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Historias de amor
Historias de amor
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Libro electrónico591 páginas7 horas

Historias de amor

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Hay veces que el amor de pareja te dura muchos años pero no es este caso. Aquí el amor romántico dura lo que dura, a veces tres años, uno o seis meses. Pasan personas maravillosas por tu camino aunque vivas rupturas dolorosas. Las odias un tiempo porque te dejan o las odias porque las tienes que dejar por ser un cabrón. De todas maneras, se aprende y se mejora para que la próxima vez que te enamores pongas en práctica lo que has aprendido... o no puedas gestionarlo y repitas patrón porque necesites ser más mayor para quererte bien y hacerlo mejor. Lo importante es saber que no son fracasos sino historias de amor.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento19 jun 2023
ISBN9788411811026
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    Historias de amor - Bi Martínez

    1500.jpg

    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Bi Martínez

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz

    Diseño de portada: Rubén García

    Supervisión de corrección: Ana Castañeda

    ISBN: 978-84-1181-102-6

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    .

    Dedicado a estas personas que son mi luz

    M. Martinez Fdez.

    A. Padial Acosta

    N. Martinez

    M jr Martinez

    Y a mis queridos Especialistas:

    M. Badawi (neurosiquiatra)

    B. Rey López (Sicologa)

    V. Baumart (Terapeuta niña interna)

    AMOR 1

    LAS PRIMERAS MARIPOSAS

    Tenía catorce años y todavía no me había bajado la regla, pero ahí estaba yo, experimentando el amor.

    Mis primeras mariposas revoloteando por el estómago. Mis nervios eran autónomos, mi vida tenía sentido; estaba empezando a enamorarme de él. Él fue el primer gilipollas que se cruzó en mi camino. Mi primer «novio», porque sin comillas no sé cómo llamarlo; era un chico de mi clase.

    Lo recuerdo perfectamente, aunque la etapa fue graciosa y, después de tantos miles de novios que he tenido hasta el día de hoy, es curioso que lo recuerde todo, todo, todo.

    Empezaba el instituto y yo sin la regla. Él iba a mi clase y al principio todo es guay: no conoces a nadie, todos te caen bien, pero a medida que avanzas el curso ya sabes con quién sentarte, con quién y a quién negarle el típex.

    No marchó bien el comienzo, nos llevábamos muy mal. Si él decía A, yo B; si el entraba en clase antes, me cerraba la puerta en las narices. A la hora de los descansos, peor aún. Si yo hablaba con alguien, él se metía en la conversación; toda una serie de tonterías para fastidiarme.

    Está claro que todo eso era amor. Bueno... amor... tampoco, definitivamente era mor.

    Los profesores y los compañeros ya se estaban dando cuenta de que entre nosotros iba a surgir una chorrada de relación. Mi grupo de amigos de clase cada día me preguntaban algo.

    —¡Hey! Tía, ¿qué pasa con él?

    —¿Quién es él? respondí.

    —Él.

    —Ah… ¿Él? No pasa nada.

    —Sí que pasa, porque cada día os picáis. Siempre estáis igual.

    —Pues entonces pasa lo que ves.

    —Pero qué vemos.

    —No sé, él está ahí mal metiendo y no me deja tranquila.

    —Ahí pasa algo…

    —Pues pregúntaselo a él.

    —Vale, pero entre los dos hay algo.

    —Pues vale —finalicé.

    En 1991 mantenías conversaciones de este tipo; hoy en día obvio que pones un emoticono y no hay más que hablar. Dos meses después todo seguía igual: ojos azules continuaba agobiándome, yo rebotándome; él detrás, yo delante; él a la izquierda, y yo a la derecha, hasta que un día discutimos en mitad de una clase de matemáticas. El profesor nos echó a los dos de clase y afuera, cerrando la puerta para que mis compañeros no escucharan tal bronca, nos dijo.

    —¡¿Qué pasa entre vosotros dos?!

    —Nada —respondí.

    —Es ella.

    —¡Ella de qué! —contesté nerviosa.

    —Eres tú.

    —Cállate —le desprecié.

    —¡Basta! —gritó nuestro profesor—. Hasta que no os deis un beso, no entráis en clase.

    El profesor se giró, abrió la puerta y entró. Allí estábamos los dos, parados, sin mirarnos.

