Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

El Espejo Maldito
El Espejo Maldito
El Espejo Maldito
Libro electrónico503 páginas6 horas

El Espejo Maldito

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Una terrible maldición ha caído sobre los Hardin desde hace siglos...


Stephen, descendiente de este linaje maldito, abandona California con su esposa y sus hijos para olvidar su pasado como abogado. Pero su paz será breve... personas poderosas quieren asesinarlo e incriminarlo por la extraña muerte de un cliente.


Al intentar descifrar el gran enigma que le ata a esta secta, se dará cuenta que su pasado es aún más importante que el infierno que le tocará vivir por salvar a su familia. Un terror indecible que duerme hace varios siglos en un espejo y que le mantiene unido a él por una mala decisión de sus antepasados...


Saber qué fue lo que ocurrió, usando sus recuerdos y visiones será la única arma que tendrá a su favor...

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento27 mar 2020
ISBN9798618508735
El Espejo Maldito
Autor

Robinson Fowler

Robinson Fowler is a peruvian writer of Science Fiction, Terror, Drama, Short Horror Stories and Children Stories, who was born in Trujillo, Peru, on 1987. He attended his first education at the Jose Faustino Sanchez Carrion National School, then, on 1999 he followed his studies at the Private School Dante Alighieri, where he discovered the stories, in his hours of happy reading, of the writer Julio Ramón Ribeyro, to which he took as a great reference and inspiration of his writings, together with the poet and writer Cesar Vallejo. Between the years 2004 and 2006 he dedicated himself to study all about of editorial design, where he consolidated his knowledge in the beautiful art of the layout and editing of texts in the different editing programs of texts at the Institute of Graphic Design and Editorial EIGER. On March of 2006 he began studies at the Institute of Computing and Informatics, Leonardo Da Vinci, which concluded in the year 2008; year in which he began to give himself to the letters fully, writing several stories on his personal blog, which he erased following the advice of his mentor. He kept writing compulsively not only Horror Stories, but also Drama Stories, Children, he never stopped in his dream of being a writer. On October 2012 decided to study Industrial Engineering at the Private University of the North He currently has three books published in the world's most popular e-books retailers. These three books are his first writings — short horror stories — but they aren’t the only ones. He has written a Trilogy which he hopes to finish soon to edit it. He has also written a satellite book to be able to understand his Trilogy, The Mirror. Continuing to contribute to the world of Literature is his greatest desire in life. And it's already begun.

Relacionado con El Espejo Maldito

Libros electrónicos relacionados

Ficción de terror para usted

Ver más

Artículos relacionados

Categorías relacionadas

Comentarios para El Espejo Maldito

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    El Espejo Maldito - Robinson Fowler

    RECUERDO

    CAPÍTULO 1

    Son las tres de la mañana del 15 de enero de 1987. Tengo un cigarrillo encendido, humedecido por labios temblorosos, y otro sujeto a una oreja.

    Las cortinas que una vez fueron tan blancas como mi vida —pura, purísima— hoy se ven negras, amoratadas. Ellas me vieron forjar este dolor mental que nació exactamente un 15 de enero como hoy, pero ya hace diez años.

    Tuve una esposa y dos hijos. Las cosas no marcharon bien.

    No, las cosas no marcharon para nada bien. Dios mío… Qué horror recordarlo ahora que ya no están conmigo.

    Los niños palidecían cuando me veían entrar al viejo ático. La casa la habíamos comprado cuando ellos —la parejita de ojos azules y rizos dorados— cumplieron sus ocho primaveras en California. Alice y yo elegimos vivir en Vermont para alejarnos de la salvaje vida en Laguna Beach, y obviamente, nuestra casa tenía que ser de estilo georgiano y armazón de madera y piedra, pues siempre habíamos soñado los dos con una casa de esas características. Desde que el amor nos unió en la universidad, y cuando ya pude alcanzar la estabilidad financiera, decidí traerlos aquí.

    Si tan sólo no hubiera husmeado en las entrañas de aquel perturbador lugar, aquel maldito día, escucharía a mis pequeños ingresar por la puerta principal, con aquellos pasos suyos, identificables, que se aprenden cual compases y tonos de una buena composición musical. Pasos que me harían sentir tranquilo, mientras yo seguiría pintando en mi lienzo de algodón. El saludo de sus voces firmes y solemnes me conferirían —al igual que a cualquier visitante— el honor de saber qué tan lejos habría llegado mi formación como su progenitor. Un delicado hola, papá. Ahora extraño eso y más...

