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Rechazaré todos los mundos
Rechazaré todos los mundos
Rechazaré todos los mundos
Libro electrónico251 páginas3 horas

Rechazaré todos los mundos

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SINOPSIS
"Rechazaré todos los mundos" es una novela que nos presenta un futuro cercano donde la inteligencia artificial está cada vez más presente en nuestra vida cotidiana. Veronique, la primera IA autoconsciente en recibir la ciudadanía, trabaja en proyectos que aceleran la automatización y eliminan millones de puestos de trabajo.
Sara, una joven que será despedida, cuestiona el futuro tecnológico que expulsa a los humanos y decide asesinar a Veronique, un ser que existe sin estar vivo. Pero mientras tanto, nace Asgardia, la nueva nación extraplanetaria con reconocimiento de la ONU.
¿Habrá guerra entre humanos y máquinas? ¿Qué es la consciencia y cómo surge? A través de postulados filosóficos y antropológicos, "Rechazaré todos los mundos" nos invita a reflexionar sobre la gran revolución que tal vez sustituya a los humanos por la IA autoconsciente.
Con una trama emocionante y llena de suspense, esta historia nos ofrece una visión del futuro que nos espera en los próximos veinte años, donde sufriremos más cambios tecnológicos, biológicos y culturales que en los últimos cinco mil años. ¿Estamos preparados para esta gran revolución? 
IdiomaEspañol
EditorialNou Editorial
Fecha de lanzamiento21 jul 2023
ISBN9788417268954
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    Rechazaré todos los mundos - Dioni Arroyo Merino

    .nóu.

    EDITORIAL

    Título: Rechazaré todos los mundos.

    © 2023 Dioni Arroyo.

    © Imagen de portada: Contratipo ediciones.

    © Diseño y maquetación: nouTy.

    © Foto de autor: Adrián de la Iglesia

    Colección: IRIS.

    Director de colección: JJ. Weber.

    Primera edición junio 2023.

    Derechos exclusivos de la edición.

    ©nóu EDITORIAL™ 2023 sello de Planeta Nowe SL.

    ISBN: 978-84-17268-XXX

    Depósito Legal: GU XX- 2023

    Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

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    Prólogo

    Vamos a entrar en un territorio desconocido. Nos dirigimos hacia un futuro que no sabemos qué nos puede deparar. Es un viaje a través de la lectura de una novela de ciencia ficción que nos habla sobre inteligencias artificiales muy evolucionadas y sobre transhumanismo. Que nos provocará muchas reflexiones y dudas, tras cuestionar nuestras certezas previas. Y nos impulsará a abrir nuestra mente a nuevas realidades, tal vez insospechadas, llenas de esperanza y de terror. O de ambas cosas.

    El autor británico J. G. Ballard escribió que no parece haber género mejor equipado que la ciencia ficción para explorar ese inmenso continente de lo posible. Es una definición muy adecuada. Cierto que existe una ciencia ficción de aventuras, en la estela de aquellos libros y películas que llenaron la infancia de tantas personas que crecimos en el siglo XX. A menudo, las obras de aventuras espaciales se acercan mucho a los relatos de lo maravilloso o fantasía, con elementos sobrenaturales que aceptamos de buen grado para disfrutar de la historia. Sin embargo, una parte fundamental del género que también se llama prospectivo no se limita solo a entretener (finalidad muy lícita, por otro lado): prefiere hacerse preguntas y especular a partir de ellas. No pretende adivinar el futuro, no actúa como un oráculo, como cree mucha gente, sobre todo la más pesimista y amante de las catástrofes imaginadas. Hay una función más importante que la adivinatoria y que ya he mencionado más arriba: la de hacernos revisar nuestras creencias más arraigadas y nuestros prejuicios. Y la de señalarnos las amenazas que ya están en nuestro presente y quizás no queremos ver.

