en piedras de molino, y se sentía débil.

    —Yo lo ayudo —dijo Ronald rápidamente.

    Amarraron dos tramos de cuerda al cuerpo, el cual estaba envuelto en un sudario de lino, lo bajaron al agujero sin ceremonia alguna, y se pasaron el whisky una última vez.

    #

    A Blair se le estrujó el estómago cuando su casa quedó a la vista: Janet estaba junto a la valla, al lado de Gilroy, con un tradicional nudo de la cosecha en la mano. Las mejillas de la muchacha se veían ruborizadas mientras examinaba la muestra de amor hecha con tres panículas de avena con la parte inferior de los tallos trenzados y atados con un nudo. En cuanto Janet se dio cuenta de que Blair se acercaba, se lo metió en el bolsillo de la falda y miró a Blair, expectante. Blair pasó junto a ella, se agachó bajo el techo de paja y se metió a la casa. El interior olía a cordero, tortitas de papa, nabos, tomillo y mantequilla.

    Ronald se inclinó hacia Blair y le susurró:

    —A Janet no le interesa Gilroy.

    —A mí no me interesa Janet —respondió Blair.

    La casa de piedra era sencilla: un dormitorio en un extremo, el cuarto del telar en el otro y en el medio la cocina, el comedor y la sala de estar, donde dormían Blair y Ronald. Blair notó con alivio que Janet no se había sentado junto a Gilroy, sino con sus dos hermanas mayores, flanqueadas por su madre y su padre. Después de comer, los niños salieron corriendo a jugar, y Blair fue ofreciendo tabaco suelto de una bolsa, dejando al padre de Janet al último.

    —Gracias, muchacho —dijo el padre de Janet, mirándolo con ojos grises y tristes mientras comprimía suavemente el tabaco en su pipa.

    —De nada, señor Ferry. —Blair mantuvo la mirada fija en el hombre, pero con el rabillo del ojo vio que Janet lo miraba. Cuando Ronald se acercó al padre de Janet con una pajuela para encender su pipa, las hermanas de Janet se enderezaron en las sillas y le sonrieron. Ronald le guiñó el ojo a una de las chicas y luego, por si acaso, le guiñó el ojo a la otra.

    Cuando Blair terminó de repartir tabaco, se sentó junto a su abuelo en la cama que compartía con Ronald. En tiempos más prósperos, habría una animada conversación acerca de una nueva yegua de cría, o sobre el mejor abono para los cultivos. Habría bromas desenfadadas sobre una chica que había dado a luz demasiado pronto después de las nupcias: no, el bebé no se adelantó; la boda se atrasó. Habría violines, gaitas y acordeones, confirmando que hay más alegría en un funeral escocés que en una boda inglesa. Hoy no había plática alguna, y el silencio irritaba a Blair.

    Finalmente, el tío John habló, dirigiéndose a un vecino.

    —Samuel, este podría ser un buen momento para leer la carta.

    Todas las miradas se centraron inmediatamente en el hombre, que parecía inusualmente nervioso. La esposa del hombre, sentada a su lado, le tomó una mano y se la llevó a los labios en un gesto de consuelo.

    El hombre carraspeó.

    —Mi hermano Joseph llegó sano y salvo a Filadelfia. Envió esta carta. —Dirigió los ojos al papel—. «Querido Samuel, considero un honor y un deber darte cuenta de mí y de lo que he hecho desde que te dejé. El viernes después de salir de Lisburn, nos embarcamos en el Good Intent, en el puerto de Belfast, donde vimos otros nueve barcos que también se dirigían a las colonias. El miércoles siguiente zarpamos hacia América». —Pausó, intentó continuar, pero se le quebró la voz. Cuando Blair se dio cuenta de que Samuel estaba a punto de romper a llorar, se puso de pie de un salto.

    —¿Quieres que la lea? —preguntó Blair. Samuel le entregó la carta. Blair ojeó el siguiente renglón y trató de mantener la voz lo más firme posible—. «Al tercer día de zarpar, nuestra madre murió y la sepultamos en el furioso océano».

