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El dispositivo de selección universitaria: Mérito, ciencia y justicia social (Chile, 1850-2022)
El dispositivo de selección universitaria: Mérito, ciencia y justicia social (Chile, 1850-2022)
El dispositivo de selección universitaria: Mérito, ciencia y justicia social (Chile, 1850-2022)
Libro electrónico1112 páginas8 horas

El dispositivo de selección universitaria: Mérito, ciencia y justicia social (Chile, 1850-2022)

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El libro aborda el aparataje institucional constituido para seleccionar a los postulantes a la universidad, investigando los procesos y redes de trasfondo que le han ido dando forma a través de una historia de 170 años. Aborda tanto las luchas y controversias públicas como el oscuro trabajo institucional de mantención y reparación de instrumentos y procedimientos, especialmente frente a los desbordes que han ocurrido. En el texto se presentan las tensiones en el proceso, el rol de los expertos y autoridades universitarias, y los cambios ocurridos, buscando explicar fenómenos como la larga permanencia de la PAA, la mantención de una prueba tan cuestionada como la PSU y la inercia institucional para emprender cambios. Plantea, finalmente, interrogantes sobre el futuro que ahora se abre con la PAES.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 may 2023
ISBN9789563574128
El dispositivo de selección universitaria: Mérito, ciencia y justicia social (Chile, 1850-2022)

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    El dispositivo de selección universitaria - Claudio Ramos Zincke

    CAPÍTULO I

    Selección, mérito y justicia social

    El proceso de selección universitaria puede ser enmarcado de diferentes formas. Podría ser situado en el marco de la reproducción societal y constitución de la desigualdad, en el de los procesos institucionales con sus dinámicas, en el de los discursos y lógicas de justificación, en el de las relaciones de poder, entre otros marcos posibles. En lugar de eso, bosquejo varias líneas interpretativas en conexión con los problemas de la justicia social y del mérito. Es un enmarcamiento del problema general que, sin descartar los otros elementos, destaca algunos que cruzan el proceso selectivo. De cualquier modo, son temas complejos y el capítulo es derivadamente exploratorio.

    1. Selección, mérito, igualdad y meritocracia

    Desde fines de la Edad Media, las universidades contribuyen al cambio en las características de las élites. Dan forma a nuevas especializaciones intelectuales y nuevos saberes prácticos para la administración de la Iglesia y el Estado. Son, además, centros de creación de conocimientos y orientación sociocultural. Con la creciente diferenciación social de la sociedad moderna, su labor formativa se amplía y en el siglo XX se experimenta un enorme crecimiento de los profesionales formados por las universidades, tanto para la conducción de la sociedad como para sus multiplicadas funciones especializadas.

    Desde el inicio las universidades presentan una doble orientación formativa. Por un lado, hacia la formación de minorías selectas, rectoras de la sociedad; por otro, hacia la formación de grupos más amplios, capaces de llevar a cabo labores especializadas, como las de la medicina y el derecho. Todas funciones altamente valoradas por la sociedad, prestigiosas y bien remuneradas.

    Acorde a la relevancia otorgada a las labores y a las recompensas, simbólicas y materiales, asociadas a ellas, la selección de los postulantes se hace más aguda. Esta es mayor en las universidades más prestigiosas, que inicialmente eran muy pocas, como las de la Ivy League en EE. UU. o las universidades de Oxford y Cambridge en UK, o las Grandes Écoles en Francia, y solía comenzar en particulares colegios de élite que eran el canal para llegar a tal cúspide formativa. Con la masificación universitaria del siglo XX se multiplican y estratifican las universidades y la selección requiere nuevos diseños, adecuados a la nueva escala.

    Al encargarse de preparar a los sectores directivos de la sociedad y a los que cumplen funciones especializadas valoradas, la reproducción de la estructura social y del poder es parte del sentido propio de la universidad. Pero, junto con eso, desde sus orígenes, ella ha sido un canal de movilidad social y ha estado abierta a una variedad de sectores sociales, aunque el acceso efectivo haya aumentado solo gradualmente a través del tiempo y haya contribuido a cambios en la estructura social (Brunner, 2012).

    1.1 Explicaciones y justificaciones de la selección

    La importancia de seleccionar y formar a la élite no es ciertamente una idea moderna. Tiene antecedentes muy antiguos, tanto en Occidente como en Oriente. Un precedente intelectual, recurrentemente citado, se encuentra en la reflexión de Platón, en el siglo IV a. de C. Un precedente práctico es el sistema chino de exámenes, que operó desde el siglo VII hasta el XX.

    Platón, en su obra La República, concibe una sociedad gobernada por una élite intelectual, cuya formación es pública. Es un grupo seleccionado por sus talentos, que es tempranamente separado de sus familias y criado en forma comunal. Es objeto de un largo proceso formativo, incluyendo educación tanto moral como intelectual, que termina solo cuando tales individuos ya tienen unos 30 años. El objetivo es producir un grupo con superioridad intelectual que anteponga el interés colectivo al personal o familiar, capaz de reconocer la verdad, la virtud y la belleza, y conducir la república.

    Esta idea no fue aplicada en la forma expuesta en la obra ni en la Grecia de Platón ni en épocas posteriores. No obstante, ha atraído a muchos y ha servido de referencia normativa, como un ideal deseable que se aparta tanto del igualitarismo como de la democracia. Esto último le ganó ataques como los de Aldous Huxley, quien moldeó la sociedad distópica, de su novela Brave new world, con su segmentación genética, en la separación que hace Platón.

    Un destacado precedente operativo de procesos de selección a escala societal para la formación de la élite gobernante es el sistema masivo de exámenes implementado en China en el siglo VII, consolidado después del siglo X y que duró hasta los primeros años del siglo XX. Consistía en un sofisticado sistema de exámenes, con varios niveles, que servía para la selección de los funcionarios de la administración de gobierno y que, junto con constituir una élite de gobierno, proveía, como subproducto, una clase preparada de segundo nivel. El examen se caracterizaba por su alto nivel de exigencia, lo que obligaba a un duro esfuerzo de preparación, con generalizada angustia previa de todos los participantes y frustración posterior de quienes fracasaban (Wooldridge, 2021).

    La consideración del merecimiento es muy antigua, apareciendo ya en la obra de Aristóteles. No obstante, en los procedimientos de selección para acceder a posiciones de gobierno u otros puestos de relevancia social en las sociedades premodernas, el merecimiento normalmente se supeditaba a otros criterios, básicamente adscritos. Antes que el merecimiento por desempeños personales, primaba la ubicación en la jerarquía social, la cual estaba asociada a la familia y linaje de pertenencia, a la raza, al género y características similares, ajenas a la acción individual. El mérito de los individuos venía, así, enmarcado y preinscrito en virtud de tales factores. Se era o no titular de reconocimiento por la posición que se tenía en la estructura de la sociedad.

    La sociedad moderna romperá con tal concepción jerárquica del merecimiento y en ella se buscará establecer mecanismos institucionales de evaluación y selección para estimar los desempeños de los individuos considerados como iguales. Antes de abordar las peculiaridades de la sociedad moderna en esta materia, creo necesario despejar el terreno conceptual, el cual está plagado de arborescencias verbales que dificultan la visión.

