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Luna muerta
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Libro electrónico955 páginas14 horas

Luna muerta

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Nerger siempre quiso grabar su nombre en la historia. Lo que no imaginó fue que su mayor sueño se convertiría en la peor de sus pesadillas.
Cuando el joven humano encuentra una antigua espada conocida como Luna Muerta, pronto será consciente de que el arma oculta una oscura personalidad que intenta liberarse de su portador. Nerger deberá aprender a controlar su espada y la maligna presencia que vive en ella. Una lucha mental que deberá enfrentar para conservar su humanidad, pero que también le ayudará a sobrevivir con poderosas habilidades y a comprender que existen muchos otros portadores como él dispuestos a liberar el mal que desesperadamente intenta mantener a raya.
Vicente de Haro te invita a conocer el inicio de su saga de fantasía épica. Descubre las mágicas tierras de Lizarth y los secretos que esconden las Postrimerías; armas legendarias capaces de dotar a sus portadores de terribles poderes.
Averigua por qué el mundo ocultó su propia historia y por qué la sociedad, pacífica durante siglos, caerá en el caos al haberse sostenido sobre una gran mentira a punto de ser desvelada.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento28 may 2024
ISBN9788411814478
Luna muerta

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    Luna muerta - Vicente de Haro Morales

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    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Vicente de Haro Morales

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Brian Fernández Rodríguez

    Diseño de portada: Aroa Díaz Gallego

    Supervisión de corrección: Ana Castañeda

    Ilustraciones interiores: Mar Jordán

    ISBN: 978-84-1181-447-8

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    .

    Dedicado a Aroa. Si mi sueño tiene que cumplirse, que sea de la mano del tuyo.

    Prólogo

    De diez a doce años. Ese sería el tiempo aproximado que el mundo de Lizarth tardó en forjarse. Cuando echo la vista atrás y me veo a mí mismo siendo poco más que un adolescente escribiendo los primeros detalles de personajes e historia, siento como si hubiera sido en otra vida. Como si, de algún modo, el autor original nunca hubiera llegado a ver su obra terminada y me tocase a mí en su lugar terminar lo que él empezó.

    Hoy hago honor a ese chico joven que soñó con su mundo de fantasía hecho realidad.

    El universo de Luna Muerta no es más que la cúspide de mi imaginación, de todo cuanto siempre he querido vivir. El resultado de todas mis pasiones, de mis gustos y mis sueños moldeado con toda mi alma para crear vida entre sus páginas. Un regalo de escritor a lector en el que doy lo mejor de mí a cambio de que mis personajes vivan en ti.

    En realidad lo que busco con estas líneas es ser sincero. Sé que este libro, o más bien esta saga, es un salto al vacío. Una apuesta arriesgada por creer. Una lucha contra un mundo que no te conoce. Es una batalla por salir de las sombras del anonimato y que tu mayor trabajo pueda gritar; aquí estoy.

    Sé que todo lo anterior es cierto. Pero más claro aún tengo que Luna Muerta solo necesita una cosa para brillar como se merece; una oportunidad en las manos adecuadas.

    Esa oportunidad ha recaído en ti al abrir estas páginas. La oportunidad de disfrutar el viaje que te aguarda. De reír y llorar junto a sus personajes. Pero, sobre todo, de mantener viva la existencia del mundo de Lizarth más allá del final, pues si al terminar algo dentro de ti es distinto a cuando empezaste, sabrás que el viaje mereció la pena.

    Luna Muerta habla de enfrentar tus miedos, tus ansiedades e inseguridades. De poner rostro a aquello que te dice «no vas a lograrlo» y sostener la mirada para demostrarle que se equivoca.

    No podría llamarme autor de esta historia si fuese infiel a la premisa de mi propio libro.

    Esta novela es mi mirada hacia un mundo que no cree en ella. Un desafío al anonimato. Una promesa de que mi mundo dejará de vivir únicamente en mi imaginación para expandirse a cientos de corazones, como el tuyo.

    El susurro a un alma joven que yo no tuve y que tanto necesité, con tu permiso, me daré la libertad de dártelo si realmente lo necesitas; tú puedes convertirte en héroe.

    A ti, querido lector. Recuerda que muchos que ni lo intentaron te dirán que no puedes lograrlo. Pero quien no sabe soñar no entiende el vuelo de los demás.

    Somos lectores y escritores de fantasía:

    Creer en lo imposible es nuestra herramienta de trabajo.

    .

    Agradecimientos

    Ilustraciones: Mar Jordán

    Portada y cubierta: Aroa Díaz Gallego

    Lectores Beta: Aroa Díaz, Jose Carlos Sánchez, Rubén Sánchez, Ana Munuera.

    Gracias a quienes me apoyaron a escribir esta historia y no pudieron verla terminada. Algún día podré leérosla al final del camino.

    Mi nombre es

    Siempre he creído que nunca sería nadie a quien el mundo recordase cuando mi paso por la vida llegara a su fin. Desde joven soñé con ser recordado como alguien que hizo algo distinto. Un eterno anhelo por darme a conocer, de alguna forma, sin importar el motivo que me definiera. Ya con siete años sentía la necesidad de la gloria y la espada. Algo que con los años agravó mi ansiedad por evitar morir sin ser recordado. O lo que es lo mismo; perecer siendo uno más.

    Un Invisible.

    Un sin nombre.

    Alguien que no existió.

    Otra pieza sin importancia que conforma la palabra «gente», concepto tan llano y vacío como los individuos que lo componen.

    Recuerdo a ese niño que jugaba a ser el héroe. Recuerdo las batallas con mi hermano, espadas de madera en ristre, con las que nos convertíamos en los más famosos de la casa. Soñaba con la fama, la gloria, con caminos de rosas y aplausos a nuestro regreso de las hazañas que tiempo ha imaginamos. Soñaba, en definitiva, con ser conocido.

    Bendita ignorancia.

    Cuando dejas de ser un crío arrogante que piensa que el mundo debería girar en torno a sí mismo, descubres a base de sangre que al mundo no le importan una mierda los idiotas con aires de grandeza.

    Con el tiempo aprendí que los sueños pueden cumplirse. A veces, al menos. Pero, ¿qué ocurre realmente cuando la ficción se transforma en realidad convirtiéndose en certeza? Para ojos de cualquiera esto sería motivo de alegría, de júbilo por haber alcanzado aquello que uno siempre soñó.

    Y he ahí la gran mentira. Pues nadie se hace la pregunta inversa:

    ¿Qué ocurre cuando tu mayor sueño acaba cumpliéndose y resulta ser la peor de tus pesadillas?

    No todo llega tal y como lo esperamos, algo sobre lo que pocos reflexionan antes de pedírselo a la estrella fugaz más cercana. Por ello, ahora lo veo claro: esos anhelos de alcanzar la gloria y el poder no eran más que las aspiraciones de un niño ingenuo que no sabía lo que realmente era la vida.

    Mucho tiempo ha pasado desde una ya lejana inocencia. Largos años de lucha que me hacen ver en el espejo a un desconocido. Nada de aquel joven pícaro que recorría las calles de Válerkhan queda en mí. Nada de aquellas noches en el tejado. Nada de lo que, por aquel entonces, me importó más que cualquier otra cosa.

    La guerra cambia a las personas, pero una guerra interna te devora por completo.

    La cicatriz que define esta maldición dice más sobre mí que mis propios apellidos.

    Los muertos saben mejor que los vivos de lo que soy capaz.

    Aferrados a la idea insensata de que aún puedo volver atrás, quienes todavía creen conocerme se ponen en peligro al creer en mi supuesta redención.

    Tal y como deseé alguna vez, ya no soy un simple desconocido. Me conocen. Me respetan. Me temen. Mi existencia ya no pasará desapercibida como un día esperé y, sin embargo, ahora es lo que más odio de mí mismo.

