La poética quietista de Valle-Inclán
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La poética quietista de Valle-Inclán - Isabel González Gil
Capítulo 1
UNA LÁMPARA EN EL OCASO DEL MODERNISMO. EL FIN DE SIGLO Y LA VASTA GNOSIS EUROPEA
Seule, que l’on soit croyant ou non, seule la littérature
mystique convient à notre immense fatigue.
RÉMY DE GOURMONT, Le latin mystique
En los primeros estudios sobre La lámpara maravillosa ya se advirtió de la necesidad de situar el pensamiento de esta obra en un contexto europeo, en sintonía con ciertas corrientes y tendencias literarias que se habían desarrollado en las cuatro décadas anteriores en los países artísticamente punteros de la época, Francia, Italia o Inglaterra. Se publica en 1916, año de la muerte de Rubén Darío, cuando ya habían aparecido las obras fundamentales del simbolismo francés y de su análogo español e hispanoamericano, pues el comienzo del modernismo suele fijarse en torno a la edición de Azul de Rubén Darío, en 1888, y su agotamiento en las inmediaciones de 1914, aunque no hay unanimidad sobre sus límites cronológicos.
En este breviario de estética, Valle-Inclán hace una síntesis propia del vasto movimiento espiritual posromántico y su teoría de la belleza como vía de retorno al Absoluto. Como dice Rafael Cansinos Assens en su libro La Nueva Literatura. Los Hermes, uno de los incontestables méritos del gallego reside en el amor a la dicción y el exquisito arte de ensamblaje de elementos preexistentes escogidos con esmero, además de su labor de precursor que irradia e «infunde a toda una generación un amor imborrable a esta imaginería mística».¹ Sin embargo, no es una mera refundición. Es una reelaboración indisociable de su creador, conforme al impulso ácrata de los modernistas, hasta el punto de constituir su texto más autobiográfico.²
Cansinos Assens muestra una gran agudeza al señalar la doble dimensión del autor como, por un lado, recolector y reelaborador de una vasta herencia literaria y, por otro, maestro de una generación de jóvenes con ansias de renovación de la vida literaria española. Esta doble tarea de exégesis y proyección –«quien sabe del pasado, sabe del porvenir», dice Valle-Inclán en «El anillo de Giges»–, de tradición y singularidad, es fundamental en el modo de entender el arte en La lámpara maravillosa.
Amemos la tradición, pero en su esencia, y procurando descifrarla como un enigma que guarda el secreto del Porvenir. Yo para mi ordenación tengo como precepto no ser histórico ni actual, pero saber oír la flauta griega. Cuanto más lejana es la ascendencia hay más espacio ganado al porvenir.³
En «El milagro musical», Valle-Inclán defiende una postura conciliadora de opuestos en la dialéctica entre la tradición y la expresión individual:
Aquello que me hace distinto de todos los hombres, que antes de mí no estuvo en nadie, y que después de mí ya no será en humana forma, fatalmente ha de permanecer hermético. Yo lo sé, y, sin embargo, aspiro a exprimirlo dando a las palabras sobre el valor que todos le conceden, y sin contradecirlo, un valor emotivo engendrado por mí.⁴
De este carácter bifronte del texto literario, consciente en la obra de Valle-Inclán, debe partirse necesariamente para contextualizarla en el panorama de la época. Pues, si se olvida uno de los dos polos, puede quedar reducida la obra a un sucedáneo de las teorías en boga: ya sea de la moderna teosofía de Madame Blavatsky, del misticismo simbolista o de doctrinas tradicionales; o, por el contrario, pueden perderse de vista el diálogo del texto y las claves interpretativas que proporciona su estudio contextual.
En opinión de Cansinos Assens, la obra de Valle-Inclán estaba formada «de elementos ajenos, preciosos en verdad, que él ha sabido acoplar con arte exquisito y con larga paciencia […]». Se preguntaba el sevillano: «su Lámpara maravillosa, ¿en qué antiguos y vagos fuegos se enciende?».⁵
En esta cuestión indagaremos en dos tiempos: primero, en las fuentes finiseculares y, posteriormente, a través de un recorrido genealógico, en la tradición contemplativa. Más que postular una doble herencia hemos de hacerlo de un doble cauce hermenéutico, pues la recepción de Valle-Inclán del pensamiento místico se produce por mediación de las corrientes finiseculares.