    Luego de ordenar las cajas de la mudanza y de merodear con los chicos las instalaciones de la casa, Alice preparaba la cena aquella noche. Tommy y Sussie insistieron en visitar el último piso que era el cuarto. A decir verdad, este piso nos llamó mucho la atención: partes de un par de vigas en el centro de la habitación colgaban como péndulos.

    Se podía escuchar el crujir de la madera gracias al aire juguetón que ingresaba por la ventana del jardín trasero, curiosamente, abierta de par en par…

    Me acerqué haciendo señas con las manos tras mi espalda, indicando a los niños que se quedaran donde estaban, temía que las vigas cayeran en cualquier momento.

    Cuando posé la vista bajo los maderos oscilantes, pude notar que la base que los sujetaba estaba podrida: la madera estaba húmeda, pero no por un líquido cualquiera, no; lo recuerdo muy bien... Era como si las mandíbulas de una bestia quimérica hubieran dejado impregnada una mucosidad viscosa, negra, pegajosa; pero el olor que distinguí era aún peor: el olor de un cadáver en descomposición puesto en brasas…

    El rugido de un rayo plateado hizo saltar a Tommy prometiendo la llegada de una tormenta de nieve a la ciudad. Ése día, era de los días promedio en que la furia de la naturaleza se le había antojado experimentar con sus ingredientes: habíamos llegado en aquella media del invierno en la que anualmente, en los Estados Unidos, se presentaban seis tormentas de nieve y rayos. La nieve se deslizaba por las lunas de las ventanas hermanas.

    Era momento de regresar con Alice, pero mi curiosidad no se había apartado de aquel hallazgo. Busqué en mis bolsillos, uno a uno, y traté de encontrar algún papel o pañuelo que siempre llevaba conmigo, hasta que me hice con un vale de descuento para cereales y tomé una muestra de aquella repugnante sustancia, que más que otra cosa exhalaba rencor. Lo podía sentir.

    Cuando recolecté la pequeña muestra, volví la mirada al techo y escuché un ruido por la fricción de varios cuerpos. Tuve la sensación de estar ante un fidedigno nido de cobras.

    Mi mirada se perdió en aquel punto, quise tocar la mucosidad que había recolectado, pero entonces sentí un tirón del pantalón que me hizo salir de ese trance.

    —Papi, mejor bajemos. Mami debe estar esperándonos —dijo Sussie, tomé un enorme sorbo de aire por el susto.

    —Está bien —repliqué, mientras guardaba la muestra en la solapa de la camisa.

    Tommy se encontraba petrificado en la entrada del ático, tenía la mirada perdida en el horizonte nocturno. Asentí con la cabeza, aceptando la propuesta de Sussie.

    —Tan sólo un momento, déjenme cerrar la ventana. No quiero que…

    Y ahí, en aquel lugar, donde se supone debía estar cubierto por viejas sábanas; ahí donde mi horror concentró todo el poder de su puño contra mi razón, reclamándole con justa impronta que aquella inmaculada integridad de las telas había estado presente el día en que compré la casa… Una ráfaga de viento tan similar a la imagen mórbida de mis recuerdos surcó mi espina…

    ¿Acaso no estaban cubiertas todas aquellas cosas por las lisas, viejas y acrisoladas telas? ¿Acaso es que no me fijé en este particular detalle cuando compré la casa? No. La piel de las sábanas estaba desgarrada. Aquél quería mostrarse con un ímpetu único: un ser vivo estirando con sus frágiles manitas carnosas los hilos de un repugnante líquido amniótico dentro de su cascarón derribado.

    Un espejo… ¡un espejo del siglo XVIII!

    No podía creer lo que estaba viendo, no quería dar crédito a nada de lo que mis ojos ya más cansados que conscientes podían informar. Su superficie pulida que imitaba a la perfección todo lo que sucedía en éste, su mundo antagonista, me mostró con la luz del siguiente rayo el rostro malvado que se alzaba sobre él: un fauno. El ser mitológico forjado en oro simulaba ser su corona, posaba su inquietante, su molesta, su fija y fría mirada en mí; un peso que hasta hoy tengo la desdicha de soportar, con constantes pesadillas que me hacen perder el sueño a la misma hora en mi reloj biológico, puntualmente; su sonrisa burlona de hiena despertaba en mí un odio escondido que, a no ser por mi autocontrol, obtendría de mí a un abominable ángel caído…

    Cae otro rayo y su brillo me atraía a él. Me llamaba… Tal vez los niños me llamaron, y si fuera así, debo de admitir que no escuché nada, nada más que los rayos, ¡que los rayos en fantástica reverberación!

