De triunfos y derrotas: narrativas críticas para el Chile actual
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De triunfos y derrotas - Faride Zerán Chelech
© LOM ediciones
Primera edición, abril 2023
Primera reimpresión, junio 2023
Impreso en 1.000 ejemplares
ISBN Impreso: 9789560016874
ISBN Digital: 9789560017086
Imagen de portada: Paulo Slachevsky
Todas las publicaciones del área de
Ciencias Sociales y Humanas de LOM ediciones
han sido sometidas a referato externo.
Edición, diseño y diagramación
LOM ediciones. Concha y Toro 23, Santiago
Teléfono: (56-2) 2860 6800
lom@lom.cl | www.lom.cl
Diseño de Colección Estudio Navaja
Tipografía: Karmina
Registro N°: 103.023
Impreso en los talleres de gráfica LOM
Miguel de Atero 2888, Quinta Normal
Santiago de Chile
Índice
Presentación
Reflexiones culturales sobre una derrota electoral y una crítica a la noción de «lo identitario»
Apuntes en borrador: pensar la nueva fuerza de izquierda
Sobre el nuevo proceso constituyente
El aguijón de octubre y la Constitución de la deuda
Escuchar, extender los saberes
Desde adentro, pero siempre en contra
Interrogantes sobre la continuidad o interrupción
de un proceso transformador
El disenso. La política que viene y el nuevo peso de la noche
El sueño inacabado de los pueblos de Chile. Una Constitución paritaria, plurinacional, con derechos sociales y descentralizada
Una disputa todavía en curso
Fallas de traducción
La ofensiva antifeminista en Chile: la «ideología de género» como estrategia de la reacción patriarcal
Apuntes sobre los distintos tipos de derrotas
Presentación
Faride Zerán
¹
Pensar las derrotas (y los triunfos)
Este libro está compuesto por un conjunto de voces que desde distintos espacios concurren a una reflexión cuyo punto de partida es la derrota sufrida por las fuerzas que apoyaron el texto constitucional rechazado por un amplio porcentaje de votos en el plebiscito del 4 de septiembre de 2022.
Sin embargo esa no es la única derrota que aborda este libro, que también se convirtió en una confluencia de reflexiones sobre distintas derrotas a lo largo de nuestra historia: la cultural, la política, la simbólica, pero por sobre todo, y creo que incluso más interesante, en una alternativa para leerlas en contrapunto con las que también han sido nuestras victorias, quizás con la esperanza de pensar colectivamente otros horizontes y nuevos futuros.
No era fácil invitar a escribir sobre la derrota, más cuando se conmemoran los cincuenta años del golpe de Estado. Pero todos quienes aceptaron el desafío también asumían que para las izquierdas era fundamental enfrentarla y analizar las causas que llevaron a que casi ocho millones de personas dijeran No a lo que habría sido una de las Constituciones más avanzadas e inspiradoras del mundo.
Agradezco a quienes se sumaron a este proyecto porque no era fácil escribir bajo presión, más aún cuando gran parte de quienes participan en este libro provienen del mundo académico y no periodístico, cuyos tiempos y urgencias son distintos: a Claudio Alvarado Lincopi, Jorge Arrate, Fernando Atria, Manuel Canales, Manuel Antonio Garretón, Diamela Eltit, Pierina Ferretti, Rodrigo Karmy, Elisa Loncon, Karina Nohales, Nelly Richard y Bárbara Sepúlveda.
Mis agradecimientos, como siempre, a Silvia Aguilera y Paulo Slachevsky, mis amigos LOM, con quienes seguimos compartiendo la locura de concretar sueños comunes.
Agradezco especialmente la generosidad y profesionalismo de mi querida Jennifer Abate, aguda periodista y tremenda editora que me apoyó en esta edición y cuyos ojos de lince siempre impiden cualquier bochorno gramatical.
Marzo de 2023
1 Profesora titular de la Universidad de Chile, fundadora y directora de su Instituto de la Comunicación e Imagen, hoy Facultad de la Comunicación e Imagen. En la misma casa de estudios se desempeñó durante ocho años como vicerrectora de Extensión y Comunicaciones. Premio Nacional de Periodismo 2007, exintegrante del directorio de Televisión Nacional de Chile y expresidenta del Consejo Nacional de Televisión. Reconocida periodista cultural en Chile y América Latina. Ha publicado, entre otros, los libros Chile actual: crisis y debate desde las izquierdas y La guerrilla literaria. Huidobro, De Rokha, Neruda. Fue subdirectora y copropietaria de la revista Pluma y Pincel y fundadora y directora de la revista Rocinante.