    Pues no lo hacen por lo que logré:

    Lo hacen por lo que soy.

    Un rostro frente a la muerte se deja ver tal y como es. En ellos he visto miedo. He visto repulsión. Desprecio. Ira. Por el contrario, los rostros de los que una vez me importaron solo reflejan un único sentimiento: pena.

    No lo dicen, pues no se atreven a confirmar que no hay vuelta atrás.

    A menudo yo también suelo preguntarme en qué me he convertido. ¿Soy un héroe? ¿Soy un monstruo? ¿Un salvador? ¿Un asesino?

    Me han llamado muchas cosas y todas son ciertas.

    Hace ya muchos años que acepté que mi destino está sellado. Lo único que me mantiene en pie es hacer que por lo menos el tiempo que resta merezca la pena.

    Las fuerzas contra las que lucho no son tan diferentes a mí. A menudo debo recordarme por qué les doy caza. Tentado de comprender y compartir sus propósitos, de dejarme llevar por los instintos primarios contra los que se supone debo combatir.

    ¿Por qué resistir en lugar de liderar? ¿Por qué luchar por quien desea verme morir? Mi destino final es el mismo que el de mis enemigos, por eso nunca he estado del todo seguro de estar haciendo lo correcto. Marcados por el mismo sino, ellos y yo portamos el mismo poder, lo único que me ayuda a no cruzar la línea es recordar que ellos lo usan para sí mismos:

    Yo lo utilizo para erradicarlo de este mundo.

    Temo más a lo que porto en mi interior que a cualquier mal que haya visto ahí fuera. El último resquicio de miedo que queda en mí no es otro que perder lo poco que me queda de humanidad.

    Lo que me mantiene en pie no es la sangre maldita de otro mundo, sino el recuerdo de lo que una vez tuve. Esta carga requiere sacrificios mucho mayores que mi propia alma.

    Sepa aquel que reciba esta carta que aceptaré mi desenlace con gusto llegado el momento, pero hasta entonces cumpliré con el legado que el destino me otorgó por la fuerza, ya que si alguien puede detener el mal que se avecina, no me queda más remedio que ser yo:

    Pues él vino a buscarme, pero seré yo quien lo encuentre.

    Seré la pesadilla que se hizo realidad en ellos. Ese sueño corrompido que lucha por hacer que se arrepientan de haberlo imaginado.

    Eco del pasado viviente. Asesino de leyendas olvidadas.

    Para mi desgracia y para la de mis enemigos, ahora soy yo quien les persigue.

    Muchos se han ofrecido a compartir mi carga. Algunos por altruismo, otros sedientos de un poder que no comprenden. A día de hoy sigo sin saber cómo alguien en su sano juicio podría desear ponerse en mi piel.

    No sé si merezco perdón, pero tampoco lo espero.

    Desde aquella noche en la que estreché la mano al destino, mi alma fue encadenada con el acero de la ira.

    Mi único deseo… es volver.

    Cuando llegue el momento un último aliento resonará en la oscuridad. Llegarán a temerme tanto, que para unos la luna se convertirá en un recuerdo de mi siniestra existencia. Para otros, será un eterno símbolo de que no hay excusa para no seguir luchando.

    No me importa quién lea esto. Solo quiero que alguien me escuche por si llegasen a ser mis últimas palabras:

    Lograré esa inmortalidad que ahora tanto detesto por el bien de lo que un día me importó. De una forma u otra mi existencia no pasará desapercibida. Soy el portador de la sombra. Heraldo de lo que no debió existir. Empuñadura de lo extinto.

    Legado de una luna que me mantiene con vida.

    Mi nombre es Nerger Di Águidor.

    Y desde el fin del mundo dejo constancia de mi última promesa:

    Maldito y cargando con la culpa de mi pasado, voy tras la pista de mi perdición.

    I

    Válerkhan:

    Ciudad de la Luz

    21 de octubre. Año 2992 de la Tercera Era.

    Válerkhan, ciudad capital de la raza humana.

    La tarde cubría el cielo con un anaranjado velo otoñal. Ligeras nubes flotaban atravesadas por el vuelo de aves en retorno a los nidos antes de caer la noche.

    El valle guardaba silencio. Sus árboles, alineados con el borde de los caminos habían sido testigos un día más del porvenir de aquellos al otro lado de la muralla. Carros, gentes y animales de compañía a diario repetían la rutina de cruzar aquel camino por la mañana y regresar al atardecer, pues si algo es bien sabido es que la raza humana siempre fue de costumbres sencillas.

    El inicio del otoño marcaba un antes y un después en la joven aunque versátil civilización humana. La Villa, centro rural de comercio, asentado como cruce de los cuatro caminos que recorrían el Valle de los Reyes servía de antesala frente al lugar donde residía el grueso de la población. A las faldas de la colina, allí donde los árboles marcaban el final del trayecto que atravesaba el bosque, una adoquinada cuesta de roca blanquecina hacía contraste con el entorno natural. Si bien los reinos del norte se caracterizaban por respetar la naturaleza, el orgullo de la arquitectura humana captaba la atención de cualquiera como un símbolo de poderío artificial. Las inconfundibles murallas blanquecinas daban la bienvenida a miles de viajeros a través de unas colosales puertas de acero forjado. Cualquiera que se hiciera llamar humano en esas tierras sentiría que la boca se le llenaba de orgullo al pronunciar una palabra:

    Válerkhan.

    Ciudad de la Luz también llamada entre el folklore, esta metrópoli, orgullo del comercio y el espectáculo, se convirtió en un símbolo de esperanza y supervivencia antaño, pues sus inmensas murallas vivieron el fin de una contienda que aún hoy muchos prefieren no recordar tachando de leyenda. La descomunal ciudad, a salvo tras gruesos muros de piedra blanca, se estructuraba en distritos cuadriculados, siendo su forma tan característica la de un distrito gigante en el centro, y cuatro más con la misma forma en cada una de sus esquinas, algo que a vista de pájaro daba la sensación de haber sido construido para emular el aspecto de una corona. Válerkhan era sinónimo de esperanza, de valor, pero también de prosperidad y ocio. Un auténtico bastión donde vivir en paz, disfrutando de las tan conocidas festividades. No en vano en tierras extranjeras a los humanos se les tacha de festejar prácticamente cualquier cosa, algunos dirían que demasiadas. Desde el inicio del otoño, como el caso que nos ocupa, hasta el tradicional carnaval.

    Más allá de las puertas de acero, sobre lo alto de la colina y a través de infinidad de estructuradas avenidas perfectamente lineales y simétricas, los habitantes parecían caminar apresurados en la misma dirección. El sol se ponía y los negocios cerraban. Los mercaderes se unían al gentío nada más echar el cierre. Casi como si les faltase tiempo aceleraban el paso, contentos, emocionados, dirección a lo que los carteles de las avenidas marcaban como el Distrito del Honor.

    Paso a paso se aglomeraban más y más valerkhanos hasta el punto de moverse con dificultad. Mas todos estaban entusiasmados. Expectantes. Charlaban entre sí con júbilo e impacientes por un evento que llevaban esperando durante cuatro años. Vestidos con indumentarias azules y blancas, o por el contrario, negras y granates, ellos mismos se encargaban de unificarse entre ellos acorde a sus tonalidades. Allí, colindante al arsenal de la ciudad, en el distrito noroeste se erigía un imponente coliseo que brillaba con luz propia. Un centenar de guardias cumplían con su deber en todo el perímetro del edificio. Asegurando calles, cortando accesos y ordenando eternas filas. Conforme uno se acercaba a las puertas del lugar el caos se transformaba en una perfecta alineación dispuesta para entrar. No era tarea fácil para la guardia gestionar tal gentío; los nervios y el ansia a menudo provocaban que alguno de los asistentes saliera escoltado al final de la cola por imprudente.