1.1 P ARÍS, UNA NUEVA G RECIA
¿En qué antiguos y modernos fuegos se enciende La lámpara maravillosa?, preguntaremos, ampliando el interrogante de Assens. ¿Cómo era la espiritualidad en el cambio de siglo? Antes de empezar la tarea de cartografía, hay que recordar la importancia que tuvo para el modernismo español el eje hispano-americano-francés.
José Enrique Rodó (Montevideo, 1871-Palermo, 1917), intelectual uruguayo, autor del conocido ensayo modernista Motivos de Proteo, destacaba en su prólogo a los poemas en francés de Delfina Bunge de Gálvez la influencia que tuvo el idioma francés en la literatura de la época:
El francés es nuestro latín y nuestro griego: es, para nuestra contemporánea literatura latinoamericana, la vía de iniciación en las enseñanzas de belleza y verdad que más contribuyen a educar nuestro espíritu. Lo que los idiomas clásicos para la Europa del Renacimiento, es el francés para estos pueblos en formación espiritual.⁶
Pedro Salinas veía en el modernismo «un corps étranger dans la littérature hispanique».⁷ Miguel de Unamuno criticaba en Poesía y arte la influencia demasiado marcada de las letras extranjeras y especialmente francesas en el modernismo, influencia que le parecía una parodia, una mala imitación (cf. íd.). Rubén Darío, por el contrario, la celebraba en los bien labrados endecasílabos de su «Divagación» de Prosas profanas:
Amo más que la Grecia de los griegos
la Grecia de la Francia, porque en Francia
al eco de las risas y los juegos,
su más dulce licor Venus escancia. […]
Verlaine es más que Sócrates; y Arsenio
Houssaye supera al viejo Anacreonte.
En París reinan el Amor y el Genio:
ha perdido su imperio el dios bifronte.⁸
Algunos escritores que sirvieron de enlace entre Francia y el mundo español e hispanoamericano fueron Rémy de Gourmont y Enrique Gómez Carrillo. Gracias a la obra periodística y editorial de Gourmont, «el escritor francés que más promovió a sus contemporáneos de América, acompañándolos en sus compartidos anhelos de renovación estética»,⁹ según Karl D. Uitti, fue posible la difusión de las obras de los modernistas no solo en Francia, sino también en la propia Hispanoamérica; debido, por una parte, a la proyección internacional del Mercure de France, del que fue redactor jefe hasta su muerte en 1915, y, por otra, a su hospitalidad y a la función de enlace que desempeñó entre artistas hispanoamericanos residentes en todo el continente. Por otro lado, Enrique Gómez Carrillo, de Guatemala, asentado en Francia, fue introductor¹⁰ de los escritores hispanoamericanos en el París bohemio como director de El Nuevo Mercurio, que se publicó en 1907.
1.2 E SOTERISMO Y OCULTISMO EN LOS CÍRCULOS LITERARIOS
En la segunda mitad del siglo XIX emergen poderosos movimientos espirituales a escala internacional, como la Sociedad Teosófica de H. P. Blavatsky o la antroposofía de R. Steiner. Al mismo tiempo, las modas ocultistas ocupan salones y tertulias de toda Europa y se generalizan prácticas como las mesas giratorias, herederas del espiritismo de Kardec (el tratado canónico de Allan Kardec, The Spirits Book, es de 1857). El interés por el esoterismo y el ocultismo estuvo muy vivo entre los artistas del cambio de siglo. Los escritores simbolistas y modernistas buscan con avidez en las cimas de la herencia espiritual de Occidente a la par que abren sus puertas a religiones orientales y cultos paganos. Su espiritualidad ecléctica era intrínsecamente heterodoxa, pese a que no se pretendía a sí misma como tal. Algunos tuvieron un papel activo dentro de un grupo, como Leopoldo Lugones en la Sociedad Teosófica o W. B. Yeats en la Hermetic Order of the Golden Dawn, mientras que otros permanecieron independientes, como Valle-Inclán.