Reflexiones culturales sobre una derrota electoral
y una crítica a la noción de «lo identitario»
Claudio Alvarado Lincopi
²
Los resultados electorales son momentos de gran debate cultural: los triunfadores buscan construir un grado mayor de gloria mediante la consagración de un relato y los perdedores intentan sortear los resultados de urna mediante narrativas que hagan menos estrepitoso el golpe, sondeando posibilidades que les permitan instituir un retorno, amortiguar la derrota y volver. Ahora bien, hay derrotados y derrotados; quienes poseen menos capacidad de influir en el debate público, es decir, los que tienen menos poder, sufren con mayor dureza los escarnios de la derrota. Allí tienen a los pueblos indígenas, hoy completamente excluidos, hoy habitantes del leprosario de la política. Es que el triunfo del Rechazo fue la consolidación, y desde allí la expansión, de una narrativa que reacciona sobre la base de fuertes pilares culturales en la configuración de sentidos de la comunidad política chilena, contra las emergentes, aunque también profundas, ideas promovidas por los movimientos sociales y políticos que disputaron el consenso neoliberal por treinta años.
A partir de lo anterior efectivamente es imposible comprender la derrota del 4 de septiembre y sus consecuencias en el debate cultural –entendiéndose por ello la producción de hegemonías y sentidos comunes al interior de la sociedad– sin poner en juego las tensiones que se avivaron durante el estallido social. En aquel momento se habló de múltiples temporalidades en tensión, un momento destituyente que buscó poner en tela de juicio determinadas estructuras de tiempo y sus consecuencias. Una coyuntura destituyente que puso en cuestión tres temporalidades. En primer término el debate público circundó los llamados «treinta años», sobre todo para discutir sobre la transición democrática y sus cerrazones políticas y económicas; la «democracia de los acuerdos» interelitarios fue cuestionada. Luego, en segundo lugar se empalmaron icónicamente las cifras 1973-2019 con la finalidad de debatir sobre la necesidad de remover el ciclo histórico neoliberal, incluso para relacionar aquellos dígitos por las violaciones de derechos humanos como respuesta estatal ante la crisis y la movilización. Finalmente, y a propósito de la bandera mapuche en las calles y los ejercicios de desmonumentalización en diferentes ciudades del país, se avivaron en el debate determinadas reflexiones sobre los recovecos de la idea de nación y la configuración identitarias de la comunidad política que somos, lo que precipitó la conversación a los andamiajes culturales del siglo XIX.
Cada una de estas temporalidades en cuestión tuvo traducciones en el debate político y constituyente. Desde la crítica a la democracia de los acuerdos surgió como posibilidad la idea de una democracia participativa. Desde la diatriba contra el ciclo neoliberal, particularmente contra la noción de Estado subsidiario, emergió la viabilidad de un Estado de derechos, con fuerte énfasis en la distribución de la riqueza. Y desde la impugnación al relato nacional del siglo XIX creció la propuesta plurinacional. Por cierto hay otras temporalidades y fenómenos en debate que permitieron el desarrollo de reflexiones sobre una Constitución feminista y paritaria o una Constitución ecologista.
Estos tiempos en cuestión, que nos hablan de un acontecimiento donde emergieron pasados no coetáneos que convivieron en aquel presente sintagmático que fue la revuelta social, habitaron una crisis de legitimidad luego de largas elaboraciones conceptuales y una seguidilla de décadas de debate cultural donde se logró magullar el consenso histórico transicional. Leído así, acomete disruptivamente la pregunta: ¿la derrota del 4 de septiembre significa un reordenamiento vivaz del consenso posdictatorial –y sus armazones conceptuales como democracia restringida, neoliberalismo y nación homogénea– y por lo tanto una llaga incurable contra los derroteros críticos instalados por décadas de movilización? La narrativa de los hechos se encuentra abierta.
El debate sobre las formas y los dilemas estéticos
del proceso constituyente
Perdimos y la derrota se siente, se cuela en muchos escenarios de la vida; algunas de las opiniones que antes tomaban forma pública comienzan a retroceder por entre los subterfugios de nuestros nichos, otra vez el under, otra vez masticar esos sueños colectivos para encontrar las palabras justas, precisas, las narrativas que pueden hacer posible la democratización del país en clave plural y diversa, otra vez convencernos del potencial real de nuestros esquemas utópicos. Cuesta la convicción en estas horas de repliegue y quizás es lo correcto reimaginar los bordes de las quimeras, rumiar sobre los errores y las inocencias, masticar las frustradas lecturas, ¿pero hasta dónde?, ¿qué adjetivos nos sirven para caracterizar la derrota evitando la renuncia definitiva?, ¿una derrota electoral, una derrota política y táctica o una derrota cultural y estratégica?