    1.2 Derivas conceptuales asociadas al mérito y selección

    En el centro de los debates sobre selección y justicia aparecen diversos términos, reiterados una y otra vez, con sentidos cambiantes a lo largo de la historia o con sentidos superpuestos en una misma palabra. Qué sean los talentos, el mérito o lo merecido es mucho menos evidente de lo que suele creerse. Complicando las cosas, en inglés tienen dos palabras, merit y desert, que en castellano se pueden traducir como mérito y merecimiento, pero que tienen poca distinción, y se acostumbra utilizar el término mérito englobando ambos sentidos. Rawls, destacado filósofo que trata estas materias, habla de justice as fairness. En castellano, fairness se suele traducir como justicia, con lo que la afirmación de Rawls quedaría en justicia como justicia. El término también se traduce como equidad: justicia como equidad. Pero ¿qué es equidad? En nuestro medio, muchos la hacen equivalente a igualdad. Según Rawls, un orden social fair puede ser desigual, reflejando lo incorrecto de esa equiparación entre equitativo e igual.

    Los diversos sentidos atribuidos a estas palabras contribuyen a la confusión del debate. Conviene, en consecuencia, aclarar el uso de algunas palabras habituales y especificar ciertas complicaciones semánticas que cruzan el discurso.

    La semántica responde a formas de uso del lenguaje que han variado en el curso de la historia, asociadas a la dinámica sociocultural y de poder. El uso y la reiteración, en derivas que pueden ser temporalmente muy largas, multiplican los sentidos de un mismo concepto y superponen capas semánticas que resultan de su recorrido sociohistórico. Es lo que ocurre con el mérito y la justicia. Aquí solo puedo hacer un bosquejo para iluminar lo que viene a continuación.

    En planteamientos antiguos, como los de Platón, en la Grecia clásica, la distribución de recompensas se asocia a talentos y virtudes. Este es un criterio fundamental de selección. Sobre los talentos se sigue hablando hasta hoy. En la discusión sobre el ranking, desde la década de 1990, como veremos, Francisco Javier Gil, gran proclamador de su uso en la admisión, reiteradamente habla de ellos: existirían en todos los estratos sociales y estarían parejamente repartidos. Para aprehender esos talentos naturales, sin las marcas de clase social, sería mejor –dice él– el uso del ranking antes que la PAA o la PSU.

    Pero ¿qué son los talentos? Rosanvallon (2012: 119) dice que los talentos, tal como son entendidos en el siglo XVIII, pertenecen al registro del orden natural. Son disposiciones o aptitudes naturales que no dependen de nosotros. Serían dones de la naturaleza, superioridades naturales. Esta antigua idea de los talentos como dones naturales es la que, en los intentos científicos por lograr mayor precisión, llevará a los estudios frenológicos del siglo XIX, buscando determinar las estructuras cerebrales que están asociadas a capacidades superiores, como las de los genios, e inferiores, como las de deficientes mentales y delincuentes.

    A fines de tal siglo y principios del XX, dichos estudios serán reemplazados por otros sobre la inteligencia. Tanto la frenología, con estudios como los de Franz Joseph Gall, en los años 1830, como la inicial psicología de la inteligencia, con investigaciones poblacionales, como la de Carl Brigham, en 1923, con datos de los tests aplicados en la Primera Guerra Mundial, mostraron marcadas diferencias sociales. Es decir, la desigualdad social aparecía asociada a una diferencia natural, lo cual sirvió de argumento para fundamentar y legitimar las diferencias sociales existentes: se trataría de jerarquías objetivas y naturales.

    Los estudios y teorías posteriores de la psicología han refutado tales concepciones que naturalizan las diferencias sociales y se han separado de ellas. Lo natural, en la actualidad, queda reducido a lo genético. La inteligencia –cuyo contenido es otra materia de debate– resultaría de una compleja interacción entre el componente genético hereditario y la experiencia ambiental. El genoma se imprime en la psiquis por medio de su extensa influencia sobre el carácter, selección e impacto de la experiencia durante el desarrollo (Bouchard, 2018: 23). El cableado neuronal original resultante de la acción del genoma sería lo natural, pero el talento es un resultado posterior, no plenamente natural, asociado a interacciones y experiencias tempranas. ¿Está tal desarrollo neuronal temprano distribuido parejamente? Todo lleva a pensar que no. Lo que Gil afirma sobre la igual distribución de los talentos es solo un supuesto bien intencionado.

    En Chile, el concepto de aptitud usado para la Prueba de Aptitud Académica (PAA) arrastra algo de la noción de talento, pero refiere más a habilidades desarrolladas en la escuela. Por otro lado, el término talento ha sido relativamente poco empleado y no se ha solido incluirlo como parte del mérito. En buena medida, ha sido pensado más bien como un atributo extraordinario o, al menos, especialmente destacado, como en el caso del Programa Penta de la Universidad Católica.

    Por otra parte, un problema que se repetirá con otros conceptos es la calificación de una habilidad como talento de acuerdo a si ella responde o no a actividades valoradas en la respectiva sociedad y época. La habilidad guerrera será altamente valorada y considerada un talento en una sociedad en que la actividad bélica sea central; la habilidad agrícola lo será en una sociedad rural. Pero ambos tipos de destreza serán de escaso valor en el contexto de otra sociedad, en la que no les será atribuido tal carácter de talentos. Los talentos son, así, dependientes de contexto.

    En cuanto a las virtudes, que en siglos pasados siempre acompañaban a la mención de los talentos, ahora ya no se mencionan. Tienen connotaciones morales y religiosas, con su evaluación marcadamente condicionada socioculturalmente. Aparecen nombradas en los inicios del Bachillerato, pero luego desaparecen. Además de su difícil determinación, pierden relevancia en los procesos institucionales de evaluación y selección, salvo en las universidades católicas, que apelan a una faceta institucional o burocrática de las virtudes: el registro bautismal o similares credenciales de fe católica, a mucha distancia de las virtudes sustantivas y que inicialmente se buscaba detectar a través de cartas de recomendación escritas por ciudadanos destacados.

    (a) Mérito y merecimiento

    Mérito es una palabra central en los procesos de selección universitaria y lo es, por cierto, en el caso chileno. Su uso, sin embargo, durante buena parte del período estudiado, está más bien en el trasfondo. Es un término de enmarcamiento simbólico que rodea a otras expresiones más operativas, como aptitudes o conocimientos. Mérito es el término para los discursos ceremoniales y para la conversación cotidiana, en los que no se exigen precisiones. Su tematización ha venido a ocurrir solamente cuando aparecen las críticas, por ejemplo, por la definición de mérito empleada para la asignación del AFI (Aporte Fiscal Indirecto) y cuando toman forma los cuestionamientos morales a la Prueba de Selección Universitaria (PSU), especialmente en la década del 2010.

    En los debates sobre justicia distributiva, en inglés se polemiza mucho distinguiendo entre merit y desert, cuya diferencia en castellano es mucho menos marcada. El primer término referiría a las cualidades dignas de admiración que posee una persona; el segundo, al merecimiento asociado a un resultado específico, a la responsabilidad por un determinado resultado, y puede tratarse de un merecimiento tanto positivo como negativo, tanto de premio como de castigo.

    Si asumimos esta distinción entre el mérito y algo diferente que sería el merecimiento (desert), el mérito así entendido aparece como un atributo del individuo, como una especie de componente ontológico suyo. En Harvard, Yale y Princeton, durante los primeros años del siglo XX, le daban gran importancia al carácter y a la virilidad (manhood), en años en que no se admitían mujeres (Karabel, 2006). Estos corresponden a méritos fuertemente asociados a extracción social y formación familiar, que aparecen como modos de ser. Podríamos hablar de un mérito sociocultural. En el caso chileno, algo de este sentido se encuentra presente en las primeras décadas del Bachillerato, aunque no está tan explícitamente perfilado y exigido como ocurría en las universidades de la Ivy League. De cualquier modo, esta noción de un mérito constitutivo va desapareciendo en el proceso chileno. Ya desde inicios del siglo XX lo que prima es el merecimiento por los buenos resultados en las pruebas, que se van crecientemente anonimizando, dejando de ser relevante la performance sociocultural del evaluado.