En este contexto surgen muchas obras literarias de contenido esotérico: Huysmans publicó Là-bas en 1891; Valera, Morsamor en 1899; Enrique González Martínez, Los senderos ocultos en 1911; Lugones, Las fuerzas extrañas en 1906. Strindberg relata en Inferno (1897) su obsesión destructiva por la alquimia. En 1925 aparece la compleja exégesis cósmica de Yeats A Vision, fruto de sus trances mediúmnicos. Villiers de L’Isle escribe en la última etapa de su vida Axël, su obra más abiertamente ocultista (especialmente su tercera parte). En España, Roso de Luna y Rafael Urbano destacan como escritores de novelas y tratados teosóficos, así como Amalia Domingo Soler fue una gran exponente del movimiento espiritista. Sin embargo, en España en este periodo no vio la luz ninguna obra de carácter esotérico que pueda compararse en calidad e importancia a La lámpara maravillosa.
Eran momentos de gran atomización de las corrientes espirituales, como recogen los testimonios de los escritores de la época. Llanas Aguilaniedo los retrata en Alma contemporánea. Tratado de estética (1899):
Tras las ceremonias religiosas ideadas por los positivistas, el neo-catolicismo, el neo-budhismo, el neo-paganismo, el satanismo, la religión teosófica, la humanitaria, la gnóstica, el magismo, el culto a la Luna, etc., se disputan el imperio de las conciencias; Nietzsche diviniza la Vida y el Carnicero Magnífico; Victor Charbonnel, la Vida interior; Pierre Louis, el Amor griego; Pompeyo Guédy, el Amor sacrílego; Pompeyo Gener, la raza de filósofos-artistas-dominadores, y cada cual su concepción favorita, hasta llegar a la original teosofía de J. Strada […] Esto en París solamente; que si fuéramos a tener en cuenta las sectas que aparecen y mueren cada día en un país como Rusia, donde el espíritu siente verdadera nostalgia de ideal y del cielo, como alguien ha dicho […] A partir del movimiento iniciado en Francia por Baudelaire, París ha conocido los parnasianos, diabolistas, simbolistas, decadentistas, estetas, romanistas, instrumentistas […] pero, aparte de estos, están los impresionistas, sensitivistas, orientalistas, los de la «estética de los espíritus», los poetas de la vida interior, los naturalistas y todos los «nuevos» que forman bajo la enseña del Mercure de France.¹¹
Como señala a propósito de este pasaje el autor de la edición crítica Broto Salanova, Aguilaniedo toma esta lista de «capillas» de los artículos de Huret en Figaro, y a ella añade aún los «ipsuistas, magníficos, delicuescentes, magos, ocultistas, macabraicos, blasfematorios y egotistas».¹²
1.3 E L RETORNO IMPOSIBLE. PRINCIPALES TENDENCIAS ESPIRITUALES
En 1908, el escritor venezolano Manuel Díaz Rodríguez (Miranda, 1871-Nueva York, 1927), en uno de sus artículos más célebres, «Paréntesis modernista o ligero ensayo sobre el modernismo», de su ensayo Camino de perfección, opinaba que «Tal vez no existe una sola obra fuerte en la literatura de hoy donde no se pueda rastrear por lo menos una vaga influencia mística».¹³ Para Díaz Rodríguez, los dos maestros implicados en el surgimiento de la aspiración mística en la «más moderna literatura española» habían sido Rubén Darío en poesía, a partir de poemas como «El Reino Interior», y Valle-Inclán por la prosa de las Sonatas. Existían, en su opinión, dos tendencias predominantes en el arte y la literatura modernistas. La primera de ellas, la «tendencia a volver a la naturaleza», le parecía propia de las revoluciones artísticas fecundas, como la del Renacimiento, fundadas en el anhelo de volver a los orígenes para recuperar una percepción original del mundo:
De volver a contemplar la naturaleza con claros ojos infantiles, después de haberla visto falseada por los temores milenarios y las visiones de la vida ascética, falseada y hasta reemplazada por la sombra de aquellos negros y monstruosos Cristos de rígidos brazos interminables, cuya tétrica silueta se ve pesando todavía sobre el arte espontáneo, fresco y divino del Giotto.¹⁴
El deseo de vuelta a la naturaleza primitiva, a un estado no corrompido por la decadencia de la civilización, lo observa en la admiración común por la cultura griega. El efebo platónico de Taine lo describe como «el hombre primitivo, no desligado todavía de sus hermanos inferiores las otras criaturas, risueño y sencillo como el agua, hacia el cual nos volvemos con amor cada vez que nuestra civilización nos cansa y nos perturba con los delirios de su fiebre».¹⁵ Esta necesidad de regreso conforma una de las caras del espíritu modernista.