    —Bueno, qué —me dijo en tono chulesco.

    —Bueno, qué de qué. No voy a besarte.

    Me miró durante dos segundos y me plantó un beso que me entró taquicardia.

    Yo lo miré con ganas de pegarle un guantazo, pero no lo hice, así que después de diez minutos entramos los dos en clase. El profesor nos miró, rio y nos dijo.

    —Espero que a partir de ahora todo vaya mejor.

    —Vale.

    —Seguro —dijo él.

    Fue ahí donde tuve mi primera relación masculina.

    Qué recuerdos… El primer regalo que me hizo fue una pulsera superchunga de esas que se meten en el dedo corazón y se da la vuelta por el índice y pasa por el pulgar sin antes enrollarla con el meñique hasta que llega a la muñeca, y ahí le das tres vueltas y… voilà, la podías cerrar. Ese regalo era la pista para pensar que no podíamos durar mucho. Y así fue, creo que de los seis meses no pasamos.

    Todo era maravilloso: salíamos al descanso de la mano, entrabamos de la mano, nos sentábamos juntos, íbamos al lavabo los dos a la vez, él me esperaba fuera, me volvía a coger de la mano, llegábamos a clase de la mano, nos íbamos a casa y... de la mano, picaba al ascensor con su mano... y entre salidas, entradas, lavabos y ascensores nos morreábamos.

    Patético y cargado de inexperiencia. Y nadie nos dejó de hablar, lo agradezco. Pero tanta mano, tanto amor, tanta tontería no existe. Y comenzaron las peleas.

    —¿A dónde vas? —me decía.

    —A ningún sitio —respondía desganada.

    —Entonces, ¿por qué no te quedas aquí?

    —Porque no.

    —Pues quédate aquí conmigo.

    —Me estoy agobiando.

    —Pues vamos los dos donde quieras.

    —No.

    —¡¿Qué?! —gritó—. Pues vale, vete con ellas, que yo voy con ellos.

    —¡Bien! —sobresalté.

    —¡Bien!

    Y estábamos todo el día sin hablarnos, sin cogernos de la mano y sin morrearnos.

    Al día siguiente lo mismo. Al otro también. Las semanas pasaban, nuestro amor se estaba acabando poco a poco pero deprisa; una cosa muy rara.

    Todavía estábamos saliendo en el año cuando cumplí los quince y me di cuenta de que no era el amor de mi vida, que no sería el marido perfecto y, sobre todo, que no era el novio para irme de vacaciones a Ibiza. Así que un día cualquiera de un mes cualquiera cuando llegué a la puerta de la escuela y lo vi, hablé con él.

    —Tenemos que hablar —dije.

    —Pues habla.

    —Corto.

    —Vale.

    Y fin de la historia. Ni explicaciones, ni lamentaciones, ni reproches. Los «novios» de esa edad son realmente idiotas. Los dos lo fuimos, pero tiene su lado bueno, ni piensas tanto ni preguntas por qué. Maravilloso año 1992.

    Todo pasó medianamente bien, aprobamos el curso y nos cambiamos todos de colegio porque solamente podías hacer dos años de estudio allí. Para el resto de cursos tenías que buscarte la vida.

    Por 1993, aun con unos largos quince años, empecé a ser mujer. estaba en la conversión de niñata a adolescente.

    AMOR 2

    ADOLESCENTES DESVIRGADOS

    Encontré un colegio donde acabar mis estudios. No estaba cerca de mi casa y tenía que coger el metro, cosa que te hacía sentir un pelín más madura, una adolescente con autonomía.

    Vuelta a empezar con gente nueva; compañeros de clase nuevos, profesores nuevos, mesas nuevas, libros nuevos, etc. No sé si era la edad, pero nos llevábamos bastante bien todos. Salvo una zorra que había en clase, el resto éramos jóvenes sin maldad, ingenuos y normales.

    Las filas de las mesas estaban en dos partes a la izquierda y a la derecha dejando un pasillo en medio para el profesor. Me sentaba casi la última por vergüenza y en esa fila estuve saliendo con mi compañero durante un largo año.

    Pasadas un par de semanas, el chico que se sentaba detrás de mí, en la fila de arriba, se le olvidaba traer algo, papel, bolígrafos… Material de estuche, básicamente.

