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Esperando a Don Quijote
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Esperando a Don Quijote

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La inmortal obra de Miguel de Cervantes y su figura principal, Don Quijote de la Mancha, sirven de instrumento para que A. Gálvez lleve a cabo un análisis minucioso de los principales ataques que, a lo largo de la historia, van a tratar de desvirtuar el prístino mensaje de

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento7 jul 2023
ISBN9781953170323
Esperando a Don Quijote

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    Esperando a Don Quijote - Alfonso Gálvez

    1

    LA LÓGICA O LA GRAN DESCONOCIDA

    Cualquiera con sentido común pensaría que no se puede ser buen pastoralista si nunca (o casi nunca) se ha practicado la cura de almas, incluyendo por supuesto la necesaria experiencia de haber ejercido el ministerio en alguna parroquia difícil (suponiendo que exista alguna fácil). Lo mismo que no puede ser buen carpintero el que no ha trabajado en la madera, ni buen electricista el que jamás ha tenido nada que ver en el campo de la electricidad. Pero las verdades de simple sentido común, a las que la gente llama de Perogrullo, apenas si tienen cabida en el mundo eclesiástico, en el que todo lo que sucede es diferente; algo así como si se tratara de una especie de País de las Maravillas en el que, como una nueva Alicia, alguien se encontrara viviendo repentinamente.

    Allá por los años sesenta del pasado siglo tuve que asistir en Madrid, durante quince días, a un cursillo de preparación para los sacerdotes que habíamos sido destinados a ejercer el ministerio en América del Sur. Por más que muchas veces me lo pregunté a mí mismo (no hubiera podido acudir a nadie para resolver mis dudas sin suscitar el escándalo), jamás pude averiguar la rara especie de misterioso entrenamiento que podría necesitar un sacerdote español para ejercer el ministerio en Hispanoamérica. ¹ El estudio y práctica de la entonces llamada revisión de vida —inefable hallazgo de los pastoralistas de aquellos años, considerado como lo más próximo a la definitiva piedra filosofal de la Evangelización— agotó casi todo el tiempo del cursillo. Después tuve ocasión de comprobar la utilidad que podían reportar tales nuevos métodos para mis indiecitos de los Andes. Aunque lo más admirable para mí, en aquellos momentos, era la extraordinaria seguridad ² con la que se exponían y se aceptaban aquellas fórmulas socio–pastorales; o más bien casi mágicas, diría yo.

    Aunque lo presentía vagamente, aún no era consciente de lo que estaba sucediendo. No hubiera sido posible otra cosa, dados mis pocos años, mi escasa formación, y la gran dificultad que supone calificar lo que ocurre en los momentos de grandes transiciones en la Historia. Pero estábamos asistiendo, sin saberlo, a un cambio de gran transcendencia: la Iglesia fundada por Jesucristo, animada por el Espíritu Santo, regida por la ley de la caridad, orientada por la Fe, guiada por el Magisterio, alimentada por los Sacramentos, caminando bajo la bienaventurada Esperanza (Tit 2:13), cobijada bajo el estandarte de la Cruz de su Señor y de la que se le había concedido participar (Ro 8:17; Ga 2:19), estaba siendo sustituida por la Iglesia sociológica, de la paz mundanal y del bienestar puramente humano. Había comenzado el camino que conduce del Paraíso Celeste al Paraíso Terrestre. La Iglesia de los Pastores de almas quedaba atrás para ir dando paso a la Iglesia de los Expertos y de la burocracia tecnificada. El Buen Pastor iba a ser sustituido por el Buen Administrador o por el Buen Político: El primer Ay ha pasado; mira que vienen todavía otros dos Ayes después de éste. ³

    Pero la breve historia de las cosas que sucedieron en aquel Cursillo no ha llegado aún a su punto culminante. Y me sigo refiriendo con ello, no se olvide, a la extraña ausencia de lógica que allí parecía ser lo normal.

    Porque lo más extraordinario del caso fue que ninguno de los profesores encargados de mentalizarnos, con vistas a nuestro nuevo destino, había estado jamás en América: ni en la Septentrional ni en la Meridional. Y aún más todavía: tal cosa no parecía llamar la atención de nadie, ni suscitar la extrañeza de nadie.

    La verdad es que los recuerdos que conservo de aquel cursillo, o lo que fuera aquello, son poco agradables. Para asistir a él tuve que abandonar en mi parroquia muchas actividades que a mí se me antojaban importantes, sin que las enseñanzas recibidas parecieran compensar el doloroso sacrificio de tiempo. Como yo era entonces demasiado joven, y seguramente bastante impaciente, me admiraba de la aparente tranquilidad de los otros sesenta sacerdotes que se encontraban allí. Se comportaban como si no tuvieran que hacer absolutamente otra cosa, y parecían convencidos de la enorme importancia y transcendencia de aquel cursillo. Mientras que yo no podía liberarme de la angustiosa sospecha de que estábamos perdiendo el tiempo. Ahora que han pasado muchos años, y con más conocimiento de las cosas por mi parte, he de confesar que la sospecha de entonces se ha convertido en certeza de ahora.

