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La implacable verdad policial: La apasionante investigación del detective que descubrió al grupo más secreto y letal de la Dina
La implacable verdad policial: La apasionante investigación del detective que descubrió al grupo más secreto y letal de la Dina
La implacable verdad policial: La apasionante investigación del detective que descubrió al grupo más secreto y letal de la Dina
Libro electrónico582 páginas8 horas

La implacable verdad policial: La apasionante investigación del detective que descubrió al grupo más secreto y letal de la Dina

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Información de este libro electrónico

El detective Nelson Jofré investigó durante treinta años los asesinatos cometidos por la Dina Exterior y la brigada Mulchén, y enfrentó la tenaz operación de encubrimiento desplegada por el Ejército en plena transición a la democracia. Como consecuencia de su dedicación incansable, numerosos exoficiales cumplen condenas en Punta Peuco.
Este libro devela, por primera vez, la historia íntima de la investigación policial de los casos Letelier, Berríos, Soria, Frei, Woodward y otros.

Este libro es, a la vez, una historia de la brutalidad nacional y también de la grandeza de enfrentarla, descubrirla y revelarla. Si cree que había leído todo sobre esos crímenes, mire de nuevo. Este relato y sus detalles faltaban para entender una parte muy oscura de nuestra historia reciente. Y debía escribirlo un protagonista de la investigación de esos hechos. Así ha ocurrido.
Fernando Paulsen, periodista

¡Atención! Puede que al leer estas páginas se le ocurra que está ante una novela policial o de terror. No se equivoque. Está recorriendo páginas inéditas de nuestra historia, escritas por un policía como pocos.Un policía honesto y digno, sin cuya capacidad investigativa y coraje no tendríamos el enorme trozo de verdad que le corresponde.
Mónica González, Premio Nacional de Periodismo
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento24 oct 2023
ISBN9789564150345
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    La implacable verdad policial - Nelson Jofré

    Capítulo Uno

    La caja del tesoro

    Mi reloj de pulsera sencillo y barato, de policía joven, marcaba las 17:30 cuando salí junto a mi colega Rafael Castillo de las bóvedas de custodia legal de la casa matriz del Banco de Crédito e Inversiones (BCI), en pleno centro de Santiago. Era una calurosa tarde de octubre de 1991. Bajo el terno de trabajo, nuestros cuerpos transpiraban, pero no por el calor, sino por la adrenalina.

    En nuestras manos transportábamos tres cajas de cartón selladas, en cuyo interior se amontonaban centenares de cheques originales de la Dirección de Inteligencia Nacional (Dina), firmados nada menos que por Manuel Contreras, el general del Ejército que dirigió el organismo represivo más secreto de la dictadura militar.

    El Mamo Contreras, un general que en ese momento estaba retirado, con su rostro bonachón y sus ojos de acero, había sido el principal responsable de los peores crímenes del régimen, el jefe indiscutido de los más duros torturadores, la mano derecha del general Augusto Pinochet para mantener a raya a los opositores en los primeros años de la dictadura.

    Todos lo sabían, pero nadie estaba en condiciones de probarlo en ese momento, en los vacilantes inicios de la transición a la democracia, con el exdictador aún en plena forma y dirigiendo el Ejército con el grado de Capitán General. Contreras vivía ahora tranquilamente de su pensión militar y de sus múltiples robos, sin que ningún juez, ni menos un policía, le hubiera podido poner una mano encima. Era un intocable.

    Pero dentro de esas cajas estaba la primera piedra de la cárcel que, años después, habría de construirse para él y muchos otros oficiales de la Dina.

    Cerca de una hora atrás habíamos iniciado sin muchas esperanzas esta diligencia y ahora teníamos los documentos claves en nuestras manos. Castillo y yo, dos policías que nunca habíamos investigado ningún hecho policial vinculado al régimen militar, estábamos ansiosos de llegar hasta nuestro cuartel de la Brigada de Homicidios para revisar las cajas y aquilatar lo conseguido.

    Mientras nos dirigíamos con las cajas en nuestras rodillas a bordo de una micro amarilla del transporte público hacia nuestro cuartel, ubicado a unas 40 cuadras, tuve tiempo de pensar con una mezcla de temor y excitación en qué me estaba metiendo y hasta dónde me iba a llevar este verdadero golpe de suerte, uno de los principales que íbamos a tener en esta investigación.

    Miré de reojo a Castillo, un policía varios años mayor que yo, con andares de pato malo y grandes dotes de actor que le servían de manera óptima para los interrogatorios, y nos sonreímos imperceptiblemente. Sabíamos que habíamos dado con una caja del tesoro en un caso importante, emblemático, como se diría después.

    Si lo que suponíamos era cierto, ahí dentro estaban las primeras pruebas para condenar a quienes habían gozado de impunidad total durante los casi 17 años de régimen militar.

    Hacía un año y medio que gobernaba Patricio Aylwin, el primer presidente civil de la recién recuperada democracia. Pero el general Augusto Pinochet aún mantenía el poder militar como comandante en jefe del Ejército, en calidad de inamovible. Pinochet, el general que se jactó de que no se movía una hoja en Chile sin que él lo supiera, enfrentaba una nueva etapa en democracia, pero eran muy pocos los que se atrevían a iluminar las sombras de los terribles años anteriores.

    La entrega del poder había sido a medias. Es verdad que había un gobierno de civiles ocupando La Moneda, pero gran parte del poderío militar se había trasladado a menos de una cuadra, al edificio de la Comandancia en Jefe del Ejército, en Zenteno, a pasos de Alameda.