    Y caí en la trampa. Fuimos novios.

    Tic toc, el dedito en mi hombro.

    —Dime —dije.

    —¿Tienes una hoja de libreta?

    —Sí, claro.

    —Dame una.

    Arranqué una y se la di. Solo me quedaban doscientas cuarenta y nueve, y no era plan de regalar hojas.

    —Gracias —me respondió.

    Cuando tocaba la campana, era la hora del descanso. Bajábamos todos hasta la calle para merendar, fumar o ligar. Sí, en el colegio también se ligaba. Creo que se ligaba más que se estudiaba, aunque también se fumaba más que se estudiaba.

    Se acercó hacia mí y me dijo.

    —Gracias por la hoja, es que hoy no me traje nada —dijo con un tono simpatiquísimo.

    —De nada, era una hoja.

    —Ja, ja, ja. —Rio—. ¿De qué cole vienes?

    —De uno donde estudiaba un idiota.

    —¿Un colegio público? ¿Cuál?

    —No, no, privado, privadísimo. Había días que no nos dejaban entrar.

    —Ja, ja, ja. —Volvió a reír—. Yo empiezo tercero, porque en el otro solo se hacían dos años.

    —¡Yo también! —exclamé—. Tienes el auxiliar.

    —Ah… vale, vale… Pues igual que yo.

    —La gente de aquí parece simpática; no te miran mal —dije para seguir hablando con él.

    —Sí, yo conozco a una que es de mi barrio. El resto son desconocidos.

    Antes de preguntarle quién era la de su barrio, recé cinco padrenuestros mentalmente para que no dijera que era la pelirroja que más que sentarse a su lado se sentaba encima de él. «Para qué sentarse en su silla», me preguntaba muchos días.

    —¿Y quién es la chica de clase que es tu amiga?

    —La pelirroja que se sienta a mi lado.

    Me costó tragar por no escupir y le dije.

    —Ah vale, ¿la chica esa que está mucho encima de ti?

    —¿Encima de mí? Ja, ja, ja, esa.

    —Parece maja.

    —Sí, es muy simpática. Es del barrio y vecina mía.

    —Parece mayor que nosotros.

    —Yo tengo dieciséis, ¿y tú?

    —Dieciséis cumplí antes de empezar el insti. ¿Cuántos tiene ella?

    —Es uno o dos años mayor que nosotros. Diecisiete o dieciocho.

    —¡Caramba! —exclamé.

    Si tenías dieciocho y estudiabas con gente de dieciséis es que las cualidades intelectuales te flojeaban. En ese momento me sentí aliviada, pero luego entraba el factor físico: tenía más tetas que yo, se pintaba más que yo, seguro que tendría sexo más que yo, y eso me provocó celos. Unos celos que no entendía, ya que todavía tenía la menarquia. El sexo no me rondaba por la cabeza, ni tan siquiera pensaba en él. Algo desorientada por mi actitud, seguí.

    —Bueno, si está en el mismo curso que nosotros, eso es que su profe le tendría manía—bromeé.

    —Ja, ja, ja, a lo mejor no se entera.

    —¡Hala! Pobre.

    —Cuando subamos a clase, te la presento de una vez.

    —No hace falta... Ya hablo contigo o con mi compañero, el grandullón que se sienta a mi lado.

    —Pero algún día tendrás que hablar con ella, os esquiváis. ¿Qué hora es? ¿Cuánto queda para entrar? —siguió preguntándome.

    —Diez minutos.

    —Voy a comprar algo para beber y ahora vuelvo.

    —Vale, hasta ahora.

    Cuando entré en clase allí, estaba ella haciéndose notar, sentada encima de la mesa en plan «soy superguay, supermayor», pero la gente no sabía que también era supertonta.

    Me senté en mi sitio, saludé a mi grandullón, cogí los libros que tocaban y empecé a anotar la fecha en mi libreta. Ella seguía hablando con alguien de atrás con un tono alto, pero se le acabó el protagonismo cuando entró el profesor de matemáticas. El rubiales entró por los pelos.

    —Casi no entro —dijo al pasar por mi lado. Le eché una media sonrisa tímida.

    —¿Dónde estabas? —preguntó la zorrirroja.

    —En el lavabo.

    «¿Lavabo?», pensé.

    —No, fui a comprar algo para beber y luego al lavabo —le aclaró.