    Todo eso consigue Dioni Arroyo en esta novela. Lo hace con una historia de ritmo trepidante, sin darnos un respiro, ya que desearemos saber lo que nos cuenta en la siguiente página. Nos atrapa gracias a las dos protagonistas, dos mujeres muy distintas, pero igual de poderosas: Sara y Veronique. Sara es humana; Veronique, una ginoide soporte de una inteligencia artificial tan desarrollada que ha alcanzado la singularidad tecnológica. Esta consiste, nos dice la Wikipedia (una enciclopedia colectiva y digital que se renueva de forma constante y que ha desplazado al olvido los tomos de las enciclopedias de antes), en que los robots, computadoras, inteligencias artificiales, etc., sean capaces de replicarse a sí mismas y mejorarse, de tal manera que cada vez sean más rápidas, potentes y con una mayor inteligencia, fuera del control humano, y llegarían incluso a superarnos. Ambas mujeres cumplirán alternativamente la función de protagonista y antagonista, de villana y heroína. De hecho, la narración se bifurca al principio y aparece una dislocación temporal que no tardaremos en comprender. Por otro lado, el relato se ubica en diferentes espacios: una cárcel en el desierto de Catar, varias ciudades de la Tierra y el lejano Reino Espacial de Asgardia. Este último puede parecernos, de primeras, una interesante utopía, una alternativa a la dureza de la vida terrestre, sometida a enormes problemas de precariedad laboral y a las consecuencias del cambio climático, así como a regímenes más preocupados por mantener su hegemonía y el poder de sus dirigentes que por el bienestar de sus ciudadanos, aunque en esto último no hay nada nuevo.

    Eso sí, cuando conozcamos a los personajes, procuremos no fiarnos tampoco de las apariencias ni de nuestras primeras impresiones. Debemos prepararnos para muchas sorpresas. Algunas de ellas francamente perturbadoras.

    En el primer tercio del siglo XX, la filósofa francesa Simone Weil escribió sobre las durísimas condiciones de trabajo de los obreros y obreras (señaló qué diferencias agravaban la situación de ellas) en las fábricas industriales de su país, en especial aquellas que funcionaban con cadenas de montaje. Narró con tanta compasión como lucidez una situación de práctica esclavitud que había conocido personalmente. Obreros y obreras habían sido transformados en una especie de autómatas que debían trabajar a destajo durante largas horas, sin tiempo para pensar, en una dinámica fatigosa y embrutecedora. Un siglo más tarde, Weil, muy probablemente, se habría asombrado de los cambios producidos. En el comienzo del siglo XXI, la época que imaginaba la ciencia ficción del XIX y XX, las máquinas han sustituido paulatinamente a los seres humanos en muchos campos laborales, no solo en la industria, y más que nos van a sustituir. No obstante, esa mecanización se da sobre todo, no lo olvidemos, en los países más desarrollados. Fuera de ese ámbito, en muchos lugares del mundo se sigue trabajando con horarios extenuantes y sueldos ínfimos, en condiciones que o no garantizan o que directamente son muy nocivas para la salud. Igual que en la época que describió Weil, se sobreexplota, automatiza y, por tanto, deshumaniza a la clase obrera.

    Por ahora, no obstante, las máquinas, las computadoras y las inteligencias artificiales continúan sirviéndonos. ¿Hasta cuándo? Ese es uno de los puntos de partida de Rechazaré todos los mundos: quizás haya un momento en que nuestras creaciones artificiales dejen de obedecernos y empiecen a pensar por sí mismas, a tomar sus propias decisiones y a reproducirse. A ser autónomas. La singularidad tecnológica. Y, con ella, comenzarán, también, a exigir sus derechos civiles. Querrán ser como el resto de ciudadanos. La IA Veronique logra la ciudadanía catarí. Y conseguirá mucho más que eso.

    Así, por una parte, la novela de Arroyo nos habla de las consecuencias de la mecanización del trabajo humano. Un gran número de personas que antes ocupaban determinados empleos (en la industria, en entidades bancarias, en supermercados, por ejemplo), quedan relegadas al paro y a mantenerse gracias a un subsidio, el IMV, Ingreso Mínimo Vital, si no encuentran otro trabajo. La sensación de fracaso y de inutilidad, de ser desechos o marginados sociales, lleva a la frustración y a la violencia. Es el caso de Sara Betancourt, una de las dos protagonistas, cuya decisión, que no debo desvelar, desencadenará toda la trama de esta historia.