    Como mi capacidad de admiración aún no se había saturado por aquella época, fueron muchas las cosas que en aquellos momentos suscitaron poderosamente mi atención. Una de ellas, por ejemplo, fue el increíble y cómico asunto de los apuntes. Todo el mundo los tomaba incansablemente, con celo digno de encomio y como si palabra venida de lo Alto se tratara. Curiosamente incluso los profesores anotaban cualquier cosa que dijéramos los alumnos, por peregrina que fuera; apenas había comenzado a hablar alguien, cuando ya estaba el profesor de turno tomando notas de la cuestión con un entusiasmo que a mí me dejaba perplejo. No es necesario añadir que la mayoría de las observaciones que hacíamos los alumnos no destacaban por su brillantez; lo que no era obstáculo para que el profesor las anotara con extraordinario interés, dándonos a todos la impresión de que estaba en juego algo así como la salvación del mundo. A menudo me he preguntado cuál pudo ser el destino de tales y tantas anotaciones; y aunque nunca he llegado a averiguarlo —¿El Archivo Histórico de Simancas? ¿La Biblioteca Nacional…?— siempre he sospechado que no fue otro que la papelera. Una conclusión a la que seguramente he llegado por culpa de mi malicioso carácter. El transcurso del tiempo me hizo comprobar que la práctica de este sistema estaba bastante extendida en los ambientes eclesiásticos de entonces; por lo que he llegado a pensar que tal vez estaba fundamentada en complejas razones que yo, en mi simplismo, nunca he sido capaz de comprender. Hasta he llegado a pensar en la posibilidad de que los expertos no pretendieran con ella otra cosa que infundirnos confianza a los simples ciudadanos de a pie; y de ahí el intento de demostrarnos la importancia que le concedían a nuestras pobres ocurrencias y el gran respeto de que eran merecedoras por su parte, a pesar de todo. Sin embargo y pese a todo, como las tonterías son siempre tonterías y nunca he creído en la fecundidad de su contenido, sigo pensando en el cesto de los papeles como su meta final. Por lo cual soy un decidido partidario de la sencillez y de que las personas nos mostremos simplemente como somos, sin olvidar nunca por eso la práctica del mutuo respeto. Nunca he sido capaz de creer que insensateces como las que he oído con frecuencia en esas ocasiones puedan interesar a nadie. Por eso no me gusta que alguien demuestre demasiado empeño en mostrarme respeto, y me conformo simplemente con su actitud respetuosa. Pero es evidente que la naturalidad no es la virtud dominante en el mundillo eclesiástico; tal parece que, cuando se pierde altura en lo sobrenatural, hasta lo que es meramente natural se queda bajo mínimos.

    Lo que más me asombró, sin embargo, de las cosas que sucedieron en nuestro famoso cursillo fue la prolija explicación de un nuevo, asombroso y revolucionario método de pastoral. Nos fue presentado bajo el nombre de revisión de vida; aunque he de decir, para ser exactos, que no fue el método propiamente lo que suscitó mi admiración. En realidad no pude comprender cómo aquel hallazgo podía considerarse revolucionario; además de que yo ya lo conocía desde mucho antes en su aplicación a la pastoral (incluidos los resultados). De todos modos le dedicamos la mayor parte del tiempo y de las clases. Y estoy seguro de que, al final de los quince días, todos los asistentes al curso habíamos llegado a la misma conclusión, por más que definitiva: Por fin disponíamos, entre las pruebas de la divinidad de la Iglesia, de una concluyente; que venía a consistir, en resumen, en el hecho increíble de que hubiera podido subsistir durante veinte siglos sin emplear el método de la revisión de vida. Los tratadistas de apologética podían respirar ya tranquilos. Pero, por si alguien aún lo desconoce, el método no consistía en otra cosa (lo que sigue no es una broma) que en una simple reflexión en la que se sustituía la vía deductiva por la inductiva: se elegía un simple hecho de la vida corriente y se iban induciendo sobre él los principios generales. Dada la finalidad del cursillo, ahora sí que podía asegurarse con toda verdad que nos hallábamos ante el auténtico descubrimiento de América, ya que no del Mediterráneo. Al fin el Nuevo Mundo, gracias al revolucionario método, iba a poder ser definitivamente evangelizado.

    Por supuesto que habrá quien piense que estoy exagerando. Lo que es perfectamente comprensible, en cuanto que es lo mismo que yo pensaría si no lo hubiera vivido por mí mismo. Es uno de los peligros que ha de afrontar quien se atreva a dar cuenta de esta clase de hechos, ya que no hay más remedio que admitir que, resultan fabulísticos y difíciles de creer para las personas normales. Una vez más, como sucede tan a menudo, la realidad supera a la imaginación. Y de todos modos cualquiera acaba dándose cuenta de que lo que suele llamarse normalidad no es precisamente un estado muy normal entre la gente, sobre todo en algunos ambientes bien conocidos y característicos.

    Por lo que a mí se refiere, confieso que me siento incapaz de comprender el hecho de la importancia otorgada a la utilización de unos simples métodos didácticos cuyo relativo valor, por otra parte, tampoco voy a negar. Quizá haya influido en semejantes sobreestimaciones el espejismo de lo novedoso, aunque pienso que existe todavía alguna razón más profunda y preocupante. Creo que se trata de una pérdida del sentido de lo sobrenatural —lo mismo podría decir que se trata de una crisis de fe— que ha conducido, a su vez, a una sobreestimación de los medios, de una parte; y a un error de valoración con respecto a su debida jerarquización, de otra. Como es lógico y como cualquiera puede suponer, yo no tenía nada contra la llamada revisión de vida, y mi malestar no provenía de otra cosa que de la resistencia a creer que aquello pudiera ser la panacea universal de todos los males.

