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Modernidad congelada
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Libro electrónico515 páginas9 horas

Modernidad congelada

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Este libro recorre tres realidades subnacionales que, no obstante los avances tecnológicos e infraestructurales que han registrado, no logran emanciparse del atraso. Se plantea que sin una agricultura dinámica e instituciones eficaces salir del atraso y alcanzar niveles de bienestar y productividad similares a los de países de mayor desarrollo es s
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento4 sept 2023
ISBN9786077843146
Modernidad congelada
Autor

Ugo Pipitone

Ugo Pipitone (1946) es profesor-investigador del CIDE desde 1987. Se ocupa de temas de desarrollo económico con particular atención en América Latina y el Oriente asiático. Entre otros libros, ha escrito Modernidad congelada (CIDE, 2011); Para entender la izquierda (Nostra Ed., 2007); El temblor interminable (CIDE, 2006); Ciudades, naciones, regiones (FCE, 2003); Las veinte y una noches: Diálogos en Granada (Taurus, 2000).

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    Modernidad congelada - Ugo Pipitone

    Capítulo I

    Oaxaca, comunidad

    y vanguardias

    conservadoras

    Lo que viviste te desvive.

    octavio paz

    , Ladera Este, 1962-1968.

    En el sur de México, Oaxaca ofrece una impresión de pasados indígenas y coloniales entreverados que gravitan sobre un presente sin aliento. Un mundo indígena que persiste entre pobreza, fiestas comunitarias, emigración y localismo, conflictos intercomunitarios y una calma somnolienta que tan súbitamente se quiebra (en momentos de ira colectiva) como se restablece sin alterar condiciones previas de existencia. Después de la Conquista, la antigua nobleza indígena, que se adapta a los nuevos dioses (mientras mantiene ritos secretos a los viejos) ¹ y se viste de encajes y calzón ajustado, conserva por cerca de dos siglos la sujeción de sus antiguos súbditos macehuales en las repúblicas de indios. Por su parte, el pasado colonial perdura en templos y edificios señoriales y civiles de piedras policromas y en el desinterés y la condescendencia represiva de los gobernantes hacia un mundo indígena derrotado muchas veces desde la Conquista por mercaderes en busca de enriquecimiento rápido, funcionarios de la Corona que compran sus cargos y necesitan recuperar sus inversiones, y generaciones de caciques locales, hasta llegar a un presente de gobernantes revolucionarios y viejas élites (pasadas de la intermediación agraria a las concesionarias de Mercedes y a las casas de cambio) que cohabitan sin mayor incomodidad interpretando una modernidad que renueva el pasado mientras pretende superarlo.

    Limitémonos a las piezas mayores del mosaico: indígenas culturalmente amarrados a una antigua derrota que alimenta una contradictoria combinación de rencor y sujeción que paraliza (salvo explosiones transitorias) su capacidad de acción colectiva; la emigración; descendientes criollos y mestizos de conquistadores que nunca pudieron imaginar una hegemonía distinta respecto a consolidados patrones parasitarios; una pequeña burguesía mestiza dedicada al comercio, al empleo en el gobierno o en las organizaciones corporativas creados o penetrados por el Partido Revolucionario Institucional (pri) a lo largo de décadas; una administración local replegada en el clientelismo, pequeñas y grandes ocasiones de enriquecimiento e indolencia. Una tercera parte de la población es considerada indígena siguiendo el criterio de la población hablante de algún idioma originario, lo que subvalúa la extensión del universo cultural indígena. Todo lo cual ni ha impedido ni impide la modernidad en sus signos cruzados de carreteras, electricidad, partidos políticos, automóvil, educación pública, sindicatos, turismo, elecciones, etc., pero es como si la congelara en la incapacidad de alentar riqueza e integración social al mismo tiempo.

    A un conflicto removido del metabolismo social cotidiano en nombre de identidades superiores —la condición indígena o el orgullo regionalista— corresponde el resurgir irregular de antagonismos en que tanto los actores sociales como institucionales parecerían prescindir, sin mucha angustia, de las leyes y sus restricciones. Un tejido colectivo con poca interiorización de reglas comunes, celosa fragmentación comunitaria y una economía que pasa de la centralidad agraria al archipiélago de los servicios sin haber conocido algún desarrollo industrial significativo intermedio.