    Todos se quedaron sin aliento. Los que estaban sentados o parados cerca de Samuel le dieron palmaditas en los hombros, ofreciéndole condolencias. Blair esperó a que todos se tranquilizaran antes de continuar.

    —«Siete días después perdimos de vista Irlanda. Varias tormentas nos azotaron en el mar, lo cual provocó que se empezara a colar el agua. Las bombas de agua del barco tuvieron que funcionar muchos días y noches. Todos sufrimos los más terribles mareos y murieron otros cinco pasajeros, que tuvieron que ser arrojados por la borda. Dios quiso que llegáramos a Filadelfia sanos y salvos después de ocho semanas en el mar. Te escribo estas palabras antes de dirigirnos a Donegal, el asentamiento fundado por nuestra propia gente, a 129 kilómetros al oeste de Filadelfia, donde, con la bendición de Dios, prosperaremos como agricultores en nuestras propias tierras. Soy tu obediente hermano, Joseph Shipboy».

    Blair le devolvió la carta a Samuel, se sentó y tomó la pipa que le ofrecía su abuelo. Mientras la encendía, echó una mirada furtiva al otro lado de la habitación. Gilroy estaba sentado en el suelo junto a Janet; ella se inclinaba hacia él y él le susurraba al oído. Blair sintió como si se hubiera tragado un trozo de tepe humeante. Se esforzó en prestarle atención a Samuel.

    —¿Te vas a ir como tu hermano, Samuel? —le preguntó Ronald.

    —Tal vez. Christy y yo no queremos que nuestros hijos crezcan siendo esclavos de los ingleses. Dicen que las rentas en Pensilvania son bajas; no hay que pagar diezmos ni impuestos del condado o de la parroquia. Todos los hombres están al mismo nivel, y es un buen país para los pobres. —Varias cabezas asintieron. Todos entendían.

    —Yo me voy con ustedes.

    Atónito, Blair se volvió hacia Ronald.

    —Yo me voy a Filadelfia —repitió Ronald.

    —¡No te puedes ir! —exclamó Blair.

    —Deberíamos irnos los dos. Aquí no tenemos nada.

    Blair parpadeó con incredulidad.

    —¿Dejarías a mamá? —Miró a su madre. Aunque ella escuchaba la conversación con atención, fue la tía de Blair quien habló.

    —Blair, querido, estoy de acuerdo con Ronald. Creo que…

    —No los animes —dijo el tío John—. Blair y Ronald no tienen dinero para el pasaje; tú tampoco, Samuel.

    Blair arqueó las cejas y miró a su hermano; Ronald debería ser más prudente. Ya se habían visto obligados a vender sus mejores herramientas agrícolas junto con los dos violines de la familia.

    El padre de Janet apuntó con su pipa a Samuel.

    —En cuanto abandones tu tierra, los irlandeses la invadirán, como invadieron la de tu hermano.

    —De todos modos pronto nos van a desalojar —dijo Samuel—. No podemos pagar el alquiler.

    —Los irlandeses… —La tía de Blair hizo una pausa y bajó la mirada—. Los irlandeses —continuó, en voz baja—, están recuperando lo que fue suyo. Estamos en la tierra que les quitaron los ingleses.

    Blair miró a su alrededor; algunas personas parecían sorprendidas, otras parecían indignadas.

    —Esa es la verdad —susurró la tía de Blair.

    Blair miró a su tía con preocupación mientras masticaba furiosamente la boquilla de su pipa. Tal vez la pena la estaba volviendo loca. Percibió cómo se erizaba su abuelo ante tales palabras.

    —Esta tierra se desperdició durante siglos con estos papistas sin líder, pobres e ignorantes. —El orgullo y el whisky le daban cierta calidez a la voz del anciano—. Lo único que han logrado ha sido construir unas cuantas cabañas de barro, y nada…

    El padre de Janet lo interrumpió.

    —Nosotros construimos estas ciudades, y hemos derramado mucha sangre defendiéndolas.