    Aunque la mayor gravedad del problema no está para mí en la estimación hipertrofiada que suele hacerse de los medios, puesto que los fracasos subsiguientes se encargan siempre de poner las cosas en su sitio. Creo que lo peor consiste en el error de estimación que conduce al olvido, o por lo menos a la marginación, de los medios sobrenaturales que no pueden faltar nunca en cualquier tipo de pastoral. Si se practica con sinceridad y generosidad la vida de oración y sacrificio (por ejemplo), se puede añadir luego enhorabuena toda la revisión de vida que se quiera; que tampoco vendrá mal. Aunque si acaso no se le añade es muy posible que al final resulte lo mismo. ⁵ La pastoral ha de hacerse a través de unos valores constantes e inalterables cuyo auténtico contenido es sobre todo sobrenatural. Sobre la base de esos valores pueden utilizarse todos los métodos que se consideren oportunos —con tal que no se olvide nunca su condición de métodos—, en la seguridad de que se conseguirán buenos resultados. Sin embargo, cuando se olvida o se margina lo sobrenatural, no puede esperarse otra cosa que el fracaso; con las decepciones y desalientos consiguientes que nunca se sabe a dónde pueden conducir. La teología avanzada, que durante mucho tiempo estuvo criticando una supuesta cosificación de los sacramentos, ha venido a caer a su vez en el fenómeno de los cosismos, mucho más grave que el denunciado por ella: ayer fue la revisión de vida, mientras que hoy se trata del compromiso con los marginados, del pacifismo, del consumismo, o del machismo, por ejemplo. ⁶ Estoy dispuesto a creer que la existencia cristiana es compatible con la puesta en práctica de múltiples y frecuentes revisiones de vida —cuantas más, mejor—, y con llevar a cabo lo que hoy se entiende por compromiso con los marginados. Pero me parece peligroso llegar a pensar que todo está en alguna de esas cosas. Si esa actitud supone además el olvido de otros elementos de la vida cristiana no menos necesarios, el peligro puede hacerse grave. El Evangelio es demasiado rico y polifacético como para pretender encerrarlo en un solo frasco. En principio se puede echar mano de todo para que los hombres lo conozcan: de todo lo humano y de todas las cosas que Dios ha creado; ⁷ pero no debe permitirse que alguien intente agotarlo en la estrechez de ciertas concepciones idealísticas que, por ser puramente humanas, siempre son parciales y fragmentarias.

    2

    LOS SEGLARES AL PODER

    Uno de los fenómenos más interesantes de los que tuvieron lugar en los años que siguieron al Concilio, con consecuencias para la Iglesia sólo de Dios conocidas, fue el terremoto que se produjo con la llamada promoción de los seglares . Transcurridos los primeros instantes de la conmoción, todo el mundo estaba convencido de que, habiendo padecido hasta ahora los seglares la más completa de las pretericiones y la más injusta de las discriminaciones, había sonado por fin la hora de ponerlos en su lugar.

    Un sacerdote amigo me contó en cierta ocasión algo que había oído referir a su vez a un eclesiástico de prestigio. El hecho dejaba bien clara la importancia que la Iglesia concede actualmente a los seglares —según afirmaba el tal eclesiástico— y se refería a que la guardia suiza del Vaticano saludaba ahora marcialmente a los obispos y a los seglares; pero no a los sacerdotes. Como es lógico, no creí en la veracidad de lo que me contaba mi amigo; pues si bien es cierto que no todos los locos están en el manicomio, es inverosímil que la guardia suiza haya llegado a tales extremos, por muy al día que se encuentre con respecto a los hallazgos de la nueva teología. Pero lo sorprendente de todo esto no es tanto la historia en sí —absolutamente imposible de admitir—, sino el hecho de que personas sensatas hayan podido creerla y contarla como cierta. Parece que el ilustre personaje, no solamente la tenía por verdadera, sino que incluso le concedía un valor de demostración incontrovertible (ya se sabe: Roma locuta, etc.). Expresé a mi amigo la fundada creencia de que, en el increíble supuesto de que tal disparate fuera cierto, lo único que quedaría demostrada sería la insensatez de la guardia suiza; o en todo caso la del monseñor de turno que hubiera ordenado el desaguisado.

    La verdad es que nunca llegué a comprender bien el problema de la promoción de los seglares; seguramente porque tampoco fui capaz de entender jamás la necesidad de que los seglares fueran promocionados. Mi ingenuidad me llevó siempre a pensar que los laicos tenían en la Iglesia un puesto específico y fundamental, tan bien definido y especificado que no necesitaban en modo alguno ser promocionados desde arriba; y menos aún mediante el añadido de atributos y competencias clericales. Para los simples como yo resulta difícil de entender que los seglares tengan que convertirse en una especie de clérigos o sacristanes para ser más seglares. Confieso que, ya por aquella época, tal pretensión por parte de los expertos y teólogos de moda me sonaba a otra nueva forma de clericalismo. Ahora estoy convencido de algo más, cual es que las reivindicaciones en favor de los laicos han preocupado siempre a los clérigos más que a los seglares. Por aquellos años, al menos por lo que se refiere a España, la gente corriente vivía mejor o peor su cristianismo —desde luego con más fe que ahora—, sin cuidarse demasiado de las inquietudes teológicas de los expertos de vanguardia. Tengo para mí que el desasosiego no nació en los lugares donde transcurre la vida del cristiano de a pie, sino en los laboratorios de alquimia pastoral. Lo que demuestra, una vez más, la admirable capacidad de la naturaleza humana para manipular los problemas: o bien inventando algunos falsos o inexistentes, o bien dando de lado a los que son verdaderamente importantes. Las razones de todo esto quizá no sean fáciles de explicar, y desde luego no soy yo el indicado para hacerlo; pero es posible que tengan algo que ver con ese extraño complejo de clericalismo que parece ser mal endémico de tantos hombres de iglesia. El hecho innegable es que la promoción se hizo sobre todo a base de clericalizar a los seglares, lo cual puede ser un indicio a favor de lo que estoy diciendo.