    Junto con Chiapas y con un pib per cápita cercano a la mitad de la media nacional, Oaxaca muestra los peores indicadores económicos y sociales de la república mexicana. En 2010, una tercera parte de los ocupados labora en la agricultura frente a 14 por ciento nacional; el analfabetismo de la población mayor de 15 años llega aquí a 16 por ciento frente a 7 por ciento nacional. Sin embargo, a inicios de la década de 1940 el pib per cápita de Oaxaca representaba apenas 25 por ciento de la media nacional; casi siete décadas después la proporción ha subido a 54 por ciento. Dicho de otra manera, una sociedad que, a pesar de sus rigideces, no es ni inmóvil ni aislada de las corrientes que cruzan el resto del país. Las obras públicas del último medio siglo, la educación pública, la electrificación rural y la sanidad que amplían su cobertura han hecho la vida menos miserable, a pesar de lo cual no se han activado energías sociales capaces de dinamismo endógeno. La lenta convergencia iniciada en la década de 1940 se interrumpe en las últimas dos décadas con un crecimiento económico que gira alrededor de 1.5 por ciento frente al doble de la media nacional.

    La revolución de 1910 —con escasa participación indígena— no activó en Oaxaca procesos que pudieran vencer con el tiempo el agudo localismo, no creó una clase media rural capaz de sostener acumulación y diferenciación del aparato productivo local, ni élites políticas dependientes de una opinión pública informada y organizada. Una élite criollo-mestiza que, siguiendo antiguas tradiciones, opera fundamentalmente en el comercio, la distribución, los bancos, el transporte y el turismo, además de los sempiternos nexos clientelares con la política. Agricultura de baja productividad, virtual ausencia de impulsos de industrialización e instituciones dedicadas a administrar equilibrios de poder más que a promover el cambio. El pasado es aquí más tenaz que en otras partes de México, gracias a una multiplicidad de asentamientos (más de 10 mil) dispersos en un territorio abrupto, tradicionalmente mal comunicado y segmentado en 570 municipios: la mayor fragmentación municipal del país.

    Siglos que corren

    En el camino iniciado con diferencias sociales que se transmiten de una generación a otra, el Estado se manifiesta con la monumentalidad arquitectónica que revela el control de la autoridad sobre grandes masas de trabajo y un sistema jerarquizado de asentamientos sujetos a un centro dominante.² Sólo en seis espacios mundiales el Estado surgió por maduración endógena sin interferencias o insinuaciones culturales externas y ahí la humanidad creó originalmente el Estado. Mesoamérica pertenece a este grupo de civilizaciones prístinas,³ gracias a Monte Albán en los Valles Centrales de Oaxaca y a Teotihuacan en el valle de México: un doble continuum evolutivo virtualmente sellado frente al resto del mundo.

    Octavio Paz consideraba a China y Mesoamérica como civilizaciones tardías, de trote lento.⁴ En estos dos espacios, la organización estatal aparece tarde respecto a Mesopotamia o a Egipto, mientras el aislamiento geográfico secular da a estas civilizaciones un fuerte rasgo de autorreferencialidad. Establezcamos algunas marcas en el tiempo. Las primeras aldeas agrícolas aparecen alrededor de 8 000 años a. C. entre Anatolia, los montes Zagros y Palestina. Jericó, en el valle del Jordán, se vuelve asentamiento permanente entre 10 000 y 8 000 años a. C. y lo será durante ocho milenios. Katal Huyuk, en el sexto milenio a. C., tiene una población de seis mil almas cuando aparece aquí la metalurgia del plomo.⁵ Frente a ese lejano fondo histórico, los primeros asentamientos se establecen en Mesoamérica alrededor de 1 500 a. C. La cerámica de la cultura Halaf (5 500-4 700 a. C.) se extiende de Irán al Mediterráneo, tres milenios antes de la primera cerámica olmeca, en el golfo de México. El bronce se asoma en Mesopotamia alrededor de 3 000 años a. C. (cuando se comienza a aplicar la rueda a los primeros carros rudimentarios); aparecerá 1 300 años después en China y nunca en la Mesoamérica prehispánica. Pero hay otra clase de retardos que es más difícil fechar e incluso definir. Y otra vez China y Mesoamérica comparten un importante rasgo común: el freno a la individuación. Nada similar al Código de Hammurabi ocurrió en los dos espacios citados; nada que revelara el reconocimiento de derechos individuales frente a estrechas dependencias comunitarias y al aplastante poder de la nobleza indígena o de la burocracia imperial. En Mesoamérica y China el individuo se disuelve entre solidarismo comunitario e incuestionable sumisión jerárquica.