    —Mierda.

    —¿Mierda? —me preguntó mi grandullón.

    —Mierda de la materia que no me entero —disimulé.

    —Ja, ja, ja. Bueno, llevamos tres semanas, paciencia —me replicó mi compañero.

    —Sí, ya —dije mirando el libro de matemáticas.

    Tic toc, dedito en mi hombro, pero antes de dejarle pedirme nada, le contesté en voz baja.

    —¿Qué pasa?

    —¡Nada! Si luego me pasas los apuntes —dijo.

    —¿Eso quieres? —dije de nuevo en voz baja.

    —Sí, que no me entero, cuando acaben las clases te espero abajo y me los pasas. ¿Te apetece?

    —Bueno, supongo —dije.

    Sonó la campana final, estábamos recogiendo todos cuando la zorrirroja lo agarró del brazo y le dijo.

    —Rubiales, te espero abajo.

    —Vale, bajo enseguida.

    Yo me quedé a cuadros, como las camisas naranjas de aquel año ¿Quién no se había robado una de El Corte Inglés? Estaba quedando con ella cuando también había quedado conmigo. Me enfadé muchísimo y mi egocentrismo me hizo marchar. Bajé rapidísimo por las escaleras hasta llegar a la puerta principal. Cuando respiré el aire contaminado de la calle, me fui derecha al metro sola. No quise esperarlo, no tenía ganas de hablar con esa chica. No me caía bien, aunque no la conociera, siempre contaba cosas que nadie había experimentado aún y por eso me caía muchísimo peor. Tenía unos celos horribles.

    Corrí tanto hacia el metro para no encontrármelos que cuando llegué a la estación ni siquiera tuve que saltar la valla; la traspasé. Pero lo perdí, así que me puse a mirar la hora, a contar paradas del metro, a mirar los planos de los enlaces, a contar las estaciones en el mapa… Y pasó un segundo tren, y allí aparecieron los dos juntos con algunos más del instituto.

    —¡Hey! —gritó el rubiales. Me esforcé en hacerme la sorda—. ¡Oye! —volvió a gritar.

    El metro abrió sus puertas, entré, pero ya estaban muy cerca, me tocó el hombro.

    —¿Cómo que no te has esperado?

    —Sí, te he esperado abajo, pero como no te he visto, pues me he ido porque pensé que también te habías marchado.

    —No, te he estado esperando con ella. Esta es mi vecina, la del barrio. Vais a la misma clase desde hace un mes y ni habláis.

    —¿Qué tal? Tú eres la amiga pelirroja.

    —Hola. Sí, soy yo, la pelirroja. Nunca me habían llamado así. Tú te sientas delante, ¿no? Nunca hemos hablado.

    —Nunca, no necesitamos hojas —respondí para ver su grado de idiotez.

    —¿Qué tengo que necesitar? —Cuando vi el grado de idiotez, me convertí en simpática.

    —Ja, ja, ja. —Rio el rubiales—. Ella es así, siempre con las vaciladas —le explicó con claridad.

    —Y tú, ¿dónde vives? —me preguntó con su no-gracia.

    —¡Aquí! En esta parada —respondí con media cabeza fuera del vagón.

    El rubiales exclamó un ansioso: «¡Mañana te veo!», y cuando cerraron las puertas el tren, siguió su camino y desparecieron. Fue una pena, podría haber desaparecido solamente ella.

    Tener dieciséis años era fantástico. Te gustaba alguien y punto, no pensabas en nada más durante el día, vivías en un eterno presente, no había expectativas y mucho menos calenturas de cabeza.

    Al día siguiente recuerdo que me levanté con unas ganas locas de que fueran las tres de la tarde para entrar en el instituto, para verlo y que me pidiera algo. Sabía que lo iba hacer porque tenía la certeza de que yo le gustaba.

    Dieron las tres menos veinte y marché. El metro llegó a tiempo, subí tranquila y en las dos paradas siguientes me puse nerviosa; era la zona donde vivían el rubiales y la otra. Efectivamente el destino me los puso en mi vagón. Al detenerse el metro, nos miramos sorprendidos y reímos; cuando la zorrirroja asomó por detrás, paré de reír. Ella me saludó cordialmente y el rubiales me dio conversación.

