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Las tecnologías sociales del estado en un mundo fracturado
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Libro electrónico388 páginas6 horas

Las tecnologías sociales del estado en un mundo fracturado

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Uno de los grandes retos de Occidente para sobrevivir en un siglo que luce desafiante y amenazador en todos los ámbitos es asumir con rigor, realismo, profundidad histórica, introspección espiritual y una gran imaginación las categorías políticas con las cuales se ha concebido política y económicamente el mundo en los últimos 200 años. En el mundo occidental posterior a la Segunda Guerra Mundial y de manera muy profunda después de los años ochenta, con un escenario geopolítico altamente favorable a los Estados Unidos, los dos referentes conceptuales y sus relatos ideológicos y valorativos para pensar el mundo han sido la democracia y el liberalismo de mercado. Estos dos pilares no solo han servido para generar un nivel de riqueza, bienestar y paz únicos en la historia de la humanidad. También permitieron concebir un orden cognitivo de tipo racional, legal y ahistórico para sostener un conjunto de supuestos legales, racionales y valorativos para pensar el sistema político y económico en un mundo democrático y liberal. Una de las ventajas y limitaciones de ambos conceptos es que remodelan la historia y el pasado, restándole importancia a todos los legados espirituales, orgánicos, sociológicos e históricos que modelaron a lo largo de milenios y siglos diferentes órdenes políticos. Sobre estos imperativos legales y racionales, las democracias liberales modelaron el mundo a su imagen y semejanza, para que este sirviera a sus intereses y respondiera conmovida a sus valores
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento6 jul 2023
ISBN9789581206476
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    Las tecnologías sociales del estado en un mundo fracturado - Carlos Manuel Jiménez Aguilar

    I. EL DERECHO Y EL PLURALISMO JURÍDICO

    El pluralismo jurídico, la reivindicación y defensa jurisdiccional, así como la deliberación legal para defender privilegios, valores e intereses, y naturalizarlos jurídicamente para alcanzar consensos políticos o establecer pautas de obediencia y subordinación de una jurisdicción sobre otra, ha sido uno de los rasgos medulares y transversales de todos los Estados occidentales. Esto se ha manifestado tanto en sus versiones más burocráticas, como las que se lograron desarrollar en Francia, Alemania o los países del norte de Europa occidental; como en las constitucionales, como en el caso del Reino Unido, Holanda y los Estados Unidos; o bien en los Estados patrimoniales, que se consagraron en la mayoría de los países latinoamericanos, e inclusive en el muy particular caso corporativo de los Estados Unidos. En todos estos casos y regiones, el desarrollo orgánico y científico de la sistematización legal y de la organización jurisdiccional de las diferentes sociedades políticas fue determinante para darle forma a las diferentes tecnologías sociales estatales que se decantaron en Occidente.

    El desarrollo, la sistematización y la gran ruptura jurídica en una civilización como la occidental tienen una importante determinación geográfica, espiritual y religiosa. En primer lugar, el mundo occidental se desenvolvió predominantemente al margen o en medio de un rechazó acérrimo a toda influencia islámica o de cualquier otra manifestación cultural asiática, dada la marginalidad de su geografía y su belicosidad general. El protagonismo de la Iglesia católica como institución superlativa que encarnó y modeló la cultura clásica y romana, para cristianizarla y expandirla por el mundo, será central. De ahí la importancia suprema de la sistematización del derecho canónico alcanzada por la Iglesia en los siglos XI y XII, y su posterior revolución jurídica al definir las primeras bases institucionales, legales y políticas de los Estados occidentales. Finalmente, la reforma protestante del siglo XVI marcará un punto de inflexión definitivo en la formación de nuevas tecnologías sociales estatales.

    Una de las innovaciones más perdurables y significativas de Occidente fue la revolución jurídica entre los siglos XI y XII, en la que un nuevo mundo emergió a través de una novedosísima concepción del derecho como un conjunto de reglas y conceptos que devino en una original institución política y en la emergencia de una nueva jerarquía y un orden intelectual y moral. En 1075 el papa Gregorio VII declaró la supremacía política y legal del papado sobre toda la Iglesia, y la independencia del clero de todo control secular imperial. El partido papista también reivindicó su potestad última en asuntos seculares, la cual incluía la facultad de deponer a emperadores y reyes. Esta situación desembocó en un enfrentamiento militar contra el partido imperial. Esta querella, más allá del Canal de La Mancha, se resolvió siguiendo la misma pauta con el martirio del arzobispo Tomas Becket en el año 1170. En conjunto, en Europa, un nuevo orden estaba surgiendo, sentando las bases de la Iglesia como Estado, en medio de un mundo jurídicamente fragmentado y pluralista, que estaba siendo transformado por el comercio y la apertura de sus fronteras otrora herméticas.