    En una zona fértil de los Valles Centrales de Oaxaca (la mayor llanura aluvial de la región, a 1 500 metros sobre el nivel del mar), 1 400 años a. C., San José Mogote —hoy en la periferia de la capital del estado, Oaxaca de Juárez— era una aldea de 150-200 cazadores y recolectores (en las primeras fases de su asentamiento permanente) rodeada por una media docena de asentamientos más pequeños. Casi un milenio después, en el momento de su mayor poderío, viven aquí 1 400 almas, además de una veintena de aldeas subordinadas.⁶ Fortuna, habilidad en la guerra, relaciones prestigiosas con la cultura olmeca en la costa del Golfo, institucionalización de la religión, o todo lo anterior, un nuevo poder, con privilegios que se vuelven hereditarios, brota en el seno de un mundo por milenios nómade e igualitario. Aparecen grandes hombres que demandan símbolos arquitectónicos de su prestigio y poder; individuos capaces de convertir el excedente agrícola (mientras avanza la domesticación del maíz) en obras comunitarias, gracias al carisma que organiza y se ritualiza; además del orgullo aldeano asociado a los signos físicos de preeminencia sobre las comunidades cercanas. San José Mogote es un laboratorio primigenio de segmentación social y organización jerárquica del territorio.

    La guerra se ha vuelto fisiológica entre diferentes señoríos (como San José Mogote) con quema de templos, imposición de tributos a las aldeas sujetas y sacrificio de los prisioneros como sanción religiosa de la victoria. Desde 700 a. C. hay testimonios arqueológicos de sacrificios humanos. Como en otros espacios mundiales, la revolución neolítica aporta una diferenciación hereditaria de roles que se incrusta en el cuerpo social mientras toma forma la religión que la sanciona. Pero, después de un largo recorrido, la estrella de San José Mogote declina con la rápida consolidación de Monte Albán como organización estatal capaz de ejercer el control político sobre los Valles Centrales de Oaxaca y sus diferentes señoríos. Joyce Marcus sostiene que la fundación de Monte Albán se debió a los habitantes de San José Mogote y a sus aldeas satélites que, presionados por los señoríos cercanos, buscan, 500 años a. C., un asiento más defendible en la cima de una colina de 400 metros de altitud sobre el fondo del valle.⁷ Aquí nace el primer Estado mesoamericano en versión zapoteca. Alrededor del nuevo centro se forman cerca de doscientas aldeas que llegarán a ser más de setecientas, seis de las cuales de entre mil y dos mil habitantes.⁸ A diferencia del despotismo oriental de Wittfogel (las grandes obras de riego en la base de las primeras formas de Estado), en el caso de Monte Albán no es así. Aquí sólo hubo pequeñas obras de canalización que aprovechaban los afluentes menores del río Atoyac,⁹ aunque la autoridad estatal se manifieste en la impresionante monumentalidad de Monte Albán. Como poder político central, su ciclo termina más de un milenio después, alrededor de 750 d. C., al mismo tiempo que los otros grandes focos urbanos mesoamericanos se apagan en un antiguo efecto dominó. Las grandes aldeas de los Valles Centrales (con su propia red de comunidades sujetas), cuyos señores ocupaban un segundo nivel de poder territorial frente a Monte Albán, readquieren libertad de acción. Es el caso de Zaachila, Jalieza, Lambityeco, Mitla. Cuando el rubio Pedro de Alvarado llega a estas tierras en 1521, el poderío y el esplendor de Monte Albán se han eclipsado hace siete siglos y el conquistador encuentra un retroceso preestatal con señoríos en permanente conflicto y enfrentados a la penetración mixteca, desde el oriente, y mexica, desde el valle de México.