Para Valle-Inclán, el arte primitivo de los griegos es la primera de las tres cifras estéticas –la erótica–. En «El milagro musical», se describe el estado de pura visión que caracterizaba a la cultura griega y que se perdió en los siglos de imitación de la civilización latina:
La Edad de oro amanecía, y los griegos, divinos pastores, contemplaban aún las pálidas estrellas. Era en el silencio de las majadas, sobre las colinas con olivos, entre los perros vigilantes. Sus almas se revelaron con la aurora, aquellos cabreros tenían los ojos soberanos de las águilas y todas sus intuiciones las arrancaron a la celeste entraña del Sol […]. Fue después, bajo el cielo latino, cuando los poetas, guiados por el hilo de las palabras, tal como sonaban en la pauta griega, quisieron revelar el secreto de un mundo que no sabían ver. Nació entonces el arte bajo del remedo clásico.¹⁶
En el fin de siglo abundaron los estudios que relacionaban la civilización con la degeneración. Un ejemplo de ello es el tratado de estética de José M.ª Llanas Aguilaniedo (Huesca, 1875-1921)¹⁷ Alma contemporánea. Estudio de estética (1899). En los primeros párrafos retrata lo que considera la degeneración moderna, como consecuencia de la fatiga del conocimiento y la falta de trabajo físico. La decadencia se refleja, según Llanas Aguilaniedo, en la fragilidad corporal e intelectual. Frente a la aspiración romántica a la unión con la naturaleza, en el modernismo existe, junto al anhelo del idealizado origen, una distancia irreparable, de un exitus sin reditus posible. La distancia cualitativa entre lo ideal y lo actual hace que deban conformarse con el recuerdo y el ensueño.
El topos del imposible retorno está presente en numerosos escritos modernistas. Un bello y desesperanzado ejemplo es el poema del mexicano Enrique González Martínez, autor de Los senderos ocultos (1911), «El retorno imposible» (en Parábolas y otros poemas):
Yo sueño con un viaje que nunca emprenderé,
un viaje de retorno, grave y reminiscente…
Atrás quedó la fuente
cantarina y jocunda, y aquella tarde fue
esquivo el torpe labio a la dulce corriente.
¡Ah, si tornar pudiera! Más sé que inútilmente
sueño con ese viaje que nunca emprenderé.
Un pájaro en la fronda cantaba para mí…
Yo crucé por la senda de prisa, y no lo oí.
Un árbol me brindaba su paz… A la ventura,
pasé cabe la sombra sin probar su frescura […].¹⁸
El viaje que no se emprende, por la distancia insalvable con el Ideal, abre el espacio del ensueño, característico de la refinada y lúcida espiritualidad modernista.
La segunda tendencia que Díaz Rodríguez encuentra en lo que llama el modernismo verdadero es la tendencia al misticismo, representado en su opinión en la poesía por Verlaine, en la prosa por Maeterlinck y en las artes plásticas por Puvis de Chavannes. Es decir, un misticismo eminentemente literario y artístico.