Evidentemente es una derrota electoral, perdimos en las urnas: nuestros pueblos prefirieron rechazar nuestras propuestas. Pero, cuidado, caer en la autoflagelación puede ser un nuevo error y una nueva derrota. Los sentidos electorales del triunfo del Rechazo son múltiples y sinuosos. Existe, por cierto, un Rechazo convencido, un número importante de conciudadanos que considera que nuestras ideas representan un mal para el país, no me atrevo a medirlo, pero seguro debe estar en el umbral histórico de la derecha, aquel tercio de la fuerza electoral. Luego existe un Rechazo circunstancial, una desaprobación que tiene múltiples características, todas ellas innegables para nuestras presentes y futuras apuestas. Reconocerlas es tarea primordial, y van desde hondas percepciones culturales hasta contingentes operaciones comunicacionales.
Ahora bien, también es cierto que están los errores en el tono, en las formas, en los modos, y no quiero decir con esto que la Convención Constitucional fue un escenario particularmente delirante; basta ver en la Cámara Legislativa la emergencia de diputados sheriff. No, la Convención no fue una excepcionalidad delirante, pero nosotros lo sabemos, hay un ethos cultural en los procedimientos públicos del poder, una forma de ser y estar en el mundo que se nos exige con mayor vehemencia a quienes provenimos de las fronteras culturales. «Hágase caballero» me decía mi fallecida abuela mapuche, asalariada toda su vida como trabajadora de casa particular, y yo debía tomar asiento con brazos y piernas cruzadas. Mi abuela me ensañaba un modo de comportamiento que había aprendido en los hogares del cono de la alta renta de la ciudad, un ethos cultural, unas formas que debemos adoptar pertinazmente ante la vida pública. Todo ello no se cumplió, hubo gritos, pies descalzos, colores y estridencia, plebe barroca, la continuidad de lo destituyente en el momento constituyente. Acá una primera lección tardía, lo barroco es permanente en nuestros pueblos, es hermoso, pero es iconoclasta, diluye lo naturalizado, corroe lo instituido, por tanto muy necesario en el acaecer histórico, aunque poco productivo en momentos de instituir, al punto que se vuelve extraño, absurdo, inexplicable, y cuando aquello ocurre hemos perdido la hegemonía cultural. Los sentidos comunes destituyentes no lograron edificarse constituyentes, de algún modo, por la insistencia de las formas iconoclastas en momentos de edificación de iconolatrías.
Todo lo anterior es complejo de plantear; dudo incluso mientras escribo, sobre todo porque existe una posible traducción de todo lo anteriormente dicho que exige una elaboración de las estéticas progresistas –digo estéticas porque finalmente es la paráfrasis teórica del debate sobre las formas– bajo las diatribas del «peso de la noche», de aquella excepcionalidad chilena que habla de sobriedad y mesura, de pacto interelitario, que sería de algún modo la negación de lo plebeyo, de lo indio y de lo negro. ¿El pueblo debe negar su abigarramiento para constituir poder? Me resisto a esta completa afirmación, ya lo elaboraré más ampliamente cuando hablemos de la supuesta tensión entre «lo identitario» y «lo universal», pero digamos brevemente que aquella complejidad cultural que es el pueblo de Chile, con sus estridencias y barroquismos, no debe ser abandonada por las izquierdas, y no solo por una dimensión ética abierta a la pluralidad de las formas, sino también porque allí habita una experiencia histórica que es y será vital en la composición cultural y política de la clase trabajadora y los pueblos de Chile durante el siglo XXI, pero principalmente porque aquella potencia abigarrada de formas seguirá corroyendo los atisbos de segregación y conservadurismo venideros.