    —¡Ostras! Qué casualidad, el metro es largo… —inició.

    —Pues sí, siempre intento subirme en el vagón más cercano a la salida del insti para no andar tanto —respondí.

    —Nosotros también —dijo ella.

    ¿Quién coño le había dado vela en ese entierro? Pero como no se me debía notar lo mal que me caía, forcé con éxito una falsa sonrisa. El metro paró en nuestra estación y los tres anduvimos hacia la escuela. Al subir las escaleras nos encontramos con mucha más gente y nos mezclamos con ellos, así que no pudimos hablar los doce minutos que había hasta llegar a la puerta del instituto. A cien metros del insti me topé con mi grandullón que iba acompañado de unos amigos de la otra clase. La clase B.

    —¡Rubia! —me gritó.

    —¡Hola! —Me paré con ellos, le dije al rubiales que me quedaba. Su cara me gustó.

    —Ah, vale, nos vemos allí —respondió sin ilusión. Ellos siguieron andando y mi grandullón me presentó a sus amigos.

    —Esta es mi compañera de fila —dijo.

    —Hola —dije.

    —Hola —contestó el primero dando dos besos.

    —Hola —contestó el segundo dando otros dos besos.

    —Acabamos de empezar y todo le parece una mierda —les explicó mi grandullón.

    —Bueno, fue en una clase de matemáticas —justifiqué.

    —Yo también las odio —dijo el primero.

    —Y creo que es una de las asignaturas que más cuentan este año —añadió el segundo. Me dio mucha pereza hablar con ellos.

    —Me han dicho que el año que viene es uno de los más difíciles —dijo el segundo.

    —De aquí al año que viene… —dije por decir algo.

    —Entonces hay que estudiar mucho —soltó el primero.

    —De momento yo voy a ver si apruebo alguna asignatura... —respondió mi grandullón. Y con esa charla de mierda llegamos a la puerta del instituto. Había mucha gente, así que no pude ver al rubiales entre la multitud.

    Subimos al tercer piso y allí me despedí de los amigos de mi grandullón con un: «Luego nos vemos», y entramos en clase.

    Durante las dos primeras asignaturas el rubiales no me dijo nada. Creí que estaría molesto por haberle dejado plantado en el trayecto y decidí que me tocaba a mí dar el paso de hablar.

    —Qué calladito estás hoy.

    —Estoy aquí concentrado.

    —Échate para adelante, que salgo un momento —le dijo la zorriroja. Saltando pidió permiso para ir al baño. Ella siempre tenía algo qué hacer, algo que decir o algo por lo que saltar.

    —¿Adónde vas luego en el descanso? —me preguntó.

    —Iré al bar a comprar agua y me quedaré en las escaleras.

    —¿Me esperas? Yo también tengo que comprar algo.

    —Vale, estate enfrente de la puerta, que luego no te veré con tanta gente abajo.

    —Vale, guapa—me contestó pícaro. Ese «guapa» era una primera señal, pero mi picardía se estaba desarrollando. ¿Qué haces en ese momento con ese comentario? Pues le sonríes y te giras a lo tuyo. Entró la zorrirroja pegando los mismos saltos con los que se fue, entraron además un par más de clase que habían ido a fumar y el profesor de turno. Después de cincuenta minutos de clase aburrida, llegaba el descanso. Tocó la sirena.

    —¿Te vienes a comprar? —me preguntó mi grandullón.

    —Voy al bar con el rubiales.

    —Oye, ¿la pelirroja es su novia?

    —¡Qué va! —exclamé con seguridad.

    —Vale, vale, como siempre están juntos, tenía curiosidad.

    —Porque es de su barrio —dije despreocupada.

    —Ah, vale, voy a comprar y me quedo en las escaleras, te veo en un rato.

    —Nos vemos ahora —dije pensativa.

    Al bajar todos juntos, es decir, todos los cursos, los de tercero, cuarto y quinto, me fue imposible usar el radar para localizar al rubiales. En la pared del edificio de enfrente del insti, apoyada con una pierna la vi a ella y por ende a él.

    —Has bajado la última —dijo ella.

    —No me gusta colgarme encima de nadie.

    —Ja, ja, ja. —Rió él.

    —¿Qué? —dijo ella.

    —Nada —respondí con una negación de cabeza.

    —Venga, vamos chicas.