    Las Relaciones geográficas —con las cuales, a finales del siglo xvi, la corte de Felipe II decide inventariar los recursos naturales de sus dominios de ultramar y recoger el testimonio de los indios derrotados— son, en la memoria indígena ahí consignada, la crónica de un permanente estado de guerra ligado a tributos y prisioneros para el sacrificio. De Chichicapa (Oaxaca) viene este testimonio:

    Tenían continuamente guerras con los comarcanos, y así andaban a viva quien vence. Y los que prendían de una parte u otra los llevaban a los templos, y ahí les sacaban los corazones y los ofrecían a los ídolos, y lo demás se comían. Y así, en tiempo de su infidelidad, todo era guerras, que no tenían quietud alguna.¹⁰

    La triada guerra-tributo-sacrificio constituye el metabolismo mesoamericano primordial. A falta de innovaciones tecnológicas fundamentales (bronce, rueda) y de animales de carga, esta civilización se enfrenta pronto a límites de productividad que sólo pueden rebasarse mediante guerras, tributos y pueblos sujetos en un gran juego mesoamericano a suma cero. La repetición vinculada a un bloqueo tecnológico que la sacraliza.

    De los olmecas a los aztecas [más de dos milenios] la civilización mesoamericana no ofrece sino variantes del mismo modelo […] hubo comienzos y recomienzos, perfeccionamientos y declinaciones, no cambios. En el Viejo Mundo el continuo trasiego de bienes y técnicas, dioses e ideas, lenguas y estilos produjo transformaciones inmensas; en Mesoamérica las inmigraciones aportaron sangre fresca, no ideas nuevas: Tula repite a Teotihuacan y Tenochtitlan a Tula.¹¹

    Una tecnología anclada a la edad de piedra y la ausencia de animales de carga, extinguidos con el cambio climático y la desaparición de los pastizales al final del pleistoceno y, tal vez, por la excesiva cacería que limitó ulteriormente la reproducción de caballos y camélidos en un contexto ambientalmente hostil. Todo empuja a una repetición ritualizada. La revolución del bronce que aporta mayor complejidad social no ocurre aquí restringiendo la posibilidad de abrir brecha en la repetición vuelta tiempo sagrado. La imposibilidad de salir de la edad de piedra traba la aparición de nuevas figuras sociales en una sociedad que sigue fundamentalmente dual: de un lado, la nobleza indígena, del otro, los macehuales.¹² Unas palabras sobre la poliginia en una sociedad altamente segmentada. Los principales entregan sus hijas al rey pero, siendo que la criatura de este concubinato transitorio sería ilegítima, una vez embarazadas las jóvenes son devueltas a sus padres para que les consigan un marido de su condición. Y lo mismo sucede con las jóvenes de los estratos inferiores, honradas de haber sido inseminadas por los principales antes de regresar a los rangos.¹³

    A lo largo de siglos, la existencia aldeana debe haber sido un remanso precario de igualitarismo comunitario rodeado por todo aquello que lo amenaza: sujeción tributaria al señor, a los deseos de sus emisarios, sus guerras, alianzas matrimoniales y exigencias rituales de sacrificio humano. Limitémonos a señalar aquí que el sacrificio humano se conserva en Mesoamérica muchos siglos después de haber desaparecido en las otras civilizaciones prístinas.¹⁴ ¿Qué significó la persistencia de un complejo guerra-tributo-sacrificio a lo largo de más de dos milenios para los seres humanos que vivieron esta continuidad? No es arduo imaginar la sumisión como un estado de adhesión psicológica a un orden sagrado, una condición anímica de aquiescencia temerosa frente al poder de los dioses y, correlativamente, un alto sentido de territorialidad aldeana como refugio de predecibilidad. Hasta llegar al cataclismo de la Conquista, ocurrida en Oaxaca sin gran resistencia indígena. En seguida aparecen la viruela y el sarampión frente a los cuales los indígenas no tienen defensas. Algunas estimaciones fijan la población de Oaxaca antes de los españoles en un millón y medio; un siglo después quedaba uno de cada cinco.¹⁵ Desaparecen comunidades enteras, pero algunas volverán a poblarse desde la primera mitad del siglo xvii. Al concluir tres siglos de Colonia, la población de la intendencia de Oaxaca¹⁶ llegaba a casi 600 mil personas, de las cuales 89 por ciento era población indígena.