    A medida que el bullicio menguaba en el exterior, el de la arena iba en aumento. Lo que en un principio fueron cientos de primeros asistentes, en pocos minutos se convirtieron en miles tomando asiento. El aforo tardó en llenarse en poco más de media hora desde la apertura de puertas. La mayoría humana, aunque no íntegra, pues si uno era observador podía apreciar asistentes de las tierras más allá del océano y algún que otro visitante sureño. Las gradas, ya teñidas de ambos colores, ahora mostraban además grandes confalones a los pies del campo de batalla.

    Por otra parte, el interior del coliseo era inmenso: treinta pisos de furor impaciente. Los grandes toldos sujetos con tensas y recias cuerdas se fueron retirando conforme caía el sol, dejando así al descubierto un cielo que no tardó en tornarse oscuro. Los gritos aumentaban. La marea de gente era una sola clamando el inicio del evento al unísono. En los asientos del norte podía verse una bandera colosal, blanquiazul, con el símbolo de un témpano de hielo. En la grada sur, una bandera de igual tamaño, tintada de negro y granate con la insignia de un puño rompiendo una vara de acero.

    Todo estaba listo. Finalizados los preparativos no quedó ni un solo asiento libre. Las puertas se cerraron, y aquellos no tan afortunados de permanecer en el interior, tuvieron que conformarse con escuchar desde las calles adyacentes, visitando puestos ambulantes de comida, de recuerdos, o rodeados de algún que otro artista callejero en la plaza previa al coliseo.

    Hicieron falta pocos minutos de espera hasta que el público estalló de euforia centrando su atención en el palco presidencial. Aplaudían, gritaban y vitoreaban con auténtica devoción.

    —¡Ciudadanos de Válerkhan! —gritó el pregonero—. ¡Con ustedes, el siervo del pueblo! ¡Su majestad, firme y leal, Vallerian Halfrid Tassaron de Válerkhan!

    Al instante, entre un baño de masas, el actual rey de la raza humana atravesó la cortina que daba al palco haciendo acto de presencia para dar inicio al evento. Un humano que sobrepasaba los cincuenta años, canoso, aunque de pelo con un toque anaranjado, con una leve barba más oscura y ojeras algo marcadas. De porte elegante vestido con una larga túnica aterciopelada, mostraba un gesto de absoluta complicidad por los suyos.

    —¡Leales gentes de Válerkhan e invitados de reinos aliados! —inició alzando los brazos—. Sed bienvenidos una vez más al evento más venerado de nuestra noble raza. Es para mí un orgullo contemplar cómo este coliseo, ¡esta celebración!, sigue viva en vuestro interior después de cuatro años de espera.

    El público apenas permitía oír las palabras del monarca.

    —Las puertas esta noche se abren para vosotros; testigos de la historia de nuestros antepasados. Los solemnes defensores del honor de los que cayeron por la humanidad hace ya casi tres milenios. Estáis aquí, fieles seguidores de la historia de nuestra última y larga lucha, para que permanezca viva su memoria en esta septingentésima cuadragésima octava reunión por la paz de nuestra era. Una era marcada, gracias a los Grandes Antiguos, por la paz ininterrumpida durante casi tres milenios. ¡Y es nuestra obligación demostrarles allá donde estén que seguimos siendo fuertes! Que seguimos preparados. Esta noche, los guerreros más capaces del reino lucharán contra el intelecto de los magos más implacables de nuestra tierra. Una contienda que rememora el equilibrio entre fuerza y magia que hará ver, una vez más a nuestros predecesores, que no hay terreno en el arte de la guerra que no dominemos.

    El rey tomó aire.

    —¡Demostrad conmigo que nuestras voces aún se escuchan! ¡Que la única lucha que contemplemos en nuestras vidas sea la que está a punto de comenzar! ¡Luchemos en honor a los caídos para que nadie vuelva a sufrir tan aciago destino!

    El rey Tassaron, dispuesto a finalizar su discurso, comenzó a murmurar leves palabras al tiempo que sus manos comenzaban a tintinear con una leve luz blanquecina. Con un último grito, alzó una vez más sus manos hacia el cielo estrellado. Dejando escapar una gran esfera de luz que ascendió a lo más alto del coliseo, esta parpadeó, disminuyó, y con un fugaz estallido, se bifurcó en miles de luces más pequeñas que fueron cayendo hasta los distintos faroles al filo de las gradas, iluminando así el coliseo a la vez que una titánica ovación daba inicio al evento.

    —¡Bienvenidos al Torneo del Legado! —concluyó.

    Entre tanto, una sombra, danzante entre la multitud exterior, se movía rápida y sigilosa. Lo poco que podía escucharse de sus pasos era eclipsado por el alboroto del interior. Cubierto con un embozo tan oscuro como el cielo, avanzaba hacia las puertas del coliseo con sorprendente agilidad, sin apenas rozar a las gentes que pasaban el rato en la plaza. Llegando a la entrada del ya hermético edificio, observó las distintas puertas. Deslizándose de un lado a otro como un espectro invisible, muy pronto descubrió que todas ellas permanecían custodiadas por al menos una pareja de soldados. Buscó una y desapareció. Halló otra con la misma suerte y se esfumó. Así hasta en una decena de ocasiones. Pero entonces lo vio. Junto al conducto del alcantarillado una puerta custodiada por un único vigía.

    «Un guardia. Espada sencilla», pensó. «Envainada, pero sujeta con tensión. Con demasiada tensión. Mirada intermitente a derecha e izquierda. El casco le baila a cada movimiento. Le queda grande. No es a medida: es provisional. Parpadeo en exceso. Intercala el peso del cuerpo de una pierna a otra. Estás incómodo. Sudas. Aprietas la mandíbula con tensión… ¿Y sujetas la empuñadura con el pulgar… por encima de la cazoleta?».

    Entonces sonrió.

    «Eres nuevo. Te tengo».

    Avanzando lentamente hacia el inexperto guardián, aquella figura hecha sombra caminaba con sigilo entre la multitud con la mirada fija en su objetivo. Echando mano a un bolsillo interior de su pechera de cuero lentamente se dispuso a coger algo. No le perdía de vista mientras su mano abandonaba el bolsillo. Se acercaba. Apoyándose en la pared de la entrada, a la izquierda de su objetivo, y a un segundo de lanzarse a por él a punto de alcanzarlo, alguien le agarró por la espalda tirando con fuerza de él tras la esquina cercana.

    —¿Pero qué…? —dijo confuso intentando identificar a su captor a la vez que intentaba zafarse de él. Este, que parecía ir un paso por delante a cualquier movimiento, forcejeó por unos instantes hasta inmovilizarlo por el cuello con su brazo.

    —Pensaba que estabas bromeando —dijo sin llegar a soltarle. Con un rápido movimiento, apartó la tela que cubría la cabeza de su rehén dejando al descubierto su rostro. Bajo el embozo pudo verse a un chico de unos veinte años de edad, tez blanquecina, ojos azulados, media melena negra y rasgos faciales no muy afilados. El chico mostró una mueca incrédula arqueando una ceja, respondiendo:

    —¿Cuándo me has visto tú a mí bromeando?

    Un breve silencio.

    Ambos se echaron a reír.

    —¿Siempre, tal vez? —respondió su acompañante que lo liberó al tiempo que estrechaban la mano.

    —¿Entonces vas en serio? —añadió.

    —Sí. Es ahora o nunca. No pienso esperar otros cuatro años para entrar. Además, seguro que incluso entonces me quedaría fuera.

    Su amigo volvió a asomarse por la esquina del coliseo.