    —¿Y tú dónde vives? —me preguntó la zorri.

    —Te lo dije ayer.

    —Concretamente en la parada de metro que te señalé, la del otro día —respondió él.

    —¿Y de qué os conocéis vosotros? —continuó preguntando.

    —De aquí —dije.

    —¿De clase? —Siguió ella.

    —Sí, de pedirme cosas.

    —Ahora ya no pido nada, lo traigo todo. —Colaboró el rubiales. Reí.

    —Nosotros somos casi vecinos.

    —Ya lo sé —contesté.

    —Pero ella es mayor —comentó el rubiales.

    —Porque repetí tercero dos veces —dijo sin dramas.

    —¿Solamente dos veces? —dije.

    —Sí, no son muchas, es lo normal.

    —Estaba de broma.

    —Tengo diecisiete años y haré dieciocho en diciembre. Más de uno en clase es de mi edad; más de uno ha repetido.

    —Por supuesto... claro... seguro.

    —Chicas, interesante conversación. Entro en la tienda, ¿queréis algo?

    —No lo sé... Mejor entro contigo —le respondió.

    —Yo me espero fuera. Tomad cincuenta pesetas para una botella de agua.

    Me esperé a que salieran. Ya no me sentaba nada bien verlos juntos, pero creía que si me esforzaba en estar con ellos y ver cómo la otra tonteaba a la mínima oportunidad, al final me acostumbraría a esa situación. Odiaba que fueran tan amigos. Qué cruz.

    Cuando compramos los refrescos y la merienda, volvimos a las escaleras del instituto y en el trayecto ella estaba hablando con el rubiales de lo que haría el fin de semana. Yo callé, no me interesaba nada participar en el coloquio que se montaba solita y si callas tanto se supone que te preguntan: «¿Qué te pasa?», pero ninguno me preguntó nada. Había que cambiar de táctica.

    Llegamos a las gradas donde se encontraba todos; el instituto al completo. No había tantos escalones para tanta gente así que medio colegio estaba de pie. Vi a mi grandullón con sus amigos de la otra clase y pensé que era mi oportunidad de devolverle los celos al rubiales.

    —Me voy con ellos —les dije a los dos idiotas.

    —¿Con quién? —dijo él.

    —Con mi grandullón y sus amigos.

    —Nosotros nos quedamos aquí, que ya va a dar la hora —respondió ella masticando su bocadillo.

    —Pues nos vemos arriba —les dije.

    No sé qué esperaba a los dieciséis años. Todo lo que rondaba por mi cabeza era darle celos y más celos, pero ¿para qué? Para nada, porque no actuaba como yo me esperaba, pero con dieciséis años carecía de buenas estrategias.

    Que te guste un chico con esa edad se hace eterno para estar con él, y hay que pasar por días vacíos y largas charlas banales que te pueden dar los dieciocho tranquilamente. No había prisas, pero realmente sí las había. De eso te das cuenta a los veinte, que aprecias un poco más tu tiempo.

    Durante un par de meses más seguíamos así, nos esperábamos en el metro, hablamos por el camino y a la hora de los descansos comprábamos juntos. También empezábamos a hablar con más gente de clase, sobre todo en las escaleras. Conocíamos nuestros nombres y colaborábamos entre todos en clase, hicimos un ciclo bastante participativo entre compañeros.

    Antes del primer examen tuvimos una excursión, me pareció un poco ridículo que en el tercer grado tuvieras excursiones. Hacer salidas de cole con dieciséis años te hacía sentir más niña todavía. Entonces imaginé cómo se sentiría ella y la idea empezó a gustarme. No fue una excursión de museos ni tenías que ir cogido de la mano, aunque no hubiera estado mal. Hay detalles que de pequeño no les das importancia y a medio madurar lo estás deseando.

    Cuando acabamos la última clase el profesor nos dijo qué tipo de excursión haríamos. El rubiales hizo lo siguiente mientras recogíamos todo. Tic, toc dedito en el hombro.

    —Qué interesante ir a una tesorería a pedir papeles —me dijo.

    —No está mal si es lo que estamos estudiando.

    —Pero ¿tú vas a ir?

    —Sí, claro, todos —dije

    —¿De qué habláis? —se unió la zorrirroja.

    —De la excursión —dije.