    Sin embargo, podríamos alegrarnos de que las máquinas, los robots y los androides se dediquen a los oficios más penosos y arriesgados (como se plantea en Blade Runner, de Ridley Scott) y, confiando en que no se rebelen contra nosotros como los replicantes, buscar auténticas alternativas de empleo para los humanos. Pero los peligros para nuestra especie no se quedan ahí, nos explica Arroyo. Otra de las cuestiones que aborda, más impactante si cabe, es la posibilidad de que el desarrollo vertiginoso de las inteligencias artificiales no solo nos desplace en el trabajo creativo (ya sucede con ilustraciones y con el ChatGPT), sino que la amenaza vaya más allá. Si las IAs logran ser más inteligentes que nosotros, si empiezan a pensar por sí mismas y cobran autoconciencia, ¿cómo pensarán y actuarán? Arroyo plantea que lo harán de un modo muy distinto al nuestro. Y, quizás llevadas por su programación, entenderán que protegernos significa hacerlo incluso de nuestros errores y violencia, para lo cual…, ¿qué remedio les quedaría sino controlarnos férreamente, imponer la seguridad y el bienestar a través de un poder absoluto? Es lo que han hecho los totalitarismos y ocultan los populismos.

    Veronique, la IA protagonista, primero una ginoide y, después, metamorfoseada en otros soportes y con el nombre de Ada, alcanza la autoconciencia. No obstante, parece que sus intenciones son buenas. Continúa obedeciendo las leyes de la robótica: no puede dañar a los humanos ni permitir que se dañen entre sí por su inacción. Claro que esto último puede ser interpretado por ella de un modo muy curioso. Los lectores tendrán que descubrirlo.

    Otro de los temas recurrentes de la ciencia ficción de Dioni Arroyo, que ya ha abordado en novelas anteriores como Fracasamos al soñar, es el del transhumanismo. Al hablar de transhumanismo nos referimos a un cambio radical de paradigma para la existencia humana. Biología, tecnología y ciencia interaccionan con el fin de mejorar el cuerpo, incluyendo la mente. Puede ser a través de los implantes artificiales. Esto no es nuevo: un marcapasos, una lente intraocular, una articulación de titanio, un implante dental son elementos transhumanos que ya asumimos como normales. Hace siglos, habrían sido considerados magia o brujería. Nos resultan un poco más novedosos o extraños, aunque cada vez menos, las prótesis de extremidades perdidas, los órganos artificiales o los microimplantes en el cerebro. Además de curar o rehabilitar, todo ello puede tener otros objetivos, deportivos o militares (superatletas, supersoldados), por ejemplo. Eso nos convierte en cíborgs, híbridos de humano y máquina. La ectogénesis, la fecundación, gestación y parto fuera del útero humano, entra también aquí y tal vez sea posible en unas décadas.

    Otro camino del transhumanismo está en los avances científicos de la ingeniería genética, intervención en genes para evitar enfermedades y mejorar capacidades. Añadamos la posibilidad del trasvase del contenido de nuestra mente, memoria, yo, alma para quien crea en ella, a un soporte distinto del cuerpo de nacimiento. Por supuesto, ello supone considerar que la mente puede existir y sobrevivir fuera del cerebro origen. Con eso también especula Arroyo en su novela. Hablar de inmortalidad a partir de esta vía transhumanista resulta cuestionable, en el sentido de que todo, hasta una máquina, hasta nuestro planeta, tiene fecha de caducidad. Pero una vida más larga sí sería factible. Ahora bien, ¿estaría al alcance de todas las personas o solo de unas pocas, las que puedan pagárselo?

    Más allá del transhumanismo, vislumbramos lo poshumano, que engloba a lo anterior, pero se diferencia en el sentido que un mundo sin humanos, habitado por IAs, por otras especies animales o que ha regresado a la época anterior a nuestra aparición sería poshumano. Un futuro que también se entrevé en esta historia.