    Al dejar el gobierno, los militares y los civiles del régimen habían vaciado La Moneda de toda información sensible. Tal como lo escribió Marcelo Trivelli, el funcionario del nuevo gobierno a cargo de recibir el palacio presidencial el 11 de marzo de 1990, los archivos del ministerio del Interior no tenían memoria. No había nada. Cero información. En su libro Las llaves de La Moneda, Trivelli recuerda que, más que máquinas de escribir o computadoras, en cada escritorio de La Moneda había una máquina picapapeles.

    Durante los primeros meses del nuevo gobierno, todos los teléfonos de La Moneda estaban intervenidos por la Central Nacional de Informaciones (CNI), la sucesora legal de la Dina. En las oficinas había tal cantidad de micrófonos escondidos que el subsecretario del Interior, Belisario Velasco, debió recurrir a expertos alemanes para detectarlos e inutilizarlos.

    Esos teléfonos habían sido intervenidos por la Dirección de Inteligencia del Ejército (Dine), que operó como la retaguardia activa de protección al exdictador. Pinochet había abandonado La Moneda, pero no estaba dispuesto a entregar todo el poder. Había organizado un cerco defensivo en torno a su persona y a los generales más leales, como era el propio Contreras.

    Para un policía de 31 años, con escaso recorrido en la institución, llegado de provincias, por completo ajeno a las redes del poder, sin redes ni contactos en Santiago, la pista de baile era en extremo resbalosa y un error podría pagarse hasta con la vida.

    Habíamos hecho la diligencia de los cheques a pie, ya que en esa época no disponíamos de un vehículo institucional. Mientras la micro traqueteaba por avenida Providencia hacia nuestro cuartel en calle Condell, yo miraba con angustia a cada nuevo pasajero que se subía, pendiente de una posible operación de rescate organizada por los agentes de la Dine. Castillo hacía lo mismo, pero con menos nerviosismo aparente.

    Volví mi vista de nuevo hacia aquellas cajas. Recién salidos de las bóvedas del banco, allí dentro se amontonaban, uno por uno, los cheques originales con los números de las cuentas corrientes desde donde se giraban los sueldos de los agentes de la Dina y los pagos para las distintas misiones secretas, tanto en el país como en el extranjero; cheques que firmaba personalmente Manuel Contreras Sepúlveda.

    Me sentía como si llevara en las sudorosas manos un boleto premiado de la Lotería camino a la agencia pagadora. Como haber apostado a un caballo perdedor en la última carrera del hipódromo y acertar de lleno un improbable triunfo.

    Eran pruebas sólidas, fuera de toda duda, que podían ser presentadas sin problemas ante los tribunales.

    Uno de los muchos documentos que luego encontramos al revisar los legajos fue el que se pagó por la compra de la propiedad de Lo Curro para Michael Townley Welch, en cuyo subterráneo se construyó más tarde el laboratorio más secreto del país en ese momento, donde se desarrollaron y produjeron armas químicas letales. Townley era el gringo que había sido extraditado a EE.UU. como principal responsable del asesinato de Orlando Letelier.

    Descubrir en 1991 el vínculo indesmentible que unía a la Dina con el caso del atentado terrorista mortal contra el ex canciller chileno Orlando Letelier, ocurrido en Washington D. C. en 1976, fue uno de los golpes más duros que le propinamos a la estructura de ese organismo represivo. La causa por el caso Letelier se convertiría en la primera de centenares de condenas judiciales contra el Mamo Contreras que la justicia dictaría una tras otra en los años siguientes.

    Pero entonces no lo sabíamos.

    Habíamos partido de cero, un par de meses antes, sin sospechar en dónde nos estábamos metiendo. Yo al menos nunca dimensioné lo que se nos venía más adelante y el rumbo que iba a tomar mi vida de policía. Navegábamos en un buque del que no conocíamos ni su forma ni su tamaño, y mucho menos su rumbo.

    Me habían asignado desde el inicio a trabajar con el juez Adolfo Bañados Cuadra, un hombre alto, delgado y callado que había llegado hasta la Corte Suprema después de haber investigado, entre otros casos, el dramático hallazgo de los cuerpos arrojados a los Hornos de Lonquén en 1978.

    Debido a que el atentado contra Letelier había sido calificado como un crimen de lesa humanidad, y por esa razón no estaba cubierto por la amnistía, el Poder Judicial había abierto un proceso. Era la investigación más relevante en relación con el régimen militar y, por primera vez, se designaba a un miembro de la Corte Suprema como ministro en visita con dedicación exclusiva a un caso.

    Ustedes fueron designados para trabajar con el ministro Bañados, nos había dicho el comisario Osvaldo Carmona, nuestro jefe en la Brigada de Homicidios, el cuerpo especial de Investigaciones al que yo había ingresado lleno de entusiasmo y pasión policial un año antes. Carmona era un jefe cercano, paternal y con mucha experiencia, a quien no se le escapaba la difícil misión que se nos asignaba. Manténgame informado y pídanme ayuda cuando la necesiten, nos dijo en el estilo parco que era habitual en nuestra policía.

    Cuando salíamos de su oficina, agregó: Y vayan a hablar con el director general, que quiere conocerlos.

    Horacio Toro, un exmilitar que había sido designado por el gobierno de Aylwin a cargo de la Policía de Investigaciones, nos recibió poco después en su amplio y luminoso despacho del segundo piso del cuartel general, en la calle General Mackenna. Para nosotros, dos policías de calle, la situación era insólita: era la primera vez que hablábamos con el jefe máximo. Nos tendió la mano y nos indicó que nos sentáramos en unos oscuros y cómodos sillones de su despacho con vista a la calle. Tras interesarse por nuestras trayectorias policiales, nos reafirmó la misión y nos repitió lo mismo que Carmona: Tengan cuidado, manténgame informado y avisen si tienen problemas.

