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Las Quemas de Malibu
Las Quemas de Malibu
Las Quemas de Malibu
Libro electrónico302 páginas4 horas

Las Quemas de Malibu

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El San Francisco del futuro es un mundo oscuro donde la realidad es cambiante y las diferentes dimensiones se superponen.


La adolescente Malibu Makimura descubre que puede sentir las emociones de las personas y siente una voz siniestra que crece dentro de ella. Consigue un trabajo en un club nocturno de mujeres, dibujando caricaturas surrealistas. Una noche, mientras dibuja un retrato, siente una emoción siniestra proyectada por una mujer llamada Luciana, quien invita a Malibú a su mansión de Presidio Heights.


Allí, le hace una petición peculiar, y Malibu accede. Con cada acto siguiente, el mal dentro de ella crece, y Malibu comienza a preguntarse si alguna vez volverá a tener el control... o si incluso quiere tenerlo.


Del autor de The Sun Casts No Shadow y Hunt for the Troll, 'Malibu Burns' es una historia negra distópica llena de elementos surrealistas.

IdiomaEspañol
EditorialNext Chapter
Fecha de lanzamiento27 jun 2023
Las Quemas de Malibu

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    Las Quemas de Malibu - Mark Richardson

    PARTE UNO

    SAN FRANCISCO 17 DE MARZO DE 2049

    UNA EMOCIÓN SERPENTEANTE

    Malibu Makimura estaba dándole los toques finales al dibujo de una mujer cuando sintió una sensación progresiva de las emociones de otra persona. Sus extremidades inferiores se contrajeron, la sensación comenzó en sus pies y se deslizó hacia arriba por sus piernas, así como una serpiente siente vibraciones en la superficie de la tierra. Solo que las capacidades sensoriales de una serpiente eran más confiables que sus poderes psiónicos, que irritantemente eran impredecibles.

    Malibu se concentraba en la sensación mientras se deslizaba metódicamente por su pierna. La palabra siniestro saltó a su mente. ¿Era siquiera una emoción? No, probablemente no lo era. Aun así, siniestro era la palabra que mejor describía lo que sentía Malibu.

    Malibu se reclinó en su silla, girando el lápiz entre sus dedos y se concentró en liberarse de la sensación extraña, sacudió su cuerpo, de pies a cabeza.

    No tuve suerte, la sensación seguía firme.

    De hecho, continuaba su ascenso. Ya no se sentía como una serpiente, sino como un pulpo envolviendo sus tentáculos alrededor de sus extremidades y cuello, asfixiándola.

    ¿Estás bien, querida? preguntó la mujer cuyo retrato había estado dibujando Malibu. Su maquillaje estaba pasteleado en gruesas capas sobre su cara, sus mejillas teñidas de rojo y sus cejas estaban afeitadas y pintadas como grandes rectángulos negros y anchos. Lamentablemente de manera bufonesca.

    Estoy bien, dijo Malibu, lo que de repente era cierto. La sensación alienígena, aunque venenosa por naturaleza, se sentía extrañamente seductora, casi como si Malibu estuviera aceptando la sensación. Sentía a la sensación deslizarse a través de su piel, filtrándose por dentro y dando le vida a algo salvaje y furioso que había estado latente.

    ‘Sí’, siseó una voz al interior de Malibu, una presencia que ella odio reconocer. Esa voz le daba la bienvenida al sentimiento, y se alimentaba de la naturaleza malvada de la sensación.

    ¿Puedo echar un vistazo? preguntó la mujer, refiriéndose al retrato.

    Aún no. No está terminado.

    Malibu regreso a concentrarse en su dibujo. Ella dibujaba caricaturas, aunque no tontas y cómicas como las que verías dibujadas en sitios turísticos. Los dibujos de Malibu eran abstractos surrealistas, una mezcla de Picasso y Dalí. Le gusto lo que había hecho con este. Los ojos eran particularmente fríos. Uno lo coloco en lo alto de la cabeza y el otro cerca de la mejilla.

    El contraste funciono. En general, se aseguró de que la mujer se viera interesante y no ridícula; Malibu era considerada de esa manera. El retrato estaba casi terminado, pero por capricho, Malibu agregó una característica más: un cuchillo. Rápidamente, lo dibujó para que pareciera como si hubiera sido clavado a un costado de la cabeza de la mujer. Pequeños rastros de sangre cubrían la parte del cuchillo que tocaba la cabeza. Perfecto.

    Malibu recogió el lienzo y lo giró para que la mujer viera lo que había dibujado. Los ojos de la mujer se entrecerraron y luego se agrandaron. Una expresión de horror se extendió por su rostro.