    —Y sin embargo —dijo la tía de Blair—, los anglicanos nos consideran prácticamente tan despreciables como los católicos. Miren al obispo Hutchinson, usando nuestro dinero para llenarse la barriga con ostras y clarete mientras nosotros no podemos pagar la renta.

    It’s a lang gait that haes nae sindrins —dijo el abuelo de Blair en la lengua escocesa que solo los ancianos aún dominaban. Las cosas mejorarán.

    Harto de la conversación, Blair se levantó, se dirigió a la sala del telar y se sentó ante el telar donde su padre le había enseñado a tejer. Sintió desesperanza al ver los montones de telas de lino dobladas, prácticamente sin valor en un mercado saturado.

    —¿Blair? —Blair se sobresaltó. Janet lo había seguido y había cerrado la puerta tras de sí—. ¿Puedo acompañarte?

    —Puedes hacer lo que quieras.

    Ella se sentó a su lado. El corazón le latía a Blair con fuerza. Estuvieron sin hablar durante un rato. A través de la puerta se oían voces en alto.

    —¿Te quieres ir a América? —le preguntó ella. Él pensó por un momento. ¿Y si Ronald tenía razón?

    —Tal vez.

    —Por favor, no te vayas —susurró Janet. Blair sintió la mano cálida de la muchacha sobre el muslo, y la habitación giró a su alrededor. Acercó su rostro hacia el de ella, deteniéndose un momento para medir su reacción. Ella no se apartó. Él acercó su boca a la de la muchacha, sintiendo su respiración agitada, y apretó los labios contra los de ella. La mano de Janet se aferró a la pierna de Blair.

    —Janet, tu padre te llama. Ya se van.

    Ambos saltaron y se separaron el uno del otro. El abuelo de Blair estaba en la puerta.

    —Gracias, señor Eakins —balbuceó la muchacha.

    A pesar de verse triste, el anciano le guiñó un ojo a Blair antes de volver a cerrar la puerta.

    —¿Puedo verte mañana? —preguntó Blair.

    —Vamos a ir Dunmurry a visitar a mi abuela.

    —Entonces te veo pasado mañana por la mañana en las ruinas del castillo.

    Los ojos de Janet centellearon.

    —Está bien. A las once y media.

    #

    Londres

    Un oficial sujetó a Mallie por el brazo y se abrió paso entre la multitud, siguiendo a otro oficial y a Lizzie. Pasaron por cafeterías, boticas y posadas, cuyos rótulos colgaban precariamente sobre sus cabezas. Finalmente, en una esquina, esperaron a que pasara un carruaje, cuyas ruedas metálicas traqueteaban sobre los adoquines. Cruzaron la calle y el oficial tocó a la puerta de la casa de Sir Robert Baylis, el alcalde de Londres. Una sirvienta los hizo pasar y los condujo a un pasillo afuera del despacho del alcalde. Allí esperaron su turno mientras él recibía a los malhechores y denunciantes diarios. Por fin les tocó el turno de comparecer ante él. El alcalde escuchó el relato de la víctima y, prácticamente de memoria, interrogó a las carteristas. Ni siquiera tuvo que ver la T del pulgar de Lizzie para saber que ya había sido condenada por robo: la recordaba. Una criada del alcalde le quitó a la joven la barriga falsa. El hombre ordenó que las muchachas fueran llevadas a la prisión de Newgate y que permanecieran allí en espera del juicio.

    Dos cuadras antes de llegar a Newgate, incluso antes de que Mallie lo pudiera ver, el hedor pútrido que emanaba de las entrañas del edificio se le coló en las fosas nasales. Al llegar a la puerta, levantó los ojos aterrorizados hacia los barrotes que terminaban en punta, barrotes del rastrillo permanentemente levantado que se cernían como colmillos en la mandíbula de un monstruo, un monstruo que constantemente necesitaba carne humana. Un rugido de voces, gritos y peleas reverberó desde el interior. El oficial llamó a una puerta y el portero los dejó entrar en la conserjería. Mallie mantuvo la mirada baja y se colocó detrás de Lizzie.

    —Carteristas —dijo uno de los dos oficiales que iban a entregar a las muchachas.