    Durante el siglo X y comienzos del XI surgió una poderosa corriente de reforma que pretendía depurar a la iglesia de todas sus influencias feudales y locales, y de la corrupción que estas prácticas habían generado. La abadía de Cluny logró que todas las órdenes religiosas dispersas por Europa se subordinaran a una sola cabeza, bajo la jurisdicción del abate Cluny, cuyo centro se encontraba en la Francia meridional, dando lugar a un gobierno más allá de lo local, jerárquico y corporativo, que luego serviría como modelo para la Iglesia católica romana en conjunto. En la década de 1070, el papa Gregorio VII, encabezó el movimiento reformista de la iglesia contra la autoridad imperial a la cual se hallaba sujeta, y por la que era vilipendiada debido a las prácticas de corrupción de la época. En esta ocasión, el partido papal llegó mucho más lejos que sus antecesores cluniacenses, puesto que proclamó la supremacía legal del papa sobre todos los cristianos y la supremacía jurídica del clero y decretó que todos los obispos tenían que ser ungidos por el papa y quedarían subordinados solo a su jurisdicción clerical. Los concordatos dejaron al papa con una autoridad sumamente extensa sobre el clero, sin su aprobación no se podía ordenar a ningún clérigo. Establecía las funciones y poderes de obispos, sacerdotes, diáconos y otros dignatarios de la Iglesia. Igualmente, podía crear nuevos obispados, dividir o suprimir otros, transferir o deponer obispos. A la máxima autoridad de la Iglesia se le llamaría el principal dispensario de toda propiedad de la Iglesia, concebida como patrimonio de Cristo (Berman, 1996).

    La separación, competencia e interacción de las jurisdicciones espiritual y secular fueron fuente principal de la tradición jurídica occidental. Esta fluida mecánica política y de negociación jurisdiccional le dará una impronta particular a Occidente, a través de un margen de negociación jurídica entre diferentes órdenes y corporaciones jurídicas. Este carácter transaccional característico del mundo occidental es absolutamente medular para entender la naturaleza del Estado, ya que su configuración es producto de sociedades jurisdiccionalmente complejas y sometidas a dinámicas de negociación entre diferentes grupos y elites plenamente conscientes y defensoras acérrimas de sus privilegios y de sus mundos de vida. Con esta escisión entre el Estado y la Iglesia, los poderes sociales logaron una plena significación en la vida pública, a través de múltiples formas de notable importancia como corporaciones profesionales y gremios, uniones estamentales, ligas municipales y caballerescas, entre otras, que fueron fundamentadas por romanistas y canonistas medievales (Hintze, 1968).

    Detrás de este acelerado proceso de juridificación de privilegios y de órdenes sociales, subyacía la exitosa introducción de una idea sumamente antigua sobre la estratificación social trifuncional, contextualizada para la dinámica europea por los arzobispos de York y por el obispo francés Aldabéron de Laon en el año 1000. Este tipo de organización social se encuentra en numerosas sociedades no europeas y en la mayoría de las religiones, en particular en el hinduismo. El historiador francés George Dumézil (1941; 1971), así como el filólogo alemán Max Müller (1988) abordaban bajo distintos enfoques cómo estos sistemas de tripartición social observados en Europa se remontaban al legado indoeuropeo de tres funciones. En primer lugar, la administración de lo sagrado, el poder y el derecho. En segundo lugar, la fuerza física. Y, por último, la abundancia y la fecundidad, convertidos en un acervo común de diferentes pueblos en sus manifestaciones teológicas y míticas. Así como en expresiones de sus estructuras lingüísticas, profundamente interconectadas a partir del sanscrito y de una edad mitológica con el latín, el griego, el eslavo, el céltico y el teutónico.

    En este nuevo orden estatuido en toda la sociedad cristiana, se prescribía una organización de toda la sociedad en tres grupos: los que rezan (el clero), los que hacen la guerra (la nobleza) y los que trabajan (el pueblo llano). Este tipo de organización, que se encuentra en toda Europa occidental, en un plano estrictamente político manifestaba los débiles lazos que las elites locales tenían con los poderes centralizados, ya fuera en su forma estatal o imperial. En este tipo de sociedades, el orden social se estructuraba en torno a instituciones locales, altamente descentralizadas y con una coordinación limitada entre distintos centros de poder. Este tipo de régimen solo es sostenible en la media de una compleja y exitosa mezcla de coerción y consentimiento, en la que cada grupo cumple funciones indispensables para los otros grupos, prestando servicios vitales para su funcionamiento orgánico.

