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El amante de los libros
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El amante de los libros
Libro electrónico55 páginas45 minutos

El amante de los libros

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Charles Nodier, apasionado de los libros viejos y las ediciones raras y curiosas, dirigió la Biblioteca del Arsenal de París desde 1824. En uno de sus salones reunió a futuros escritores románticos de la época Victor Hugo, Nerval, Gautier, Dumas y desde allí los dio a conocer. Como introducción a "El amante de los libros", ofrecemos algunos fragmentos de El Arsenal, primer capítulo de "La mujer de la gargantilla de terciopelo", de Alexandre Dumas, donde se describen las reuniones que Nodier organizó hasta el día de su muerte, y la tristeza que causó a todos sus amigos su desaparición. A continuación, dos relatos sobre las bibliofilias y bibliomanías de Nodier: "El bibliómano" y "El amigo de los libros".
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento30 may 2023
ISBN9788418941993
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    El amante de los libros - Charles Nodier

    «El Arsenal»

    de

    Alexandre Dumas1

    (…) Resulta que para narrar a mis lectores la historia de la mujer de la gargantilla de terciopelo tenía que abrirles las puertas del Arsenal2, es decir, de la morada de Charles Nodier.

    Y ahora que su hija [Marie] nos ha abierto esa puerta y que estamos, por tanto, seguros de ser bien recibidos, «¡Adelante quien esté conmigo!». En una punta de París, a continuación del muelle de los Celestinos, de espaldas a la calle Morland y dominando el río, se alza un gran edificio de aspecto triste y sombrío denominado El Arsenal.

    (…)

    En 1823, al ser nombrado director de esa biblioteca, Charles Nodier se mudó de la calle de Choiseul, donde vivía, a su nueva residencia.

    Nodier era un hombre adorable, sin un solo vicio, mas lleno de defectos, de esos encantadores defectos que son la originalidad de quien es brillante, pródigo, despreocupado y trotacalles, trotacalles como Fígaro era haragán, ¡con deleite!

    Nodier sabía casi todo aquello que un hombre puede saber; además, gozaba del privilegio de quien es ocurrente: cuando no sabía algo, inventaba, y lo que inventaba resultaba mucho más ingenioso, mucho más brillante y mucho más probable que la realidad.

    (…)

    Ya hemos aludido a los defectos de Nodier. El principal, al menos según la señora de Nodier, era su bibliomanía, motivo de felicidad para él y de desesperación para ella. Y es que todo el dinero que ganaba Nodier se iba en libros.

    ¡Cuántas veces salió Nodier a por doscientos o trescientos francos indispensables para su casa y regresó con un volumen excepcional o un ejemplar único! El dinero había ido a parar a la tienda de Techener o a la de Guillemot.

    Su esposa quería reprenderlo, pero Nodier sacaba el volumen del bolsillo, lo abría, lo cerraba, lo acariciaba y le señalaba un error de impresión que probaba la autenticidad del libro, al tiempo que decía:

    —Piensa, querida mía, que los trescientos francos puedo conseguirlos en otra ocasión, mientras que un libro así, ¡hum!, un libro así, ¡hum!, un libro así es imposible de conseguir, y si no pregúntale a Pixérécourt. Pixérécourt era a quien más admiraba Nodier, amante desde siempre del melodrama, que lo llamaba el Corneille de los bulevares.

    Pixérécourt visitaba casi todas las mañanas a Nodier.

    En casa de Nodier las mañanas se dedicaban a las visitas de los bibliófilos. Allí se reunían el marqués de Ganay, el marqués de Château-Giron, el marqués de Chalabre, el conde de Labédoyère y Bérard, el señor de los Elzevirios, que rehízo la Carta de 1830 en sus ratos perdidos; el bibliófilo Jacob, el erudito Weiss de Besançon, el universal Peignot de Dijon y, por último, los eruditos extranjeros que, nada más llegar a París, intentaban que los presentaran o se presentaban ellos solos en ese cenáculo de fama europea.

    Ahí se consultaba a Nodier, oráculo de la reunión; ahí le mostraban libros; ahí le pedían referencias: era su distracción predilecta. Pero los ilustrados del Instituto no acudían a sus reuniones, pues le tenían envidia. Nodier asociaba el ingenio y la poesía a la erudición y eso era algo que ni la Academia de Ciencias ni la Academia Francesa perdonaban.

    (…)

    Tras dos o tres horas de trabajo siempre fácil, después de haber llenado diez o doce hojas de papel de seis pulgadas de alto por cuatro de ancho, con una letra más o menos legible, regular y sin tachaduras, Nodier salía.

    Una vez en la calle, vagaba a la aventura siguiendo casi siempre, empero, la línea de los muelles y cruzando y volviendo a cruzar el río, según donde se encontraran los puestos de libros. Después entraba en las tiendas de los libreros y de ahí pasaba a los talleres de los encuadernadores.

    Y es que Nodier no sólo sabía de libros

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