    Me acerqué. No había nada más que el espejo y yo, ¿no es cierto? Paso a paso, paso a paso…, seducido, atrapado, entumecido por completo el intento de escapar de ahí. Flexioné mis rodillas y quedé en posición de un lacayo ante su rey. Alcé la sábana protectora descubriéndolo de a pocos, lenta, muy lentamente. Su contorno ovalado, cubierto por una decoración vegetal del mismo mineral que el inquietante fauno me dejó aún más maravillado.

    Era tanta aquella pulcritud y juventud del espejo que no tenía el más mínimo temor de llevarlo conmigo, sabiendo de por sí que era muy extraño habérmelo encontrado ahí, paciente, ¡y espectador!, ¡espectador de todo, desde el primer paso nuestro puesto ahí!

    Lo tomé en silencio y lo envolví con un trozo de sábana que con extraordinaria fuerza arranqué. Me puse en pie contemplándolo, di media vuelta y me propuse a salir. Luego, otro rayo.

    —Papi, cierra las ventanas —ordenó Sussie. Su vocecita había conseguido hacerme volver. Ubiqué con los ojos una mesita desolada en su parte superior y coloqué con extremo cuidado el espejo ahí.

    —Está bien, linda. Ya es hora de volver con mamá —dije, con voz temblorosa.

    Tommy seguía ahí de pie. Sus ojos se hallaban perdidos en el horizonte.

    Cerré las ventanas. Tomé el espejo e indiqué a los niños que volviéramos con Alice. Al acercarnos a donde estaba Tommy, éste continuaba con la mirada puesta en el exterior. Observaba su alma danzar lejos de su cuerpo.

    —Tommy —dije, poniendo mi mano en uno de sus hombros—. Venga. Bajemos, mamá…

    Tommy zafó su hombro de mi mano y echó a correr fuera del ático.

    —¡Tommy! —Era inútil. Tommy nos había abandonado.

    Sussie atenazaba con sus pequeños dedos la manga de mi camisa, mientras se saboreaba el pulgar, expresando mustias sensaciones.

    Un rayo volvió a caer. Cerré la puerta del ático. Resolví guardar el espejo en el último cajón del armario de la sala, destinado para mis libros.

    Nuestros cachorros dormirían en el colchón de Tommy.

    Cuando Alice y yo hicimos dormir a los niños, fue Tommy quien más nos costó trabajo. El cuento con el que usualmente quedaba dormido, y que tantas veces le había escuchado a Alice rezarle por las noches, resultó inútil. Mientras más trataba de entender el porqué de aquella muralla impuesta por él, más me enredaba en mis pensamientos que, para ser honesto, iban reduciéndose a una pronta huida.

    —Venga, Tommy —dijo Alice, con voz que parecía desvanecerse—. Tienes que dormir, mañana será un gran día. Mañana conocerás nuevos amigos.

    Algo en Tommy me hizo recordar mi niñez, ahora imagen distorsionada y marchita, cuando mi padre nos llevó a Boston, Massachusetts e hizo algo similar. No sé muy bien si en esos tiempos él hubiera pensado que nos adaptaríamos a los vecinos, o por fuerza mayor, ellos a nosotros…

    CAPÍTULO 2

    Helo ahí, el buen Bob Hardin sentado en las afueras del chalé con su pipa Racine Bruyere de los años treinta, tal vez heredada de su padre, con un periódico en una mano, y viendo como buen oriundo de Nuevo México, cómo sus vecinos ayudaban a los forasteros perdidos, y a aquellos que se quejaban del clima.

    Siempre me decía que odiaba esa amabilidad y que se la pasaba en grande cuando una lluvia les arruinaba sus trajes de colores el 4 de julio. No voy a negar que mi padre no era raro y anticuado, como dije, al ser de Nuevo México, era natural imaginarse a un cowboy preocupado por su rancho y sus animales que por los vecinos. Me había mencionado que mis abuelos eran de Arizona y que para dormir a sus hermanos menores una canción del Viejo Oeste no vendría mal, y mejor aún si provenía de las tiernas cuerdas vocales de una madre comprometida con su labor.

    Lo recuerdo, era Kumbaya, my Lord.

    Desagradable, muy desagradable, cuando sale a flote en mi mente. Bob impulsaba a Mary, mi madre, para que me cantara aquella canción de cuna, mas yo de pequeño me resistía. Tapaba mis oídos, mis ojos, hasta mi alma si era necesario, con mis manos cubiertas de esta piel temporal; pero todo aquello resultaba inútil.