    Ahora bien, este merecimiento re-entra en el término mérito, ocupando el espacio semántico dejado vacante por los contenidos socioculturales. Este merecimiento, a su vez, por la vía de la acumulación de merecimientos, tiende a ontologizarse como un mérito que es propiedad del individuo, quien lo puede, así, ostentar como uno de sus atributos y que le es reconocido públicamente. De contingente pasa a ser esencial. Este es un proceso nítido, al menos en Chile.

    En contra de la idea del mérito como algo que es propio e inherente al sujeto, con la noción de merecimiento (desert), se enfatiza que se trata de un proceso atributivo. Se le otorga algo (una nota, un premio o castigo, el acceso o no a la universidad) a alguien (un estudiante, un postulante a la universidad), en virtud de algo que ha realizado y de acuerdo a reglas y procedimientos que habían sido previamente establecidos para tal asignación (realizar un ejercicio en clase, responder un conjunto de pruebas de admisión). La asignación, de tal modo, se hace sobre una base comparativa, definida institucionalmente, y se le otorga al individuo algo que, si bien depende de su desempeño, no es intrínseco a él. Si cambia el procedimiento, cambia el resultado. El merecimiento es dependiente institucionalmente; es pos-institucional (Mulligan, 2018). El mérito, en su sentido original, no lo era. Pero en la medida en que se semantiza con este segundo contenido, pasa paulatinamente a serlo, aunque para los postulantes y para el público en general ambos contenidos semánticos coexisten no bien diferenciados, acentuándose a veces más la faceta de lo inherente y propio, y otras la de lo externo e institucionalmente dependiente. Lo mismo vale para los merecimientos negativos: se atribuyen conductas sancionables de acuerdo a la ley o a algún reglamento institucional.

    Esta mezcla de sentidos es lo que prevalece en Chile a propósito de la admisión universitaria en el lenguaje de uso ordinario y también en el institucional, como veremos en lo que sigue. Conviven semánticamente el sentido de mérito como propio e inherente al individuo y como atribución contingente derivada de un proceso institucional.

    Las razones institucionales para merecer algo, como el acceso a la universidad, pueden también responder a consideraciones que van más allá del individuo y que no dependen de lo que este haga o no. Por ejemplo, se puede conceder la admisión por razones de una gran donación que hayan hecho los padres a la universidad, lo cual ocurre frecuentemente en EE. UU., con montos que alcanzan varios millones de dólares, o por pertenecer a un grupo étnico, lo que es habitual ahora en países como Brasil (Moreira, Silva y Calbino, 2022). Estos son casos de merecimiento (en inglés también hablan de entitlement) por criterios institucionales que se separan de la noción de mérito. Responden a un juicio de merecimiento que atiende a criterios de conveniencia institucional o de justicia social u otros. En el caso de Chile, este merecimiento de base meramente institucional ha sido marginal durante la mayor parte del recorrido histórico de la admisión; solo se ha incorporado puntualmente durante la PAA y parte del período de la PSU. Desde 2007 comienza a hacerse una aplicación más general de él, pero combinado con el merecimiento referido a desempeño, asumido como mérito propiamente hablando.

    Así como la noción original de mérito, con su sentido ontologizante, de una cualidad que se adhiere a la persona, similar a la de los talentos, responde mayormente a los sentidos socioculturales prevalecientes en una época particular ya pasada, la de merecimiento (y su uso bajo el término mérito) responde a las concepciones y a la variedad de procedimientos evaluativos y de asignación propios de nuestra sociedad actual.

    Esta noción de merecimientos múltiples derivados de procesos institucionales queda mal recogida en el concepto de mérito y es fuente de problemas. Uno de ellos se deriva de las atribuciones morales que no corresponden, juzgando a las personas mismas antes que a sus desempeños de acuerdo a reglas. Contribuye, además, a que los críticos del mérito apunten, al menos en algunos de sus ataques, a un blanco errado (el merecimiento institucionalmente definido).

    La noción de merecimiento, cuando este es explícitamente reconocido como tal, expresa su contingencia asociada al proceso institucional que lo define y regula, en contraste con el concepto tradicional de mérito, en que el encuadre sociocultural que lo genera queda oscurecido. Asumir, en la lógica del merecimiento, que no hay una definición intrínseca de mérito lleva a preguntarse por lo que guía a las instituciones en sus procesos evaluativos, por sus misiones u objetivos (Sandel, 2009; Sen, 2000). En el caso de las universidades, esto remite a lo que ellas quieran lograr en cuanto a su propio posicionamiento en la sociedad, de la cual son parte, y a los efectos sobre ella que se deriven de sus decisiones de selección, en especial con respecto a las consecuencias distributivas, analizables en términos de justicia social.

    El contenido de los merecimientos no solo es múltiple de acuerdo a las reglas y procedimientos institucionales que los definen, sino también de acuerdo a las esferas de actividad en que se encuentra diferenciada la sociedad moderna. Al científico se le reconoce merecimiento en el ámbito de la ciencia por las publicaciones que genera según los criterios de evaluación de sus pares y de editores. Al artista le asignan merecimiento los críticos y las apreciaciones provenientes del circuito de galerías. El merecimiento del político deriva de las votaciones recibidas y de los criterios evaluativos que aplique el aparato político partidario. Al deportista se le concede merecimiento de acuerdo a su desempeño en diferentes circuitos de competencias. A algunos de esos merecimientos se los iguala, casi automáticamente, con méritos: mérito científico, mérito artístico, mérito deportivo. No ocurre lo mismo en el campo político, al menos no es usual que se hable de mérito político. Varias razones pueden incidir en ello; entre estas cabe mencionar que el desempeño evaluado es más difuso, por lo que es más difícil establecer criterios para juzgarlo, y que las votaciones son un procedimiento muy susceptible a contingencias diversas ajenas al propio desempeño.

    (b) Mérito, igualdad de oportunidades y equidad

    Englobado el merecimiento bajo la palabra mérito, la forma en que este se operacionalice, en términos prácticos, con los procedimientos para delimitarlo depende de la sociedad y del momento histórico. Según Karabel (2006: 132), esa definición de mérito expresa las relaciones subyacentes de poder y tiende a reflejar los ideales de los grupos que mantienen el poder de definición sociocultural. Depende de las dinámicas sociales e institucionales asociadas a la recompensa, o bien en disputa; en nuestro caso, el acceso a la universidad.

    Estrechamente asociada a la noción de mérito, en la selección universitaria ha estado la idea de igualdad de oportunidades. James Conant, presidente de la Universidad de Harvard entre 1933 y 1953, buscaba, en la perspectiva de Jefferson, promover una aristocracia del intelecto, sustentada en la igualdad de oportunidades, en contra de la aristocracia hereditaria de la riqueza. Para facilitar esta igualdad, amplió los procesos de selección a una mayor pluralidad de colegios, otorgando becas para financiar a alumnos meritorios de bajos recursos, e incorporó un test estandarizado de selección, con grandes repercusiones en la admisión universitaria (Lemann, 1999).

    La evaluación institucional del mérito requiere que las reglas se apliquen a todos por igual. Esta es la igualdad de oportunidades de la que habla Conant y que, en Chile, durante el siglo XX, se buscó que rigiera, primero cambiando los procedimientos del Bachillerato y luego introduciendo la PAA, la cual, a juicio general de la época, consagró la plena igualdad de oportunidades.