    Así es como tuvo lugar la copiosa lluvia de ministerios que cayó sobre los laicos y que perturbó para siempre la tranquilidad de su existencia cristiana.

    Es indudable que el fenómeno apareció como un remedio al grave problema de la escasez de vocaciones sacerdotales, uno de los más graves que tiene planteados hoy la Iglesia. Sin embargo reconozco que, por mi parte, siempre abrigué graves dudas acerca de que fuera esa la buena solución al problema. Dejando aparte la cuestión de su utilidad allí donde realmente sean necesarios (ya que esa y no otra fue la intención con que fueron creados), es necesario admitir que se produjo al respecto —y se sigue produciendo— un abuso de tamaño y extensión inconmensurables. ¹

    Entre otros efectos —quizá mucho más importantes— es indudable que los ministerios (o su sobreabundancia) pueden determinar que los fieles sientan difuminarse sus ideas acerca del sacerdote y de su necesidad. Siempre he pensado que los grandes problemas no pueden resolverse con soluciones de momento. Mientras que sí que es necesaria, a mi modesto entender, una gran renovación de la vida cristiana; con el consiguiente fomento de la vida de oración y de la auténtica espiritualidad, junto con la promoción —en este caso verdaderamente necesaria— de la figura del sacerdote. Pues, aunque parezca increíble, cierta teología irresponsable llegó a creer prácticamente que la promoción de los seglares no podía hacerse sino sobre la base de disminuir la imagen del sacerdote. En los años que siguieron al Concilio Vaticano II ya hubo quienes dijeron que, si aquél había sido el Concilio de los Obispos y de los laicos, probablemente llegaría un día en que tendría que celebrarse otro para dignificar al sacerdote y ponerlo en el lugar que le corresponde dentro de la Iglesia. Un buen deseo del que hoy apenas si parece acordarse nadie. El hecho es que, ante la necesidad de elevar la condición de los seglares, parece que se ideó, como el mejor método para ello, el de hacerles participar, en todo lo posible, de la condición de clérigos. Claro que las cosas no fueron presentadas de esa manera: la participación de los seglares en la liturgia y su presencia más activa en los sacramentos y, en general, en la vida de la Iglesia, fueron frases muy gastadas por aquellos años. Pero de hecho fue así como se hicieron. Han pasado ya bastantes años desde que acabó el Concilio y no puede decirse que los resultados hayan sido alentadores.

    Fue una gran pérdida para la Iglesia la frustración de la gran intuición de Escrivá de Balaguer, el fundador del Opus Dei. Fue él quien pudo haber puesto los cimientos doctrinales de la auténtica consagración o santificación de los seglares. Su feliz idea fue fácilmente comprendida por la mente genial de Pío XII, quien se apresuró a alentarla y ponerla en marcha. ² La cuestión era demasiado importante, puesto que estaba en juego el nacimiento de una nueva forma de asociación para los seglares, capaz de encauzar de modo correcto sus legítimas aspiraciones de santificación y consagración. Y me refiero, claro está, a los Institutos Seculares. Para Escrivá de Balaguer había dos cosas suficientemente claras: que los seglares tenían que santificarse como seglares, sin dejar de serlo, y que los Institutos Seculares habían de ser justamente seculares, ni más ni menos. El fundador del Opus Dei supo ver claramente las consecuencias de la separación existente entre lo secular y lo religioso, marcando para ello unas distinciones netas que la doctrina tiene ya por definitivas: de una parte los seglares y los sacerdotes seculares —englobados unos y otros bajo el concepto de secularidad—, y de otra los religiosos. Escrivá de Balaguer elaboró un buen cuerpo de doctrina, acerca de la santificación y consagración de los seglares, en el que incluyó también la teología de los votos. El Opus Dei evolucionó en su estructura jurídica en años posteriores, y es ahora cuando parece negar que el propósito de los votos estuviera en la mente del fundador. ³ De todos modos, como no tengo intención de emprender discusión alguna a este respecto, me limitaré a decir que para mí es evidente que Escrivá de Balaguer quiso incorporar todos los elementos de la consagración de los religiosos a la vida secular; aunque de tal manera que los seglares —y también los sacerdotes seculares— no perdieran ninguna de las peculiaridades que proporciona su propio carisma. El propósito de Escrivá de Balaguer poseía el acierto indiscutible de subrayar que los seglares no perdieran nunca su carácter ni su condición de tales, tanto en el fondo como en la forma. Justo es reconocer que lo consiguió y que puso con ello las bases para avanzar definitivamente en la estructuración de lo que pudieron haber sido los Institutos Seculares.

    Pero la teología posterior a Pío XII no supo, o no quiso, comprender el problema, ⁴ y los Institutos Seculares dejaron de ser seculares apenas nacidos. Desde entonces la promoción de los seglares en la Iglesia se ha hecho por la vía de su clericalización. Si a eso se añade las extrañas manipulaciones de que ha sido objeto esta doctrina, hay que reconocer que el efectivo compromiso de vida cristiana, por parte de los seglares, ha quedado reducido de hecho con frecuencia a un compromiso de carácter político, más o menos disimulado, con etiquetas religiosas. Precisamente cuando parecía que la Acción Católica había sido superada, ⁵ aparece el fenómeno de los seglares que no se limitan ya a participar, sino que incluso intervienen, y muy activamente por cierto, en el apostolado jerárquico realizando tareas que en otro tiempo se consideraron propias y exclusivas de los clérigos. Era el comienzo de una época en la que muchos laicos iban a entrar a formar parte de una nueva entidad híbrida (mitad clérigos y mitad seglares), cuya misteriosa naturaleza jurídica aún no ha explicado del todo la doctrina canónica.