    El carcelero principal, que había estado bebiendo cerveza con el portero, las miró con apetito.

    —Apuesto a que son monjas de Covent Garden.

    —Yo no soy puta—murmuró Mallie.

    —Son dos chelines y seis peniques cada una por la admisión —exigió el portero.

    —No tenemos dinero —respondió Lizzie.

    —A la celda de los condenados, entonces —dijo el carcelero, poniéndose de pie y cogiendo una antorcha.

    Aterrada, Mallie se mantuvo cerca de Lizzie mientras seguían al carcelero por una escalera sin ventanas e iluminada por antorchas en las paredes. En el segundo piso, otro carcelero montaba guardia ante una puerta con una pequeña ventana enrejada. Las bisagras crujieron cuando abrió la puerta para dejar entrar a Mallie y Lizzie.

    La celda era solo el doble de grande que la habitación que Mallie compartía con Lizzie y Winnet, y el olor era el mismo que Mallie había percibido al acercarse a la prisión, pero más intenso. Una diminuta ventana, demasiado alta para que cualquiera de las reclusas pudiera ver a través de ella, era la única fuente de luz. Dos mujeres estaban sentadas en una mesa debajo de la ventana, y varias otras yacían en literas de madera sin ropa de cama a lo largo de las paredes, cubiertas únicamente con los trapos que llevaban. Una estaba embarazada, y un niño de tres años estaba acurrucado con ella. En un rincón, una mujer con un parche en un ojo estaba haciendo sus necesidades en una cubeta. Lizzie se sentó en el suelo de roble ennegrecido, y se respaldó en la pared de piedra. Mallie se sentó a medio metro de distancia, pero empezó a acercarse después de un par de minutos.

    —Lizzie, perdóname —susurró. Soltó un grito cuando Lizzie le dio un codazo en las costillas.

    —Cállate, perra estúpida y descuidada.

    Mallie se enjugó las lágrimas, encontró una litera vacía y se hizo un ovillo, temblando, aterrorizada por lo que le esperaba, y preocupada por su gato. Oyó que se abría la puerta y abrió los ojos. Un hombre con unas tijeras y una bolsa entró y se acercó a la mujer embarazada.

    —Vengo por tu pelo —dijo el hombre. La mujer se sentó en una silla bajo la ventana, tranquilamente resignada, mientras su hijo pequeño dormía en su litera. Mallie observó mientras el barbero le cortaba el largo cabello, lo metía en la bolsa y finalmente le daba unas monedas a la mujer. En ese momento el niño se despertó y, al encontrarse solo en la litera, rompió a llorar. Su madre corrió hacia él, pero el pequeño estaba inconsolable. Sus lamentos se mezclaron con los ruidos que llegaban de todas partes: reclusos que discutían, reían o lloraban histéricamente, carceleros que gritaban y puertas que se cerraban de golpe. Todo ello le taladraba los oídos a Mallie, como el picahielo que utilizaba en las mañanas invernales para romper la capa de hielo del cubo de agua con que se lavaban.

    Mallie pasó las siguientes horas tumbada en su litera, intentando hacer caso omiso del estruendo, hasta que se quedó dormida.

    La voz de un carcelero la despertó de golpe.

    —¡Hora del sermón!

    Varias mujeres, entre ellas Lizzie, se dirigieron a la puerta.

    —No has pagado la cuota —dijo el carcelero, deteniéndola.

    —No tengo dinero.

    El carcelero le levantó las faldas. —No necesitas dinero.

    Lizzie se apartó.

    —Tampoco necesitas asistir al servicio —le espetó el carcelero antes de salir.

    Mallie estaba desconcertada; Lizzie siempre llevaba algo de dinero bien escondido. ¿Por qué decir que no tenía? ¿Por qué se negaba a acostarse con ese hombre para conseguir lo que necesitaba? El tipo no era particularmente más desagradable que cualquier otro con el que Mallie la había visto.