    ¿Esa soy yo? ella preguntó.

    Claro.

    Pero no se parece en nada a mí. Los delgados labios de la mujer se estrecharon.

    Es tu esencia.

    ¿Mi esencia? Sus labios se fruncieron, su maquillaje se agrietó.

    Ve lo de esta manera, dijo Malibu, tratando de agregar un aire de profesora a su voz. Todos existimos en diferentes esferas simultáneamente, mundos paralelos. Me concentre en derribar las barreras que separan esas esferas de existencia y capturar los diferentes elementos de quién eres realmente. Eso es lo que dibujo, todos esos diferentes elementos.

    Era un discurso ensayado, diseñado para que se sintiera como si estuviera revelando un misterio. Años atrás, Malibu había leído parte de un estudio sobre Charles Manson que discutía su obsesión con el ‘Álbum Blanco’ de los Beatles, y de cómo el creía que las canciones tenían un significado oculto y más profundo, un significado que los propios Beatles desconocían. Como si una fuerza desconocida había utilizado al grupo pop para canalizar su mensaje. Malibu obviamente no aprobaba el camino asesino que siguió Manson y su familia, pero se sintió atraída por la idea de múltiples mundos. Sin embargo, descubrió que el discurso ayudaba a calmar clientes insatisfechos.

    Ya... ya veo, dijo la mujer. Se inclinó hacia adelante para ver más de cerca. Una sensación de comprensión invadió su rostro. Sus ojos se iluminaron, y las cejas pintadas se elevaron. ¡Me encanta!

    Estoy tan feliz. El sentimiento malévolo envolvió sus tentáculos con más fuerza alrededor del cuerpo de Malibu y apretó. Fue difícil respirar.

    El cuchillo es tan… La mujer se calló, sonrió, como si estuviera feliz de haber descubierto un delicioso secreto. La mujer buscó en su enorme bolso y sacó cinco shekels. Colocó las monedas en la mano de Malibu, tomó el dibujo y se apresuró hacia la salida.

    Malibu trabajaba en el Kit Kat Club, un club nocturno solo para mujeres en la calle Green, a dos cuadras de Broadway, situado a las orillas de North Beach. Ella llevaba tres semanas trabajando ahí; contratada por la dueña, Hilda Martínez, de múltiples papadas y pelucas. Hilda había seguido una corazonada y contrato a Malibu con la esperanza de que su talento artístico le gustara a la refinada clientela del club. Lamentablemente, el experimento no dio resultado. No había demanda por parte de los clientes.

    Las mujeres adineradas que frecuentaban el club en su mayoría no querían que las dibujaran; solo querían relajarse. Malibu había escuchado rumores de que Hilda estaba reconsiderando su decisión y que sus días probablemente estaban contados.

    El salario base era pésimo, y se esperaba que las camareras, cantineras y otras mujeres jóvenes que trabajaban allí sobrevivieran de las propinas. Para impulsar el negocio, la mayoría usaba atuendos llamativos: minifaldas, pantalones cortos estilo Daisy Duke, medias de red, blusas con escote, tacones de aguja y perfumes extra fuertes diseñados para atraer a las clientes, hacerles cosquillas por dentro y solicitar una reacción animalística.

    Malibu no se consideraba una mojigata y, aunque solo tenía diecinueve años podría haberse puesto uno de esos outfits atrevidos, pero siempre había sido tímida, francamente, no se sentía cómoda promocionarse de esa manera.

    En el trabajo, optaba por usar vestidos que le llegaban hasta los tobillos y suéteres tipo cárdigan delgados. Al igual que sus dibujos, sus atuendos no generaban ningún interés en las clientes. Realmente, era un fracaso.

    Desde su primer día en el club, se dio cuenta que la verdadera acción estaba en los cuartos traseros. Lo que sucedía allí nunca se platicaba, pero no era difícil de adivinar.

    Malibu jugueteó con los cinco shekels que consiguió por su dibujo, los giraba en la palma de su mano. A unos metros, una chica persa con un traje de bailarina exótica se pavoneaba hacia una mesa donde una triste mujer con joyas relucientes estaba sentada sola. Malibu escucho a la niña susurrar al oído de la mujer: ¿Te gustaría un baile privado? La mujer reprimió una sonrisa y asintió. Malibu observó cómo la tomo de la mano y la guio a una puerta lateral.

    Tal vez seria inevitable que Malibu terminara poniéndose un atuendo más atrevido y siguiera ese mismo camino. Después de todo, una niña necesita sobrevivir y sus opciones eran limitadas. Y desde la tragedia con sus padres, estaba sola. Seguramente las actividades en la parte trasera del club pagaban mucho más que cinco míseros shekels. Además, haría cualquier cosa para evitar regresar al campamento de indigentes.