    Yo salí de allí sintiendo casi el peso físico de la enorme responsabilidad sobre mis hombros. Nos esperaba un trabajo arduo y complejo. Teníamos que poner todo nuestro esfuerzo y capacidad para investigar un monstruo crecido al amparo del aparato estatal. Sus tentáculos, como lo comprobaríamos después, habían llegado incluso hasta la propia Policía de Investigaciones. Al poco tiempo, nuestro trabajo se había ampliado tanto y debíamos indagar cada vez más cosas que se incorporó un tercer detective, Mario Zelada.

    Día a día enfrentábamos grandes dificultades tratando de reconstruir la estructura de un aparataje de un servicio de inteligencia secreto, ya que no era fácil obtener respuesta de agentes preparados para un interrogatorio. No estábamos detrás de la Dina, sino que de un organismo aún más secreto, denominado la Dina Exterior.

    A las dificultades de avanzar a tientas desentrañando una estructura secreta, se sumó un obstáculo adicional que descubrimos a poco andar: la existencia de una operación de obstrucción paralela montada por un equipo de abogados del Ejército, dirigidos por el auditor general de esa institución, general Fernando Torres Silva, y su segundo, el coronel Enrique Ibarra Chamorro.

    Lo descubrimos en una de nuestras primeras diligencias, cuando viajamos a Viña del Mar a interrogar a Alejandra Damiani Serrano, una ex secretaria de la Dina. Era una mujer atractiva de pelo castaño claro que vivía en una bonita residencia del sector acomodado de la Ciudad Jardín. Al presentarnos como policías, se replegó en sí misma y nos contestó con evasivas. En ese primer encuentro, la notamos muy nerviosa. La presionamos diciéndole que, si no nos decía la verdad, sería peor para ella. Pero no logramos que soltara prenda. Regresamos a Santiago decepcionados. Un par de días después, sin embargo, nos llamó por teléfono, nos pidió disculpas y, sin abandonar el tono preocupado y nervioso, nos pidió que volviéramos al día siguiente. En esa segunda entrevista tampoco respondió nuestras preguntas, pero nos reveló que un equipo paralelo de oficiales de la Dine había tomado contacto con ella después de nuestra visita y la habían conminado a guardar silencio. Si les hablo, mi vida corre peligro, nos dijo.

    Esa fue la primera pista de las dificultades de nuestra misión. Un equipo de la Dine seguía nuestros pasos y presionaba a los posibles testigos para que no hablaran con nosotros.

    En ese contexto de evasivas y obstrucción a nuestra tarea, los cheques de la Dina que transportamos en micro desde la bóveda bancaria hasta nuestro cuartel fueron cruciales para desmontar la densa trama de tapaderas tras la cual se ocultaban las operaciones de la Dina Exterior: era la primera vez que la justicia obtenía instrumentos públicos que podían ser usados como medio de prueba, firmados por el director de la Dina. Townley pertenecía a una organización secreta dentro de la Dina, la Dina Exterior, en la que participaban los guardias personales de Pinochet, sus soldados más leales, todos de la escuela de boinas negras.

    Un cheque firmado por Contreras para financiar la casa de Lo Curro era la huella digital de la Dina en el asesinato de Letelier.

    La misión de recuperar los cheques partió con pocas esperanzas por nuestra parte. Habíamos detectado que la Dina Exterior funcionaba con grandes cantidades de dinero y no ocupaba los cuarteles habituales de esa institución represiva, sino que operaba en casas del barrio alto de Santiago. En algunos interrogatorios que habíamos hecho a oficiales del Ejército destinados a la Dina, seguimos la pista al dinero. Referían que, en sus salidas al exterior, sus superiores les extendían cheques para sus gastos, de lo cual dedujimos que había una cuenta corriente destinada a estos efectos.

    Pensando en eso, un día le sugerimos al ministro Bañados que nos permitiera indagar en la pista bancaria. Tras determinar que la cuenta era del Banco de Crédito e Inversiones, Bañados nos entregó un decreto, del 8 de noviembre de 1991, para la incautación de todos los cheques girados contra la cuenta de la Dina en el BCI.

    Mientras nos dirigíamos a la sede central de ese banco en calle Huérfanos, yo pensaba que no hay peor diligencia que la que no se hace, pero reconocía que eran bajas las probabilidades de que aún estuvieran guardados esos cheques, máxime tratándose de un organismo de inteligencia militar, creado en dictadura y bajo la conducción férrea de Manuel Contreras, un oficial tan inescrupuloso como hábil.

    El decreto emanado por el juez Bañados iba dirigido al jefe de la División Jurídica de la entidad bancaria y, en términos policiales, ya estaba personalizado su diligenciamiento. Es decir, habíamos incorporado el nombre del ejecutivo del banco a cargo de esta división, quien debía recibirnos.

    Luego de pasar por varias secretarias y funcionarios que nos fueron abriendo sucesivas puertas, llegamos hasta la enorme y bien amoblada oficina de este ejecutivo.

    El nombre del ministro Bañados y su misión investigativa ya eran conocidos por gran parte de la opinión pública, por lo que nuestro interlocutor no tardó en darse cuenta de la situación.

    Sabía que lo visitarían dos detectives, pero no conocía la razón, hasta ese momento. Leyó el decreto que le entregamos y se tomó unos segundos de silencio pasándose la mano por la cabeza, probablemente evaluando diferentes alternativas de reacción. Hasta que se decidió. Tomó el teléfono interno, llamó a otro ejecutivo y le dio instrucciones para que viniera a su oficina y nos acompañara a la bóveda del banco, ubicada en el subterráneo, donde podríamos buscar lo solicitado.

    Mientras esperábamos fuera de la oficina a que llegara este personaje, nos mantuvimos unos minutos en un silencio ansioso, solo roto por algunas bromas típicas de Castillo, más locuaz y extrovertido.

