Furia. Recordanzas de un lépero levantisco
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Furia. Recordanzas de un lépero levantisco - José Luis Trueba Lara
Por más que le hicieron, El Siete nunca dijo su nombre. Allá, en la cárcel, nadie sabía si era Juan, Pedro, Miguel o José. Dios es testigo de que tenía la lengua engarrotada por la furia y su saliva se espesó por la bilis que nunca se le salió del cuerpo. Yo lo vi en esos días y su imagen cuadraba con la del Señor de las Moscas que se ensañaba con nosotros. Él también estaba contagiado, pero su mal era más negro y terrible que el de los enfermos que se retorcían para anunciar su muerte; ni siquiera la sangre tenía la fuerza para sosegarlo. Por esta mera le juro que, si le hubieran dado de garrotazos en la cabeza, nunca le habrían destrabado la quijada. Él no estaba dispuesto a hablar delante de sus enemigos; las pocas palabras que le brotaron antes de que lo metieran a la jaula nomás fueron para dejar las cosas en claro. El Siete era como esos perros que, aunque los maten, nomás no sueltan la presa.
Pregunte por donde quiera, todos le dirán que no soy un mentiroso y que mis palabras tampoco están manchadas por verdades a medias. A estas alturas no importa que me condenen. A todos los que le soltamos la rienda a la venganza nos van a agarrar. Nuestro destino está decidido y los zopilotes nos siguen los pasos. No importa que no me crea. Pero cuando los gringos lo pescaron, nada hizo para defenderse y nomás aventó su verduguillo. El cuchillo largo y afilado rebotó tres veces antes de quedarse quieto. Su hoja se miraba oscura por la sangre que había bebido. La negrura que se tragó a la luna no pudo rajarse por el chispazo del metal que se estrelló con el empedrado. El lodo y los charcos asesinaron su centella antes de que naciera.
¿Para qué le niego lo que todos sabemos y hasta ahora empezamos a contar?
Hacía un mes que lo andaban cazando, razones no les faltaban para que quisieran agarrarlo. Nadie sabe a cuántos gringos se echó, pero pocos no fueron.
El Siete los esperaba en los callejones o cerquita de las pulquerías que estaban en los barrios de mala muerte. Ahí se quedaba, quieto, tenso como los gatos que ven a los ratones sin sacar la lengua para relamerse los bigotes. Poquito a poquito se les iba acercando, y antes de que se pudieran voltear para mirarlo, el frío del verduguillo los mandaba a abrazarse con la Siriquiflaca.
Cuentan que su mano izquierda se quedaba apretándoles la boca hasta que se les iba el aliento. Ya después se olía la palma para llenarse con el vaho de la muerte.
El grito de auxilio no podía brotarles del gañote. Un solo aullido bastaría para que llegaran otros soldados. Ése era un lujo que no podía darse. Cuando los enemigos se quedaban tirados, apenas los veía y murmuraba el nombre de cinco letras que alimentaba su venganza. Todos los yanquis¹ debían pagarle la única que le debían.
Lo que les hizo a sus patrones es otro cantar; el fin de los Monteros está junto pero no pegado.
*
Esa noche, los gabachos agarraron al Siete con otros revoltosos que todavía andaban sueltos. La oscuridad fue buena para ellos y mala para nosotros.
Los que los vieron pasar rumbo al cuartel, dicen que en esa cuerda también iban Tiburcio Maya, Melitón Botello, Axkaná Pérez y Pepe Rodríguez. A todos les amarraron las manos y el mecate les quemó las muñecas sin que el dolor se les marcara en la cara. Aunque quisieran, no tenían manera de engañarse, todos tenían bien claro lo que les iba a pasar.
Sólo Nuestro Señor puede decir si se miraron y pudieron reconocerse.
Durante un mes fueron sombras, manchas renegridas que se escondían para vengarse. A ninguno le faltaban razones para odiar a los invasores, lo que pasó en la guerra y en esos días de septiembre era suficiente para que se las cobraran.