    Ya la otorgación de becas que hace Conant refleja que no basta la igualdad en la aplicación de reglas. No basta la igualdad por el lado institucional. Además, se requiere la igualdad de condiciones. Si se trata de competir por la selección universitaria a las carreras y universidades más prestigiosas, para una selección justa se requiere atender, además, a las condiciones de partida de los participantes.

    Esta igualdad de condiciones iniciales no entra seriamente en el debate institucional sobre la selección en Chile, sino hasta avanzados los años 2000 y comienza a concretarse en medidas específicas el 2007. Antes de eso solo hay iniciativas puntuales y de efecto marginal para favorecer a alumnos que tenían condiciones desventajosas, aunque, desde que la matrícula se debe pagar, los estudiantes han contado con becas. La acción compensatoria más consistente y general ha sido el programa Programa de Acceso a la Educación Superior (PACE), que comienza a implementarse recién el 2014. Vale decir, muy tardíamente.

    Esta preocupación por la igualdad de condiciones es algo que trasciende a las universidades. No son ellas las que pueden asegurar condiciones de los postulantes en materias de alimentación, salud, trabajo, escolaridad y otras. Es el papel que ha asumido el Estado, a través del mundo, especialmente en el siglo XX, con el desarrollo de Estados de bienestar. Sin embargo, su acción, que provee condiciones básicas, tiene límites y se mantienen grandes desigualdades. Es tarea de las universidades ver qué hacer frente a estas, lo que plantea el problema de la equidad (fairness), crucial para las universidades públicas. ¿Cómo diseñar procedimientos de selección que sean justos?

    Atender a la equidad implica reconocer que no todos los postulantes tienen las mismas condiciones iniciales en cuanto a riqueza, oportunidades formativas y entorno sociocultural, y que, por ende, se requiere hacer ajustes en el proceso selectivo. Equidad no significa igualdad; no equivale a que todos obtengan los mismos resultados. Pese a ello, en el discurso corriente de los últimos años frecuentemente se utilizan como si fueran lo mismo. Así, hay quienes, por ejemplo, en materia de género buscan que todo sea 50% / 50%: cantidades de alumnos, de profesores, de autores, etc. El juicio de equidad es convertido en un cálculo numérico, guiado por la igualación, distorsionando su sentido. Búsqueda de equidad no es lo mismo que igualitarismo.

    La igualdad radical, un igualitarismo extremo, requeriría no solo eliminar la herencia de riqueza material sino también la socialización familiar, fuente de profundas diferencias. Se demandaría una socialización inicial fuera de la familia, como la que promovía Platón en La República. Aunque ha habido intentos, no es una idea que haya podido ser implementada, de forma sostenida en el tiempo, por ninguna sociedad (Rosanvallon, 2012: 302).

    Un resultado ineludible de cualquier sistema que premie el mérito (o merecimiento), sin importar la forma en que lo defina y cualesquiera sean las condiciones de partida, es la desigualdad. Ciertamente que esto no quiere decir que sistemas que no se basen en el mérito sean más igualitarios. Es todo lo contrario, como siglos de historia se encargan de probar. A lo más, ciertas agrupaciones prehistóricas de cazadores-recolectores podrían haber sido relativamente igualitarias, lo cual no se encuentra plenamente ratificado (Boehm, 2012). Es sabido, por lo demás, que algunos parientes de los humanos, como los babuinos, tienen marcadas jerarquías sociales (Sapolsky, 2001).

    (c) Meritocracia

    Un concepto de ingreso tardío al debate público es el de meritocracia. Lo acuña recién en 1958 Michael Young, un sociólogo inglés, integrante del Partido Laborista, preocupado por los procesos selectivos en el sistema educacional que parecían, con su sistema de pruebas, estar cooptando a los sectores más preparados de la clase trabajadora, privándola de liderazgos propios. Pese a ser sociólogo, Young creó el concepto como parte de una obra de ficción satírica al estilo de su compatriota Jonathan Swift, en Los viajes de Gulliver, y no como producto de una investigación o de un trabajo de elaboración teórica. Escribe pensando su libro como herramienta en la lucha ideológica para combatir los riesgos que percibía en una sociedad basada en un riguroso sistema de selección a partir de tests de inteligencia. En la obra, el narrador está situado en el año 2034 y lo que reporta es, ficcionalmente, su tesis de Ph.D. Escribe en medio de revueltas contra el orden meritocrático, producto de las cuales este narrador muere, dejándonos su reporte y mensaje de advertencia póstumos.

    El texto describe la constitución, desde mediados del siglo XX hasta las primeras décadas del siglo siguiente, de una nueva clase superior fundada en un sistemático proceso de selección, en el cual los tests de inteligencia juegan un papel clave. Con su operación, pronto cristaliza una nueva clase dirigente, que es el gobierno de los inteligentes, mientras que los menos inteligentes, definidos de modo operacional estrictamente en términos de coeficiente intelectual (IQ), constituyen las clases inferiores. Young escribe en un momento en que los tests de inteligencia se han expandido por el mundo y en Inglaterra se ha constituido un sistema de escuelas públicas basadas en la selección (Grammar Schools). Con esa perspectiva, su definición de mérito es estrecha: Mérito = IQ + esfuerzo, sin que diga mucho sobre el contenido del esfuerzo. Esta noción de mérito, con su determinismo y naturalismo, está ciertamente más cercana a la idea del talento y la habilidad hereditaria, y lejos de la concepción contingente del merecimiento como atribución basada en reglas, procedimientos y fines institucionales acerca del desempeño de los individuos.

    En la descripción histórico-ficticia de Young, dada esa lógica, desaparecen los intelectuales y líderes de los sindicatos y de la organización laboral, y los trabajadores pierden iniciativa política, con la consecuencia que desde 1991 –dice el narrador– no hay más huelgas. En contrapartida, se acrecienta la sensación de agravio y malestar en las clases inferiores, hasta que estallan las revueltas que conducirán, el 2034, a la muerte del narrador.

    Sin desdeñar la creatividad literaria de Young ni sus habilidades políticas ni la fuerza retórica que obtiene con el uso de este concepto de meritocracia, así entendido, es necesario, por otro lado, no descuidar las debilidades de su construcción en lo referente al análisis social, que hacen de ella una base precaria para la discusión del ordenamiento social o de los procesos de selección.

    La conceptualización de Young es unidimensional en su forma de definir el mérito y en la de suponer la construcción de la élite o clase superior. Hace recaer lo central del mérito en la inteligencia, y toda la problemática moderna del merecimiento queda subsumida en los reiterados exámenes de coeficiente intelectual. En su visión histórica, un puro proceso, el de selección institucional, basado en ese instrumento de medición de inteligencia, es extrapolado y usado para entender el proceso constitutivo de la estructura social. Ni siquiera se podría decir que Young construya un tipo ideal. Lejos de ello, es solo una caricatura ingeniosa empleada para sostener un argumento, lo cual hace muy bien.

    Pese a tal origen, teórica y empíricamente pobre, el término remontó vuelo y fue ampliamente acogido como caracterización validada del orden social predominante en el mundo desarrollado y territorios aledaños. Se lo utiliza abundantemente con diversos fines, tanto descriptivos como evaluativos. Sirve para caracterizar un cierto ethos, propio de la sociedad moderna, potenciado durante la segunda parte del siglo XX, de manera destacada en EE. UU., a través de su maridaje con las ideas y procedimientos neoliberales. Es una etiqueta considerada apropiada para representar los mecanismos de selección educacional. Capta características destacadas del aparataje de las instituciones modernas y de los procedimientos que rigen en ellas para la asignación de recompensas.