    Debo aclarar que nada tengo en contra de las tareas clericales realizadas por seglares, si se hacen conforme a Derecho y si es que así lo exigen las necesidades pastorales. En esto como en todo es la Iglesia la que tiene la palabra, y a mí solamente me corresponde acatar sus decisiones. Me entristece sin embargo la posibilidad de que, con ocasión de la búsqueda de soluciones a ciertos problemas, se lleve a cabo una promoción de los seglares que tal vez no sea la mejor; y que se les prive además —lo que aún sería más grave— de una auténtica participación en los misterios de la vida cristiana que tendría que llevarse a cabo según su status propio. Me resulta difícil, por ejemplo, creer que los seglares participan más de la misa por el hecho de intervenir en las lecturas o de administrar la eucaristía. Y, aunque admito la posibilidad de que tales cosas pueden ser buenas a veces para el fomento de la vida cristiana, es evidente que existe el peligro de quedarse a la mitad del camino. En primer lugar es posible que no estemos haciendo otra cosa que fabricando una nueva especie de sacristanes; y quizá se está olvidando también la necesidad de que los seglares saboreen el misterio de su auténtica participación en la vida y en el destino de Cristo. Autorizar ⁶ a un buen padre de familia para que administre la eucaristía es sin duda una experiencia interesante; aunque todo el mundo estará de acuerdo en que lo verdaderamente importante es lograr que sea un padre de familia cristiano (pues es evidente que no va a ser más cristiano simplemente por el hecho de administrar la eucaristía). Su verdadera promoción como cristiano laico se hará realidad por el camino del cumplimiento de sus obligaciones propias y específicas; viviendo como cristiano sus deberes profesionales, además de los no menos delicados e importantes de esposo y padre de familia. Sería lamentable que tal o cual padre de familia, demasiado embebido quizá en las facultades que se derivan de su promoción a las tareas clericales, o excesivamente consciente tal vez de la importancia de su nuevo status, olvidara o no comprendiera bien el significado de su auténtica participación en la vida y en la muerte de Cristo: una tarea que tiene que llevar a cabo como seglar, tanto en el fondo como en la forma.

    Es posible que alguien piense que ambas cosas no son incompatibles; lo cual puede ser cierto, al menos en principio. Pero lo que demuestra la realidad de cada día es que la gente se dedica con mayor intensidad a lo más sobresaliente o llamativo y, por supuesto, a lo que exige menos esfuerzo. La participación en la liturgia de la palabra, por ejemplo, exige mucho menos esfuerzo que el que se necesita para cumplir fielmente y a diario los delicados deberes profesionales; o los no menos difíciles que se derivan del papel que se ocupa en la familia. Aunque es evidente que ambas tareas no son incompatibles, tampoco hace falta ser demasiado realista, ni muy conocedor de la naturaleza humana, para adivinar lo que va a ocurrir. Si a eso se añade la posibilidad —que en realidad es un hecho— de que la doctrina insista siempre en la primera tarea y olvide sistemáticamente la segunda, el peligro de desviaciones aumenta todavía más. La serenidad y el equilibrio en el comportamiento no son actitudes demasiado corrientes. Pero es que, además, como vengo diciendo, el laico tiene que santificarse como laico también en la forma, lo cual es un requisito importante que se suele olvidar. Y todo el mundo estará de acuerdo en que la administración de algunos sacramentos, o la participación en la liturgia de la palabra, por ejemplo, por más que sean cosas convenientes o necesarias en ciertos momentos, no son tareas propias y peculiares de los seglares; o si se quiere decir más técnicamente, no puede considerarse que constituyan su forma específica de santificación.

    Igualmente me parece interesante que las religiosas administren la eucaristía, si es que se demuestra la necesidad de que lo hagan. Aunque temo que tan nuevas y variadas tareas van a hacer que olviden lo esencial, tal como le sucedió a la Marta del Evangelio. De donde creo que lo necesario y urgente en este momento para ellas es fomentar su vida interior, practicando la oración y el sacrificio; sin olvidar las obras de caridad y apostólicas específicas de su propio Instituto o Congregación, y según su espíritu de religiosas. A pesar de que el actual triunfalismo hoy en boga afirme lo contrario, estamos asistiendo a la mayor crisis de la vida religiosa que ha conocido la historia de la Iglesia. Las religiosas han abandonado sus conventos y han marchado a las parroquias a administrar la eucaristía, a desempeñar el oficio de catequistas y a realizar otras tareas por el estilo; con el fin, según se dice, de dar al mismo tiempo un testimonio de vida cristiana. Hasta se ha visto conveniente que vivan fuera de sus casas religiosas, desde el momento en que son muchos los que piensan que es lo más apropiado para mejor sintonizar con los problemas y preocupaciones del mundo. Y no cabe duda de que se trata de interesantes y revolucionarias innovaciones con respecto a las costumbres del mundo antiguo. La única objeción que cabría poner aquí gira en torno al hecho comprobado de que, cuando se pone demasiado énfasis en el testimonio como tal, se corre el peligro de olvidar el importante detalle de que el testimonio tiene que darse sobre algo. Pero mal testimonio de vida cristiana se puede dar cuando la vida interior y el espíritu propio se han relajado. Por lo demás, y a pesar de que los documentos y estadísticas oficiales digan lo contrario, ahí están los hechos de la vida real: los conventos vacíos, el repliegue de las Órdenes e Institutos religiosos por falta de personal, la falta de vocaciones, el abandono de la vida de oración, el olvido de la ascética, la pérdida de interés por las virtudes clásicas que se concretaban en los votos, y la tibieza y relajación generales de la vida religiosa. Todo lo cual es clara demostración de la existencia de una crisis como nunca se había conocido.