    La melodía llegaba directo al cerebro. El abismo a un mundo de terror con las mandíbulas abiertas y en cuyo estómago se encontraba: Kumbaya, my Lord, Kumbaya; Kumbaya, Kumbaya…

    Alice cantaba esa canción de cuna esa noche. Mecía a Tommy sobre su pecho.

    No podía resistir seguir ahí ella y Tommy, echado de costado como un feto. La melodía del Kumbaya se volvió un melódico soplido, como la flauta de un fauno, ¡oh, por Dios el fauno! El corazón latía, no, martillaba y yo no soportaba estar ahí.

    Kumbaya, my Lord, Kumbaya; Kumbaya, Kumbaya…

    El canto se volvió resonancia y lancé un grito ahogado, tropecé con una caja de juguetes y fui a parar de espaldas, justo bajo el umbral de la puerta.

    —¡Stephen! —gritó Alice, tenía la palma de la mano extendida sobre su boca y los ojos abiertos como platos. Se puso en pie abandonando por un momento a Tommy.

    —¿Estás bien? ¿Qué te ha pasado?

    —Nada —repuse.

    —Tienes que tener cuidado. Ya no eres un niño.

    —Sí, tienes razón. Mejor voy a la cama. Te espero allá.

    Al decir esto, ella asintió con la cabeza, autorizando mi retirada.

    «Directo a la cama, Stephen», escuché a lo que parecía ser una voz interna. De pronto, un mareo se hizo presente y las manos buscaron apoyo en la pared más cercana. Mi vista, un tanto empañada, a duras penas percibió el suelo de parqué, mientras mi respiración era controlada por mis martillantes latidos.

    Cuando me recuperé, giré la cabeza y pude ver las escaleras que daban al tercer piso. Subí. Las ventanas en la escalera informaban que la nieve había alcanzado su clímax. Rauda y blanca nieve. Entré en la habitación y los rayos gritaban su furia. Caían en forma espantosa y atemporal; su luz dejaba ver volutas de nieve que surcaban los vidrios y se derretían. Aluciné que afuera la casa proyectaba a los vecinos la pérdida de alguien.

    Me eché sobre el edredón, como Tommy. Cómodo.

    Tal vez deberías bajar, Stevie.

    Escuché nuevamente. Era una voz molesta, seseante, metálica, con un eco infinito; tal vez muy similar a la de un duende…

    Sí, Stevie. Tú sabes muy bien que debes bajar.

    Me levanté bruscamente, asustado. Sentado, miré alrededor lentamente. Froté mis ojos pensando si en realidad era yo quien se imaginó todo eso. Por un momento pensé que era así…

    ¿Stevie? ¿Stevie? ¿Ya estás bajando?

    —¡No! ¡Cállate!

    Pero, Stevie, tú sabes muy bien que tienes que bajar. Te estoy esperando…

    —¡Cállate! ¡Cállate! ¡Sal de mi cabeza!

    Salté y me puse en pie, tapando mis oídos con ambas manos. Esta vez sí fue en serio. Era real…

    Bueno. Como tú quieras, Stevie…

    Luego de esas palabras amenazantes, intenté abandonar la habitación para ir junto a Alice y advertirle. Me apresuré a correr hacia la puerta y cuando llegué, ésta se cerró de golpe. El sonido fue seco y sordo.

    «¿Qué sucedió?», me dije, retrocediendo unos pasos. El picaporte giraba a voluntad.

    Si no obedeces, Stevie…

    Temblando frente a la puerta me armé de valor, giré el picaporte y por fin la puerta cedió.

    —¿Stephen?

    Lancé un grito y la respiración aumentó sus revoluciones. Era Alice.

    —¿Estás bien, cariño?

    —Sí. Sólo, sólo quería ver cómo iba el asunto de Tommy.

    —Se ha quedado dormido —respondió. Vi su rostro sereno, ajeno a todo lo que se me había revelado—. No sé cómo, pero de alguna manera lo he conseguido.

    Pensé dos veces en decirle lo ocurrido.

    —Vaya, pero si estás sudando —advirtió Alice. El roce de su mano sobre mi rostro me consoló—. ¿Acaso has pescado una alergia?

    —No. No lo creo, Alice.

    En climas tan gélidos como el de esa noche, las alergias eran muy comunes en mí. La mayoría de ocasiones se volvían una gripa —la historia de un paciente asmático. De niño, mi madre llenaba varios cajones de la cocina con tabletas de Benadryl. Todo un coctel de pastillas se adentraba en mi buche. Las malditas alergias siempre aparecían en la noche. Con el tiempo, eran raras las ocasiones en las que sufría un ataque.