    La Iglesia pensó el modelo más allá de un mecanismo productor de desigualdad, verlo desde esta exclusiva y recurrente posición sería anacrónico, como lo han hecho estudios contemporáneos sobre la desigualdad, pero que han logrado entender la trascendental importancia política y civilizadora de este esquema para las sociedades occidentales. Su objetivo central estaba en el ámbito político, como mecanismo para domeñar y civilizar el corazón de elites poderosas y brutales, para que gobernaran con sabiduría y se sometieran a los consejos del clero. Además, se formulaba una prescripción al clero para que renunciara a las armas. Y se pretendía pacificar a las elites para poder unir al pueblo más allá de diferentes estatus de tipo servil (Piketty, 2019). En efecto, la pacificación de las elites se logrará muy parcialmente gracias a la negociación jurídica y política permitida por esta poderosa tecnología estatal que es el derecho, que en cabeza del papado logró convertirse en un poderoso mecanismo que superaba las fronteras de lo local bajo una unidad política y legal.

    La revolucionaria emergencia del derecho en sociedades jerárquicamente estatuidas permitió que conceptos medulares para los sistemas jurídicos occidentales, como jurisdicción, procedimiento, delito, contrato y propiedad, aparecieran y moldearan de manera estructural la forma de percibir el orden jurídico y político de un mundo en pleno proceso de transformación social y económica. De la misma manera, permitió la emergencia de elaboradas teorías acerca de las fuentes del derecho y de su relación entre el derecho divino, el derecho eclesiástico, secular, feudal y urbano.

    En el ámbito político, surgieron por primera vez autoridades centrales poderosas, tanto eclesiásticas como seculares, cuyo dominio se ejercía a través de sus delegados y se extendía y se hacía sentir hasta las más pequeñas localidades. Como resultado de esto, surgió una clase especializada de juristas profesionales que reivindicaron un profundo y muy duradero sentido de identidad corporativa al interior del clero, así como su responsabilidad de reformar el mundo y desarrollar un nuevo sentido del tiempo histórico, que incluía los conceptos de modernidad y progreso, leídos en clave clerical. En el año 1099, caballeros occidentales entraron en Jerusalén y fundaron allí un reino nuevo, que estaría en teoría subordinado al papado (Berman, 1996).

    En el ámbito intelectual, se crearon las primeras escuelas de derecho, el ordenamiento sistemático de bastos materiales jurídicos que se remontaban al Código de Justiniano de la Roma imperial, así como la creación del derecho como un cuerpo autónomo, soportado y desplegado a través de principios y procedimientos jurídicos. Cambios que dieron lugar a la creación de las primeras universidades, al desarrollo de la escolástica, de la teología y de la jurisprudencia, las cuales fueron sometidas a una exigente sistematización, propia de los inicios del pensamiento científico moderno. El legado más universal y perenne de esta transición intelectual fueron las grandes catedrales góticas de Occidente: San Dionisio, Nuestra Señora de París, Canterbury y Durham; símbolos del nuevo orden que moldearía a Occidente por siglos, a través de bóvedas y juegos de luz escolásticos que inmortalizarían al orden eclesiástico.

    En esta convergencia de revolucionarias transformaciones, aparece en Chartres el gran centro científico del siglo: el intelectual moderno. La síntesis más poética y universal de estas fuerzas en tensión portentosamente creativas fueron encarnadas y eternizadas en el siglo XIII en la persona de Dante Alighieri y en su inmortal obra la Divina comedia. En esta epifanía cósmica y espiritual, Dante es acompañado por Virgilio —un pagano defensor del Imperio romano y sensible a la revelación cristiana—, quien lo guía por los nueve círculos del infierno y lo acompaña hasta el final del purgatorio, para que pueda reconocer finalmente por sí mismo la luz reveladora del amor primigenio. Para este intelectual moderno, el cosmos es un conjunto organizado y racional, y el universo una urdimbre de leyes, que no son desorden y absurdo, sino armonía. La necesidad de orden en el universo llevó a los intelectuales de la época a negar la existencia del caos primitivo. Por esta vía, se asiste a la desacralización de la naturaleza y, por consiguiente, al rechazo progresivo del simbolismo, arribando, así, al preámbulo necesario para toda ciencia.