    Por lo abrupto de un territorio montañoso (74 por ciento del estado), entre la Sierra Madre Oriental y la Sierra Madre del Sur, y por la resistencia indígena a modificar pautas de asentamiento y prácticas materiales de vida, los españoles en Oaxaca, a diferencia de otras partes de la Nueva España, no irrumpen en el escenario alterando irreversiblemente el régimen tradicional de posesión de la tierra con grandes haciendas rodeadas de una población indígena de nuevos pobres estacionalmente disponibles. La presencia colonial ocurre sobre todo por dos canales: el comercio y la religión. Con la Conquista parece repetirse una antigua historia mesoamericana: nuevos señores que imponen tributos sin alterar —salvo el nuevo dictado religioso— las formas tradicionales de vida comunitaria. Más que en haciendas de grandes dimensiones, el secular dominio económico español se afirma por medio del comercio de productos agrícolas y artesanales indígenas. Una proclividad a la intermediación mercantil que, cruzando los siglos, llega hasta el presente con la élite económica del estado dedicada a la gran distribución de artículos farmacéuticos, materiales de construcción, automóviles o electrodomésticos provenientes del resto del país y del mundo. Brutalmente: Oaxaca recibe (en varios sentidos) modernidad, no la produce. El conquistador tiene que hacer las cuentas aquí con la fuerte dispersión de la población en un territorio abrupto, factor estratégico de la posible resistencia indígena, así que el intento de imposición de nuevas estructuras productivas habría asegurado una guerra interminable y pocos tributos. En los siglos posteriores y a pesar de la catástrofe demográfica, Oaxaca siguió siendo uno de los espacios de la Nueva España con mayor presencia indígena, una continuidad que se mantiene hasta el presente con 35 por ciento de la población que habla alguna lengua indígena frente a 7 por ciento de la media mexicana. El mestizaje, signo de identidad de la nueva nación independiente, es aquí donde menos avanza en el curso de los siglos,¹⁷ aunque la línea divisoria entre mestizo e indio ha sido en el pasado, y sigue siendo, por lo menos tan cultural como étnica, diacrónicamente oscilante y sincrónicamente borrosa.

    Son numerosas las mercedes reales que ratifican posesiones comunitarias ancestrales; la Colonia opta por no cambiar las bases materiales de la vida indígena y, simplemente, se añade a sí misma (sus funcionarios y mercaderes) como un componente parasitario que será antes criollo y después mestizo. Un añadido con más capacidad para descomponer el viejo mundo que para crear las bases sociales y económicas de uno nuevo. La etapa inicial de la encomienda es de corta duración y los latifundios serán relativamente pocos y concentrados en los Valles Centrales, en el Valle Nacional (en la Sierra Madre que degrada hacia el golfo)¹⁸ y en el Istmo de Tehuantepec: las principales superficies planas de Oaxaca donde opera actualmente una agricultura comercial de buena productividad en comparación con el resto del estado.

    Antes de que terminara el primer siglo de la Colonia queda establecido el cabildo indígena que conserva el autogobierno de las repúblicas de indios. La Nueva España transfiere a Mesoamérica sus estructuras administrativas y, sin embargo, en el contexto de Oaxaca, inaugura lo que podría considerarse un parcial antecedente ibérico del indirect rule británico en la India. En gran parte de Oaxaca los indígenas se rigen por sus autoridades tradicionales sujetas a los diferentes avatares del poder español. Un reconocimiento de las jerarquías precoloniales que supone en cambio tributos a la Corona, apertura comercial y un nuevo Dios, cuyos sacerdotes exigen diezmos. Comentando la Crónica mexicana (1598) del historiador mestizo Alvarado Tezozómoc, José Joaquín Blanco habla de triste evidencia refiriéndose al hecho de que:

    Aun vencidos, los indios seguían disputando entre sí, y lejos de considerarse unidos étnica y culturalmente contra los invasores, insistían en sus identidades locales, en sus enemistades tradicionales, en sus diferencias de casta en relación con los macehuales.¹⁹