Por último, habla de un movimiento de interiorización en las artes. Si el realismo literario dominante pretendía captar el mundo físico y la realidad social, la nueva literatura se centra en conocer y expresar los matices del alma humana. En «El modernismo», decía Amado Nervo:
No sé lo que los demás entenderán por modernismo. Malicio que ni en América ni en España nos hemos puesto aún de acuerdo sobre la significación de tan socorrida palabreja; pero, por lo que a mí respecta, creo que ni hay ni ha habido nunca más que dos tendencias literarias; la de «ver hacia fuera» y la de «ver hacia dentro». Los que ven hacia fuera son los más. Los que ven hacia dentro son los menos.¹⁹
Nervo define el modernismo para la «Enquête du mensuel El Nuevo Mercurio» como una manera de mirar hacia el interior con el fin de comprender «que lo verdaderamente grande en el universo […] está en lo infinitamente pequeño, en lo imperceptible, en lo invisible».²⁰ Valle-Inclán esboza una poética similar de la interiorización en La lámpara maravillosa: «Las artes literarias dan la sensación de no haberse definido aún y de luchar por ser. Aparecen como largos caminos por donde las almas van en la exploración de su Mundo Interior».²¹
En el apogeo del positivismo, simbolistas y modernistas enarbolan la bandera de la defensa de un espacio no mensurable, cuantificable o clasificable: el lugar del alma, del espíritu creador, de la vida (cuyo continuum, al estudiarse, se desnaturaliza, como opondrá Bergson a Durkheim). Llanas Aguilaniedo habla de un «culto a la vida interior», propio de la época, que sirvió de base al estetismo.
El reino y el palacio interior fueron dos metáforas con las que los modernistas representan esa morada impalpable. Imágenes anímicas, al igual que otras como el jardín o el templo, que espacializan el alma, llamando a la exploración o al refugio. Manuel Machado puso por título «El Reino Interior» a una de las secciones de su obra Alma; sin embargo, la imagen canónica fue la del poema de Darío en Prosas profanas. Ambas metáforas del ánima modernista, el reino y el palacio, representan el mundo interior como una morada infinita por explorar, y como un lugar donde fortificarse frente a la fealdad y la vulgaridad burguesa.
El espacio interior también fue representado como un camino o un peregrinaje, con repetidas llamadas al conocimiento de sí, utilizando la célebre máxima griega del Templo de Apolo en Delfos –o en su versión latina Nosce te ipsum–, así como el elogio de las virtudes de la soledad y del retiro. Uno de los libros clásicos de esta época que lanza esta llamada al conocimiento interior fue el ensayo de Rodó Motivos de Proteo (1909):
Hay una senda segura, y es la que va a lo hondo de uno mismo.
¿Por qué en vez de negarte con vana negación, no pruebas avanzar y tomar rumbo a lo no conocido de tu alma?… ¡Hombre de poca fe! ¿Qué sabes tú lo que hay acaso dentro de ti mismo?… ²²
En la confrontación entre el idealismo modernista y el realismo estaba en disputa la cuestión de si el ser humano puede conocer la realidad. Según Evelyn Underhill, en su época se dieron tres principales respuestas: en primer lugar, la del realismo y el naturalismo, que conciben las impresiones sensibles como el único material de conocimiento –postura que le parece a la autora propia del yo no sofisticado–. En segundo lugar, la idealista, para la cual el mundo exterior es la imagen que proyecta el yo, por lo que el conocimiento intelectual está condicionado por los límites de nuestra personalidad y solo es posible conocer la mente y el pensamiento.²³ Por último, la del escepticismo filosófico, que derivaba, en su opinión, en el extremo subjetivismo. Frente a estas tres posturas gnoseológicas, Underhill contraponía la teoría mística del conocimiento, que consiste en que el espíritu humano, esencialmente divino, es capaz de conocimiento inmediato con la única realidad.²⁴ Dentro de la tendencia general de interiorización hubo posturas más marcadamente idealistas y otras, como la valleinclaniana, que se adhirieron a una gnoseología mística.
Por último, otra de las ideas-fuerza de la espiritualidad finisecular fue la de síntesis, que aparece repetidamente en los escritos de la época como caballo de batalla contra el método del adversario materialista. La síntesis no era para ellos un mero procedimiento. Al igual que la analogía o la armonía, era un anhelo centrípeto que oponían en las artes al análisis de los naturalistas, que implicaba a su juicio una pérdida espiritual y estética.