    El hombre finalmente llegó hasta nosotros y nos llevó a otra oficina, donde varios funcionarios revisaron diversos documentos relativos a su archivo legal en un proceso que nos pareció eterno. Finalmente nos entregó un papel con unos datos que escribió de su puño y letra y nos acompañó hasta la bóveda.

    Enfilamos por pasillos alfombrados y bajamos por unos antiguos ascensores con botones dorados hasta que, al llegar a una última puerta, nos entregaron unos delantales que debimos ponernos. Entramos finalmente a una enorme sala, cuya pesada puerta de acero tenía una gran manivela que solo podía ser abierta mediante un complejo sistema de claves.

    El corazón me latía cada vez más de prisa mientras esperábamos a que concluyera la operación. Una vez adentro, en los estantes que se extendían en largas filas no había dinero, sino cientos de cajas con documentos. Era la bóveda del Departamento Legal del banco, donde se guardaban todos los archivos que, por ley, debían quedar disponibles por un tiempo determinado, normalmente 10 años.

    Con frecuencia se recibían allí solicitudes judiciales por giro doloso de cheques, por aquel tiempo el medio de pago más utilizado en nuestro país. Pero nunca se habían presentado dos policías para incautar los cheques de la mismísima Dina.

    Tras echar un vistazo al interior de la bóveda, decidimos quedarnos en la puerta y dejar que los empleados del banco hicieran su trabajo. Me picaban las manos por hacerlo yo mismo, pero respiré hondo y dejamos trabajar a los funcionarios. Durante largos minutos, que se estiraban segundo a segundo como las esperas en los hospitales, los perdimos de vista mientras ellos rebuscaban en las estanterías.

    Sabíamos que era muy poco probable que esos cheques estuvieran físicamente ahí. No solo se trataba de las huellas tangibles de la Dina, sino que además ya habían pasado los diez años durante los cuales, por ley, los bancos debían respaldar los documentos bancarios. La Dina se había disuelto oficialmente en 1977, es decir, 14 años antes de que llegáramos al banco esa tarde de octubre. Teníamos, pues, poca esperanza.

    De pronto, ante nuestra sorpresa, vimos aparecer al ejecutivo bancario que dirigía la operación y desde lejos nos hizo una seña de Ok con el dedo pulgar hacia arriba. Al acercarse a nuestro encuentro nos dijo triunfante: Están todos los documentos bancarios.

    Abrimos los ojos en un gesto involuntario de asombro y vimos los cientos de cheques de la Dina. Nos dimos un abrazo y nos pusimos de inmediato manos a la obra. No queríamos arriesgar el éxito de la operación por demorarnos demasiado. Pocos minutos después, tras firmar un recibo, salíamos del banco con las tres cajas bien cerradas, llevando en nuestros bolsillos el oficio firmado por Fernando Carmash Cassis, abogado de la División Jurídica, que certificaba la entrega oficial de los citados documentos bancarios.

    No quisimos tomar un taxi, porque pensamos que podría ser un riesgo. Además, la tarifa era cara y nuestros bolsillos de policías no podían permitirse ese gasto. De manera que caminamos un par de cuadras con las cajas en las manos, sorteando transeúntes, y tomamos un bus de locomoción colectiva que, saliendo de los tacos del centro, enfiló hacia Providencia.

    Una vez que llegamos al cuartel, hubiéramos querido gritar de entusiasmo, pero no hablamos con nadie. Nos fuimos directo al salón principal y comenzamos a revisar uno por uno los documentos, descubriendo con enorme sorpresa que no solo teníamos los documentos, sino que además habíamos dado con una pieza clave completamente inesperada: cada uno de los cheques contenía el nombre real del agente y, al dorso, el nombre operativo, su chapa. Era un dato que los hombres y mujeres de la Dina ocultaban celosamente.

    Todos los agentes de la Dina utilizaban un carné de identidad auténtico, otorgado por el Registro Civil, pero con un nombre falso. La institución oficial de identificación del país había sido intervenida directamente por los militares y, en su interior, trabajaban suboficiales de las tres ramas de las Fuerzas Armadas y de Carabineros.

    Salvo algunos pocos sin participación operativa, todos los agentes recibían su carné de identidad con un nombre falso al momento de ingresar a la Dina. Era su pasaporte a la impunidad legal.

    En los interrogatorios, cuando les preguntábamos por su chapa, los exagentes lo negaban por completo. Nunca usamos ninguna chapa ni otra identidad distinta, repetían invariablemente, junto con jurar que solo habían cumplido tareas de oficina o de analistas en la Dina. En mis manos tenía la prueba de que mentían.

    En ese tiempo, la policía no tenía fácil acceso a computadoras. En toda la institución había solo un computador conectado al Registro Civil, y había que pedir turnos para ocuparlo. Ansioso por avanzar en la investigación, me senté frente a una máquina de escribir y comencé a teclear uno por uno los nombres y sus chapas, durante toda la madrugada hasta el amanecer. Al mediodía siguiente, tras dormir unas horas, le informamos al ministro Bañados del resultado de esta diligencia. Eran medios de prueba irrefutables.

    Lo demostró así el ministro instructor cuando falló el proceso por el homicidio terrorista de Orlando Letelier del Solar.

    En su considerando N° 104, el fallo del caso Letelier se refiere específicamente al cheque por E° 115. 971. 200 (ciento quince millones, novecientos setenta y un mil doscientos escudos), girado a orden de Miguel Vidaurre Folch, con fecha 5 de mayo de 1975, cuenta corriente N° 13280724 del Banco de Crédito e Inversiones, sucursal Plaza Baquedano, a nombre de Dirección Nacional de Rehabilitación Dinar, que era la denominación que servía de fachada a la Dina.