    Entonces que esperaba…

    La sensación alienígena oscura le dio un apretón en el cuello, como si protestara que estaba siendo ignorada. Malibu dejó caer los shekels en el bolsillo del suéter. Dejó que sus ojos vagaran por el club hasta que aterrizaron en una mujer del lado opuesto sentada sola en una mesa tomándose un cóctel. Traía un vestido con estampado de leopardo. Bajo la luz difuminada, era difícil calcular su edad. ¿Cuarenta? Más, probablemente cincuentona, pero era un paquete tan pulcro, emitía un aire de autoridad, hacia que su edad pareciera irrelevante. Una de sus piernas estaba enganchada sobre la otra en la rodilla. El pie en el aire se movía. Sus anteojos estaban posados en la punta de su nariz. Mientras Malibu la veía, sintió que la sensación se volvió más feroz, abrumadora, y su voz interior se hacía más fuerte, como si las dos se alimentaran entre sí.

    La mujer miró directamente a Malibu. Empujó sus anteojos hacia atrás, hasta el puente de su nariz, tratando de obtener una clara vista. Obligando a la sensación en ella, Malibu parpadeó y desvió la mirada, como si fuera letal mirar a la mujer, como si hubiera volteado al sol y ahora sus pupilas ardieran. Dejo su puesto de arte, y caminó hacia la barra donde Hilda estaba lavando vasos.

    ¿Conoces su historia? le preguntó a Hilda. La de la blusa con estampado de leopardo.

    La peluca de Hilda ese día era de un púrpura brillante. Llevaba un kimono negro extra grande con lunares rojos que cubrían su figura rotunda. Hilda levantó los ojos y miró a la mujer. Con el ceño fruncido, dijo: Esa es Luciana. Ella trabaja para el presidente. Te sugiero que te mantengas alejada.

    ¿presidente? Malibu le echó otro vistazo a Luciana, le dio la bienvenida al ardor y quería sentir más. Como si escuchara su súplica, la oscura sensación la estranguló. Ella tosió.

    Tranquila, dijo Hilda, y le dio una palmada en la espalda. Así es, el presidente. No le dio más detalles. Había terminado de lavar los vasos y comenzó a secarlos con una toalla limpia.

    Presidente. Sonaba caricaturesco, un nombre que podrías darle a un jefe criminal de un cómic. Malibu no sabía quién era el presidente y, francamente, no le importaba. Su mente estaba fija en Luciana. ¿Así que ella es su novia o algo así?

    Hilda se encogió de hombros. No encaja en el perfil. La gente dice que es una bruja, que puede controlar el clima, locuras. Como te dije, es mejor mantenerte alejada.

    ¿Controlar el clima?

    Hilda se encogió de hombros de nuevo.

    Malibu siguió mirando a Luciana, que ahora tenía la cabeza inclinada hacia atrás y parecía haber dejado que su mente divagara, tal vez contemplando el significado del universo.

    La siniestra sensación cambió de nuevo, ahora se sentía como una nube negra que la envolvía. De esta forma, era un poco más fácil de respirar.

    Hilda trató de deslizarse por atrás de Malibu para alcanzar unos vasos sucios, pero el área detrás de la barra era estrecha y su cuerpo era tan ancho que las dos mujeres quedaron atrapadas momentáneamente. Malibu hundió su estómago, lo que permitió a Hilda pasar.

    Una bruja. Eso es una locura. Apuesto a que ayuda con las apuestas, drogas, extorsión, ese tipo de cosas. ofreció Malibu.

    Hilda frunció el ceño. Hizo y silbo mientras se esforzaba por recuperar su aliento después del breve esfuerzo. Ves demasiadas películas.

    Malibu no podía discutir con eso. Era una cinéfila, siempre lo había sido, desde que podía recordar. De repente vio a un hombre acercarse a la mesa de Luciana. Nunca antes había visto a un hombre en el club, y casi esperaba que estallara en llamas. Parecía tener poco más de sesenta años, con una cabeza calva y brillante y un cuello grueso. Su rostro tenía una expresión sombría y seria, su boca cerrada en un ceño fruncido. Vestía un traje negro, camisa blanca, corbata negra y guantes blancos. Era la viva imagen de Max en Sunset Boulevard, una película que Malibu había visto decenas de veces a pesar de tener casi cien años.

    Max, como pensaba Malibú en él, se inclinó y le susurró al oído a Luciana. Mientras, Malibu sintió que la nube negra que había estado flotando a su alrededor se evaporaba. Luciana tomó otro sorbo de su bebida y colocó el vaso todavía medio lleno sobre la mesa.