    Esta fuerza intelectual solo se hizo posible gracias al reconocimiento de la corporación universitaria, de sus estatutos oficiales y de sus privilegios, concedidos por el papado, su gran aliado, en cabeza de Celestino III, Inocencio III y Gregorio IX. Este último, concedió estatutos a la Universidad de París, en virtud de la famosa bula Parens scientiarum, reconocida como la carta magna de la universidad. Con este gesto político, que se repite en Oxford y Bolonia, se concebirá, sin lugar a dudas, a los intelectuales de Occidente como agentes pontificios (Le Goff, 1993).

    En medio de este sísmico movimiento político, en el que el derecho canónico replanteaba nuevas jurisdicciones, dominios y lealtades investidas de una nueva y portentosa legitimidad, los antiguos reinos y otras entidades empezaron a crear sus propios sistemas jurídicos seculares. Esta proliferación de esporas jurídicas fue posible en un periodo de rápida transformación socio-económica, caracterizado por el aumento de la productividad agrícola y la comercialización de sus excedentes, así como por la proliferación de ferias y mercados que se convirtieron en eslabones de un creciente comercio a larga distancia. En este reciente escenario, modelado por disruptivas innovaciones como el crédito, la banca y los seguros, las nuevas ciudades libres se dotaron a sí mismas de sus propias instituciones gubernamentales y jurídicas. La proliferación jurídica de este proceso condujo a que las instituciones feudales y señoriales concibieran una sistematización similar y, a su vez, los centros comerciales y los puertos, que redactaron para sí nuevos sistemas de derecho mercantil, para responder a las exigencias de un mercado comercial en ascenso.

    La esencia de Occidente y la razón de ser de su carácter único reside en esta reivindicación señera de la Iglesia como corporación jurídica y de su capacidad para imponerse sobre el Estado, al punto de erigirse históricamente en el primer Estado universal y en la primera burocracia de alcance occidental. De ahí la importancia de esta novedosa tecnología jurídica, impuesta a través del Dictatus Papae de 1075, en el que la cabeza de la Iglesia no solo declara abolido el anterior orden político y jurídico, sino que se reivindica como único juez de todo y con el poder exclusivo de hacer nuevas leyes para enfrentarse a las necesidades de los tiempos. La revolución papal fue el primer movimiento trasgeneracional de Occidente, el cual se llevó a cabo a través de un programa revolucionario durante más de una generación, para que pudiera ser parcialmente realidad y se pudiera definir las jurisdicciones penal y civil de los poderes eclesiástico y secular (Berman, 1996).

    El poder de la Iglesia y el papado pretendía ser absoluto, buscaba gobernar como legislador universal, únicamente limitado por el derecho natural y el divino. Los concilios universales, por esta razón, serían convocados y presididos por la máxima autoridad en Roma. A través de sus decretos se allanarían controversias, puesto que la Iglesia operaría como intérprete de la ley, otorgando privilegios, dispensas y mercedes, y, además, sería supremo juez y administrador. En suma, se asistía a la invención del orden en Occidente bajo la figura de un Estado clerical, en medio de una sociedad jurídicamente plural. De acuerdo con la imagen de Harold J. Berman en La formación de la tradición jurídica en Occidente, se estaba liberando una inusitada capacidad de energía similar a una colisión atómica (1996, p. 42).

    Con posterioridad a las reformas papales introducidas por Gregorio VII, la Iglesia adoptó la mayoría de las características del Estado moderno. Se erigió como una autoridad independiente, jerárquica y pública. Desde Roma se podía legislar y los sucesores de Gregorio promulgaron una serie de nuevas leyes, bien invocando su propia autoridad bien a través de concilios eclesiásticos. La Iglesia concentró en su cabeza poderes legislativos, ejecutivos y judiciales, bajo un sistema racional de jurisprudencia canónico. Además, fijó impuestos a través del diezmo e implementó lo que sería un registro civil a través de los certificados de bautismo y defunción, así como una expresa reivindicación para influir sobre la política secular en todos los países, reclamando la supremacía de la espada espiritual sobre la temporal (Berman, 1996).

    No obstante, esta fuerza revolucionaria y sus voces radicales fueron neutralizadas en el clamor de sus expectativas ante la ponderación de la realidad y las necesidades por alcanzar un orden más equilibrado y transaccional. Finalmente, se alcanzará toda una gama de compromisos más allá de la relación entre la Iglesia y el Estado, que incluían la interrelación de las comunidades del orden secular entre el sistema señorial, feudal, mercantil, provincial y urbano. Además de los compromisos de una red de privilegios y obligaciones entre los condados, ducados, reinos y el mismo Imperio. En suma, se estaba inaugurando el orden corporativo y patrimonial de la política occidental, siempre transaccional y predominantemente político. Esta visión pluralista y política le dará forma a todo el milenio por venir, alejándose de los viejos legados de la tradición como la estructura de castas, el legado imperial y la figura milenaria de los reyes sacerdotes, que terminarían diluyéndose y finalmente olvidándose. El sueño gibelino del imperio universal paulatinamente entraría en ocaso y abriría un nuevo mileno al mundo del Estado y la Iglesia.