Vaya usted a saber si esto es cierto, pero más de uno anda pregonando que el padre Jacona salió de su iglesia para verlos pasar. Salvo El Siete, todos tenían los ojos clavados en el empedrado, en los charcos donde los renacuajos se largaron con todo y ranas. La Calaca también se ensañó con las bestias y las únicas que quedaban eran las que le hacían el caldo gordo a Belcebú.
Sin miedo, el cura les echó una bendición y le juró al Cielo que iba a rezar por su alma, sobre todo por la del Siete que estaba marcada por la rabia. Por más que le hiciera, ese chamaco no olvidaría lo que pasó cuando los gringos entraron a su iglesia. Desde ese momento, el dios de la venganza era el único que gobernaba su alma.
Esos presos, a lo mejor sin darse cuenta y sin quererlo ni buscarlo, lo habían defendido de los endemoniados que tomaron la ciudad después de que dejaron a los muertos abandonados en los cerros, las calzadas y las garitas. En un descuido, capaz que oyeron las palabras que dijo en la misa mientras tronaban los cañonazos que despedazaron el fuerte de Chapultepec.
*
Cuando llegaron al cuartel, luego luego los pararon delante de un gringo. Ese hombre tenía la nariz hinchada por las venas que amenazaban con reventar. Todos los tragos que se había empinado se le agolpaban en los arroyos colorados y azules. La cara se le miraba cacariza por las marcas que le dejaron las viruelas que también le enceguecieron un ojo con una nube blancuzca que lo obligaba a mirar de lado. El yanqui tenía los dientes amarillos y las manchas oscuras les dibujaban rayas que apenas se detenían en los hoyos que les labró la podredumbre. La boca le apestaba a rancio, a manteca vieja, a jerga de pulquería.
Se les quedó viendo.
Sin decir una palabra escupió al suelo.
El tabaco masticado era idéntico al lodo que se juntaba en los canales antes de que empezaran las secas. Era café tirando a negro, se miraba espeso y amenazaba con quedarse pegado a lo que tocara.
El gringo acomodó un papel y agarró la pluma mientras se movía como un señorón. De no ser por las garras con las que estaba vestido, cualquiera habría creído que era uno de los que partía el queso.
La punta recién afilada entró en el tintero y, sin más ni más, le habló al Siete:
–¿A qué vienes? –le preguntó.
–Yo no vine… me trajeron –le contestó el muchacho.
El soldado sonrió y meneó tantito la cabeza. Ese chamaco escuálido era un retobón irredento.
Nunca le había tocado alguien así.
Antes del Siete, todos los que se le paraban delante rogaban y juraban que no estaban metidos en el borlote. Según ellos, sus manos jamás tocaron una piedra, tampoco le dieron gusto a los plomazos y nada tenían que ver con los asesinatos de los yanquis ni con los cementerios que aparecieron al lado de las pulquerías que estaban en los barrios donde la gente se vestía con andrajos. Ellos, por lo menos en lo que se oía en sus palabras, eran gente de paz y la guerra no les importaba un comino. Ganara quien ganara, no querían meterse en problemas. Ellos, mientras se besaban los dedos cruzados y los ojos se les nublaban, juraban por el Santísimo que nunca estuvieron del lado de Santa Anna y tampoco anduvieron con los alzados ni con los matadores de gringos.
Así eran todos, pero El Siete era distinto.
El gringo se pasó la mano por la cara para espantarse la modorra.
Los duros pelos de la barba entretuvieron a sus dedos mientras suspiraba.
–Está bien, compadrito… ¿para qué te trajeron? –le preguntó en un español que se oía bastante champurrado.
En sus palabras no se oía un dejo de respeto, en ellas nomás sonaba la burla del que tiene la sartén por el mango.
El Siete también le sonrió. A como diera lugar necesitaba que el invasor supiera delante de quién estaba.
–Para matarme, para eso me trajeron –le respondió con calma.
*
Apenas tres días lo tuvieron encerrado. Cuando llegó la mañana del cuarto, lo sacaron de su celda para amarrarle las manos y llevárselo a empujones.