    —Esto puede salir muy mal si nos ven, Nerger. Si te pillan colándote precisamente hoy vas a pasar mucho tiempo a la sombra. Y eso en el mejor de los casos…

    —Ah… Lissein —suspiró Nerger—. Uno no puede pasarse la vida pendiente de lo que ocurrirá a cada momento. En cada decisión. Me interesan los hechos, no las posibilidades. Y el hecho es que ahora tengo una oportunidad. Quédate si quieres, ya te lo he dicho, pero déjame en paz.

    Lissein vaciló durante varios segundos. Estaba acostumbrado a la espontaneidad de su amigo, razón de más para saber por propia experiencia que no siempre acertaba en sus decisiones.

    —No hay tiempo: ¿Te apuntas o te largas? —insistió Nerger volviéndose a ocultar bajo el embozo.

    Tras una breve reflexión, Lissein miró a Nerger y soltó un suspiro:

    —Estás mal de la cabeza.

    —¿Eso es un sí? —dijo Nerger entrecerrando la mirada con una sonrisa.

    Lissein volteó los ojos, hastiado.

    —¿Cuál es el plan?

    —¡Ese es mi amigo! —exclamó dándole una palmada en el hombro. Al instante obligó a su amigo a agacharse tirando de él—. Vale, escucha: ¿ves ese guardia junto a la entrada diecisiete?

    Lissein asintió.

    —Mira a sus pies, a la izquierda.

    Entonces el amigo de Nerger pudo ver la tapa del conducto de alcantarillado ligeramente entreabierta. Su gesto cambió al instante.

    —No —dijo tajante.

    —Sí.

    —Que no, que no.

    —¡Que sí! ¡Que sí!

    —Que ni de broma, vaya.

    —Oh, venga, solo es agua.

    —¡Es mierda, tío!

    —¡Un poco solo!

    —¡¿Cómo que un poco?!

    Nerger mandó callar a Lissein retrocediendo de nuevo por el callejón. El amigo del joven, de nuevo dubitativo, miró a Nerger y al guardia intermitentemente.

    —¿Y cómo piensas entrar en… eso sin que el guardia te vea?

    Nerger sonrió volviendo a mirar al custodio.

    —Es joven, está tenso y la armadura no es a medida.

    —¿Piensas aprovecharte de un novato?

    —Se aprende a base de errores, ¿no?

    —Venga, hombre. Tú no eres así.

    —¡Ni siquiera se enterará! —se defendió Nerger—. Además, seguro que es de los pocos que aún no conocen lo sencillo que es deshacerse de esto.

    Nerger mostró a Lissein lo que antes guardaba en su bolsillo. Se trataba de unas pequeñas esferas de color negro que rezumaban humo.

    —Cápsulas de hollín, ¿cómo no? Igual que aquella vez con esos borrachos.

    —Pero funcionó. Escapamos. Y ahora también lo hará. Ni siquiera sabrán que hemos entrado, nadie podrá echarle la culpa de nada. Es solo una novatada de la ciudad de Válerkhan.

    —Esto no va a acabar bien…

    —Vamos.

    Volviendo a infiltrarse entre la multitud, esta vez ambos se deslizaron a pasos lentos hasta la posición del custodio novato. Nerger hizo un gesto a Lissein y acto seguido lanzó al suelo las cápsulas de hollín. Al instante una enorme nube de humo oscura cubrió por completo la entrada que el joven vigilaba. Nervioso, avanzó con la espada desenvainada en busca del culpable en mitad del caos de la gente alrededor, momento que ambos amigos aprovecharon para colarse por la tapadera de la alcantarilla en absoluta visibilidad cero. Una vez dentro caminaron por el conducto. El olor era pestilente. Vomitivo. El agua les cubría casi hasta la cintura, lo que hizo que el trayecto se les hiciera mucho más largo y soporífero. A veces Lissein soltaba alguna que otra arcada, momento que Nerger aprovechaba para echar más leña al fuego entre carcajadas señalando las heces flotando en el agua.

    El conducto resultó desembocar en un viejo almacén subterráneo lleno de armas melladas, sillas rotas y sacos vacíos. Saliendo de las aguas por lo que parecía una arqueta sellada del coliseo, Nerger escurrió su ropa mientras Lissein continuaba soltando arcadas.

    —¿Qué? —dijo Nerger—. ¿Pillamos algo de comer?

    —Esto no te lo voy a perdonar en la vida —respondió Lissein abandonando la alcantarilla—. Qué asco. ¡Qué asco más grande!

    Tras reorientarse en el almacén, prosiguió:

    —Bien… ya estamos dentro, ¿y ahora qué? No podemos ir a las gradas como si nada, y menos oliendo a… esto. Vamos a llamar más la atención que los aspirantes del torneo. ¿Cuál es el plan?

    Nerger se encogió de hombros.

    —Pues no tengo ni idea —dijo despreocupado—. El plan era entrar.

    La cara de Lissein reflejó una incredulidad casi insultante.

    —Lo tuyo no es normal.

    —No te preocupes —añadió Nerger—, solo tenemos que evitar ser vistos.

    —Y olidos…

    Decididos a encontrar un lugar seguro desde el que poder ver la arena, avanzaron desde la vieja bodega por la escalera de servicio, menos transitada y perfecta para pasar inadvertidos. Llegados al primer piso se encontraron con dos guardias custodiando la entrada a las gradas, por lo que continuaron hacia el segundo. Pero allí corrieron la misma suerte. Avanzaron al tercero, el cuarto, el quinto, pero nada. En todo momento los vigías impedían el acceso. Los escalones se hacían más largos conforme ascendían. Con cada piso al que llegaban sin posibilidad de entrar, la esperanza por ver la arena disminuía. Ambos llegaron a pensar que aquella incursión iba a ser en vano, pero ninguno se lo confesó al otro.

    No fueron pocas las ocasiones en que casi les vieron. La seguridad era estricta, pero por fortuna se centraba sobre todo en las gradas, no en las escaleras, sin embargo, cuando no esperaban hallar oportunidad, una vieja puerta en el último piso, de madera y astillada fue un soplo de esperanza para ambos. Entraron sin pensárselo dos veces al estar libre de custodia, pero no condujo a ninguna grada. Se trataba del acceso a las azoteas desde donde controlaban el repliegue de los toldos. Esquivando las enormes cuerdas y poleas que mantenían atadas aquellas grandes mareas de tela hallaron el lugar idóneo para observar. La arena se apreciaba en la lejanía de una caída inmensa y la luz de los faroles encantados no alcanzaba a iluminar la azotea, pero al menos podrían ver los combates.

    —¡Te lo dije! ¡Palco privilegiado! —exclamó Nerger eufórico corriendo hacia la cornisa.

    —Tengo que reconocer que esta vez el plan te ha salido bien —afirmó Lissein—. Solo espero que no suba nadie.

    Nerger echó un rápido vistazo a su alrededor.

    —La noche nos escuda. Además, los toldos ya están replegados, lo que significa que ya han estado aquí antes. No deberían volver hasta el amanecer.

    Con el manto nocturno ya abrazando el reino humano por completo, los espectadores reclamaban el inicio del evento. Los dos amigos, clandestinamente atentos a la arena, comenzaron a sentir la emoción como iguales.

    Allí abajo, la celebración daba inicio. Una veintena de luchadores se disponían a entablar combate. La tradición marcaba que dos equipos, uno de guerreros diestros en el arte de la guerra y otro de magos expertos en hechicería se batieran en duelo para honrar el equilibrio de ambas fuerzas. Los guerreros, revestidos con pesada armadura de placas portaban escudos, mazas, espadas o mandobles dependiendo de sus habilidades. Por otro lado, los magos, aquellos que un día fueron dignos de portar el don sagrado de lo arcano, preferían vestir indumentarias más gráciles y ligeras, exentas de metal, que no interfirieran con las energías volátiles de sus artes. Nuevamente, tal y como mostraban los blasones que decoraban la arena, los luchadores cuerpo a cuerpo vestían tonalidades granates y negras mientras que los hechiceros portaban un manto blanco y azul. En ambos casos con la insignia de sus capitanes, quienes en ese preciso momento se acercaban al eje de la arena en representación de sus bandos para el saludo inicial. Les siguió un listado de nombres con todos los participantes a los que el público recibió con un aplauso o una tremenda ovación, en función de la reputación de cada uno de ellos.