    —¿Tú vas a ir? —Se dirigió a ella.

    —Si vais vosotros, sí —dijo.

    —Yo voy. Él no lo sabe —dije.

    —Pues entonces no lo sé —dijo ella.

    —Toda la clase va porque no vaya él… —dije.

    —Yo lo más seguro que no vaya —insistió el rubiales.

    —Lo hablamos de camino luego —le contestó la zorri.

    —Voy al baño, ahora vengo. —Corté la conversación.

    Me fui con las mejores de mis ganas a mear. Ya sabía a la perfección lo que me pasaba: que no la soportaba ni la soportaría nunca, en dos meses y medio el asco de verla no cesaba, añadiendo que el rubiales me gustaba cada día más. Tenía que hacer algo para no estar con ellos. La salud es lo primero, de esto último te das cuenta cuando cumples los cuarenta, pero la reacción que tuve fue esquivarlos, poner excusas, mucho lavabo y esperar a que se me pasara.

    Ese día quedamos unos cuantos de clase para ir hacia el metro, aunque nosotros tres formábamos uno por huevos. La zorri no se separaba del rubiales ni aun estando enferma en casa.

    Pasó un mes más o menos y fuimos a la excursión. Estábamos todos en un punto concreto de Barcelona, reunidos para entrar a hacer el trabajo, pero ellos no llegaron. Ninguno. Entonces empecé a pensar que a lo mejor habían hecho planes los dos, estarían tomando algo en algún bar. Mi cara lo decía todo; ya me había enamorado del rubiales. Con la mirada en algún recóndito pensamiento me cortó mi grandullón.

    —¡Hey! ¡Hey! ¡Te estoy hablando! —dijo moviéndome del brazo.

    —¿Qué pasa? ¿Han dicho algo? —respondí divagando.

    —Hay que ir por grupos. ¿Vienes conmigo? Así seremos cuatro —me suplicó.

    —Sí, claro, sí.

    —¿Estás aquí? ¿Hola? ¿Qué te pasa hoy? —me preguntó.

    —Nada, estaba pensando en los papeles estos que tenemos que pedir y… —contesté perdida de nuevo.

    —Pues vuelve a la tierra porque lo han explicado hace cinco minutos.

    —Estaba mirando esto y no lo escuché.

    —Los otros que van con nosotros son las dos chicas que se sientan en frente de la pizarra—me explicó

    —Vale, ¿Dónde están?

    —Ordenando los papeles, ahora vienen.

    Teníamos que entrar ya en la oficina de la Tesorería cuando una voz a lo lejos voceaba.

    —¡Eh! ¡Eh! ¡Esperadme!

    El rubiales había venido y lo más sorprendente, solo. En mi cara se pintó tal sonrisa que yo misma me la podía ver.

    —¡Hombre! —exclamé.

    —¡Uf! Vengo corriendo desde que salí del metro —dijo sin oxígeno.

    —Entramos ya. Vente con mi grupo, luego te explico. —Mi grandullón que me estaba escuchando soltó:

    —Los grupos son de cuatro y ya somos cuatro.

    —¿Y no puede entrar en el nuestro? —le repliqué.

    —Pues no, son de cuatro y somos cuatro—insistía.

    —Un momento —dije—. Da igual, seremos cinco. Han hecho grupo de tres, grupos de seis, de dieciocho, de cien personas —contesté nerviosa.

    —No es cierto, pero como quieras. Seremos cinco, ya está —dijo muy enfadado.

    Cuando entramos los cinco y cada uno hacía su función, yo me dirigí a mi grandullón al cual respetaba y le dije.

    —¿Qué te ha pasado? ¿Te cae mal o qué?

    —¿A mí? No, pero dijimos cuatro y con él hacíamos cinco.

    —Pero… ¿Qué más da?

    —Bueno, ya está, ahora somos cinco. Con cuatro estaba todo organizado, solo eso.

    —Vale, hablamos luego —le respondí. Me acerqué al rubiales y le pregunté, cómo no, por su vecina la zorra.

    —¿Dónde está? —pregunté.

    —¿Quién?

    —Tu siamesa.

    —No lo sé —me respondió sin mirarme y riendo.

    —Te veo raro sin ella; te falta algo.

    —Ya, pues yo creo que estás más simpática y más coqueta.