    Se puso de pie mientras Max dejaba algunos shekels sobre la mesa. Malibu observó cómo Max tomo a Luciana del codo y la conducía hacia la salida.

    Malibu salió del club exactamente a las 7:48 p.m., se puso una gabardina y camino afuera. La niebla cubría las calles y edificios. Era el crepúsculo, y la luz del sol restante se deslizaba entre la niebla, la luz se astillaba y reflejaba en las calles húmedas.

    Malibu caminó hacia Chinatown, luego cruzo a Waverly Place, hasta una entrada sin letreros de un local de ‘Memory Station’. El lugar era una reliquia, uno de los pocos locales que aún existían, construido en una época en que tales establecimientos eran comunes. Antes, la mayoría de la gente, al menos aquellos que podían, tenían consolas instaladas en sus hogares. Malibu se agarró de un pasamanos mientras bajaba una escalera estrecha y empinada y abrió una puerta. Un viento racheado bajó las escaleras y la siguió hasta la entrada.

    Un hombre de aspecto indigente estaba sentado en el suelo, con los hombros caídos, la cabeza agachada y una mirada cansada. Cuando la puerta se cerró de golpe, levantó la mirada hacia Malibú. Llevaba zapatos con punta de ala que parecían tener un millón de años con agujeros en la suela y sin agujetas. Con ojos ahogados, le preguntó a Malibú: ¿Puedes darme un shekel? Quiero volver a ver a mi hija. Quiero ver a mi esposa.

    Malibu buscó dentro de su gabardina y sacó una moneda del bolsillo de su suéter. Caminó hacia donde estaba sentado el hombre y colocó la moneda sucia en su palma abierta. Sus manos se veían oxidadas y cubiertas de grasa. Apretó la moneda con fuerza, con los ojos desorbitados. Se puso en pie de un salto con sorprendente vigor y corrió hacia un mostrador donde una anciana china estaba sentada hojeando una revista. El cabello de la mujer era gris y ralo, áspero y salvaje, como un estropajo usado.

    Una hora, una hora, una hora, dijo el hombre mientras golpeaba la moneda con fuerza sobre el mostrador.

    La mujer recogió el shekel del mostrador con el pulgar y el índice, como si estuviera levantando algo desagradable, lleno de caca. Ella asintió hacia un pasillo. Habitación tres.

    Después de que el hombre pasó junto a ella, Malibu fue al mostrador y dijo: Me da una hora también. Mientras hablaba, Malibu tocó la mano de la anciana y vio sus pensamientos. Solo había visto los pensamientos de una otra persona, su padre. Fue discordante que sucediera de nuevo, y con un extraño. ¿Qué había desencadenado la intuición, qué había causado que se disipara la fina tela que mantenía separadas sus dos realidades? Malibu solo podía adivinar. La mente de la mujer estaba enfocada en las prosaicas realidades de la vida: renta, comida, familia. Antes de que Malibu pudiera ver algo más sustancial, la visión psíquica se detuvo, como un muro.

    Habitación número nueve, dijo la mujer mientras alejo su mano del toque de Malibu.

    El suelo del pasillo estaba cubierto con una alfombra sucia. La puerta estaba abierta, Malibu entró y cerró la puerta. En el interior, las paredes eran amarillas, la pintura estaba agrietada. Había un sillón reclinable y encima una consola, que parecía una secadora de pelo antigua, del tipo que solías ver en las películas antiguas. Vio la luz roja de encendido.

    Malibu se sentó en el sillón y bajó la consola sobre su cabeza. Pudo sentir como se sincronizo con su corteza, un matrimonio entre mente y máquina.

    ¿En qué parte del cerebro se almacenaban los recuerdos? Era una pregunta que Malibu se había hecho antes, pero nunca se molestó en investigar.

    En cuestión de segundos, se sumió en un estado de sueño, con los ojos cerrados, los globos oculares moviéndose de izquierda a derecha.

    Pero no estaba dormida, y aún mantenía el control de sus pensamientos, lo suficiente como para dejar que su mente ordenara un catálogo de recuerdos hasta que diera con el correcto. Era un recuerdo al que había regresado una y otra vez. Sentía que había marcado un punto de inflexión en su vida, al menos en la forma en que interactuó con su padre. Con cada revisión, lo que llamaba la atención de Malibu era cuántos detalles nuevos descubría, cuando la escena se enfocaba nítidamente. Al vivir el evento, parecía que no podía procesar mucho. Las imágenes, como una película, parpadeaban en su mente.

    Playa de Santa Mónica. Octubre.