    —¿Te puedes creer que estoy nervioso? —confesó Lissein apartando por un instante sus preocupaciones—. Nunca antes he visto el Torneo del Legado.

    —¡Claro que te creo, yo estoy igual! —respondió Nerger, impaciente—. Estamos a punto de ver quién será el nuevo ganador, algo que solo consiguen los ricachones de ahí abajo, capaces de pagar un asiento.

    —¿Con quién piensas ir? —quiso saber Lissein.

    Nerger quedó pensativo mirando a ambos equipos.

    —La magia es innegablemente peligrosa si se domina, pero confío más en la espada que en poderes divinos.

    Lissein posó unas monedas sobre la cornisa.

    —Entonces ya tenemos apuesta.

    Nerger sonrió. Sacando unas pocas monedas igualó la apuesta de su amigo y añadió:

    —Veamos si tus magos están a la altura.

    Pocos minutos hicieron falta para que al fin el torneo diese comienzo. El primer encuentro fue entre un firme guerrero que no tardó en subestimar a su contrincante. El segundo fue entre una guerrera y un mago quien acabó derrotado frente a la astucia de la chica que logró revertir un hechizo en su contra. Después vino el tercero, luego el cuarto y el quinto. Los combates hicieron saltar chispas tanto entre el público como entre sus propios ataques. El don mágico era imparable, ya fuese en su forma pura o adoptando afinidad elemental. Cualquiera no instruido en las artes arcanas caería frente a un hechicero, pero aquellos guerreros estaban acostumbrados a lidiar con ellas. Conocían sus trucos, pero también sus debilidades. No en balde los aspirantes del torneo dedicaban su vida a poder participar. De otra forma el combate hubiera durado apenas unos segundos, pero la destreza de ambos equipos prolongó el evento durante horas. Uno tras otro sorteaban hechizos y estocadas. Algunos caían frente a sus heridas. Otros en cambio extenuados por el esfuerzo físico o mental. Pero ni una sola retirada. Así hasta que los finalistas llegaron para coronar la noche.

    Dos horas habían pasado hasta entonces. Nerger y Lissein comprendieron entonces por qué se hablaba tanto entre el equilibrio de la fuerza y la magia, pues ambos sorprendentemente eran dignos rivales el uno del otro a su manera. Pero al fin llegó el momento que el público estaba esperando. Se acercaba el combate final y no pudo ser mejor. Capitán contra capitán. Los líderes de cada bando serían los encargados de dar fin a la velada.

    —¡Fieles testigos de la historia! —gritó el juez de combate—. ¡Llegamos al final de esta épica contienda y no podía ser de otra forma, pues tenemos un equilibrio perfecto entre fuerzas! ¡Los Antiguos Ancestros demuestran su presencia regalándonos un empate perfecto que mantiene el equilibrio! ¡Con las victorias igualadas en cada bando, tanto el escuadrón de guerreros Hierro Indomable como los Témpano Gélido dejan en manos de sus líderes la Copa del Legado!

    El público aplaudió fervientemente.

    —¡Doce años han pasado desde la última vez que vimos un empate técnico, pero vosotros seréis testigos del acalorado desenlace de la mano del máximo exponente de cada facción! La tradición manda que si llegara a producirse un equilibrio perfecto de victorias, han de ser los líderes de cada facción quienes desempaten la lucha. ¡Llamamos a la batalla a los miembros fundadores! ¡Los conocéis! ¡Queréis verlos! ¡Aquí están!

    Tambores atronadores decoraron el ambiente de la gran final mientras se hacían las presentaciones:

    —¡En el ala sur de la arena; férreo defensor de la fuerza bruta! ¡Tenaz, resistente y tan letal como el acero entre sus manos! ¡Fundador y líder de los Hierro Indomable, con tres victorias en anteriores Torneos del Legado, el imponente Berserker Khroll Raliak!

    El público granate enloqueció. Khroll era una leyenda viva del torneo. Había vencido tanto en Torneos del Legado de años anteriores como en arenas extranjeras. Corpulento, cabeza afeitada y considerable barba negra, salió a la arena con el brazo en alto a puño cerrado mientras avanzaba. Con una inmensa espada de dos manos que se convirtió en su sello de identidad a lo largo de los años, corría el rumor de que él mismo la forjó. Sujetaba una empuñadura revestida de pinchos y rematada con un gran pomo en el extremo para equilibrar el peso. En el centro de la guarnición resplandecía una curiosa esfera de color rojizo con brillo propio, y de ella se extendía la hoja principal que a su vez se dividía en dos filos ligeramente curvados hacia el exterior, todo ello decorado con unas líneas color sangre que serpenteaban por la hoja desde la esfera.

    —¡En el ala norte! —volvió a gritar el juez a todo pulmón—. ¡El corazón helado de los Fiordos del Confín! ¡Maestra del frío y eterno invierno! ¡Astuta, inteligente y con un dominio absoluto sobre la magia a pesar de su corta edad, por primera vez en una final del Torneo, la aspirante y líder de los Témpano Gélido! ¡Caerlin Moarn!

    Rápidamente el estadio blanquiazul estalló en furor mientras la maga se acercaba al centro de la arena con su característica serenidad. De pelo blanquecino con un toque azulado, sorprendentemente largo, ojos claros de color casi idéntico a su melena y una anatomía muy definida y atlética, Caerlin portaba otra arma colgada a su espalda por encima de su capa. Un gran bastón de gélido color, afilado de manera irregular a lo largo de toda su extensión por una capa de hielo transparente que cubría la base y el cuerpo del del arma por completo. Una gran pica de hielo en la punta a modo de estalactita en el punto más alto desprendía un vaho helado procedente de otra esfera celeste que también podía intuirse, muy difuminada, incrustada en lo más profundo de la cabeza del báculo, iluminando así todo el hielo que la rodeaba con un brillo uniforme.

    A diferencia de los anteriores combates, y para sorpresa de los dos amigos en la azotea del coliseo, los contrincantes se plantaron frente a los miembros de sus respectivos equipos, que fueron hacia ellos con partes de armaduras especiales. Los Hierro indomable llevaron a Khroll unas robustas placas de color oscuro mientras el guerrero se desprendía de su equipo de malla anterior. Por su parte, Caerlin hizo lo propio con su armadura, equipándose las piezas que sus compañeros le proporcionaron, más pequeñas y ligeras que las de su contrincante, pero de igual resistencia. Ambos quedaron encerrados en el interior de unas armaduras integrales que no dejaban ver más que los ojos de ambos y el cabello de Caerlin.

    —¿Y eso? —se interesó Lissein.

    —Ni idea —respondió Nerger.

    Mas sus dudas fueron resueltas aparentemente al instante por el juez de batalla que salió al encuentro de los dos rivales:

    —¡Recordad que las habilidades de estos grandes combatientes están a la altura de muy pocos! ¡Su fuerza proviene únicamente de su destreza y experiencia, pero sus habilidades enfrentadas pueden llegar a ser peligrosas! Es por ello que hemos de tomar medidas de protección adicionales para la integridad de ambas partes.

    Al instante, decenas de hechiceros, posicionados alrededor del área de la arena alzaron sus manos. Con la aprobación del rey Vallerian, estos comenzaron a canalizar un hechizo conjunto que aisló la arena de las gradas con un escudo arcano de color violeta casi transparente hasta formar una pantalla protectora que se elevó hasta cinco plantas.