    Gerald Smith, un vecino de la infancia, al cual solíamos molestar por el divino factor de su sobrepeso, también sufría de alergias, pero la suya era más complicada. Un infarto acabó con él por sobredosis. El Benadryl se lo llevó a los treinta años, cuatro años antes de mudarnos aquí. Lo leí en un periódico de Boston que por nostalgia compré en un aeropuerto de California…

    Muchos afirmaron que la sobredosis se debió a su constante estado autodepresivo en el que su vida giraba. Me siento mal ahora que lo recuerdo. No debí haber participado en aquel constante hostigamiento con los muchachos… Pobre Gerald, era un buen tipo…

    —Bueno. Es hora de ir a dormir. —Me tomó de una mano y me condujo a la cama, directo al amor.

    No le dije nada al respecto.

    Un rayo volvió a caer y me senté precipitadamente en la cama. Exploré con la mirada la habitación y todo parecía normal. Tomé mi reloj de la mesita de noche. Eran las tres de la mañana. Una sed incontrolable se apoderó de mí. Había que humedecer la garganta.

    —Cariño, ¿adónde vas? —dijo Alice, aplastando un ojo contra la almohada.

    —Voy por un poco de agua, cielo. Muero de sed.

    —Pero ya no hay agua, la hemos bebido toda —repuso.

    —Bueno tomaré agua del lavabo.

    —No es buena idea, te puedes enfermar —dijo, pero no me convenció.

    «Bien —pensé—. Abajo está el agua. Tal vez pueda revisar entre las cajas de los chicos alguna soda o jugo que compramos en un súper camino a Vermont.»

    Descendí. Busqué entre las cajas y me hice con una Coca Cola y un six pack de Country Apple Jack. No lo dudé y opté por la bebida de Vermont: la Apple Jack. De todos modos, tarde o temprano tendría que hacerme a la idea de que era un poblador más. Así que, «¡a tu salud, Vermont!», me volví a decir.

    El burbujeante líquido pronto me incitó a tomar otra botella. Al destaparla, decidí dar un paseo por la sala, para así invitar al olvido y sanar mi mente de aquel mal momento de hace unas horas.

    Todo andaba bien, cada cosa puesta —hasta ese momento— en su lugar, de manera límpida. Nada había sido quebrantado. La absoluta quietud se apoderó del lugar…

    ¿Stevie? ¿Stevie? ¿Eres tú?

    Solté la botella, retrocedí varios metros, hasta topar con la espalda la pared, con los brazos abiertos.

    —¿Qué quieres? ¿Qué quieres de mí? —grité, masticando las silabas.

    Veo que has bajado. Al final me hiciste caso, Stevie. Eres un buen chico, un buen chico…

    —¿Quién demonios eres?

    Tú sabes muy bien lo que quiero de ti, Stevie.

    Tomé una Apple Jack y la estrellé contra la pared, obteniendo un arma afilada.

    —¡Déjate de estupideces y muéstrate!

    Caminaba hacia adelante, de a pocos, sabiendo que mi caso era, tal vez, una mala pasada del estrés por incorporarme a esta nueva civilización. O tal vez lo que significaba para mí la muerte de Bob Hardin…

    ANTES

    CAPÍTULO 3

    La fatídica tarde antes de su muerte, él había estado sentado todo el día, pasada la una de la tarde, en lo que él denominaba: la oficina, que no era más que una vieja habitación en el ala oeste de la primera planta de nuestra casa en Boston y, a la cual, había dedicado dos semanas de su vida a remodelar y dejarla tan profesional como pudo. Con un toque western… un auténtico comisario western.

    Aquel día logré verlo por la puerta entreabierta, contemplando la pared repleta de cuadros y cabezas de animales sometidos al arte de la taxidermia; al parecer, regalos de su trabajo como guardia en el Harvard Museum of Natural History. Tenía la mirada poseída por un extraño fulgor: su fascinación por lo que estaba viendo en la pared.

    Las comisuras de sus labios estaban poseídas por un rictus tan sádico que abarcaba todo el significado de maldad humana. Luego se echó hacia atrás recostando la espalda sobre su sillón de cuero, soltó su pipa y cruzó los brazos, sin soltar el rictus de sus labios…

    Luego… luego el horror…

    Sus manos arremetieron su ira contra el escritorio luminoso de roble. La expresión en su rostro era de odio y repugnancia, más del que haya visto en otro en toda mi vida. Esforcé mi vista para adentrarme en aquella insólita escena, pero mientras más lo hacía, sentía que podía ser descubierto. Entonces, al intentar acercarme, intentando un silencio absoluto, tras cada paso, el suelo vibró… dejándome confundido. ¿Un fenómeno natural? ¿Acaso una suerte aleatoria?

