Patti Smith no está escribiendo. «No tardaré mucho –me dice–. Pero hace un tiempo ya. Hace unas semanas. Y estoy en ese estado de la nada». Estamos tomando el té en su habitación de hotel en París. Hablamos de una página de su último libro, A Book of Days, un volumen de fotografías con pies de foto que contiene una entrada para cada día del año. Las imágenes captan la textura de su vida cotidiana.
El libro también comparte objetos significativos para ella, cosas que pertenecieron a muchas personas importantes en su vida que ya han muerto: el llavero de su madre, la pelota de golf de su padre, el sombrero del poeta Lawrence Ferlinghetti, un collar que le regaló el artista Robert Mapplethorpe envuelto en tejido negro, la guitarra Mosrite de su difunto marido. Estos objetos siguen teniendo para ella una carga, la energía del dueño perdido.
La página que nos ocupa es una fotografía reciente de Smith, tomada en su apartamento del West Village de Nueva York, en la que aparece sentada, con la cabeza apoyada en una mano y la mirada perdida. Cuando vio el retrato, se dio cuenta de que su postura y su mirada eran idénticas a las de su difunta madre,