    Pero todo eso es presentado de manera vaga y aproximativa. Estrictamente hablando, la noción de meritocracia corresponde a un discurso vago e inespecífico, que a través de su circulación discursiva y su empleo retórico, de condena o defensa, ha terminado reificando lo que describe: con el término se piensa que se está aludiendo a una realidad bien perfilada o perfilable que está frente a nosotros.

    Así, distinguidos académicos han debatido, por ejemplo, sobre si existe o no una meritocracia en el Reino Unido. Goldthorpe ha sostenido que la sociedad británica no opera bajo criterios meritocráticos. Sanders ha afirmado que esta sociedad sí es meritocrática, pese a algunas limitaciones en la movilidad (Franetovic, 2017). Una alternativa sencilla ante tal confrontación sería decir que sin duda operan criterios de mérito (merecimiento) en ciertos aspectos y en otros no. No hay ningún modelo que, con cierta precisión, especifique qué arreglos institucionales, mecanismos y operatoria son los constitutivos de una sociedad meritocrática y que permita orientar una investigación en tal sentido y discernir entre interpretaciones, como sí, por ejemplo, se podría hacer con respecto a determinar el carácter democrático de una sociedad.

    En los últimos años, diversas obras han alertado acerca de las trampas de la meritocracia con su ilusión y engaño (Markovits, 2019) o su tiranía (Sandel, 2020). En Chile, se han elaborado argumentos en su contra (Cociña, 2013a, 2013b) y se pide cuentas por sus promesas incumplidas (Moretti y Contreras, 2021). Desde la vereda opuesta del debate, se destaca su carácter orientador o regulador como mentira noble, retomando las palabras de Platón (Peña, 2020).

    En unos y otros, la meritocracia se ha convertido en un régimen institucional, en un macrodispositivo, en un ethos justificatorio, en un constructo sociocultural que cruza las diferentes esferas de la sociedad y que parece dirigirlo todo. La idea, ahora reificada, de Young ha llegado a ser otro Leviatán.

    Cuando se analiza la operatoria de toda la sociedad, cabe esperar variedad y superposición de criterios. Los del pasado no desaparecen completamente y hay diferencias de acuerdo a los ámbitos de actividad. Muchos análisis sobre la meritocracia parecen imaginar que sería posible el reinado del mérito en toda esfera de acción y a todo nivel.

    Junto con la reificación de la meritocracia, convertida en régimen general de gobierno de un sistema social en el que sus instituciones se rigen por la misma lógica para asignar bienes (Franetovic, 2017, Cociña, 2013b), llega la atribución de efectos a tal régimen. Se le imputa generar una competencia acelerada y desgastante (Markovits, 2019), se le cuestiona su crueldad y carácter tóxico (Sandel, 2021), entre otros efectos dañinos.

    Surgen también propuestas de nuevos términos, tales como mérito democrático, mérito colaborativo, mérito comunitario (Guinier, 2015). Atendiendo a la diferencia entre mérito y merecimiento (desert), otro autor señala que habría que hablar de desertocracy (gobierno por merecimiento) (Mulligan, 2017). También se habla de una meritocracia situada vs. una universal.

    Las críticas a la meritocracia también alcanzan a uno de sus componentes: la competencia. En Europa, desde temprano, ya en el siglo XVIII, ella fue objeto de condena por parte de organizaciones socialistas: la competencia es la desigualdad puesta en movimiento, para el pueblo es un sistema de exterminio (Rosanvallon, 2012: 138). En contra suya, algunos como Fourier y Saint-Simon oponían utopías de igualdad con un mundo des-individualizado. Otros, como Proudhon, reconocían que la competencia es inevitable dado el ejercicio de la libertad.

    Con la sociedad liberal de mercado, desde el siglo XVIII se tiene una sociedad de competencia generalizada (Rosanvallon, 2012: 283) y desde fines del siglo XX tal competencia será ampliamente exaltada. La que se da en el terreno económico y social es un fenómeno moderno, asociado a nuevas formas de distribución de recompensas, la cual ya no ocurre por las vías tradicionales de derechos adquiridos por posición social, lealtades, patronazgos y similares. En lugar de ellos aparece la competencia que, como dice Weber (1978: 38), consiste en un intento pacífico de obtener control sobre oportunidades y ventajas que son también deseadas por otros. Es, así, una forma suavizada y civilizada de conflicto. La sociedad moderna canaliza institucionalmente ese conflicto ineludible en todo tipo de ámbitos: políticos, educacionales, artísticos, etc. El ámbito deportivo es tal vez el primero en que, desde la antigüedad, ha regido la competencia de modo ampliamente legitimado, siendo las olimpiadas griegas un exponente clásico. Además, las competencias deportivas operan como un ideal encarnado. En palabras de Rosanvallon (2012: 280), son una especie de teatro de la igualdad de oportunidades. Mantiene su espíritu y propaga sus valores. En algunos terrenos, como en el de la contienda por pareja sexual, la competencia ha huido de una institucionalización explícita, pero no por eso ella deja de operar.

    Por su parte, los bloqueos a la competencia, que ocurren en política en los regímenes autoritarios, que eliminan las elecciones, o en economía, en gobiernos de planificación central, que eliminan la competencia de mercado, se han mostrado históricamente dañinos para el mejoramiento de la vida social. Para Simmel (2008), la competencia es un principio de organización social que reemplaza formas de lucha por una competencia sociocultural y económica que resulta productiva, que va asociada a un espíritu de mejoramiento, el cual agrega valor a la vida social. Es una fuerza integrativa¹.

    2. Mérito y justicia social en la sociedad moderna

    2.1 Autonomía, mérito e igualdad

    Las nociones en que se sustenta y legitima la selección universitaria, con su idea de mérito, son propias de la sociedad moderna. El sistema universitario chileno, desde sus orígenes, se inscribe en lo que ahora se llama la idea meritocrática.

    En un análisis sobre el recorrido histórico de las ideas meritocráticas, Adrian Wooldridge (2021: 367), en sus conclusiones, dice que la idea meritocrática produjo el mundo moderno, eliminando barreras en la competencia basadas en raza y sexo, construyendo escalas de oportunidad desde el fondo de la sociedad a la cúspide y energizando instituciones indolentes con inteligencia y motivación. En contra de un orden social estructurado en jerarquías rígidas, que apelaba a fundamentos divinos y en que la movilidad social ocurría principalmente por vías patrocinadas y clientelares, en la sociedad moderna se apela a un ser humano autónomo y libre, guiado por la razón y dueño de su destino.

    La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, aprobada en 1789, afirmaba: Todos los ciudadanos, al ser iguales ante la ley, son igualmente aptos para todas las dignidades, plazas y empleos públicos, según su capacidad y sin más distinción que sus virtudes y su talento².

    Emerge una nueva forma de sociedad en que se eliminan las antiguas barreras socioculturales, se legitima la igualdad de oportunidades y se pone al centro al agente humano como conductor de su propia existencia y responsable de sus actos (Wooldridge, 2021: 372). Esta es la imagen moderna del individuo humano, proclamada por filósofos como Kant y que sirve de fundamento para buscar la transformación de las antiguas instituciones (Peña, 2020: 93).

    En la transformación sociocultural moderna hay tres materias, conceptuales y prácticas, planteadas como principios que se deben realizar, que están involucradas: (1) la autonomía y libertad humana, (2) el mérito (en el sentido de merecimiento) como criterio de asignación de posiciones y recompensas y (3) la igualdad de los seres humanos como sujetos del Estado. La realización de estos tres principios será gradual y problemática; su conversión en procedimientos institucionales continuará hasta ahora.