    Por otra parte, la pretensión de que con la ayuda ministerial que prestan las religiosas —administrando la eucaristía, por ejemplo— los sacerdotes quedan más descargados de sus tareas, y disponibles por lo tanto para otras actividades, está por demostrarse todavía. Lo que realmente se está produciendo es una pérdida del sentido sacro de la eucaristía y una disminución de la fe en la presencia real; tanto por parte de los simples fieles como de las personas consagradas. Tal vez haya supuesto un gran avance la presencia de las monjas administrando la eucaristía en las iglesias; y si tal cosa es cierta debemos alegrarnos de la mejora. Ahora solamente falta que aparezcan de nuevo las monjas dedicadas a la oración: las que a pesar de que nunca salen a la calle ni a las parroquias, y que precisamente por eso no están en situación de dar testimonio, son sin embargo las que sacan adelante a la Iglesia; sin olvidar por ello a las que se dejan la vida por amor de Dios en los hospitales, asilos, leproserías, lugares de enseñanza u otras actividades de caridad. Son éstas las que parecen auténticas mujeres consagradas a Dios, y más preocupadas por vivir su entrega de amor a Dios (en la oración, en el sacrificio, en la pobreza, en la castidad y la obediencia) que por reivindicar los derechos de la mujer en la Iglesia o ir pregonando por todas partes su compromiso con los marginados.

    En cuanto a los Institutos Seculares, de los que he dicho antes que a pesar del nombre no parecen de ningún modo seculares, creo que eso se debe en parte a que se ha hecho de ellos un cajón de sastre en el que cabe todo. Lo que puede ser bueno a efectos de simplificar clasificaciones, pero que ya no lo es tanto cuando casi anula la posibilidad de que posean un espíritu específico y acorde con el fin para el que nacieron. Por lo que a mí respecta, me sonrío comprensivamente cuando los Institutos Seculares anuncian convocatorias para sus Congresos, por ejemplo: ante todo advierten a sus socios que no se olviden de llevar los libros adecuados para rezar el Oficio Divino. Personalmente soy un enamorado del Oficio Divino, el cual he rezado diariamente durante casi cuarenta años a excepción de las contadas ocasiones en las que la enfermedad me lo ha impedido. Pero no puedo imaginarme, por más que lo intento, a un ejecutivo o a una madre de familia rezando o cantando las horas canónicas. Y lo mismo podría decir de ciertas costumbres —loables en otros contextos— que se practican en muchos de esos Institutos; me refiero por ejemplo a la práctica de que los seglares guarden silencio durante las comidas, a fin de permitir la lectura de vidas de santos u otros escritos piadosos en el así llamado refectorio. Aunque tales costumbres son propias y específicas de la vida religiosa, legítimamente compartidas algunas de ellas con el clero secular —como el rezo del Oficio Divino—, tienen muy poco que ver con el estilo propio de santificación de los seglares. ⁷ Incluso existe el despropósito jurídico de los Institutos Seculares de vida contemplativa, seguramente creados con la buena intención de complicar aún más las cosas. Por muy partidarios que seamos de la vida contemplativa (y sería hermoso que fuera más frecuente entre los cristianos) resulta difícil pensar en la posibilidad de que un buen sacerdote secular, o un seglar que verdaderamente lo sea, puedan dedicarse oficialmente a la vida contemplativa sin dar al traste con los deberes propios de su estado y condición. Aun admitiendo que cualquier cristiano puede ser contemplativo en medio del mundo, no hay que olvidar que una cosa es la oración o la vida contemplativas y otra muy distinta el estado de vida contemplativa; y es de admitir que este último es de por sí una situación difícil de componer con un estado de vida secular. Tal vez también aquí serían necesarias unas oportunas clarificaciones del Magisterio que dieran luz sobre estas cuestiones.

    De todos modos tengo la impresión de que el problema no había hecho más que empezar, y que la ponderada promoción de los seglares causará a la Iglesia implicaciones mucho más graves que las señaladas hasta aquí. Siempre me ha asaltado el temor de que nos aguardan males mucho mayores: Pasó el segundo Ay; pero el tercero viene en seguida. ⁸ Desde luego no es bueno sembrar vientos, porque seguramente se recogerán tempestades. Y eso es precisamente lo que parece haber sucedido en la Iglesia.

    La tan traída y llevada promoción de los seglares iba a producir en la Iglesia consecuencias demasiado importantes. Tales como probablemente nadie hubiera podido predecir ni imaginar.

    Sería difícil intentar explicar el significado y el alcance de tal promoción. Probablemente nadie lo ha sabido nunca. Pero eso es justamente lo que sucede con las expresiones felices, o afortunadas si se quiere: caen bien, son acogidas con agrado, y nadie se pone a examinarlas despacio para saber lo que significan. Los tópicos, por ejemplo, no son sino una subespecie de las expresiones felices (a excepción de los demasiado aburridos que suele utilizar el clero), y por supuesto que no se exige de ellos que tengan contenido alguno conceptual: simplemente basta con que suenen.

    Pero ¿por qué era necesario que los seglares fueran promovidos…? ¿Y en qué habría de consistir exactamente la tal promoción?