La búsqueda de la síntesis se manifiesta también en la expansión del acervo cultural. Se recuperan y rehabilitan obras y autores, como la Guía espiritual de Molinos o el Autodidacto de Abentofail; se funden corrientes de pensamiento y sus símbolos. Se expresa en la conciliación de opuestos, como puede verse en los cuadros de Jean Delville o de Julio Romero de Torres. Puede apreciarse además en la ambición por obras totales, exégesis del cosmos o de la tradición cultural, como Axël, de Villiers de L’Isle-Adam, que reúne en cuatro partes el mundo religioso, el mundo trágico, el mundo oculto y el mundo pasional, o A vision de Yeats, un vasto intento de explicar la totalidad del universo mediante complejas tablas que le dictarán los espíritus en sus años como médium.
Si hubo un libro en España que reflejó este afán sintético del fin de siglo fue La lámpara maravillosa. Su exégesis no solo abarca la historia de Occidente, sino que todo en ella responde al anhelo de unidad, armonía, analogía y coincidentia oppositorum: la unión de paganismo y cristianismo, erotismo y ascetismo, Oriente y Occidente, lo masculino y lo femenino, lo divino y lo diabólico.
Uno de los mejores ejemplos de la tendencia a la síntesis en el arte mediante la asimilación de figuras e ideas fue el cuadro L’École de Platon, de 1898, del belga Jean Delville, amigo de Joséphin Péladan y asiduo de los salones de la Rosa-Cruz. En él, Platón aparece en una tradicional posición crística rodeado de doce bellos efebos desnudos que languidecen alrededor en posición de escucha en un locus amoenus. La postura de las manos del filósofo, con la derecha apuntando hacia lo alto y la izquierda hacia la tierra, así como el esquematismo circular del cuadro, fundamento de la armonía y el equilibrio entre la verticalidad y la horizontalidad, hacen de la pieza una representación del ideal de síntesis y conciliación de opuestos.
Otra imagen de la tendencia modernista a la síntesis es la de la mariposa rubeniana, cuyas alas divinas se reparten entre el cristianismo («la catedral») y el paganismo («las ruinas paganas»), entre «la rosa» y «el clavo» de la cruz. Belleza y dolor, naturaleza y espíritu se unen en el símbolo armónico y simétrico de la mariposa:
Entre la catedral y las ruinas paganas
vuelas, ¡oh Psiquis, oh alma mía!
–como decía
aquel celeste Edgardo,²⁵
que entró en el paraíso entre un son de campanas
y un perfume de nardo–,
entre la catedral
y las paganas ruinas
repartes tus dos alas de cristal,
tus dos alas divinas.
Y de la flor
que el ruiseñor
canta en su griego antiguo, de la rosa,
vuelas, ¡oh, Mariposa!,
a posarte en un clavo de nuestro señor.²⁶
Barbey d’Aurevilly iba más lejos en su defensa de la síntesis en el prólogo a Le vice suprême de Joséphin Péladan, de 1884. Para él, la síntesis no implicaba únicamente un tipo de arte, que denominaba arte sintético y que oponía al arte analítico fruto del materialismo triunfal, sino que constituía la propia esencia del espíritu humano y la belleza de una obra de arte. El análisis, esa «facultad de miope», es «el mal intelectual de un siglo sin cohesión y sin unidad y en el que las obras literarias llevan, incluso sin saberlo, la marca de un materialismo que es toda su filosofía».²⁷ La síntesis, por el contrario, es indisociable del espíritu, y no puede ser suprimida sin matarlo.
Frente a las teorías lombrosianas, tan aceptadas en la época, que acercaban genio y locura, espiritualidad y degeneración, D’Aurevilly postulaba una facultad suprarracional como modo de conocimiento opuesto al análisis. Anticipa la defensa valleinclaniana de la contemplación frente a la meditación, y de la visión circular frente a la lineal. Ambas revierten en la fundamentación de una facultad capaz de captar la unidad en el espíritu humano, que se plasma en la búsqueda de una nueva forma de arte.
1.4 M APA DEL ESOTERISMO Y EL OCULTISMO FINISECULAR
1.4.1 Principales corrientes: neopitagorismo, hermetismo, gnosticismo, platonismo y misticismo
1.4.1.1 Neopitagorismo
El pitagorismo fue la más relevante de las fuentes esotéricas del modernismo. No hubo una mera recepción pasiva de su pensamiento, sino que se produjo en los círculos modernistas una asimilación que dio lugar a una poética neopitagórica, con postulados sobre el ritmo, la rima, la estrofa, etc., y a un ideal estético basado en los principios de armonía, unidad y trascendencia.