Entonces nos enfrentamos a una complejidad mayúscula cuando nos acercamos al problema de las formas, es decir, a la cuestión de las estéticas, en específico al interior de una política que apele a la transformación social en contextos institucionales. ¿Acoplar los anhelos políticos bajo las formas de aquellos que han negado por décadas su consagración, o avanzar todo lo posible desde los fraseos ocultos y labrados en las fronteras con el riesgo de que suenen estridentes en aquellos centros que logran irradiar su lenguaje como el impérenme? En otras palabras, ¿al movimiento indígena, al feminismo, a los pobladores o luchadores medioambientales les toca asumir el ethos tradicional del poder para lograr infiltrar sus estructuras institucionales? De algún modo sí, pues nada más parecido a la política. Aunque por otra parte hay un abismo de complejidades, sutilezas culturales que van desde el impedimento a la completa incorporación gestual de lo que Bolívar Echeverría llamó el «ethos de la blanquitud», básicamente por las dinámicas de los procesos de racialización –aunque el indio se vista de seda, indio queda– hasta la simple consagración de una pantomima que solo exhibe alteridades –multiculturalismo se le ha llamado– sin que ellas constituyan realmente poder.
Pues entonces calibrar esta tensión será tarea central para aquellos sectores –estoy pensando particularmente en el mundo mapuche–, que han decidido caminar una vía político-institucional para la consagración de derechos colectivos y territoriales al interior del Estado de Chile, con sus reglas y posibilidades. Este sector, junto con otros, por supuesto, ha comenzado a transitar un camino sinuoso, muy complejo, probablemente largo: el de acercarse a los debates y querellas institucionales del poder. Esto sobre todo porque la Convención Constitucional representó para muchas trayectorias políticas, que fueron activas críticas durante el ciclo de «los treinta años», el momento de llegar por fin a saborear, en serio, el poder estatal, al menos en el sentido escenográfico del término. El Estado, con sus performatividades y rituales, atiborrado en sus escenas centrales por quienes por mucho tiempo solo fueron extras, apenas actores secundarios: mujeres mapuche, desde machis hasta académicas universitarias, conductoras de furgones escolares, alcaldes de provincia, políticos indígenas altiplánicos, mujeres descendientes de los antiguos habitantes de los canales australes, científicas de universidades públicas regionales; en fin, un pueblo atiborrado buscando su exposición, pasar de sus posibles desapariciones o incluso de sus exposiciones en el mercado multicultural a convertirse en pueblos figurantes mediante «un nuevo montaje de los tiempos perdidos»³.
En ese marco de posibilidad anduvieron inclusive las vetas y hendiduras abyectas de ese pueblo, un joven que miente sobre su enfermedad para lograr que un foco de luz lo ilumine, una mentira extravagante que logró convertirse en una ficción corrosiva, iluminada, expuesta realmente en lo público, altamente corrosiva. Claro, aquella ficción era plenamente verosímil en un país donde el enfermo de cáncer debe exponer su sufrimiento en kermeses, completadas y rifas, por ello fue creíble la indumentaria, el relato y la calvicie. Una teatralización del dolor bajo aprovechamientos personales que encuentra en la consciencia nacional un espacio plausible para edificarse. En momentos donde la apertura de las formas y de los niveles de exposición pública de la alteridad se tornaron más democráticas, se filtró una mentira que descalibró el aparato de operaciones mediante el cual se construían nuevas estéticas instituidas.
No fue lo único por supuesto, y acá cada uno deberá ponderar esos errores para calibrar las futuras apuestas, porque esa ponderación, como es lógico, nos compromete políticamente: ¿fue igual de exagerado contra las formas que un constituyente votara en la ducha a que una representante mapuche caminara por los pasillos del exCongreso Nacional bajo las sonoridades de plata de su trapelakucha? De ser así, de ser afirmativa la respuesta, a los pueblos solo les quedarían dos opciones, desaparecer o exhibirse, desaparecer del escenario público para construir reducidos y fragmentarios espacios de gobernanza, las reducciones, o exponerse en el frío habitáculo del multiculturalismo, donde se encuentran exhibidos sin poder, expuestos tanto para el goce y consumo de la alteridad como para manifestar su condición de amenazados por la desaparición.
Puesto así no podría aceptar una salida al debate de las formas que no implicara repensar, para las batallas culturales futuras, una metamorfosis de las estructuras hegemónicas de las formas de la vida política institucional, y apenas lo formulo me pregunto: ¿es acaso esto posible? No sabemos, no hay una respuesta definitiva, básicamente porque los futuros son inciertos; aun así tengo la convicción de que en tanto el Estado se constituye mediante relacionales humanas es factible corroer rizomáticamente sus estructuras, a veces lentamente, otras tantas llevados por las energías de determinados remezones históricos. Por cierto aquella reformulación de las formas pasa, muchas veces, por fuera del Estado, incluso en contra de él,