    Con este cheque, la Dina compró la propiedad de Lo Curro para Michael Townley Welch, a través de su empresa Prosin Incorporated. Firman el cheque Manuel Contreras Sepúlveda en el costado izquierdo y Lautaro Villar, encargado de las finanzas de la Dina, en el costado derecho. La vinculación de Contreras con Townley –el hombre que vivía bajo el programa de protección de testigos en Estados Unidos tras haberse declarado culpable de detonar la bomba contra Letelier– sería determinante para la condena del jefe de la Dina.

    Asimismo, en el Considerando N° 78 del fallo, referido a las declaraciones por exhorto de Townley, se lee: … en cuanto a la casa de Lo Curro, confiesa que solo tuvo que pagar una muy pequeña parte de su valor, puesto que ella fue comprada con el auspicio del coronel Manuel Contreras y recursos de la Dina.

    El caso había sido investigado en Chile por años en la justicia militar, sin que se avanzara un milímetro más allá de la implicación de Townley, a quien Contreras acusaba de ser un agente de la CIA que había jugado un doble rol como miembro también de la Dina.

    Era mi primer éxito policial investigando las huellas de la Dina, un organismo que infundió terror en la población y generó un miedo sordo en todo el país, que se extendió incluso dentro de las filas de la Policía de Investigaciones, la institución a la que yo pertenecía desde hacía poco más de una década.

    Capítulo Dos

    Vocación de investigador

    A Rafael Castillo y a mí nos habían escogido para la investigación del caso Letelier gracias a un caso reciente que nos había dado cierta notoriedad. Habíamos indagado y resuelto un doble asesinato cometido por miembros del grupo subversivo que precisamente había sido combatido a sangre y fuego por la dictadura: el Frente Patriótico Manuel Rodríguez (FPMR).

    Unos meses antes de que nos fuera encargado el caso Letelier, habían aparecido los cadáveres del doctor Carlos Pérez Castro y su esposa Anita Schlager Casanueva. Fueron abatidos a tiros dentro de su vehículo cuando regresaban de madrugada de una cena, a escasos metros del portón de entrada de su parcela, cerca de la Carretera del Cobre, a pocos kilómetros de Rancagua.

    El gobierno de Patricio Aylwin llevaba apenas cinco meses y este doble homicidio se convirtió en una prioridad policial. Castillo y yo fuimos enviados a trabajar bajo las órdenes de la jueza Sonia Araneda Briones, que estaba a cargo del caso. Era mi primer caso relevante desde que había entrado a la Brigada de Homicidios. En el plazo de seis meses habíamos identificado y detenido a 22 personas, desarticulando una importante estructura del FPMR.

    Por esos días, el ministro Bañados, nombrado por la Corte Suprema para investigar el caso Letelier, le había pedido al ministro del Interior, Enrique Krauss, dos hombres confiables para apoyar su investigación. Los jefes nos eligieron a Castillo y a mí, posiblemente por el reciente éxito en Rancagua. Así fue cómo llegamos a formar el primer equipo de investigación de crímenes de la dictadura. Tras capturar a una célula del FPMR, ahora habíamos sido asignados para perseguir a la otra parte de esa guerra secreta y sangrienta gestada durante los largos años de gobierno militar.

    Por más de una década, Castillo y yo formaríamos una dupla inseparable en la búsqueda de oficiales vinculados a casos de derechos humanos. Castillo era más avezado que yo y estaba más formado a la antigua. Sus talentos estaban más en el interrogatorio que en la planificación de la investigación. De origen muy humilde, conocía bien la calle y se hacía amigo de cualquiera, con su simpatía y capacidad histriónica.

    Se había convertido en un fuerte crítico del régimen militar desde que un pariente suyo fue asesinado por la Dina. Sentía como misión personal descubrir la estructura de la represión. Su talento como actor y su viveza natural le permitían camuflarse en cualquier ambiente. Hay que hacerse amigo de los enemigos, me dijo una vez, en un resumen de su fórmula de investigación.

    Castillo era un gran policía de la escuela antigua, esa donde la calle manda, mientras que yo, en cambio, era más formal y metódico. Me gustaba planificar las investigaciones y proceder paso a paso. Si bien había votado por la opción No en el plebiscito de 1988, no tenía claras mis opciones políticas. Sabía que el país necesitaba democracia, pero quién gobernara no era de mi interés.

    Había decidido ser policía a los 19 años para luchar contra la delincuencia y aquí estaba, frente a un giro imprevisto del destino.

    Mis padres se habían alcanzado a ilusionar con tener un hijo universitario, pero terminé siendo policía. Estuve en la universidad por dos años, intentando el camino profesional, pero al final pudo más una vocación que se fue despertando en mi interior en esos años: quería ser el recto brazo de la ley y atrapar a los delincuentes.

    Desde muy niño se despertó en mí una vocación de investigador, aunque inicialmente estuvo orientada a la ciencia. Cuando era adolescente, miraba fascinado en la TV El Mundo Submarino de Jac­ques Cousteau, la serie documental que revelaba las aventuras del famoso oceanógrafo francés y su barco, el Calypso. De espectador pasé a la acción. Le escribí a Cousteau una carta en la que le manifestaba mi admiración y le expresaba mi deseo de enrolarme en su barco como uno más de su tripulación. Tenía poco más de 17 años y me bastó enviarla para quedar feliz. Por eso quedé gratamente sorprendido cuando, un tiempo después, me llegó su respuesta en forma de carta manuscrita de su puño y letra desde Anticitera, una isla griega situada al sur del Peloponeso y al noroeste de Creta. Solo con leer el nombre de esa lejana isla y buscarla en el mapa ya me hacía viajar y vivir aventuras imaginarias. En su respuesta me decía que la tripulación del barco ya estaba completa y me alentaba a mantener mi interés por los misterios de los océanos y completar mi educación. El mar fue siempre mi gran pasión y explorar el fondo marino sigue siendo un sueño desde aquellos lejanos días de mi juventud.

