Bartleby, el escribiente
Por Herman Melville
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Bartleby, el escribiente es una profunda y enigmática novela escrita por Herman Melville. Ambientada en un bullicioso bufete de abogados de Wall Street, en la Nueva York de mediados del siglo XIX, la historia sigue la vida del excéntrico Bartleby, un escribiente que abruptamente deja de dedicarse a su trabajo, pronunciando la frase pref
Herman Melville
Herman Melville (1819-1891) was an American novelist, short story writer, essayist, and poet who received wide acclaim for his earliest novels, such as Typee and Redburn, but fell into relative obscurity by the end of his life. Today, Melville is hailed as one of the definitive masters of world literature for novels including Moby Dick and Billy Budd, as well as for enduringly popular short stories such as Bartleby, the Scrivener and The Bell-Tower.
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Bartleby, el escribiente - Herman Melville
BARTLEBY, EL ESCRIBIENTE
UNA HISTORIA DE WALL STREET
Soy un hombre bastante mayor. La naturaleza de mis ocupaciones durante los últimos treinta años me ha puesto en contacto más que de ordinario con lo que parecería un conjunto interesante y algo singular de hombres de los que hasta ahora no se ha escrito nada que yo sepa: me refiero a los copistas de leyes o escribientes. He conocido a muchos de ellos, profesional y privadamente, y, si quisiera, podría relatar diversas historias ante las que los caballeros de buen carácter podrían sonreír y las almas sentimentales llorar. Pero renuncio a las biografías de todos los demás escribientes por unos pocos pasajes de la vida de Bartleby, que fue un escribiente de los más extraños que he visto u oído jamás. Mientras que de otros copistas de leyes podría escribir la vida completa, de Bartleby no se puede hacer nada de eso. Creo que no existen materiales para una biografía completa y satisfactoria de este hombre. Es una pérdida irreparable para la literatura. Bartleby era uno de esos seres de los que nada se puede averiguar, salvo a partir de las fuentes originales, y en su caso éstas son muy reducidas. Lo que mis propios ojos asombrados vieron de Bartleby, eso es todo lo que sé de él, excepto, ciertamente, un vago informe que aparecerá en la secuela.
Antes de presentar al escribiente, tal y como se me apareció por primera vez, es conveniente que haga alguna mención de mí mismo, de mis empleados, de mis negocios, de mi despacho y de mi entorno en general; porque alguna descripción de este tipo es indispensable para una adecuada comprensión del personaje principal que está a punto de ser presentado.
Imprimis: soy un hombre que, desde su juventud, ha estado lleno de una profunda convicción de que la forma de vida más fácil es la mejor. De ahí que, aunque pertenezco a una profesión proverbialmente enérgica y nerviosa, incluso hasta la turbulencia, en ocasiones, sin embargo nada de eso he permitido nunca que invada mi paz. Soy uno de esos abogados poco ambiciosos que nunca se dirigen a un jurado, ni atraen de ningún modo el aplauso del público; sino que, en la fresca tranquilidad de un acogedor retiro, hacen un cómodo negocio entre bonos e hipotecas y títulos de propiedad de hombres ricos. Todos los que me conocen me consideran un hombre eminentemente seguro. El difunto John Jacob Astor, un personaje poco dado al entusiasmo poético, no dudó en pronunciar que mi primer gran punto era la prudencia; el siguiente, el método. No lo digo por vanidad, sino simplemente para dejar constancia del hecho de que el difunto John Jacob Astor no me impidió ejercer mi profesión; un nombre que, lo admito, me encanta repetir, pues tiene un sonido redondo y orbicular, y suena como un lingote de oro. Añadiré libremente que no fui insensible a la buena opinión del difunto John Jacob Astor.
Algún tiempo antes del período en el que comienza esta pequeña historia, mis ocupaciones se habían incrementado considerablemente. Se me había conferido el buen y antiguo cargo, ahora extinto en el Estado de Nueva York, de Maestro de la Cancillería. No era un cargo muy arduo, pero sí muy gratamente remunerado. Rara vez pierdo los estribos y mucho menos me dejo llevar por una peligrosa indignación ante los agravios y los ultrajes, pero permítanme que sea imprudente y declare que considero la repentina y violenta abolición del cargo de Maestro de la Cancillería por la nueva Constitución como un acto… prematuro, ya que habría contado con un goce vitalicio de los beneficios, mientras que sólo los recibí durante unos pocos años. Pero esto es algo al margen.
Mi despacho estaba escaleras arriba, en el Nº… de Wall Street. En un extremo daban a la pared blanca del interior de un espacioso pozo de luz cenital, que penetraba en el edificio de arriba abajo. Esta vista podría haberse considerado más sosa que otra cosa, deficiente en lo que los pintores de paisajes llaman «vida». Pero si era así, la vista desde el otro extremo de mis aposentos ofrecía, al menos, un contraste, si no más. En esa dirección, mis ventanas ofrecían una vista sin obstáculos de un alto muro de ladrillo, negro por la edad y la sombra eterna; muro que no necesitaba catalejos para sacar a la luz sus bellezas acechantes, sino que, en beneficio de todos los espectadores miopes, se elevaba a menos de diez pies de los cristales de mi