    —¡Como siempre procederemos a recordar las tres reglas básicas de un combate entre dos campeones!

    »¡Regla número uno! Se considera eliminado a todo aquel que se niegue a deponer las armas cuando su armadura sufra daños suficientes como para poner en peligro su vida o la del contrincante.

    »¡Regla número dos! Quedará eliminado aquel que no sea capaz de mantenerse en pie o pierda el conocimiento.

    »¡Regla número tres! Un enemigo desarmado es un enemigo vencido.

    »No se tolerará ninguna excepción, y en caso de violar la primera y/o tercera norma, el infractor no solo será descalificado, sino que además quedará a merced de la justicia valerkhana por imprudencia temeraria. Este torneo se celebra en pos del honor; haced justicia a él.

    Una vez que el juez de combate finalizó, ambos campeones se aproximaron al centro de la arena. Khroll clavó con fuerza la hoja de su espada en el suelo, mirando a Caerlin, intimidante. Por su parte, la maga permanecía impasible observando al contrincante, alzando la barbilla con gesto de desdén. Cuando quedaron solos en la arena y el inicio del combate final fue inminente, la tensión entre ambos se hacía evidente entre sus miradas.

    —¿Nerviosa? —dijo Khroll con voz grave y sonrisa amenazante.

    —¿Debería? —respondió Caerlin sin mostrar gesto alguno.

    Dando un paso atrás, ambos empuñaron sus armas. Después hicieron el saludo protocolario apuntando al rival con ellas para finalmente ponerse en guardia. El coliseo estalló en gritos. Mandoble a un lado. Bastón al otro. Dos fuerzas primordiales enfrentadas que comenzaron a chocar cuando el sonido del cañón resquebrajó los cielos de la capital de los hombres del norte.

    II

    Fuerza y Magia:

    Equilibrio de poderes

    El estruendo del cañón retumbó hasta los cimientos del coliseo.

    Tan pronto como el sonido llegó a sus oídos, Khroll cargó hacia su rival dejando escapar un salvaje grito de batalla. Caerlin reaccionó y se preparó para la evasiva. Cuando Khroll se acercó lo suficiente estocó con su arma. La maga se apartó del ataque doblando su figura con increíble elasticidad, hasta el punto de casi rozar el filo de la espada del guerrero con la armadura que cubría su espalda. Aquel material que protegía a la joven, pese a parecer rígido, resultó ser de lo más flexible en comparación a una armadura convencional, algo que no pasó desapercibido para los espectadores. Casi al instante susurró unas palabras alzando su bastón, que empezó a brillar en un tono azul cielo desde la parte superior. Khroll se dio la vuelta tras fallar y miró a la maga a los ojos, comprobando que la apaciguada expresión característica de Caerlin había desaparecido para dar paso a un rostro de furia mágica que le miraba intimidante.

    Finalizando sus susurros y con los iris de sus ojos brillando de poder, Caerlin apuntó con el bastón hacia el guerrero, dejando escapar un crepitante rayo de energía pura a una velocidad imposible de esquivar. El ataque resonó en toda la arena cual trueno haciendo vibrar la barrera de protección al alcanzar a Khroll en el hombro izquierdo, quien cayó al suelo aturdido y desorientado por el impacto. Las placas de su hombro se deshicieron a pedazos como si de arena se tratase, pero lejos de quedar intimidado, cargó con su arma con mayor energía.

    A dos o incluso tres ataques por segundo Khroll atacaba y Caerlin esquivaba. A pesar del inmenso tamaño de la espada podía sujetarla con un solo brazo, y no solo eso, sino que además era capaz de ejecutar ataques tan devastadores como si los estuviera haciendo con la fuerza de ambas manos. Caerlin esquivó hábilmente las estocadas de Khroll. Retrocedía cada vez más, como en una danza mortal. La evasiva de la maga era impecable. A cada golpe fallido, el guerrero entraba más en cólera. Él avanzaba, ella retrocedía. Él atacaba, ella esquivaba. Continuó en su empeño hasta que Caerlin tocó con su espalda el límite de la arena. Entonces él sonrió.

    Sujetándola por el cuello con una mano y atacando con la otra, el guerrero lanzó un barrido con su espada impactando con una fuerza brutal en el costado izquierdo de Caerlin, incrustando la hoja en una armadura que se hizo pedazos. Con desprecio y para quitársela de encima, el guerrero hizo un nuevo barrido al aire en el que Caerlin salió despedida hacia el centro de la arena, cayendo al suelo tras varias volteretas presa del dolor.

    El público blanquiazul enmudeció por un segundo mientras los Hierro Indomable llenaban el estadio con sus gritos. Khroll sabía que tenía a Caerlin a su merced.

    —Sigues sin prestar atención a tu alrededor —dijo el guerrero acercándose con decisión.

    Caerlin ocultó su rostro de dolor bajo el yelmo de armadura encantada. Apretando la palma de la mano contra su costado apreció que se llenaba de sangre. Con un nuevo susurro, arrodillada y cabizbaja, golpeó el suelo con la base del bastón. De pronto la arena que teñía la zona de combate se congeló en su totalidad dejando una estela gélida bajo ambos. Aún ralentizada por el dolor, aprovechó que los pies de Khroll se fundieron con el hielo para levantarse e intentar recobrar la compostura. Comprobó que su armadura dejaba ver una abertura que se extendía de su costado hacia el vientre. Un reguero de sangre cayó a cada paso haciéndose más evidente, tiñendo sus ropajes interiores de un rojo cada vez más oscuro. A pesar de que aquellas armaduras encantadas estaban preparadas para fuertes ofensivas, era innegable que la fuerza del guerrero sobrepasaba los límites comunes.

    —Estos trucos solo te servirán para ganar tiempo —dijo Khroll con actitud agresiva—, el hielo no es más fuerte que el acero.

    Con suma fuerza, se liberó de la escarcha que retenía sus pies para seguidamente clavar la espada en el suelo, desquebrajando así el hielo antes de volver a cargar contra ella.

    Ya recuperada y sin haber prestado atención a las anteriores palabras de su enemigo, Caerlin olvidó su herida y canalizó una energía protectora e invisible que impactó con la espada del guerrero al atacar, iluminando la arena con chispas cual martillo golpeando el hierro al rojo vivo. Khroll mantuvo la presión, tensando sus músculos todo lo posible para no retroceder ante el escudo mágico, mientras que Caerlin mantenía activa la barrera que lo mantenía a raya recitando el encantamiento.

    —¡Entreno a diario con bloques de hierro! —gritó Khroll, atravesando con su mirada la barrera protectora—. ¿¡De veras crees que puedes protegerte detrás de esto!?

    El guerrero avanzó un paso y la espada comenzó a atravesar poco a poco la mágica protección. Las chispas entre el choque de energías apenas dejaban ver a los espectadores lo que ocurría. Avanzó nuevamente mientras los pies de Caerlin resbalaban en la arena. La espada atravesó más y más la protección mientras la armadura del guerrero comenzaba a quemarse por culpa de la energía arcana que protegía a la maga. Sin embargo la hoja de su arma mantenía su integridad atravesando el encantamiento, creando una grieta que lentamente se iba extendiendo. Fue entonces cuando Khroll pudo distinguir algo: Caerlin, entre el esfuerzo que ejercía para mantener su hechizo activo, sonreía con los ojos cerrados y su azulada melena alborotada por la energía mágica comenzó a desprender un vaho gélido por la punta de sus cabellos.