La madera de las culatas se le encajaba en la espalda y los insultos le ardían en las orejas. Aunque no las entendía, esas palabras sólo podían mentar a su santa madre, a la mujer que apenas era un recuerdo que se completaba con invenciones y sueños. ¿Para qué se lo niego? Si el oficial le hubiera aflojado las cuerdas, ahí mismo se lo habría echado sin miramientos.
A pesar de esto, El Siete hacía todo lo posible por caminar con calma y mirar para delante.
Por más que quisieran, los invasores no podían verlo quebrado.
Él no iba a rogarles.
*
Los prisioneros se fueron acomodando en la calle. A sus lados estaban los soldados con los fusiles listos y las bayonetas hambrientas de muerte. Sus armas eran iguales a las fieras que probaron la carne de los hombres y tienen metido en el tuétano el sabor de la sangre.
El Siete se detuvo un instante, las ansias de fugarse se habían terminado. Antes de que pudiera encarrerarse, las balas acabarían con su vida.
¿Para qué le hacemos? La verdad es que no le quedaba de otra más que encontrarse con su destino.
El último volado cayó del lado que no debía.
Se formó detrás de Axkaná y, como no queriendo, se puso a mirar a la gente que andaba cerca. Ni siquiera se dio cuenta de que Melitón, Pepe y Tiburcio también estaban ahí. Ellos nomás eran otros que tenían que encontrarse con su destino.
Sus ojos se quedaron vacíos.
Ella no estaba, ella jamás estaría.
El recuerdo del olor de su cuello y sus dedos acomodándole una greña era lo único que le quedaba.
*
El ruido de los tambores le robó la posibilidad del recuerdo. A cada redoble, la imagen se le fue deslavando de la cabeza. María, la del nombre de cinco letras todopoderosas, se volvió un fantasma marcado por las ansias de tumba y novenario. Por más que le hizo, no pudo encontrarla. El milagro que le pidió a san Judas no pudo cumplirse. A lo mejor por eso terminó haciéndole caso al que no tiene sombra.
Los gringos y los presos empezaron a caminar con una calma forzada.
La lentitud de la columna estaba medida. La gente tenía que verlos. Lo que iba a pasar era una lección para los que andaban con ganas de pasarse de sabrosos, aunque la ciudad estaba casi rendida. Cuando los miraban, algunos se santiguaban; a otros, los ojos se les llenaban de nubarrones.
La guerra estaba perdida.
A esas alturas sólo Dios sabía lo que iba a pasar. Santa Anna nos había abandonado a nuestra suerte y sin tentarse el alma se largó con la seguridad de que el hambre no lo mordería. Por más que la gente esperó que se retachara, se fue por su rumbo y terminó trepado en un barco que lo llevó lejos de los plomazos. La tierra donde abundaban las mulatas que le llenaban el ojo lo esperaba sin reclamarle su cobardía.
Ahora sabemos que nos quedamos colgados de la brocha mientras el cojo negociaba una pensión por sus servicios a la patria. Ni modo, qué le hacemos, así son los mandamases. A ellos les tocan las rebanadas, a nosotros las morusas.
*
El verde reseco de la Alameda se acercaba a cada paso que daban.
Cuando entraron al jardín, el color de la batalla volvió a alcanzarlos.
Los prados estaban destruidos, los enrejados habían sido arrancados y más de un árbol terminó en las fogatas de los invasores. Sus cazos necesitaban lumbre, y nadie pudo detener los hachazos que por pura diversión se siguieron con las estatuas que terminaron descabezadas y rajadas. Sus caras mochas y ciegas miraban a la nada.
Ahí, delante de los prisioneros, estaban los soldados.
Sus líneas formaban un cuadrado casi perfecto, pero el mero mero de los gringos no dejaba que en ese lugar se alinearan todos sus hombres. Los que apenas andaban vestidos con andrajos no se miraban. En el jardín se apelotonaban los que sí tenían uniforme y parecían soldados de a deveras.
Para los que andábamos en el mitote, era claro que eso era pura pose, un fingimiento que a nada llevaba y a nadie engañaba. Los soldados yanquis estaban tan amolados como los nuestros.