    El propio sentido de la libertad, del mérito y de la igualdad ha tenido una larga deriva. Tal como se aprecia en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, en esa época se hablaba todavía de talentos y virtudes o de talento e industria. Nociones más precisas de mérito o merecimiento irán surgiendo posteriormente. Por su parte, la idea de igualdad inicial es más que nada, al menos en su forma de operación, una igualdad formal, una igualdad que convivirá todavía mucho tiempo con la esclavitud y con limitaciones en el acceso de las mujeres a la acción política, a la Educación Superior y a otras manifestaciones relevantes de la vida social. El ingreso de la mujer a la universidad recién comenzará a generalizarse a fines del siglo XIX; la segregación racial persistirá hasta mediados del siglo XX.

    De tal modo, lo que pueda entenderse por autonomía, mérito e igualdad está situado históricamente, temporal y espacialmente, y ha sido producto de un proceso de construcción sociocultural, político e institucional, de debates y luchas. Lo ocurrido con la selección universitaria en Chile, desde 1850 hasta ahora, es un caso de ello.

    Un hito destacado en el avance de estos principios y en su legitimación son las revoluciones, francesa y norteamericana, primero, y un siglo después la rusa, aunque en esta la igualdad se impuso totalmente sobre la libertad y el mérito, el cual retornó a una lógica patrocinada y clientelar, en el marco de la estructura político partidaria. Si bien con tales revoluciones los avances son parciales y muy lejos de las expectativas proclamadas en los discursos, además de que luego ocurrirán importantes retrocesos, cuando menos sirvieron para consagrar tales principios como ideas orientadoras, como ideales regulativos que ayudan a orientar las expectativas de recompensa material y reconocimiento, aspecto clave en la constitución de sociedades complejas.

    Como ideales regulativos siempre están en operación, nunca están plenamente realizados. Su pleno alcance es un punto límite que meramente fija la dirección. Para un sistema social concreto, solo cabe esperar grados de aplicación de los principios meritocráticos. Esta distancia insalvable con el ideal es lo que hace que algunos digan que son ficciones necesarias (Dubet, 2006), creencias necesarias para la vida colectiva, que resultan de provecho tanto individual como colectivo. Me atrevería a decir que su valor es análogo al del mito del amor romántico, aunque esto sería materia de otra discusión.

    Desde el inicio, no obstante, el avance en la concreción de estos ideales se vio obstaculizado por la herencia sociocultural, expresada tanto en el aparataje institucional como en la desigual distribución de los bienes materiales y simbólicos, con más fuerza retardataria en algunos lugares, como Europa, y menos en otros, como EE. UU., al menos en las décadas intermedias del siglo XX.

    No solo son principios de difícil realización, sino que, además, entre ellos hay tensiones; nunca se han llevado bien. Compiten tanto entre sí como con otros principios buscados en la sociedad, como la eficiencia o la solidaridad o el reconocimiento.

    2.2 Justicia social distributiva

    Un gran problema de toda sociedad es la distribución de los bienes entre sus integrantes, el establecimiento de mecanismos para ello y la elaboración de concepciones de justicia que fundamenten tales mecanismos para hacerlos aceptables y legítimos. Ya las agrupaciones humanas de cazadores y recolectores del Pleistoceno enfrentaban la necesidad de determinar cómo distribuir las piezas cazadas en conjunto. ¿A quiénes? ¿En qué proporción? ¿Cuánto guardar, cuando era posible?

    Algunos principios generales para tal distribución que se pueden distinguir son los siguientes³:

    (1) De acuerdo a la necesidad: se le da a quien lo necesita; se atiende a la protección de los integrantes más débiles de la comunidad que lo requieran. Es el principio que opera en las familias. A escala mayor, en la sociedad actual el Estado es el que usualmente lleva a cabo tal distribución y para hacerlo se apoya en alguna forma de incautación de bienes o taxación a los que tienen más bienes. Es un reparto centralizado.

    (2) De acuerdo a reciprocidades entre individuos o entre grupos: donaciones que son devueltas de manera diferida o que al menos operan como si fueran a serlo, es decir, bajo el supuesto de esa devolución de mano.

    (3) De acuerdo a una jerarquía social preexistente: el reparto, tanto de bienes como de castigos, es diferente según estamento, casta u otra categoría social. Es el caso del sistema feudal de castas, con una jerarquía fija, basada en el nacimiento. La desigualdad es asumida como justa. Es un criterio de distribución que también opera entre otros homínidos, como mandriles y babuinos, en los que se generan estructuras de dominación que logran cierta estabilidad y que rigen el reparto de recompensas entre ellos (Sapolsky, 2001).

    (4) De acuerdo al merecimiento, determinado por el desempeño, esfuerzo, habilidad, conocimiento, talento y virtud, demostrados: tal como en el caso anterior, es un rasgo que tiene un origen evolutivo temprano y su operación se ha detectado también en otros animales. Según muestran experimentos realizados, los chimpancés rechazan recompensas desiguales por la misma labor.

    (5) De acuerdo al intercambio libre de bienes y servicios, por vía de la mediación dineraria: se constituye alguna forma de mecanismo mercantil para la distribución.

    Todos estos mecanismos son muy antiguos. Tal como indicaba, algunos vienen desde la prehistoria y, más aún, ya se encuentran en otras especies animales. Pero, a lo largo de la historia, va cambiando su dominancia, su forma de operación, los mecanismos específicos y su fundamentación. En los pueblos amerindios, antes del encuentro con los colonizadores ibéricos, el mecanismo de las reciprocidades, que incluía reciprocidades simbólicas con la naturaleza en la forma de sacrificios, se encontraba muy extendido. En la Edad Media el principio de jerarquía es el dominante. En la sociedad moderna el principio del merecimiento se impone y se manifiesta en sus instituciones educacionales, estatales, económicas y otras. Ello ocurre en combinaciones cambiantes con los principios de necesidad e intercambio. En el caso del merecimiento, a diferencia de la lógica jerárquica, que es particularista, se trata de una aplicación universal, al menos en teoría. Las reciprocidades, por su parte, aunque siguen existiendo, se invisibilizan, pierden legitimidad en algunas esferas de acción y tienden a recluirse en el ámbito de la vida cotidiana, de las relaciones familiares y de la sociabilidad. Su aplicación en la esfera pública ahora es condenada como nepotismo y corrupción y debe replegarse y ocultarse.

    A esos criterios que normalmente están asociados al sentido de justicia, de justicia social distributiva, también se suman otros criterios operativos, como el de la eficiencia para el logro de los fines que se buscan con la distribución. No obstante, aunque la atención a la eficiencia pueda contribuir al logro de la justicia social, no se acostumbra considerarla en sí como un principio de justicia.

    2.3 El mérito como componente de la justicia distributiva

    En la sociedad moderna, el sistema jerárquico y estamental de distribución de los bienes sociales pierde legitimidad, lo cual no significa que desaparezca. La diferenciación explícitamente basada en la raza se mantuvo en EE. UU. hasta mediados del siglo XX, dejando una marca de desigualdad en la sociedad que hasta hoy no se borra. Algo análogo ha ocurrido, a nivel mundial, con el acceso desigual a los bienes sociales entre hombres y mujeres. Los cambios institucionales en la materia, en acceso a la Educación Superior, a profesiones antes vetadas, a cargos de autoridad y otras materias se hace en contra de la fuerza inercial de lo consolidado por siglos.