    En el mar también hice una especie de servicio militar cuando me embarqué en el Aquiles, de la Armada, con destino a Puerto Williams, una base naval en el extremo sur de Chile. Era el verano de 1974 y, mientras la dictadura se instalaba en el país y comenzaba a formar sus grupos de represión, yo viajaba junto a una prima de 18 años a una aventura austral. Tenía 15 años y me dominaba la pasión marinera. Iba por dos meses, como hijo de marino, pero la situación política que vivía el país me permitió quedarme varios meses, sin poder regresar al colegio. Eran tiempos difíciles y mi curiosidad natural me permitió descubrir en esa base militar los preparativos frente a una eventual agresión externa, como la existencia de teléfonos ocultos para avisar cualquier avistamiento sospechoso y cajas metálicas con dinamita por todo el perímetro. Tripulé las dos torpederas (hoy misileras), navegué por el canal Beagle y conocí Puerto Toro y las islas Picton, Nueva y Lennox, las mismas que cuatro años después habrían de estar a punto de llevarnos a una guerra con Argentina. Aprendí a disparar ametralladoras y conocer los secretos de defensa ante un eventual ataque a la base naval.

    En aquel largo y frío verano de 1974 hice amistad con el marinero Fuenzalida, encargado de la pesca de centollas, quien me pasaba a buscar en camioneta a las cinco de la madrugada para dirigirnos al matadero de la Armada, donde trozábamos cabezas de vacunos e introducíamos los restos a las trampas, llamadas chinguillos. Fuenzalida y yo cargábamos en un bote ocho chinguillos y remábamos un par de horas, para luego lanzar estas trampas en pleno canal Beagle. Pasábamos la mañana en Punta Gusano, una playa desierta a orilla del canal, y regresábamos al mediodía a recoger las trampas. Las centollas pequeñas las regresábamos al mar y las hembras las introducíamos a unas jaulas que dejábamos en una entrada de mar llamada Seno Lauta. Como ayudante de remo, el marinero Fuenzalida me regalaba tres centollas. Otras veces iba en bicicleta a una pequeña comunidad de indígenas yaganes, a una hora de distancia, a comprar verduras. Para mí, fue mi servicio militar a los 15 años.

    En Santiago, años después, descubrí un ambiente mucho más agitado que el de mi niñez. Hasta mi adolescencia, había llevado una vida sana, campestre, vinculada a la naturaleza. Nací y viví hasta los cuatro años en el cerro Monja de Valparaíso, y luego pasé el resto de mi niñez, adolescencia y juventud en la tranquila comuna de Quilpué, una ciudad dormitorio cuyo nombre significa en mapudungún paraje de tórtolas. A comienzos de los años 60 también era conocida como Ciudad del Sol, por su clima benigno y seco, recomendado para personas asmáticas. En Quilpué no supe de pasiones políticas y nunca me enteré de protestas ni crímenes de la dictadura. Era, en resumen, un muchacho sano de provincias, osado en sus aventuras, dedicado a estudiar y a disfrutar de la naturaleza que me rodeaba. Mi padre era un suboficial de la Armada y mi madre, una muy activa dueña de casa y voluntaria de la Cruz Roja.

    Cuando a inicios de 1979 decidí dejar mi carrera sin terminar para entrar en la Escuela de Investigaciones, el principal enemigo de esta decisión en mi familia fue mi hermano mayor, Raúl Alejandro, ya detective en ese tiempo. Su experiencia como policía le hizo rogarme que no siguiera su camino.

    Sus temores fueron premonitorios: durante su primer año como detective en la Comisaría de Ñuñoa fue gravemente herido a bala en la cabeza. Yo recién había entrado a la Academia Policial.

    El 30 abril de 1980, alrededor del mediodía, mi hermano y su colega Álex Sanhueza González circulaban por el barrio Franklin cuando detectaron en la vía pública a dos personas en actitudes sospechosas. Se les acercaron y les pidieron sus identidades. Uno de ellos, Jeremías Segundo Levinao Meliqueo, al abrir su billetera con gestos nerviosos, dejó al descubierto que portaba varias cédulas de identidad en su interior.

    Mi hermano y su compañero eran dos jóvenes detectives de la 8a Comisaría Judicial de Ñuñoa que investigaban delitos comunes y que nunca habían pertenecido al aparato de inteligencia policial. Jamás se habían enfrentado a una situación como la que sucedió a continuación.

    Al verse en un aprieto, en cuestión de segundos, Levinao esquivó a los policías y huyó por calle Franklin hacia el oriente, mientras su compañero, Luis Avendaño Cheuquel, pudo ser apañado y reducido por Álex Sanhueza. Mi hermano corrió tras el prófugo, con la idea de que estaban frente a dos delincuentes comunes. Pero Levinao logró escabullirse entre los múltiples callejones llenos de tenderetes del barrio. Mi hermano, al no poder alcanzarlo, regresó donde su colega, pensando con uno, caerá después el otro. Cuando regresaba, se percató de que había demasiada gente observando el episodio y que su colega ya había introducido al detenido a la zapatería Kiko, de calle Franklin.

    En los momentos en que mi hermano ingresaba por el pasillo hacia el interior del local, sintió disparos que provenían desde su espalda. Se lanzó a un costado y vio cómo uno de los impactos fue recibido por el detenido, Luis Avendaño, quien estaba reducido en el piso al fondo del local comercial.