La importancia del número en las arquitecturas literarias de Valle-Inclán ha sido resaltada por críticos como Garlitz y Barros, pero el principal investigador de esta corriente ha sido Ricardo Gullón, a quien debemos el precursor estudio Pitagorismo y modernismo, publicado en 1967.
El interés por el esoterismo del siglo XIX no fue alcanzar la verdad historiográfica del pitagorismo, sino la verdad poética, la historia sagrada, legendaria, que se atribuía a Pitágoras en cuanto que gran iniciado y maestro de sabiduría, como puede constatarse en las biografías surgidas de este contexto, como La vida serena de Pitágoras, de la teósofa Josefina Pepita Maynadé y Mateos; en el capítulo dedicado a Pitágoras en Les grands initiés, de Édouard Schouré; en la reedición de Urbano del Pitágoras de André Dacier; o en los textos de Fabre d’Olivet sobre el tema. Otro tanto puede decirse de la recepción de los topoi y las ideas pitagóricas por parte de los escritores, pues ya se ha visto que una de las características de la espiritualidad modernista es el gusto por la síntesis, y así Rubén Darío decía que «se han confundido dentro del alma mía / el alma de Pitágoras con el alma de Orfeo»²⁸ u «oír como un Pitágoras cristiano / la música teológica del cielo».²⁹
De los orígenes del pitagorismo se saben con certeza pocos datos: que Pitágoras nació en el siglo VI a. C. en Samos, una isla griega del mar Egeo próxima a Asia Menor, aunque hay discrepancias sobre la fecha exacta (en torno al 580 a. C. propone Riffard; 532 a. C., Ferrater Mora), y fue contemporáneo de otros grandes reformadores religiosos como Zaratustra, Lao-Tsé, Ezequiel o Buda. Según Riffard, fue discípulo de Ferécides de Siros y su nombre significaba «el anunciador». En la leyenda de Pitágoras hay dos acontecimientos importantes: el primero es la profecía de la Pitia al padre de Pitágoras de que tendría un hijo de dones maravillosos. El segundo, la fase de iniciación del filósofo en Egipto. Édouard Schuré narra cómo en Egipto fue donde los sumos sacerdotes lo iniciaron en la ciencia de Dios y tuvo que atravesar distintas fases de la iniciación hasta realizar la doctrina del Verbo Luz o de la Palabra Universal, y cómo el alma humana evoluciona a través de siete ciclos planetarios. Asimismo, relata cómo en Egipto profundizó en la ciencia de los números, las matemáticas sagradas que consideraban los principios del universo.
En opinión de Riffard, la ciencia pitagórica procedía de tres fuentes (siguiendo a Diógenes Laercio): la geometría de los egipcios, la ciencia de los números y cálculos de los fenicios y el estudio del cielo de Caldea; así como el apartado ritual y preceptivo lo tomó de los Magos.
En las claves de la magia egipcia, Schuré relacionaba la ciencia de los números con el arte de la voluntad. En su obra, relata cómo en Egipto Pitágoras adquirió la vista de las alturas, el desarrollo de la conciencia en su vuelo a la unidad y la involución del espíritu hacia la materia.
Otro de los episodios más conocidos de la leyenda pitagórica es la fundación hacia el año 530 de una sociedad religiosa en Crotona. Esta comunidad o synedrion, según Riffard, comprendía seiscientos discípulos que llevaban a cabo distintas pruebas y estaban repartidos en grados, según fueran discípulos exotéricos o esotéricos (iniciados).
El pitagorismo era un pensamiento que abarcaba todos los aspectos de la vida del discípulo, incluyendo postulados sobre el comportamiento cotidiano, los hábitos, el cuidado del cuerpo, el examen personal, etc. María Zambrano explica a propósito de esta «hermandad, más que escuela» pitagórica, en el artículo titulado «La condenación aristotélica de los pitagóricos»,³⁰ la suerte que corrieron sus doctrinas en el mundo occidental. Para la filósofa malagueña, Aristóteles dejó fuera de su sistema la filosofía de Pitágoras, pero tomó de ella el descubrimiento órfico-pitagórico del alma