    Todo el mundo sabe que la simple formulación de esta clase de preguntas es un detonante del escándalo. Aunque el escándalo en este caso, como sucede también en tantas ocasiones, no es sino una forma de tratar de disimular la imposibilidad de proporcionar una respuesta convincente. O sea, una vez más la irracionalidad contra la racionalidad.

    Examinadas las cosas fríamente promover no puede significar aquí otra cosa que elevar a una persona de estado o condición. Lo que dicho de esa manera, sin más ni más, parece que suena a algo fácil y sencillo. El problema aparece cuando se aplica ese concepto a los laicos. Porque surgen inmediatamente una multitud de cuestiones cuya respuesta es difícil de encontrar, por no decir imposible.

    3

    LA PROMOCIÓN DE LOS PRESBÍTEROS

    (LA HISTORIA MÁS GRANDE JAMÁS CONTADA)

    Se ha hablado y escrito mucho acerca de las intenciones de Cervantes al escribir su Quijote , dando por cierta la existencia de una cierta filosofía contenida en el libro. Lo que implica suponer que Cervantes estaba animado por motivos más profundos de los que aparecen a primera vista.

    Con frecuencia, sin embargo, la explicación más sencilla es la más verdadera, o la que más se acerca a la realidad al menos. A pesar de lo cual, si alguien se atreve a mantener una explicación simple y obvia, prescindiendo de profundizaciones profusas e innecesarias, pasa sin más a formar parte del grupo de los ignorados por la Alta Crítica. Claro que tal cosa solamente supone problema a quien se sienta dispuesto a considerarlo como tal, así como a olvidar el sencillo principio de que ignorar es lo más peculiar y lógico que a su vez puede hacer un ignorante.

    Y lo que parece más evidente y sencillo a primera vista, o al menos yo así lo creo, es que Cervantes no se propuso otra cosa que la de acabar con la que él consideraba horrenda plaga de los libros de caballerías.

    Igualmente es obligado reconocer que, también con no escasa frecuencia, las obras geniales literarias (en prosa o en verso) sobrepasan en mucho a las intenciones que sus autores tal vez se propusieron. Y aquí vendría bien traer a colación (aplicando una sutil y lejana analogía) lo que sucede con el carisma llamado de profecía, cuyo contenido y significado de las visiones van más allá de lo que son capaces de comprender aquéllos a quienes van dirigidas, e incluso por lo que se refiere al mismo vidente (si se prescinde de los anuncios proféticos de Jesucristo).

    Sea de ello lo que fuere, aquí nos vamos a decidir por lo sencillo y obvio, a pesar de los riesgos que tal cosa lleva consigo, dando por establecido que Cervantes sólo pretendía acabar de una vez con los libros de caballerías. Lo que hace suponer que actuaba animado por su falta de fe, y hasta por verdadera inquina, con respecto a la Orden de la Caballería Andante.

    Y en lo que se refiere ya más concretamente al personaje de Don Quijote, la crítica universal, con extraña unanimidad, ha estado siempre conforme en que Don Quijote estaba loco. Y loco de atar, además. De ahí el carácter de buena acción que nadie ha dudado nunca en asignar a la que llevaron a cabo el Cura y el Barbero, con la complicidad del Bachiller Sansón Carrasco. Me refiero a la de hacer regresar a casa al pobre Don Quijote y ponerlo en trance de recuperar su buen juicio, hasta el momento de su muerte.

    Por lo cual no dejará de llamar la atención el hecho de que yo sienta extrañeza ante la unanimidad de juicios sobre la locura de Don Quijote. Y de ahí que me vea en la necesidad de intentar alguna forma de explicación. Sobre todo para evitar (en lo posible) que nadie se exceda en severidad al aplicar a la mía el mismo calificativo que a la mente de Don Quijote.

    Es evidente (aunque no para todos en este caso) que el mundo se ha vuelto loco: los Gobiernos, los políticos, las Instituciones, el mundo de los intelectuales, del arte y de la cultura, la masa de la población…, y hasta la misma Iglesia al parecer (o muchos hombres de Iglesia, ya que no es mi deseo escandalizar a nadie). Pero si esto es así, ¿quién será capaz de pretender estar cualificado para tachar de loco a Don Quijote? En un manicomio (hoy clínica psiquiátrica), pongamos por caso, son considerados locos los enfermos mentales que se encuentran dentro; aunque todos ellos, a su vez, es probable que estimen como locos a los que están fuera. Por supuesto que aquí únicamente cabe hacer una afirmación juiciosa: los locos son, a no dudarlo, los inquilinos del manicomio. A pesar de lo cual, sin embargo, si es que se está dispuesto a aplicar la lógica con seriedad, siempre se podrá decir (con ciertas posibilidades de abrir campo a la discusión): ¿Desde cuándo los locos están capacitados para cualificar como locos (de otra variedad) a algunos de sus semejantes? ¿Estamos ante locos de una especie diagnosticando la locura de locos de otra, la cual se supone peor…? Pero si esto es así, como parece serlo, habría que admitir que la calificación de locos, reservada exclusivamente para los enfermos de un establecimiento psiquiátrico, no pasa de ser una mera convención social; por más que sea aceptada unánimemente por los que están fuera.