    Las copas de torneos de rodeos que había ganado en su juventud caían junto al estante, como una torre de naipes.

    —¡No! —dijo Bob, descorazonado—. ¡Juro que es la primera vez! ¡Lo juro!

    En cada pausa, luego de cada grito suyo, Bob parecía esperar una respuesta.

    —¡Lo siento! ¡Lo siento! ¡Haré lo que digas! —Me quedé sin palabras. El niño que observaba todo eso por primera vez tenía la suficiente fuerza para aguantar, había madurado…

    Luego de cada frase suya… una respuesta que era el más profundo de los silencios, procedente de eones perdidos, lo abarcaba todo.

    —¡Hoy!, ¡sí!, ¡hoy! ¡Lo que tú digas!

    Fueron sus últimas palabras, luego su cuerpo fue llevado hacia atrás y su rostro lleno y fulminado por el espanto, apuntaba hacia el techo por la gigantesca palma de un ser invisible. El rictus en sus labios dejó la maldad y en ellos se esbozó un terror indecible. Sus cabellos se encontraban estáticos hacia atrás y sus brazos pegados al tronco, todo esto mientras seguía sentado en su sillón de cuero.

    De pronto, un nuevo temblor arremetió el suelo haciéndome tropezar y caer de bruces. La puerta fue abierta en su totalidad con tal fuerza que las bisagras fueron literalmente arrancadas. Bastaron tres intentos de lo que fuera que la estuviese obligando a abrirse y cerrarse para que la puerta salga disparada directo a la pared frontal con la que formaba un ángulo. Entendí, por el sonido del impacto, que la puerta había atravesado la pared de robusto roble por completo.

    Atrás del sillón de cuero pude ver una forma espectral, un ser hecho de alguna materia oscura; sus movimientos dibujaban una forma un tanto humanoide, como aquella imagen de la muerte que artística y comúnmente tenemos impregnada en nuestro inconsciente.

    La forma espectral pareció girar su foco de atención en mí. Cuando aquello sucedió, su figura empezó a desvanecerse hasta ser imperceptible a mis ojos. De inmediato me escondí tras el muro de la pared y tomé un respiro, luego de unos segundos pude asomarme y ver a mi irreconocible padre.

    Al esfumarse aquel ser espectral, las ruedas del sillón de cuero empezaron a girar, luego a rodar, luego a acelerar hasta ver a Bob salir por la puerta. Alguien lo traía con la misma pasividad y delicadeza de una enfermera en un hospital.

    Conservaba su aspecto: no estaba pálido, su corazón seguía latiendo. Estaba inconsciente. Pero las facciones de su rostro eran lo que realmente me aterraba: sus ojos puestos en blanco y el rictus de su boca decían lo contrario… Se habían llevado su alma por un instante.

    —Papá, papá —dije, luego de emprender una carrera hacia él—. ¿Papá te encuentras bien?

    No había caso. Bob estaba en un sueño del cual era imposible despertarlo.

    Dos horas luego de lo ocurrido, no me atreví a salir de casa. Un ataque de nervios y horror se habían apoderado de mí; las posibles alternativas que cualquier niño de esa edad podría haber elegido se habían reducido a un río de lágrimas que se secó.

    Según las afirmaciones de mi madre, cuando hizo que el doctor me examinara y concluyera que estaba en perfectas condiciones, éste había recomendado dejar a mi padre descansar y que lo llamase inmediatamente si surgía cualquier otra urgencia. Su diagnóstico obviamente fue: un fuerte estrés.

    La noche teñía de muerte el cielo y las estrellas detuvieron su marcha habitual sobre nuestro hogar.

    Bob seguía dormido en su habitación. Aún estaba muy debilitado. Según Mary, él había tenido pesadillas y no dejaba de dar vueltas en la cama y de gritar: «¡Hoy, lo juro! ¡Lo que tú digas!» ¿Pero qué es lo que había visto? ¿Qué fue esa fuerza que le hizo perder el conocimiento? Y mejor aún, ¿qué significado tenía para él aquel punto donde sus ojos delataban a alguien más en la oficina?

    —Stephen, mejor será que vayas a la cama —dijo mi madre, me había puesto sobre los hombros una manta que coció cuando yo era un bebé. Aún estaba conservada.

    —Está bien —repuse.

    Di una última mirada antes de regresar a mi habitación y vi a Mary ponerle unos paños con agua tibia en la frente. Tierna escena…

    ¿Qué fuerza podría ser capaz, entonces, de dejar a un tipo vigoroso como Bob inválido de conciencia? ¿Qué fuerza pudo ser capaz de doblegar su espíritu de cowboy y hacerle rogar por un perdón, para prometerle algo tal vez imposible?