    La puerta se abrió y una mujer vestida con harapos entró y dejó una cubeta de agua a un lado. Salió un momento y volvió con una cesta de pan duro y trozos de carne hervida que dejó junto al agua antes de marcharse. Las reclusas se arracimaron como perros callejeros, agarrando tantos trozos de comida como les cupieran en las manos antes de alejarse rápidamente. Alrededor de la cubeta de agua, las reclusas compartían impacientemente una mugrienta taza de peltre. Mallie se coló entre dos mujeres para intentar alcanzar la cesta del pan, pero la apartaron con facilidad. Lo intentó de nuevo, pero alguien le tiró de las faldas por detrás. Cuando consiguió llegar a la cesta, ya no quedaba ni una miga. Alguien le tocó el hombro y, cuando se volvió, una de las reclusas, con una amplia y maniática sonrisa que dejaba ver unos dientes rotos y ennegrecidos, le ofrecía la taza de peltre. Mallie tomó la taza, se arrodilló junto al cubeta de agua, dejó la taza en el suelo y usó las manos para llevarse el agua a los labios. Luego volvió a su litera, con el estómago rugiéndole.

    —Toma.

    Lizzie le ofrecía un trozo de pan, con la mano temblando por el frío. Mallie tomó el pan y se acercó a la pared para hacerle sitio a Lizzie.

    —Prometo que a partir de ahora me voy a portar mejor —dijo Mallie, agradecida por el pan y la calidez del cuerpo de Lizzie, pero sobre todo porque al parecer Lizzie le había perdonado la torpeza por la cual habían caído en la cárcel. A medianoche la despertó el tintineo de una campana. Al otro lado de la puerta, un pregonero recitó tres veces:

    Todos los que en la celda de los condenados están

    prepárense, porque mañana morirán.

    Estén en vela y recen, la hora pronto va a ser

    En la que ante el Todopoderoso deban comparecer.

    Arrepiéntanse y su conciencia examinen

    para que en las llamas eternas no terminen;

    y cuando la campana de Saint Sepulchre mañana empiece a sonar,

    Que el Señor se pueda de sus almas apiadar.

    El corazón de Mallie latía golpeándole el pecho.

    —¡Lizzie!

    —¿Qué diablos quieres ahora?

    —No nos van a colgar, ¿verdad?

    —No sin un juicio. Duérmete.

    #

    A las seis de la mañana, la campana de Saint Sepulchre-Without-Newgate sonó ominosamente y, poco antes de las siete, dos carceleros entraron en la celda.

    —Es día del collar, muchachas. Vamos —dijo uno de los carceleros, reuniendo a cuatro mujeres y sacándolas de la celda. Lizzie y el resto, excepto la mujer embarazada y Mallie, se agruparon alrededor del segundo carcelero. Solo por imitar a las demás, Mallie se acercó al carcelero.

    —¡Levántate! —le gritó el carcelero a la mujer embarazada.

    —No me siento nada bien —dijo la mujer, débilmente.

    —Pero cuantas más limosnas consigas, más comida y ginebra y velas podrás comprarnos —dijo el carcelero, fingiendo estar preocupado, mientras la agarraba del brazo y la ponía en pie. El hombre tomó al niño de la mujer y lo depositó en sus brazos. —Los mocosos siempre inspiran a la gente a sentirse dadivosa.

    «¡Ah!» pensó Mallie. «Está eligiendo a las que van a pedir limosna». Los días en que se ejecutaba a los criminales, varias prostitutas, carteristas y vendedores se reunían fuera de la prisión para aprovechar el ambiente festivo. Con frecuencia Mallie y Lizzie habían formado parte de esa multitud, e invariablemente había reclusos pidiendo limosna en la puerta de la prisión. El carcelero tomó la barbilla de Mallie con la mano y acercó su nariz a la de ella, demasiado. Mallie se puso rígida.

    —Esos ojos de venado pueden hacer que la gente suelte varias monedas. —Un olor a dientes podridos le salió de la boca. El carcelero escogió a otras dos mujeres, pero no a Lizzie.

    —Yo traeré dinero —dijo Mallie, apretando la mano de Lizzie mientras esta

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