    —¿Quién ha dicho que me esté defendiendo? —dijo finalmente alzando la mirada. Ante Khroll los ojos de la maga resplandecieron con luz propia en un helado tono celeste. Sus pupilas no se distinguían, tan solo el mismo color mágico que mostró antes su bastón. Entonces el guerrero pudo comprobar que no solo estaba manteniendo la barrera mágica, sino que había estado conjurando dos hechizos al mismo tiempo. Tras de sí le estaba encerrando en una prisión esférica hecha de hielo y energía pura a partes iguales. La esfera se cerró alrededor de Khroll y el hechizo defensivo de la joven se desvaneció.

    Retrocediendo y antes siquiera de recobrar el aliento, Caerlin dio la espalda a su rival alejándose de un salto, chasqueó los dedos y la burbuja mágica estalló con su prisionero dentro. La enorme deflagración levantó una nube de polvo que nubló la visión de todos. Caerlin guardó silencio, expectante a que se disipara el remanente mientras el brillo de su bastón la hacía destacar entre las miradas difusas del público, que también aguardaba casi en absoluto silencio. Pasados unos segundos, entre una lluvia de diminutos cristales de hielo, una figura comenzó a moverse tras la nube de arena. Khroll seguía en pie, tambaleándose y con su armadura repleta de grietas y ennegrecida. Abolladuras, quemaduras e incluso graves heridas en su brazo ya al descubierto. Exhausto y lanzando sus destrozadas hombreras con rabia lejos de él, volvió a tomar la espada en su mano, apuntando con la hoja hacia el suelo.

    Durante un minuto el combate se detuvo. El juez de batalla quiso comprobar que la armadura de Khroll no estaba lo suficientemente dañada como para que la energía mágica de Caerlin pudiera llegar a ser letal. Tras su visto bueno el combate prosiguió:

    —No ha estado mal —logró decir tosiendo—. Mucho mejor que las otras veces. Pero sigues cometiendo el mismo error que te lleva a la derrota. —Khroll alzó su mandoble con ambas manos manteniendo los filos hacia el suelo—. Basas tu fuerza en energías caóticas y traicioneras.

    Por un momento, parecía que Khroll iba a caer al suelo, pero volvió a recomponerse.

    —¿Crees controlar el don de los Antiguos? —volvió a toser, aumentando su tono de voz gradualmente—. Veamos si sabes defenderte de lo que te da fuerza.

    Al instante la espada de Khroll brilló desde el centro de la empuñadura, allí donde la esfera rojiza se hallaba incrustada, impregnando el filo del arma del mismo color. La extraña energía recorrió los grabados de la hoja como si fueran venas de acero. Con un fuerte grito clavó el mandoble en el suelo hasta la empuñadura. Para sorpresa de todos, tras un leve temblor una inmensa grieta comenzó a recorrer la arena, lanzando trozos de piedra a ambos lados de las gradas que explotaron al tocar la barrera protectora que los arcanistas habían preparado frente al público. Caerlin conjuró un hechizo de levitación evitando la caída, pero uno de los fragmentos de piedra la golpeó en la cabeza haciéndole perder la concentración. La grieta dejó de crecer y Caerlin consiguió esquivarla, pero para cuando se recuperó del golpe sintió una arremetida en su rodilla derecha haciéndola caer. La espada le había alcanzado.

    Poseído por un frenesí de poder, Khroll arremetió una y otra vez contra la armadura de la joven, hasta que logró interceptar la espada del guerrero cruzando su bastón entre ella y su rival. Conjurando una deflagración de energía que separó a ambos, Caerlin volvió a recitar las palabras de levitación, esta vez con éxito. De nuevo su cabello ondeaba al viento y su mirada, brillante de poder, sentenciaba al guerrero. Finalmente canalizó un torrente de hielo que Khroll interceptó con su espada, manteniendo la presión sin dar un paso atrás.

    El rayo de hielo caía desde la posición alta de la maga hacia la del guerrero, canalizado sin descanso desde la pica helada del bastón. Su espada se congelaba y temía que el rayo de hielo llegara a sus manos, por lo que soportó el ataque durante un segundo con la armadura de su pecho mientras se disponía a saltar al interior de la grieta para salir del ángulo de ataque. Khroll avanzó corriendo por la grieta mientras Caerlin levitaba sobre ella lanzando chuzos de punta a bocajarro que el guerrero trataba de esquivar. Sin dejar de correr Khroll saltó desde la grieta cargando un ataque que empujó a la joven maga al suelo, quedando ambos de nuevo en una punta distinta de la arena.

    Respiraban exhaustos. El pulso acelerado, la armadura empapada en sudor. Caerlin sangrando y Khroll resintiéndose por las quemaduras mágicas y el hielo ralentizando sus músculos. Dejando a un lado sus propios límites, Caerlin alzó el bastón una vez más. La esfera azulada del interior comenzó a brillar nuevamente, y esta vez, alzándolo hacia arriba, una lluvia de hielo afilado cayó sobre su rival como un tsunami de agujas congeladas. Canalizaba el hechizo sin descanso, dejando caer incontables picas afiladas y apilando montones de hielo roto alrededor del guerrero. Siguió y siguió hasta que exhausta por el esfuerzo mental tuvo que parar. Al cesar la lluvia pudo ver a Khroll de espaldas a ella, casi abatido en el suelo y atravesado por infinidad de carámbanos que teñían sus filos de sangre. Incapaz de esquivar la artimaña de la joven, Khroll, utilizando la armadura que cubría su espalda, se giró para utilizarla de escudo en una maniobra imprudente y arriesgada. De un rápido movimiento, y sin percatarse de ello, la esfera rojiza de la espada de Khroll estalló en energía mientras él barría el aire dirección a Caerlin. Pronto una onda expansiva color carmesí surgida de la hoja de Khroll salió disparada impactando con brutalidad en el casco de Caerlin, destrozándolo por completo y haciéndola caer de espaldas.

    El coliseo quedó en silencio, expectantes y preocupados. Nerger y Lissein se miraron atónitos. Su casco, partido en dos casi por completo, crepitaba con un corte hirviente que lo atravesaba de arriba abajo fundiendo la abertura, lo que provocó que de inmediato la prioridad fuera conocer el estado de salud de la joven. El guerrero, que se acercó a ella con su arma aún brillando en un tono rojizo que poco a poco se desvanecía, vacilaba de su poder alzando los brazos para empaparse de las miradas de la parte del público que comenzaba a aclamar su victoria.

    —Te dije que esto acabaría como siempre —le susurró acercándose donde yacía la maga—, la hechicería no es más que un arte desfasado.

    Con cierto gesto de repudio, Khroll se dispuso a desprender el casco de la maga para cerciorarse de su victoria. Segundos antes de que los servicios de emergencia irrumpieran en la arena en auxilio de la chica, el guerrero comprobó que la armadura estaba vacía. Fue entonces, cuando su propia incredulidad le hizo retroceder unos pasos, mirando confuso de un lado a otro enfurecido. Los médicos de combate dejaron de correr cuando un rayo gélido impactó en la bota del guerrero, llamando su atención y contemplando a la chica desprendida por completo de su armadura, en guardia y armada con su bastón a la espalda.

    —Dices que la magia es un arte del pasado —dijo Caerlin—. Si es así; hagámoslo a tu manera.

    La maga, cuya única protección era un ropaje de entrenamiento común que cubría desde el pecho hasta las rodillas, desprendida de su túnica tradicional y de su armadura protectora, comenzó a girar el bastón esta vez utilizándolo de lanza, adoptando una posición de ataque cuerpo a cuerpo que recordaba a las utilizadas en las artes marciales a mano desnuda. Una nueva ovación surgió de la grada blanquiazul, casi como si hubiesen estado esperando ese momento desde el inicio del combate. La figura estilizada de la maga, desprovista ya de su armadura, dejaba ver una figura femenina de músculos marcados. Sus brazos, aunque mucho menos voluminosos que los de Khroll, se mostraban tensos y prietos sosteniendo el bastón convertido en lanza, del mismo modo que los abdominales que podían apreciarse entre las dos prendas de pecho y cintura. Pero sin duda, lo que más llamaba la atención eran unas piernas rígidas, gruesas y preparadas para la acción, dando la sensación de que la mayor parte de su entrenamiento se había centrado en esa zona. Redirigiendo las miradas hacia Caerlin dejando Khroll de ser el centro de atención, este arremetió con todas sus fuerzas enfurecido y decidido a acabar el combate.