    Álex, el colega que lo tenía reducido, recibió también tres impactos de bala en la región torácica y abdominal y comenzó a respirar con dificultad. Alcanzó a gritar: Jano, me ahogo… no puedo respirar, y, sin soltar al delincuente herido, cayó desplomado en el piso. Mi hermano, desesperado, se lanzó para sacar del ángulo de tiro a su compañero, con quien había vivido una reciente y agitada carrera policial. Pero no alcanzó a llegar porque recibió un último disparo de bala en su cabeza. Quedaron los tres en el piso, gravemente heridos, en medio de un charco de sangre, mientras Levinao Meliqueo huyó rápidamente del lugar en medio de un gentío que gritaba y se tiraba al piso, sin comprender del todo qué pasaba.

    En pocos minutos llegaron dos ambulancias. Subieron en una de ellas al único herido semiconsciente, Álex Sanhueza, el detective que había logrado detener a Avendaño y había recibido tres tiros en su pecho y abdomen.

    En la segunda ambulancia, tal como lo describieron más tarde los numerosos testigos, los paramédicos lanzaron al piso a Avendaño junto con mi hermano, ambos en calidad de fallecidos. Nunca olvidaré la portada del periódico La Tercera que muestra una fotografía donde aparece mi hermano Raúl tirado en el piso al interior de la zapatería. Alrededor de su cabeza se ve un oscuro y abundante charco de sangre. Los diarios de esa época tenían un particular morbo y se solazaban en mostrar en colores los episodios de violencia.

    Las primeras indagaciones estuvieron a cargo de los jefes de agrupaciones, los subcomisarios Osvaldo Carmona Otero, Luis Henríquez Seguel y Hernán Millacoi Quezada, de la misma 8a Comisaría de Ñuñoa a la que pertenecían los heridos. Bajo el mando del comisario Juan Jamed Vera, pronto se sumarían todos los integrantes de esta unidad policial, ya que, a poco andar, descubrieron que no se trataba de delincuentes comunes, sino que habían dado con una célula de miristas desconocida hasta ese momento por la policía civil.

    Minutos antes de los incidentes, Levinao y Avendaño se habían reunido en el barrio de Franklin para realizar un atraco a un banco de la zona. Levinao había llegado hacía poco de un asentamiento indígena de la comuna de Lautaro, en la zona de La Araucanía, al sur de Chile. Avendaño también era oriundo de la misma zona, pero estaba radicado en Santiago. Los asaltos a bancos eran un delito muy común en esos años: si no los hacían los grupos subversivos, eran cometidos por agentes de la CNI.

    Al ser sorprendido por los detectives, Levinao pensó con seguridad que le habían tendido una trampa y, mientras huía por las calles cercanas del matadero, no pudo imaginar que se trataba de un casual procedimiento policial. Elaboró entonces un plan desesperado y audaz. Tras despistar a su perseguidor, regresó al lugar de los hechos y decidió primero eliminar a su compañero, pensando que lo había traicionado y delatado a la policía. Con alevosa sangre fría, primero disparó a la cabeza del detenido y luego hizo lo mismo con los dos detectives, antes de perderse entre la multitud que a esa hora abarrotaba el concurrido barrio Franklin, cuna y escenario de muchos otros delincuentes comunes en el pasado.

    Tras el sangriento incidente, Jeremías Levinao buscó ayuda clandestina de sus compañeros y, tras unos días fondeado en una casa segura, huyó de Chile hacia Argentina. Desde ahí, más tarde, logró obtener refugió en Europa, junto a su pareja, María Loreto Cortés Moncada.

    Levinao había nacido y crecido en el seno de una familia mapuche de la zona de Lautaro. Durante la Unidad Popular, se había unido muy joven al Movimiento Campesino Revolucionario (MCR), en el que pronto aprendió a usar las armas. El grupo fue duramente reprimido después del golpe de Estado y muchos de sus compañeros fueron muertos o desaparecidos. Jeremías tenía 18 años de edad cuando fue detenido por primera vez, en junio de 1974, por detectives de la Policía de Investigaciones de Angol.

    En ese cuartel policial estuvo aproximadamente tres meses, acusado de organizar, junto a otros tres campesinos, la resistencia contra la dictadura de la zona.

    El que fuera jefe de la Comisaría de Investigaciones de Lautaro en esa fecha lo describe como una persona muy hábil y colaboradora, y recuerda cómo ayudaba a los demás detenidos y los entrenaba haciéndoles gimnasia. Pese a estar detenido, logró forjar una buena relación con la policía civil de esa comisaría, colaborando incluso en el aseo del cuartel.

    En octubre fue trasladado al regimiento de Temuco, donde fue nuevamente interrogado, pero esta vez por militares. Allí, vendado en una habitación, conoció la parrilla, un catre metálico en el que los detenidos eran acostados desnudos mientras les aplicaban corriente eléctrica. Las preguntas eran las mismas: dónde están las armas y cuáles son sus compañeros.

    Unos días después, le sacaron la venda de los ojos y lo trasladaron a la cárcel de Temuco. Enseguida fue pasado a la Fiscalía Militar y, un año y medio más tarde, fue juzgado en el penúltimo consejo de guerra de Temuco. Fue condenado, pero no pasó a la cárcel. Quedó solo con control domiciliario, obligado a firmar una vez por semana.

    Levinao pasó entonces a la clandestinidad y nada se supo de él hasta el momento en que, a sus 24 años, fue descubierto por mi hermano y protagonizó este violento incidente en el barrio Franklin.

    Mi hermano Jano, pese a lo dramático de su baleo, tuvo suerte. La bala no penetró en su cráneo, sino que lesionó solo entre casco y cuero cabelludo, con salida limpia del proyectil.

    Tres meses después, ya restablecido, se reincorporó a sus labores en la 8a Comisaría Judicial de Ñuñoa.