    La obra de Dioni Arroyo me ha suscitado muchas preguntas, más teniendo en cuenta que hoy mismo, mientras escribo este prólogo, escucho la noticia de que un millar de intelectuales, investigadores y empresarios han firmado una carta abierta para pedir una moratoria en el actual desarrollo de la inteligencia artificial, con el fin de evaluar sus consecuencias, para lo que es necesario evitar la presión y el vértigo de los cambios constantes que se están produciendo.

    Me pregunto cómo nos sentiríamos si nuestro yo mental fuese traspasado a un soporte artificial distinto al cuerpo, por ejemplo, a una computadora o archivo electrónico. ¿Cómo afrontaríamos la vida sin nuestra carne y huesos, ojos, manos y piernas? ¿Y si el trasvase fuese a un cuerpo artificial, androide? ¿O a un cuerpo orgánico de laboratorio, que nos dieran a elegir? ¿Cómo cambiarían nuestra percepción del mundo, nuestra psicología y nuestras relaciones en una envoltura totalmente distinta a la que hemos habitado? ¿Aceptaríamos un soporte máquina con tal de ser casi inmortales y evitar la enfermedad y la vejez?

    ¿Realmente llegarán a pensar de manera autónoma las IAs y a tomar sus propias decisiones o sigue siendo una licencia propia de la ciencia ficción? ¿Qué tipo de pensamiento sería el suyo, acaso tan distinto que no lo comprenderíamos? ¿Qué pasaría si llegaran a tener la capacidad de replicarse a sí mismas? ¿Quiénes tendrán razón finalmente, los tecnófobos, los tecnófilos o ninguno de ellos?

    Y en última instancia: ¿tenemos futuro los seres humanos como especie en este planeta? Si no lo tenemos, por nuestros propios errores y nuestra propia acción sobre el mundo que habitamos, ¿cómo sería un mundo poshumano?

    Quiero terminar señalando que Rechazaré todos los mundos puede ser leída tanto por público juvenil como adulto, por personas aficionadas al género de la ciencia ficción o por otras que no lo frecuentan, pero se sienten interesadas por estas cuestiones, pues esta no es una ciencia ficción dura y abstrusa, sino muy accesible. Navegaremos entre el optimismo y el pesimismo. Resulta inevitable, en nuestros días.

    Lola Robles

    Escritora

    No paro de hacer sonar las alarmas,

    pero hasta que la gente no vea robots en la calle matando a personas,

    no saben cómo van a reaccionar porque todavía parece algo muy etéreo.

    ELON MUSK

    Las máquinas podrán hacer lo mismo que las personas.

    Serán como nosotros, sí, solo que acabarán siendo mucho más listas.

    HIROSHI ISHIGURO

    Habrá matrimonios entre humanos y robots en el 2050,

    y una especie híbrida emergerá cuando los seres humanos procreen con robots.

    DAVID LEVY

    Para la computación, el soporte es irrelevante.

    ALAN NEWELL

    Los humanos, que somos seres limitados por nuestra lenta evolución biológica,

    no podremos competir con las máquinas, y seremos superados por ellas.

    STEPHEN HAWKING

    Cuando me asalta la angustia, cuando la siento pegada a mi sien como el filo de una navaja afilada, sueño con lluvias torrenciales.

    Lluvias torrenciales que caen como esquirlas de vidrio, como fauces dentadas que desgarran el pellejo que recubre mi lastimado espíritu.

    Lluvias torrenciales que limpian la atmósfera, que arrasan los campos, que me estremecen tiritando de frío (o de miedo), recordando que vine a este maldito mundo de esclavos, de eterna resignación, de infinita condena, entre sollozos y con los ojos sellados.

    Lluvias torrenciales que me recuerdan a la infancia, a aquel tiempo de pureza, cuando mis pulmones anhelaban aspirar un aire tan inmaculado que me devolviera a la muerte, al lugar del que procedía.

    Y últimamente,

    llevo semanas

    soñando

    con lluvias torrenciales.