    Pero vamos a intentar centrarnos en la figura de Don Quijote. ¿Cómo se explica el hecho de que todo el mundo, Cervantes incluido, haya estado siempre de acuerdo en que nuestro personaje estaba rematadamente loco? En realidad Alonso Quijano el Bueno, también conocido con el sobrenombre —que él mismo se puso— de Don Quijote o el Caballero de la Triste Figura, no pretendía otra cosa que la de enderezar entuertos. Y no cabe duda de que en el mundo hay demasiados entuertos que enderezar. Por lo cual, a quien intente emprender esa tarea se le podrá llamar idealista, soñador, o cualquier cosa; pero no parece justificado calificarlo como loco por ese solo hecho. Puestos al caso, el mismo Jesucristo decía de sí mismo que había venido a buscar y salvar todo lo que se había perdido (Lc 19:10); y quizá por eso le trataron también como loco (Lc 23:11; Jn 10:20). La verdad es que, si se pone el acento en las intenciones, es preciso reconocer que van a surgir dificultades; salvo que se quiera dar la razón al mundo con respecto a que Jesucristo tampoco se encontraba en su sano juicio.

    Quizá la única posibilidad por la que se podría admitir la locura de nuestro Caballero Andante sea a través de los procedimientos que se propuso seguir. Intenciones aparte, realmente cuesta creer que la manera de enderezar los abundantes entuertos de los que está lleno el mundo sea la de resucitar la Orden de la Andante Caballería:

    Yo, señor barbero, no soy Neptuno, el dios de las aguas, ni procuro que nadie me tenga por discreto no lo siendo; sólo me fatigo por dar a entender al mundo el error en que está en no renovar en sí el felicísimo tiempo donde campeaba la orden de la andante caballería. Pero no es merecedora la depravada edad nuestra de gozar tanto bien como el que gozaron las edades donde los andantes caballeros tomaron a su cargo y echaron sobre sus espaldas la defensa de los reinos, el amparo de las doncellas, el socorro de los huérfanos y pupilos, el castigo de los soberbios y el premio de los humildes. ¹

    Lo cierto es que no basta con que el mundo califique a tal o cual soñador como loco para que haya de ser tenido por tal, sin más preámbulos. Los hombres se han equivocado demasiadas veces en esto, sin que al parecer hayan hecho mucho por aprender la lección. Y lo mismo hay que decir, ya más concretamente, acerca de los procedimientos, con los que será preciso andarse con cuidado antes de calificarlos. Y así por ejemplo, no debemos olvidar que el mundo siempre ha estimado como locura el medio utilizado por Dios para redimir al hombre (1 Cor 1: 18–25). Pues los humanos suelen tomarse poco tiempo, y emplear escasa reflexión, antes de discernir entre la cordura y la insensatez. Sin embargo, puesto que la línea divisoria entre la racionalidad y la locura es tan imprecisa como sujeta a discusión, ¿quién puede pretender estar suficientemente capacitado para trazarla con exactitud?

    De todas formas, y a fin de evitar ir a parar a un callejón sin salida, habremos de adoptar un punto de partida seguro. Por lo tanto vamos a admitir —¿o quizá sería mejor hablar de hipótesis de trabajo?— que Don Quijote estaba realmente loco. Al menos en lo que se refiere a sus propósitos de resucitar la Orden de la Caballería Andante; porque en cuanto a lo de enderezar entuertos, ya hemos visto antes que no sería fácil llegar a un acuerdo. Una vez establecido lo cual, y dando de lado a cualesquiera otros puntos de discusión siquiera sea de momento, podemos pasar ya a nuestro tema principal.

    Mucho se ha hablado y mucho se ha avanzado con respecto a la llamada promoción de los seglares. Tanto es así que casi parece estar conseguida, por más que el proceso continúe todavía en vías de perfeccionamiento. Desgraciadamente ha sucedido aquí lo que suele ocurrir cuando se insiste en uno de los términos —y sólo en uno— de cualquier relación; a saber: que el otro pasa al olvido. Con motivo de la celebración del Concilio Vaticano II, y durante los turbulentos tiempos que siguieron a su clausura, se oyeron voces (ciertamente escasas y tímidas) que se atrevieron a reclamar la promoción del presbiterado. El Concilio —se dijo— había hablado bastante del Papa, de los Obispos, del nuevo Ecumenismo, del prometedor amanecer de la Iglesia (Gaudium et Spes…), y por supuesto abundantemente de los seglares; pero quizá por eso apenas si tuvo tiempo para dedicarlo a los simples curas. ² Por lo cual hasta hubo quien sugirió la necesidad de la celebración de un nuevo futuro Concilio, a fin de abordar un tema que, al parecer, había quedado preterido.

    Sucede, sin embargo (y todo el mundo estará de acuerdo con esto), que parecen existir pocas probabilidades de que se celebre otro Concilio en plazo breve. De hecho han pasado ya bastantes años y nadie piensa en ello. Desde luego no a corto plazo; y ni siquiera a medio o largo. En cuanto a la posibilidad de que el nuevo Concilio centrara su atención en este tema específicamente, las probabilidades se presentan como algo más remoto todavía. Mientras tanto, por una u otra causa, se ha llegado a la deplorable situación en la que se encuentran los sacerdotes a principios de este siglo XXI. Una afirmación que, sin duda alguna, muchos por aquí y por allá querrán matizar; mientras que otros no tan benévolos la rechazarán de plano. ³ Lo cierto de todo esto es que, hacia mediados del siglo pasado, en plena fiebre de la Pastoral Obrera, estuvo muy de moda hablar de los curas pobres (los únicos capaces, según se decía entonces, de proporcionar un testimonio válido). Y luego, lo de siempre. Tanto se habló del tema que al final, no solamente nadie se acordaba de los curas pobres, sino que tampoco había quien hiciera memoria de los pobres curas, lo cual —me refiero a esto último— sí que fue verdaderamente grave. Otra razón más que podría

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