    En el siglo xviii los caciques indígenas (descendientes de la antigua nobleza mesoamericana) reclaman que sus espacios de poder político les sean reconocidos como propiedad privada, lo que, de haber ocurrido, habría convertido a los comuneros en una mezcla de peones y arrendatarios de tierras súbitamente ajenas. Los aires mercantiles evidentemente habían penetrado, además de la religión verdadera, una cultura cuya élite tradicional percibía que el poder sin riqueza era frágil.²⁰ El afán propietario de los caciques indígenas se enfrenta a la resistencia macehual abriéndose el conflicto que llevará a la disolución de las repúblicas de indios a finales del siglo, pocas décadas antes de la Independencia. Una revolución mesoamericana en la Nueva España, con tres consecuencias a largo plazo. La primera es la macehualización²¹ de un mundo que, liberado de la antigua nobleza indígena, avanza hacia una comunidad igualitaria que incorpora en sus reflejos culturales adquiridos el recelo frente a la riqueza individual como factor de ruptura de la propia cohesión. La segunda consecuencia es que la división de las repúblicas en sus varias comunidades acentúa una antigua territorialización identitaria. Además, la fragmentación de las repúblicas de indios es una especie de Big bang de conflictos agrarios (sobre linderos, uso de bosques, ríos, etc.) que llegan hasta el presente. En parte, el deseo de autonomía comunitaria provenía de la voluntad de emanciparse de los tributos a las cabeceras que, a veces, eran superiores a los exigidos por la Corona.

    Los nuevos linderos comunitarios, cuya imprecisión se añade a la aproximación de los linderos de las repúblicas previas, serán causa de pleitos seculares por la tierra agigantados en los siglos siguientes por la mayor presión demográfica. Y para complicar un escenario incierto de la tenencia, los españoles de Antequera (la futura ciudad de Oaxaca) y los dominicos (llegados aquí en 1528) aprovechan la disolución de las repúblicas para consolidar en los Valles Centrales algunas haciendas pequeño-medianas, dando así su propio aporte a los conflictos futuros.²²

    Además del virrey (vigilado por la Corona española mediante los visitadores), los oidores (miembros de la Audiencia) y el arzobispo de la ciudad de México, el abigarrado universo colonial está compuesto por alcaldes mayores, corregidores, administradores de alcabala, escribanos reales, recolectores de diezmo, intendentes, subdelegados, etc. En medio de una nomenclatura variable, una constante es que los cargos oficiales son mal pagados y muchos de ellos llevan aparejadas comisiones sobre los ingresos derivados de sus funciones. Los cargos más importantes (alcalde mayor y corregidor) son objeto de compra y venta, y en todos los casos la función pública incorpora el derecho informal, y limitado en el tiempo, de enriquecerse mediante el control del territorio físico o burocrático recibido en comisión. Los alcaldes mayores (cuarenta a finales del siglo xvi en la Nueva España), cuyo cargo dura tres años, son jueces territoriales y recolectores de tributos indígenas, además de supervisores de los corregimientos de su provincia; mismos funcionarios que se vuelven intermediarios entre las comunidades indígenas bajo su tutela y los comerciantes españoles que, desde la ciudad de México y Puebla, jalan los hilos del gran comercio colonial. O sea, la función pública al servicio del enriquecimiento mancomunado de comerciantes y funcionarios.

    Los ricos comerciantes depositan la fianza del alcalde mayor como garantía de los futuros ingresos de los tributos indígenas, de esta forma las casas comerciales obtienen del funcionario, una vez nombrado, el monopolio del comercio con las comunidades bajo su jurisdicción. Un comercio que consiste en anticipos a los indígenas (repartimiento de mercancías) a cuenta de futuros productos, tales como la grana cochinilla (tinte natural producido por un insecto que se alimenta del nopal y que será desplazado desde mediados del siglo xix por las anilinas), seda, tejidos de algodón y de lana, pieles, cacao, sombreros de palma, etc. Huelga decir que, en el margen de utilidad comercial entre mercancías repartidas a los pueblos a altos precios (y bajo la autoridad del alcalde mayor) y productos obtenidos a bajo precio de las mismas comunidades, se forjaron fortunas de generaciones de mercaderes, funcionarios reales y administradores.²³ Fortunas que, sin embargo, no alcanzan en Oaxaca dimensiones comparables con las de peninsulares y criollos en otras partes de la Nueva España. En la segunda mitad del siglo xviii Oaxaca fue el mayor productor de grana de la Colonia y la grana fue el principal producto exportado por la Nueva España. Las cajas comunes de los pueblos llegan a sentir los beneficios del boom y la mayor parte de esta riqueza acumulada a través del penoso trabajo de adultos, ancianos y niños se canaliza, bajo la inspiración de caciques indígenas y dominicos, a la construcción de edificios religiosos y fiestas en honor de los santos

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