    Jamás había visto a Bob así en mi corta vida. Siempre me había inculcado ser un hombre digno y valeroso, y que si debía bajar la cabeza que fuera por no ser cortés con alguna dama. Que sea por no haber cumplido mi palabra de hombre ante mis hijos o mis camaradas. Que sea por haber perdido mi espíritu rebelde, la mirada aventurera que afronta el destino y la naturaleza en el camino… que sea por haber perdido mi espíritu, el espíritu del encargado de la granja: el espíritu de Bob.

    Tal vez una pronta locura atravesara mi impoluta mente. Sí, eso debe ser. No fui a dormir...

    No importa lo mucho que tardé en llegar a la oficina ya que si confieso a detalle el vaivén de mis pensamientos rumbo a ésta, sería una desafortunada distorsión en mi intento por recordar aquellos primeros pasos que daba en este mundo.

    Presioné el interruptor y la luz hizo despertar a la habitación. Aunque la luz era tenue durante las noches, al menos se podía saber por dónde uno tenía que ir. Era la primera vez que había logrado vulnerar la fortaleza de mi padre.

    La cantidad de cabezas de animales que ahí se encontraban, tales como: venados, halcones y peces, parecían lanzarme sus miradas ardientes, malvadas, vivaces aún, gracias al excelente trabajo de taxidermia al que habían sido sometidos. Sus miradas eran más incómodas de noche, porque las sombras en sus fauces hacían más real aquel efecto post mortem…

    Al asomarme un poco más al lugar del que mi padre solía comentar tantas veces, cuando nos reuníamos todos a la mesa, y que, según él, guardaba todos sus conocimientos

    (Sí, lo que tú digas)

    más preciados, no me molesté en sorprenderme. No había nada con qué alterar mis tiernos nervios. Eran sólo pergaminos enrollados que mostraban en sus lomos expuestos al fuego de la chimenea, una danza cimbreante: lenguas ardientes, poseídas por el viento…

    Nada de qué preocuparse. Nada.

    Pero esto no podía terminar en una curiosidad inocente; si las llamas danzaban, si el viento jugaba con ellas, si yo escuchaba mi nombre hecho ceniza y chispas en aquellas lenguas de fuego...

    Seres muertos. Y yo soy un ser que se atrevió a adentrarse en sus pacíficos senderos. La naturaleza que no permite la tremenda injuria de verse invadida por un ser hecho de imperfecciones. Véase mi especie depender de tabletas de Benadryl para mantenerse en pie. Los ojos acusadores de las cabezas sin vida, con las pupilas brillando de odio, seguían atentamente mis pasos.

    El muro repleto de cabezas fenecidas me contemplaba, mientras yo interpretaba su lenguaje encriptado; formaban un rostro perfecto, un rostro grotesco y sonriente sobre la chimenea. Entre las cabezas sometidas a la taxidermia distinguí: a un jabalí negro traído de Alabama, un venado de cola blanca proveniente de Arizona, un zorro rojo de Alaska y a su costado, un lince oriundo de Idaho; bajo todos ellos, desapercibido, un alce de Yellowstone terminaba la decoración. Sus miradas me incitaban a huir. Escuché frases tales como: « ¡Largo! ¡Fuera de mi vista, humano!»

    De pronto, un soplido bofeteó la sonrisa de fuego en la pared de taxidermia y me estremecí. El interruptor se accionó, autónomo, a secas, y en la oscuridad, la habitación quedó revestida por el cándido rostro mefistofélico.

    La figura de un león africano se alzó sobre dos patas ante mí. Había tratado de atacar en su último aliento, con una garra delantera, abierta, con las navajas plateadas y veloces, con las que tanto habría tratado de cazar al sol en los atardeceres de la Sabana africana. El artista tuvo cierto aprecio a su valentía como para retratarlo así.

    Entonces, viajando tan rápido, lo suficiente como para entender aquel lenguaje, la aparición del bravío león significó algo, lo entendí… muy bien.

    Aquel rostro se había apoderado de mí. Me había hecho parte de sus caprichos sin que yo pudiera hacer nada. Por un instante, me sentí la fiera, la presa. Su lenguaje me había atrapado; me había dicho: «bienvenido seas».

    Respiración y latidos alterados por un horror que enmudece.

    Tratar de relatar esta parte me hiela la espina… hasta hoy, hasta en estos instantes.