    Este singular carácter transaccional se tradujo en una competencia de jurisdicciones entre tribunales eclesiásticos y seculares, obligando a una sistematización y racionalización del derecho secular, que además era imperativa para sus autoridades, obligadas a imponer la paz y la justicia dentro de sus jurisdicciones. Desde entonces, el derecho en Occidente fue concebido como un sistema en orgánico desarrollo, un cuerpo creciente y vivo de principios y procedimientos, construido a lo largo de generaciones y de siglos, al igual que las vertiginosas y aladas catedrales góticas. Esta comprensión del derecho y del Estado como un producto orgánico de la historia es esencial para entender las tecnologías estatales no como simples funcionalidades o fórmulas jurídicas al margen del tiempo, sino como realidades históricas complejas y diferenciadas.

    El derecho temporal o secular expresa con claridad esta complejidad y diferenciación, en un mundo de múltiples ordenes jurídicos, en el que el derecho real y los Estados se encontraban aún en germen de expansión y consolidación frente a otros tipos de derecho secular. Esta diseminación jurídica tiene como cauce la pauta previamente establecida por el papado y su sistemática organización del derecho canónico. Esta mimesis institucional y jurídica era inevitable por motivos de precedencia orgánica de la Iglesia como institución universal, así como por sus recursos disponibles, en términos de juristas, jueces, asesores y funcionarios especializados en el derecho canónico. Esta situación generó una retroalimentación y tensión caracterizada por la emulación y la confrontación, ya que los nuevos órdenes emergentes requerían cohesión y refinamiento para mantener su autonomía y evitar intervenciones innecesarias en sus jurisdicciones.

    Además, las nacientes jurisdicciones reales se encontraban sometidas a profundas fuerzas centrífugas que dispersaban la imprescindible y necesaria lealtad al poder central. Esta fragmentación era producto de la naturaleza local de los intereses y lealtades, casi siempre circunscritos a la familia, el vecindario y el condado. Los funcionarios reales, que en este libro llamamos —las elites políticas— duques, condes, vizcondes y missi dominici, tendían a convertirse en líderes de comunidades locales autónomas en lugar de agentes de la autoridad central.

    La pieza medular para que emergiera el Estado demandaba un paulatino desplazamiento de estas arraigadas inercias locales hacia una nueva lealtad estatal, así como a su autoridad moral para respaldar su estructura institucional y su teórica supremacía legal. Únicamente a través de una nueva lealtad se conseguirá la necesaria estabilidad política y la continuidad espacial y temporal necesaria para el surgimiento del Estado. Mayor seguridad, controles más estrictos y conexión organizada con las comunidades locales a través de sus propios tribunales incrementaban el prestigio estatal de la Iglesia como garante y distribuidor de justicia, con miras a aumentar la posibilidad de transmitir su poder y posesiones a sus herederos. La revolución papal, si bien convirtió a Europa en una unidad religiosa, no logró construir una unidad política. Los reinos y principados van a ser tratados como entidades separadas, sentando las bases de un sistema multiestatal (Strayer, 1998).

    Es en medio de esta enconada lucha jurisdiccional y política por conquistar e imponer lealtades en la que surgen las raíces de los primeros Estados seculares durante el siglo XII: el reino normando de Sicilia de Rogerio II; la Inglaterra de Enrique II; la Francia de Felipe Augusto; el Flandes del conde Felipe, así como Suabia y Baviera gobernado por Federico Barbarroja. Esta eclosión de fuerzas reales estuvo enmarcada en reivindicaciones intelectuales, simbólicas, litúrgicas y teóricas que, a la luz de obras revolucionarias como el Anónimo normando y el Policraticus, de Juan de Salisburry, cimentaron la preeminencia y divinidad del rey: sacerdote de su pueblo, y sentaron los fundamentos de la teoría divina de los reyes. El título del gobernante se derivaba directamente de Dios. A través de esta última obra, escrita en la Inglaterra normanda bajo el poderoso monarca Enrique II, quien estaba empeñado en asegurar su dinastía, el autor se anticipaba a una discusión sobre los derechos y deberes de los príncipes, más allá de la atención preminente de su tiempo sobre la teoría de las dos

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