    Siempre es el mismo verso de la misma estrofa, la tortura que aturde mis tímpanos, que me golpea el alma, que me devuelve a la puñetera realidad. Suena un timbre estridente durante unos segundos y levanto la cabeza. A través de la diminuta ventana aún no ha amanecido, pero eso no importa. Tengo el tiempo justo para mear, lavarme la cara, vestirme y echar la manta sobre el colchón. Después, todavía aturdida por las pesadillas nocturnas, ponerme de pie en el centro de la celda y aguardar a que algún cabrón mire a través de la mirilla, y compruebe que estoy viva. En muy pocos minutos se abrirá la puerta y la franquearé para regresar a este mundo, a este mundo en el que adopto el papel más dramático, patético y testimonial, a este mundo que es un circo de los horrores, y en el cual río como un payaso que es incapaz de sonreír, aceptando mi triste agonía.

    En esta obra de teatro que es la vida, mi papel es el de una convicta acusada de asesinato.

    Por matar.

    Aprieto los dientes y mis encías sangran, con la desagradable sensación de estar mordiendo cristales, dejando ese sabor salado, ese sabor que tantas veces me obliga a vomitar y a desear con ansiedad, con rabiosa y visceral ansiedad, meterme algo muy fuerte para olvidar, algo que reviente mis pulmones y mi corazón, algo que me expulse de esta pieza dramática de ficción malograda para devolverme al mundo en el que vivía antes de nacer.

    Me llamo Sara Betancourt, aunque eso ya os importe una mierda. Desde hace un año no soy más que un número de identificación sistemática, que se reproduce en las pantallas holográficas de decenas de ordenadores cada vez que camino por el angosto y lúgubre pasillo. El sensor biométrico subcutáneo que llevo en el cuello ha grabado todos mis datos, mi historial criminal, el lado oscuro de mi pasado, hablando y decidiendo por mí. Si cometo una irregularidad, se activa un pitido agudo y repugnante que me paraliza, dejándome claro que soy una puta esclava. Atravieso un corredor de paredes vítreas, tan resplandecientes que me dañan los ojos, ante la vigilancia de cámaras en forma de nanodrones que sobrevuelan nuestras cabezas, tan molestas como las moscas.

    En el comedor me siento en la misma silla que de costumbre y frente a mí, un robot de diseño militar escruta con su ametralladora cargada a las casi doscientas internas que aún seguimos en este lado de la existencia, como espíritus errantes sin escapatoria alguna; ellos empeñados en que nada cambie, en que sigamos así, trastornándonos, soportando una desesperación que solo tendrá fin con la Muerte, nuestra única diosa. La Muerte, anhelada y anhelante, que nos conduzca lejos de aquí, que nos traslade al lugar del que proceden los sueños. La diosa Muerte.

    Intento recordar oraciones de la niñez, de la comunidad en la que nací veinticinco años atrás, pero aparecen sombras, siluetas difuminadas entre la bruma, como si fuesen evocaciones de una nostalgia que ya no me pertenece, a la que no tengo derecho. Comienzo a pensar que los sensores biométricos también anestesian nuestro pasado, negándonos hasta algo tan íntimo como las imágenes infantiles. Comienzo a pensar que, lentamente, nos van introduciendo falsas esperanzas, vanas ilusiones, secuencias felices de seres ajenos, totalmente absurdas, y rechazo todo cuanto viene a mi mente. Estoy acostumbrada a rechazarlo todo.

    Termino mi tazón de leche con soja sintética, me levanto perezosa, bostezando a placer, abandono la mesa y me dirijo al patio, donde me aguardan cuatro horas de hastío, igual que el resto de mis días, igual que el resto de mi vida.

    Los mayores de la comunidad en la que crecí decían que la vida era pura improvisación, y que saber improvisar escondía el mayor secreto de la felicidad. Y a la improvisación la llamamos instinto, tal vez porque nos retrotrae a una época en la que éramos tan animales como las fieras de los zoológicos. Y su única y exclusiva misión es mantenernos con vida a toda costa, de la forma que sea, da igual si sufrimos la peor de las agonías, su machacona misión es evitar nuestra destrucción. La jodida supervivencia. Nuestro instinto lleva grabado a fuego, en lo más profundo de nuestro

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