    Otro soplido y la danza de las llamas se afanaban en sentido contrario, divertidas. Un oso grizzly sobre sus dos patas y con sus garras delanteras tan altas, prometía lanzarse a por mí. Era cuestión de tiempo para lanzar al menos un alarido y alertar a mis padres, pero me contuve.

    El oso tenía el hocico abierto al máximo, tanto, que podía tragarse al león de un solo bocado. No quiero afirmar lo siguiente, pero he de hacerlo: el suelo…, la superficie donde me hallaba en pie, era como una inmensa faja transportadora, una inmensa lengua que tenía por destino la boca de la chimenea.

    Cerca, cada vez más cerca a la boca del mal y viendo con infinito pavor cómo los dos depredadores, a ambos lados del fuego, mostraban los caninos dorados —por el uso, por el tiempo— y se hacían cada vez más colosales en tamaño, mientras el fuego rojo y sus chispas se avivaban danzantes yo más me encogía.

    Toda la habitación se iba curvando, como si todo se tratara del capricho de un niño mitad dios que quería mostrarme su poder, su locura, su lenguaje…

    Las esquinas de la habitación estaban próximas a unirse entre sí y los ángulos que formaban las cuatro paredes de la habitación pronto sabrían qué era dejar de existir, se librarían de su condición artificial y matemática. En el centro, yo, espectador de lo que le sucedía a lo que muchos físicos denominan: espacio; lo que denominaban imposible y hasta risible, estaba sucediendo.

    Un cilindro casi perfecto estaba por formarse y la vivaz luminiscencia de la boca de fuego que mostraba las crestas de algún joven sol. Eso, y las cabezas, no sólo las que formaban la faz demoniaca sobre la chimenea, sino que también las de las otras paredes en las que había aves de rapiña y peces enormes; todo el espacio a punto de engullirme en la oscuridad más extrema que haya conocido hombre alguno…

    Silencio.

    Oscuridad.

    Llanto.

    Una gota cae sobre un manantial cristalino, creando ondas hasta perderse en una inmensidad desierta y enlutada. ¿Tal vez mi alma en su última lucha?

    Desperté echado sobre la alfombra persa y mis acelerados jadeos demostraban la veracidad de aquel perturbador momento.

    Me sequé el sudor de la frente deslizando la mano suavemente pues quería comprobar que aún era yo, que estaba aún en una pieza. En la chimenea, el fuego hacía crujir los maderos y sus chispas iban disparadas hacia la nada. La taxidermia seguía ahí; la quietud se apoderó de todo. Pero el rostro aún seguía ahí. Fue un sueño, pensé. Desearía que así lo fuera. Entonces… ¿cómo explicar la bombilla apagada? ¿Cómo negar tamaña verdad ante los ojos del niño semidiós presente ahí?

    (Los pergaminos, Stevie. Ve por los pergaminos…)

    Temblé.

    La tentación era inevitable. Los músculos de mi nuca estaban tan tensos que era cuestión de tiempo para que los sesos se esparcieran por el suelo.

    Llegué hasta donde me permitió el respeto a aquellos pergaminos. Digo esto, pues llevaban en su composición tal vez la piel de un inocente mamífero que pensó que sería alimentado de por vida a cambio de malabares o mimos a su beneficiario. Pergaminos hechos por pieles de animales de los que ahora entendía su despedida.

    CAPÍTULO 4

    Los pergaminos se encontraban en los estantes más altos de todos, perfectamente encapsulados y diminutos en una caja de vidrio que reflejaba las furiosas llamas a mis espaldas.

    Para hacerme con ellos, tendría que ser cuidadoso. Divisé una escalerilla de tres escalones. Ascendí, uno a uno, pero no pude hacerme con ellos; sólo rocé con la punta de los dedos la fina capa transparente. Puse los pies en puntillas y tomé la caja de vidrio con ambas manos. Bajé los escalones y verifiqué la caja con toda la calma del mundo.

    Me resultó común. Pero al girarla a su cara opuesta, su superficie era lisa al tacto. De pronto, mis dedos se hundieron en el orificio de una cerradura en miniatura. Juro que oí susurros de tortura en masa al aventurar las pupilas por aquel orificio de oro fantasía. Pero decidí ignorar.

    «¿Dónde se encontraría la llave? ¡La llave tenía que ser de juguete!», grité para mis adentros.

    Tenía que buscar la última pieza del rompecabezas.

    Rebusqué por todos los cajones existentes, cada rincón que sirviera de escondite para la imaginación de Bob Hardin.

    Nada.

    Rendido y frustrado, pensé que tal vez esta llave estuviera fuera de la habitación. Después de todo, Bob me resultaba un misterio, pero

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1