    De nuevo Khroll lanzó varios ataques por segundo, pero Caerlin no los evitaba, los paraba. Danzando entre golpes interpuso su bastón contra la espada del guerrero. Un golpe con la base del bastón en la cabeza, otro en el estómago y un salto ofensivo cambiaron las tornas. Siendo ella la atacante esta vez fue el guerrero quien retrocedió. Por cada estocada Caerlin lanzaba tres nuevos ataques. Boquiabiertos por la destreza cuerpo a cuerpo de la hechicera, los espectadores, algunos incluso de los Hierro indomable, comenzaron a clamar el nombre de ella. Siguió atacando, rápida como el viento, sin armadura, vulnerable por completo ante la impotencia del guerrero que no podía sino defenderse. La furia de Khroll se convirtió en incredulidad. No comprendía cómo podía parar la fuerza de sus ataques. No comprendía por qué le ganaba terreno. No veía sus movimientos, no le daba tiempo. Una maga humillándolo en su propio arte. En el cuerpo a cuerpo. Eso fue lo que pensó. Con un último brillo de ojos, Caerlin lanzó su bastón al aire, tocó la mano de Khroll helándola al instante, saltó, volvió a empuñar el bastón aún en el aire y, con un mazazo con la parte superior del arma, destrozó por completo el guantelete que protegía la mano con la que el guerrero empuñaba su espada. Antes de tocar el suelo, Caerlin propinó una patada aérea en la cabeza del guerrero que lo tumbó inmediatamente. Ella entonces retrocedió con una pose marcial, sosteniendo su bastón junto al antebrazo.

    Khroll se levantó con el labio partido y el brazo congelado en busca de su arma. Pero Caerlin no se inmutó ante su inminente ofensiva. Un disparo de cañón acompañado de una ovación que llenó el estadio interrumpió el combate.

    —¡Khroll Raliak vencido por desarme! —gritó el juez—, ¡la victoria es para Caerlin Moarn!

    —¿¡Qué!? —gritó enfurecido Khroll, que hasta ahora, no se había percatado de que su arma se encontraba tendida en el suelo, descalificándolo—. ¡¡No!!, ¡¡no puede acabar así!!, ¡¡ha sido un truco sucio, bruja!!

    Caerlin, dolorida y agotada por el combate, se acercó a él con su ya recuperada habitual serenidad:

    —Truco sucio no. Artes desfasadas —dijo con una media sonrisa. Dando la espalda a su contrincante y postrándose hacia el palco de los reyes, la joven promesa saludó a los espectadores que clamaban su nombre con respeto intentando disimular el dolor de sus heridas.

    —¡Nobles gentes de Válerkhan, tenemos nueva campeona! ¡La maga del cuerpo a cuerpo, la hechicera de las artes marciales! ¡La hija del hielo que acaba de demostrar como nadie el equilibrio de poderes, la ganadora absoluta de esta contienda, líder, fundadora de los Témpano Gélido y, desde hoy, Campeona del Torneo del Legado!

    El público estalló en euforia. En lo alto del coliseo, escondidos en la azotea, los dos amigos celebraban incrédulos el espectáculo que siempre habían deseado presenciar. Nerger empujó su apuesta hacia su amigo:

    —¡No me importa haber perdido! —dijo mientras Lissein recogía su premio—, esto no ha tenido precio.

    —Ha sido… ¿cómo ha…? ¡Nerger! Creo que me he enamorado —respondió Lissein recogiendo las monedas sin dejar de mirar a Caerlin. La maga abandonaba la arena para atender sus heridas mientras el público repetía su nombre incansable. Justo en el momento en que el rey iba a iniciar su discurso final y la entrega de la Copa del Legado iba a ser entregada, los dos jóvenes, embobados mirando hacia abajo por la cornisa, escucharon un grito a sus espaldas:

    —¡Prendedles!

    Ambos se giraron contemplando horrorizados a cuatro vigías armados dirigiéndose hacia ellos. Habían descubierto su escondite. Intentaron escapar a pesar de que les pareció inútil, pero cuando Lissein fue retenido por dos de ellos y Nerger observó cómo se resistía sin poder escapar, cesó la huida entregándose con las manos en la cabeza. Cuando ambos fueron reducidos, uno de ellos se acercó a Nerger con curiosidad, quien no ofrecía resistencia por el bien de su amigo:

    —Mira qué pequeño es el mundo —dijo sujetando su cara obligándole a mirar—. No podía ser de otra forma.

    —Targos… —murmuró Nerger reducido por dos guardias.

    —Hola, Nerger. ¿Qué te trae por aquí? ¿Qué tal la familia? ¿Acaso has venido a facilitarme el ascenso? Qué detalle por tu parte, pero ya sabes que me valgo por mí mismo.

    —Lo único de lo que te vales es de aprovecharte del talento de otros, cretino.

    Targos suspiró frotándose la frente.

    —Tu familia siempre igual. No sabéis mantener la dignidad en la derrota.

    —Hay quien la pierde a base de sus victorias.

    Targos pateó el estómago de Nerger para sorpresa de sus compañeros.

    —Llevadlos abajo. Estos no saben lo que han hecho —dijo mientras ambos amigos permanecían inmovilizados.

    —¡Vamos, entrad!

    Los guardias invitaron a Nerger y Lissein a conocer sus nuevos aposentos con un fuerte empujón, cerrando a sus espaldas una verja de barrotes que les recordó que no irían a ninguna parte con su sonoro chirrido de cierre.

    —Os quedaréis aquí hasta que se decida vuestro castigo al alba. No quiero enturbiar la ceremonia de cierre del torneo con dos ladrones de poca monta.

    —¿Ladrones? —replicó Lissein—, ¡no hemos robado nada!

    Targos se acercó a los barrotes.

    —Ladrón es todo aquel que no paga por algo. Os habéis colado en el coliseo sin una entrada y no durante un evento cualquiera, sino en el Torneo del Legado. Un día en donde todos ponen su grano de arena para mantener viva la nobleza de nuestra raza. Incluso la casa real ha pagado por sus propios palcos. Y vosotros, un par de don nadies oliendo a mierda tenéis la desfachatez de creeros más listos que cualquiera de los que han contribuido con su asiento esta noche.

    De nuevo, Targos se alejó de las rejas, marchándose por el oscuro pasillo mientras sentenciaba con su última frase:

    —Quien roba a Válerkhan roba al reino y por ende a su rey. Tened por seguro que se os juzgará como si hubierais robado a su majestad.

    Cuando sus captores se perdieron en la oscuridad de los calabozos, el chirrido de una puerta lejana marcó el destino de ambos. Nerger contempló a su amigo, al fondo de la estancia, sin decir ni hacer nada, tan solo observar el exterior a través de la ventana de la celda. Un incómodo silencio atormentaba la conciencia del muchacho, que no podía evitar sentirse culpable por lo ocurrido.

    —Lissein.

    —Cállate, Nerger —interrumpió Lissein—. No me interesa.

    La sensación de culpabilidad iba en aumento a la misma medida que su amigo le ignoraba. La angustia de Nerger creció al ver que su amigo compartía destino en la celda. Él nunca lo confesó, pero eran muchas las veces que había arrastrado a Lissein con sus decisiones.

    Ambos quedaron allí en silencio durante casi media hora. Lissein continuó mirando a través de la ventana

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