    ¿Cuáles son, entonces, los criterios, principios y mecanismos de distribución de los bienes o recompensas sociales en la sociedad moderna acordes con el sentido de justicia? Los abordajes teóricos en la materia son abundantes y generados desde temprano. Los utilitaristas, igualitaristas, comunitaristas, libertarios, comunistas, socialistas y otros han buscado imponer sus ideas o teorías de justicia desde hace más de dos siglos. Sus nociones se enfrentan y entrecruzan, no siempre, con una definida repercusión o correspondencia institucional. Aquí no me es posible ni siquiera reseñar su complejidad ideológica y filosófica. Tan solo bosquejo algunas ideas sintéticas.

    En términos más operativos e institucionales, podríamos distinguir cinco enfoques modernos de justicia distributiva, pensándola en referencia a la Educación Superior⁴.

    (1) Enfoque de necesidades. Es un conjunto de prácticas que han persistido en el tiempo. La sociedad debe atender a la situación de sus integrantes más débiles y desamparados. Sea por medio de la Iglesia, de la acción legal del Estado, o a través de diversos sistemas de apoyo, como los establecidos con el Estado de bienestar, la comunidad se preocupa de tales sectores, identificados de una u otra forma. Desde, aproximadamente, la década de 1980, ha sido usual mezclar el enfoque de necesidades con el de merecimientos, en una lógica más propiamente moderna, con referencia a autonomía y capacidades, antes que tradicional, de mera protección: ahora hay que merecer la ayuda.

    (2) Enfoque de premio al merecimiento (no claramente operacionalizado) con igualdad formal de oportunidades. Luego del siglo XVIII, si bien el merecimiento se enfatiza, al menos durante el siglo XIX y principios del XX el contenido del mérito y su evaluación son poco precisos. Suelen incluirse dentro suyo, aspectos como el carácter, desempeño social u otros aspectos heredados y sin procedimientos institucionales que aborden la incidencia de las desigualdades económicas y socioculturales previas para hacer que la igualdad de partida sea sustantiva y no solo formal. Eso permite la incidencia de diversas formas de patrocinio o premio a lealtades.

    (3) Enfoque de premio al merecimiento con acción estatal, contribuyendo a generar igualdad efectiva de oportunidades. De manera bastante generalizada, durante el siglo XX toma forma una significativa acción estatal que mejora de manera generalizada las condiciones básicas de vida de la población. Esta tendencia venía de antes, pero en las décadas intermedias del siglo XX se constata un importante grado de mejoramiento de condiciones de salud, salario, educación, seguridad social y bienestar en general. Esto permite que, para la competencia meritocrática, la población de un país cuente con condiciones básicas de partida relativamente aseguradas. Es un período en que la noción de mérito aparece incuestionada y poseedora de gran legitimidad. La selección que conduce a la universidad es aplicada masivamente y, en algunos países como Alemania y UK, ocurre tempranamente en el ciclo escolar, en el paso de Básica a Media. El sentido del mérito es fuerte. Es un período de legitimidad de los principios meritocráticos.

    (4) Enfoque meritocrático con compensación por desventajas heredadas. Principalmente desde los años 1960, se multiplican las demandas sociales por las desventajas que experimentan las minorías raciales, los grupos étnicos, las mujeres, los sectores de menores ingresos u otros grupos cuyo merecimiento educacional se ve perjudicado, en la evaluación comparativa, por condiciones que son ajenas a ellos y que, por ende, desvirtúan la igualdad de la competencia. Reclamos, movimientos y luchas sociales llevan a que se instauren diversas medidas compensatorias. Esta acción afirmativa, particularmente en EE. UU., será, a su vez, contestada por integrantes de los grupos mayoritarios que se sienten perjudicados.

    (5) Enfoque de reparto no meritocrático. Desde el siglo XIX hay diversos movimientos igualitaristas, especialmente de corriente socialista y comunista. La mayor parte de ellos no llegarán a concretar sus ideas o lo harán en experiencias que no lograron estabilidad y permanencia en el tiempo, aunque algunas fueron muy difundidas, como las de Owen y Fourier. En la segunda mitad del siglo XX y principios del XXI hay oleadas de críticas a la selección educacional que alertan contra los riesgos de los sistemas meritocráticos, sus efectos perjudiciales sobre los perdedores y los altos grados de desigualdad que se generan y cristalizan. Estas andanadas de críticas a los principios meritocráticos acompañan y están asociadas a un período de debilitamiento de la acción igualadora del Estado, cuya intervención en la sociedad, desde los años 1970, los gobiernos han buscado reducir con un creciente fortalecimiento de la acción reguladora del mercado, con la extensión de los ámbitos en que las interacciones sociales son mediadas por el dinero. Esto deteriora las condiciones en que un sector de la población enfrenta la competencia. Las críticas, así, tienden a ser hechas al sistema societal en su conjunto, entendido habitualmente como neoliberal. El mérito es criticado en ese marco, tendiendo a ser descartado sin mayor atención a sus aportes al funcionamiento social y sin proponer alternativas suficientemente fundamentadas.

    Las propuestas igualitarias de los países de la órbita socialista, en su aplicación, estuvieron lejos de lo esperado. Lograron importantes igualaciones en condiciones de vida, aunque a niveles bastante bajos, y crearon nuevas y significativas desigualdades basadas en criterios poco transparentes que tenían mucha similitud con los criterios clientelares, de patronazgo y lealtad del período premoderno. Con ello se generó una importante desigualdad social, con un estamento político en el nivel superior y una dinámica social que no resultaba benéfica ni para el bienestar individual ni para el desarrollo de la sociedad. De cualquier modo, con la disolución de la URSS, tales experiencias desaparecieron, tanto fácticamente como en cuanto referentes ideales.

    Las ideas igualitarias de las últimas décadas han promovido que el azar es mejor criterio distributivo que el mérito. Es lo que en Chile se ha expresado con la eliminación de la selección en el sistema escolar público y en el subsidiado por el Estado, incorporando en su reemplazo, una lotería con apoyo algorítmico (que considera aspectos como hermanos en el establecimiento, vulnerabilidad y padres que trabajan allí) para seleccionar establecimiento educacional (Desormeaux, 2020).

    Otro procedimiento es el de la propuesta de acceso universal a la universidad, como se tiene en Argentina. Esta es una alternativa escasamente usada a nivel internacional. En la práctica, sin embargo, equivale a un ocultamiento del filtro meritocrático de selección, que igual opera en el paso al segundo y tercer año. Por reprobación de cursos queda, a poco andar, más de la mitad fuera. Además de ser una fórmula poco eficiente, en ella siguen operando los lastres y ventajas de entrada que la admisión generalizada dificulta considerar.

    2.4 La crítica al mérito

    Gradualmente, la institución escolar y de Educación Superior, así como la institucionalidad gubernamental, fueron, en los siglos XVIII y XIX, e incluso desde antes, especificando el sentido asignado al mérito o merecimiento, elaborando exámenes y otros procedimientos evaluativos y selectivos. Esto, junto con los procedimientos estatales que mejoraban las condiciones basales, los bienes primarios de la población o, cuando menos, de una parte mayoritaria de ella, lleva a la consolidación de un sistema guiado por principios meritocráticos, ampliamente legitimado, que podría decirse que en la década de 1970 se encuentra generalizado (lo cual es diferente a decir que se ha constituido una sociedad meritocrática o que se vive en un régimen meritocrático).

    La forma en que opera durante las últimas décadas del siglo XX, con Estados que reducen su intervención social, con sectores sociales estancados y con el incremento de las desigualdades, lleva a que los sistemas basados en principios meritocráticos sean puestos en cuestión.