    Muchos años después, durante un viaje de carácter policial, y sin despertar sospechas, logré acercarme al domicilio de Levinao en Francia. Vivía en una casa antigua de dos pisos en un barrio residencial de una localidad no muy lejos de París. Gracias a mis contactos policiales allí, pude enterarme de que continuaba dedicado a la causa mapuche. Seguí su pista durante mucho tiempo, y en una ocasión hablé con el jefe regional de Valparaíso de la Agencia Nacional de Inteligencia (ANI) para contarle en detalle –a raíz de los hechos que estaban ocurriendo en La Araucanía– las actividades de Levinao Meliqueo desde Francia, desde donde se mantenía activo.

    Tanto Levinao como su hija, abogada, se desplazaban por Francia cumpliendo un rol importante en relación con los grupos mapuches en la Región de La Araucanía, y también de vínculo con un parlamentario de esa época en el Congreso. Estos contactos proveían ayuda para mantener viva la causa mapuche. La policía francesa mantiene información al día de todas sus actuaciones, desplazamientos y contactos, pero nada pueden hacer por estar protegidos por el Estado francés, como refugiados políticos.

    Levinao había estado a punto de destruir mi familia, pero no había roto mis ansias de ser policía, ni el tesón con que mi hermano se dedicaba al servicio.

    En sus labores operativas, durante un procedimiento policial pocos meses después de este incidente, Jano nuevamente fue baleado con un tiro de revólver que se alojó esta vez en su zona torácica. Pero, ahora, la herida resulto más grave y compleja. Nunca olvidaré aquella vez que ingresé a la Posta Central a verlo en Urgencias. Yo era aspirante a detective, y en la escuela me dieron un permiso especial para ir a verlo.

    Nadie me acompañó y llegué solitario como un pájaro hasta la puerta de la UTI del recinto hospitalario de calle Portugal. Allí pude divisar desde la mampara de la sala a mi hermano tendido en la última cama al fondo. Quedé estático. No fui capaz de entrar.

    La escena que vi fue chocante: mi hermano estaba tendido con una máscara de oxígeno y desde su zona pulmonar salían unas sondas que conducían a una vasija de vidrio instalada en el piso, llena de coágulos de sangre que le extraían desde sus pulmones. Se me cayeron las lágrimas de impotencia.

    Minutos después se me acercó un médico de cabello cano, bastante mayor de edad, cuyo rostro recuerdo muy bien. Se trataba del médico a cargo. Me tomó del hombro y me preguntó quién era. Soy hermano de Raúl, le respondí. Quédate tranquilo, me dijo. Está luchando y sobrevivirá: es joven. Dicho esto, se fue.

    El proyectil de bala penetró en la región torácica de mi hermano, quien seguramente al recibir el impacto exhaló el aire. El disparo traspasó la zona pulmonar, estando los pulmones ya contraídos, fracturó un par de costillas y perforó las dos pleuras –visceral y parietal–. Cuando lo vi, estaba perdiendo uno de sus pulmones y le estaban extrayendo los coágulos de sangre. Lo único que pude hacer fue rezar.

    Este fue el momento quizás más difícil de mi paso por la Academia de Investigaciones. Tuve que decidir si seguía en la policía o me regresaba a la universidad, pues ya tenía cursados dos años de estudios. Mi madre me rogó llorando que me retirara, que no fuera policía. Álex Sanhueza, su compañero y amigo, se recuperaba de sus intervenciones quirúrgicas. De modo casi milagroso, ambos sobrevivieron y siguieron siendo amigos toda su vida. Hoy Raúl y Álex descansan en paz, ambos muertos de cáncer a temprana edad. Yo, por mi parte, decidí seguir mi destino policial, bajo el ejemplo y enseñanza de mi hermano, quien murió rodeado del cariño y respeto de sus muchos amigos y colegas.

    Capítulo Tres

    Bautismo de sangre

    Las dos veces que vi baleado a mi hermano fueron mi bautismo de sangre. En lugar de abandonar mi vocación, me aferré aún más a ella.

    Mi pasión era investigar, ojalá, a través de métodos científicos, utilizando herramientas de un análisis basado en evidencias sólidas.

    Consecuente con ello, una de las clases que más disfrutaba como aspirante a detective cuando ingresé a la Escuela de Investigaciones, en 1979, era Metodología de Investigación Policial.

    El ramo estaba a cargo del prefecto en retiro Carlos Rodríguez Oyarzún, quien nos inculcó una regla de oro que nunca olvidé: los sitios de sucesos hablan, la sangre habla. Rodríguez había sido parte de la Brigada de Homicidios y fue becado a la Scotland Yard, la Policía Metropolitana de Londres, Reino Unido. Para mí, esa policía era sinónimo de eficiencia criminal basada en la utilización de métodos científicos, por lo cual me resultaban de alto interés sus clases apasionadas.

    La sangre habla, muchachos, nos decía con su voz poderosa que aún resuena en mis oídos y yo recordaba la sangre de mi hermano. Abran bien los ojos y cada cosa que vean en el sitio del suceso deben saber interpretarla. Si no logran dar con una interpretación en el momento, salgan del lugar, conversen con su equipo y vuelvan las veces que sea necesario. Cierren el sitio y no permitan que nadie lo contamine hasta tener claro lo que sucedió allí. Recién entonces pueden abandonar el sitio del suceso.

    Yo retenía sus consejos palabra por palabra. Me parecía que me hablaba directamente a mí, un joven aspirante venido de Quilpué, que no sabía nada de la vida en la gran ciudad, pero que leía todo lo que encontraba con voracidad de adolescente.

    Años después recordaba esas lecciones sobre el sitio del suceso cuando participé en la investigación de la muerte de un periodista inglés, cuyo cadáver desnudo fue hallado en su habitación del Hotel Carrera, sin signos de violencia.

    Rodríguez, gracias a su paso por Scotland Yard, nos habló en cierta ocasión de las muertes por autoerotismo que son relativamente comunes en Inglaterra y, justamente, ese fue el caso de este periodista británico, pese

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