    A pesar de ser las primeras semanas de otoño, los rayos del sol la golpeaban fuertemente. Malibu observó a su yo de dieciséis años mientras chapoteaba en el Océano Pacífico, a solo unos metros de la orilla. En la playa estaba su madre, con una sonrisa dibujada en su rostro. Malibu notó que los dedos de los pies de su madre estaban enterrados en la arena y sus brazos estaban ligeramente rosados con sus hombros pecosos. Su cabello rubio caía debajo de un sombrero de ala ancha, y traía unos enormes lentes de sol y un traje de baño negro de dos piezas, su madre brillaba como una estrella de cine.

    Más arriba en la playa, su padre estaba sentado sobre una toalla de playa. A diferencia de su madre, el no traía sombrero, ni gafas de sol, ni cualquier otra protección contra el sol. Aunque estaba sentado, Malibu podía ver que estaba esbelto, con el estómago plano y firme como una tabla de surf. Estaba leyendo un libro y su rostro tenía una expresión serena. La misma expresión que Malibu había visto en todas las fotos tomadas de su padre desde sus días de niño en Japón. Su cabello era largo, cayendo hasta sus hombros.

    Se habían formado patas de gallo alrededor de los bordes de sus ojos. Traía puesto un collar de cuero con un diente de tiburón colgando. Parecía más un surfista que el profesor de física que era.

    El libro que leía eran las memorias escritas por Timothy Leary, el profesor de Harvard de la década de 1960 y pionero del LSD. Su padre se había obsesionado recientemente con los poderes expansionistas de la conciencia de la droga. Había leído innumerables reportes científicos sobre el tema de las drogas psicodélicas y testimonios de personas que afirmaban que el LSD les había brindado experiencias místicas que les había permitido deshacerse de las ataduras del mundo material y experimentar algo más profundo, más espiritual. El padre de Malibu creía que la droga podría ofrecer un camino para conectarse mejor con su hija, para llegar al nivel en el que ella existía pero que él no podía alcanzar.

    Temprano, había recibido una micro dosis de LSD de un colega del Instituto de Tecnología de California que había iniciado unos experimentos del LSD. Sólo eran cien microgramos.

    Dado que es tu primer vez, había dicho el colega, Te sugiero que tengas cuidado. Lo ideal es que te acompañe un guía, alguien que pueda guiarte en el proceso.

    El padre de Malibu le aseguró al colega que no era necesario un guía. Había elegido la playa para su primera vez porque sabía que era un lugar donde se sentía particularmente cómodo. Sin decirle a su esposa e hija, se lo colocó en la lengua y tomo un sorbo de agua una hora antes de que comenzara la memoria generada. La dosis era un pequeño cuadrado de papel con una imagen de Yoda. Tan pronto como los efectos comenzaron a aparecer, Malibu reconoció la diferencia en los procesos de pensamiento de su padre. Sus pensamientos siempre eran claros como una estación de radio y ella los podía sintonizar. Aunque se había acostumbrado un poco a la experiencia, el hecho de que pudiera leer los pensamientos de él, sacudió a Malibú. Leer la mente debería ser imposible. ¿Verdad?

    Malibu accedió al recuerdo justo cuando la droga se activaba. Sus pensamientos se expandieron y se volvieron maravillosamente extraños. Podía sentirlo luchando contra los efectos más extremos de la droga, mientras también se dejaba llevar por un río de conciencia cambiante. Era demasiado para que lo controlara una chica de dieciséis años; aún era mucho para una chica de diecinueve años, aunque las repetidas visitas amortiguaban el impacto.

    ¿En qué estoy pensando? preguntó su padre.

    Malibu sintió que la pregunta flotaba en el tiempo y espacio y chocaba contra su mente. Su padre había dejado el libro y miraba a través de la arena hacia donde ella chapoteaba en el agua. Vio un canguro tan vívidamente como si estuviera saltando frente a ella. Un canguro, pensó Malibu en respuesta.

    ¿Ahora? preguntó.

    Nuestro perro, Sadie.

    ¿Ahora?

    Ya no quiero hacer esto, pensó. Vamos a descansar.

    Su respuesta cayó en oídos sordos. El padre de Malibu siguió lanzándole preguntas. Su mente científica estaba ansiosa por recopilar datos. Pero después de unos minutos, se detuvo. Malibu detectó que su mente había viajado por un camino inquietante, extraño y tortuoso. Los colores se habían vuelto más vibrantes, los sonidos más vivos, sus sentimientos más intensos. Todas sus percepciones se intensificaron. Las percepciones de Malibu también se intensificaron.

    Podía acceder a su experiencia, al mismo

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