    Diversas elaboraciones intelectuales juegan un rol importante en los debates en materia de justicia y mérito. El libro de Michael Young, The Rise of Meritocracy, se convirtió en un hito de referencia, pese a ser la especulación literaria de un sociólogo con preocupaciones políticas. Esta será una obra que se mencionará una y otra vez, aunque no es nada de claro qué es lo que se pueda fundamentar basado en ella. Una de las críticas más radicales, sólidamente argumentada, provino de John Rawls en un denso tratado de filosofía política, cuya primera edición es de 1971, Teoría de la justicia. Provee argumentos contra las ideas meritocráticas, los cuales luego serán mil veces repetidos y debatidos. Estas obras, ciertamente junto con otras, serán centros atractores de una deliberación que no termina y que, más bien, en los últimos años ha tenido un nuevo auge.

    Según Rawls, lo que cotidianamente damos por merecido, en general no lo es, en el sentido de que el individuo estrictamente lo merezca. Lo que parece provenir de él se origina en condiciones que le son ajenas. No se trata solo de las condiciones sociales, dice Rawls, sino también de la formación y estímulo recibidos de la familia en que nació, y hasta de la lotería genética que está en su origen como individuo. El mismo esfuerzo que desplegamos, que nos parece tan propio, estaría posibilitado por la formación temprana recibida. En sus palabras: No merecemos nuestro lugar en la distribución de dotes naturales, como tampoco nuestro lugar inicial en la sociedad. Ni nuestro carácter que guía nuestro esfuerzo, dado que tal carácter depende en buena medida de una familia afortunada y circunstancias sociales en la vida temprana por las cuales no podemos reclamar crédito (Rawls, 1999 [1971]: 89).

    Existe, además, una segunda fuente de contingencias que influyen en lo que aparece como meritorio: lo valorado o demandado en un cierto tiempo y lugar. Las habilidades y desempeños que son considerados meritorios varían significativamente. En los años 1950, la iniciativa y las habilidades empresariales eran premiadas y consideradas altamente meritorias en EE. UU., pero no en la URSS. Con la misma dotación de habilidades, un individuo será visto como meritorio en un lugar y como sospechoso en el otro. Otros factores contextuales también inciden: no solo se debe considerar cuán demandada y valorada sea una habilidad, sino también cuán generalizada esté su posesión. Si son pocos los que la tienen, es mayor la apreciación de mérito; si son muchos, decrece.

    Frente a tales limitantes del mérito, la acción del Estado para mejorar las condiciones de vida de toda la población, asegurando niveles básicos de salud, empleo, educación, etc., si bien es importante en términos de justicia, tiene un efecto parcial. No neutraliza el gran efecto diferenciador que tiene la familia. Hay en ello un obstáculo insalvable. No es posible eliminar la familia ni es políticamente factible extraer de ella a los recién nacidos para criarlos y formarlos en un espacio comunitario bajo tutela del Estado, como imaginaba Platón. Ni siquiera resulta políticamente viable erradicar la herencia material, ostensible forma de transmisión de la desigualdad, cuya preservación es defendida incluso por quienes tienen pocos bienes.

    De tal modo, no sería posible determinar el mérito puro. Lo que asumimos como merecido, siempre aparecería confundido con factores que son ajenos a la responsabilidad del individuo.

    Estas consideraciones llevan a Rawls a rechazar el mérito o merecimiento como base para la justicia distributiva. No sería un mérito o merecimiento auténtico y, de tal modo, no asumiría un carácter moral.

    Sin embargo, el cuestionamiento al carácter moral del merecimiento, la objeción a considerarlo como base de una distribución socialmente justa, no impide, dice Rawls (1999), que en la sociedad las personas tengan expectativas legítimas de ganar determinadas recompensas bajo reglas establecidas en las respectivas instituciones –educacionales, económicas, políticas o las que sea–. Pero la legitimidad y la factibilidad de tal expectativa no hacen que su concreción sea merecida moralmente.

    La vía para lograr la justicia distributiva Rawls la establece a través de la aseguración de derechos o bienes básicos para todos (primer principio) y de un segundo principio compensatorio, que denomina principio de la diferencia, según el cual solo serían aceptables (moralmente) las diferencias que operen en beneficio de los más desaventajados de la sociedad. Este principio consiste en aceptar que un sector de la población reciba recompensas por merecimientos en los que inciden condiciones no merecidas moralmente y que derivan de la lotería social y natural, pero para que esa asignación sea justa, parte de lo que ganen debe ir en beneficio de los menos afortunados de la sociedad.

    Con esta lógica, Rawls, junto con reconocer las expectativas legítimas de una mayor recompensa por parte de los meritorios de acuerdo a las reglas institucionales existentes, por otro lado, les pone límites, los cuales derivan de su no merecimiento moral y se expresan en una extracción de parte de sus beneficios, la cual es típicamente realizada por la vía de impuestos, los que se emplearían para beneficio del sector más desfavorecido.

    Lo que esto signifique para el conjunto de una particular sociedad se puede ilustrar con la tabla en la página siguiente. En ella se registran cinco estructuras de distribución alternativas, asignables a cinco grupos sociales que componen una sociedad. Los números en cada columna representan la cantidad de recompensas o bienes que un miembro promedio de cada grupo puede esperar recibir en esa estructura de distribución. Para simplificar, supongamos que los cinco grupos representan agrupamientos de aproximadamente igual tamaño.

    La estructura I corresponde a un principio de distribución igualitario. La estructura II podría corresponder a una sociedad socialista en que se otorga algún grado de premio a merecimientos individuales. La estructura III, junto con recompensar en mayor medida los merecimientos individuales y siendo, consecuentemente, más desigual que las anteriores, es la que maximiza, al mismo tiempo, los beneficios del grupo menos favorecido (Grupo E); es la estructura en que este obtiene más bienes o recompensas. En las estructuras IV y V, las recompensas por merecimientos individuales se hacen aún mayores para el grupo en mejor situación, pero a costa de una mayor desigualdad, y con grupos menos favorecidos que reciben una menor parte. La estructura III podría corresponder a una sociedad capitalista, con programas robustos de bienestar social y con una estructura impositiva fuertemente progresiva. La estructura V reflejaría una sociedad capitalista en que prima la regulación de mercado, con una acción estatal fundamentalmente subsidiaria. Esta última es la que satisfaría a un enfoque libertario (Lovett, 2011).

    Tabla I.1 Estructuras básicas de distribución de recompensas en una sociedad entre cinco grupos sociales

    Fuente: Lovett (2011: 95).

    En su obra, Rawls apela a un experimento mental en el que se pregunta cuál sería la estructura de distribución de bienes que los individuos elegirían si actuaran bajo el velo de la ignorancia frente a su propia posición en la sociedad, es decir, si no supieran cuál es ella, ni cuáles las ventajas o desventajas que tendrían de partida, como si fueran individuos abstractos reflexionando antes de que la lotería social y natural les adjudique un lugar en el mundo. Según Rawls, una estructura como la III sería la elegida, la que se revelaría como más justa⁵.

    En esa estructura III, la menor ganancia relativa de los grupos que más reciben, en comparación a lo que podrían obtener en las distribuciones IV y V, se justifica moralmente. Sus integrantes no pueden alegar derecho moral a esas ganancias no recibidas, dice Rawls, debido a los beneficios arbitrarios obtenidos, que se derivan de su posición original en el mundo. El principio de la diferencia corrige la distribución desigual de talentos y condiciones socioculturales de partida sin neutralizar ni lastrar, al menos no demasiado, a los talentosos y esforzados.

    El resultado es una distribución desigual, pero que es beneficiosa para la sociedad en su conjunto. Se generan estímulos para la creación e innovación mayores que en una sociedad igualitaria, y los grupos en peores condiciones obtienen más que en esta.

    Rawls asume una perspectiva societal, buscando criterios para que las

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