    —¿Qué? ¿Qué dices? Ja, ja, ja.

    —Que te he visto la cara de felicidad cuando estaba corriendo.

    —¡Ay, por favor! Qué dices, las ganas que tienes.

    —Bueno, vale, luego nos vamos juntos y hablamos, que tu grandullón pensará que te estoy distrayendo.

    —Vale, mejor, sí, vamos a trabajar —dije mirando al suelo.

    Una vez que todos acabamos nuestra asignación de funciones y nuestra maravillosa excursión, nos despedimos y nos fuimos cada uno a su casa. Me fui con el rubiales hacia el metro y sola. Solos los dos, corría mucho más aire incluso. Estando dentro de la estación, le di conversación.

    —¿Cómo que al final has venido?

    —Porque estaba en casa y para no hacer nada mejor venir aquí.

    —Si hubieras tenido un plan mejor, no vienes, ¿no?

    —No lo sé. —Se halló unos segundos de silencio y me dijo así, sin más:

    —Te acompaño a casa, que quiero decirte una cosa.

    —Dímela ahora —respondí nerviosa.

    —No, llegando a tu casa.

    —Pero qué quieres decirme.

    —Una cosa. Cuando lleguemos te la digo.

    —Pero ¿por qué no me la dices ahora?

    —Porque te la quiero decir cuando lleguemos, que estaremos más tranquilos.

    —Pero si ahora estoy aquí, dímelo ahora —le repetía.

    —Que no quiero, aquí no.

    —Pero si tenemos catorce paradas hasta llegar a mi casa.

    —¡Uf! Pues cuando nos montemos te lo digo.

    —Pues espero que sea interesante, porque misterio le estás dando —respondí mientras le daba vueltas a una pulsera que tenía en la mano izquierda.

    Subimos al vagón.

    —Bueno, ya estamos dentro del vagón —dime.

    —Nada.

    —¿Cómo? No, no. Me has creado una alta curiosidad por saber qué me tienes que contar.

    —Bueno… que… que… que me gustas mucho, tía, y quería salir contigo. —Me quedé cortadísima, pero al menos sí lo miraba.

    —Vale.

    —¿Vale?

    —Que también me gustas mucho y podríamos salir. Nos llevamos bien.

    —Yo hace tiempo que lo dejé con una chica. ¿Has salido con alguien?

    —Sí, bueno, con quince años. Una tontería.

    —¿Te acompaño a casa?

    —Si de verdad estamos saliendo, deberás acompañarme siempre —dije.

    —Ja, ja, ja. —Rió nervioso.

    Aparentaba mucho más maduro, tenía mucha personalidad y además era muy vivaz, muy de barrio, pero a veces se comportaba con actitud infantil. Enamorado se hacía pequeñito y yo era la que decía cosas de mujer segura de sí misma; sé que era imposible por la edad, pero a veces pasaba.

    Durante las paradas interminables que había hasta llegar a mi casa estuvimos hablando de las relaciones anteriores. Salió con una chica durante más de un año, pero lo dejaron el verano antes de empezar las clases. Yo le expliqué que no duré tanto porque no empezamos con buen pie y que fue algo bastante ingenuo. Salimos del metro y se acercó conmigo hasta la portería de mi casa.

    —Pues vivo aquí —dije.

    —Vale. ¿Mañana te paso a buscar y nos vamos juntos?

    —Vale.

    —Pues hasta mañana —me respondió.

    —¿Pero a qué hora pasarás a buscarme?

    —¿Qué?

    —A qué hora vendrás mañana —repetí.

    —Sobre las dos y media.

    —Vale, llegaremos bien —le confirmé. Me miró y me besó. No me lo esperaba, claro está. Desearlo sí, pero esperarlo no. Y como me pilló por sorpresa, no abrí la boca, pero el rubiales intentó tanto meterme su lengua que me dejé llevar por la acción. Besar me parecía maravilloso.

    Estuvimos unos cuantos minutos besándonos como si se fuera a acabar el mundo y supongo que los vecinos que salían o entraban de mi portería estarían fotografiando el momento, pero realmente me importó una verdadera mierda, y si hubiesen bajado mis padres, pues me hubiera importado otra verdadera mierda. Cuando subí a casa era inevitable pensar en él, en su beso y en que ya éramos oficialmente pareja. También estaba contenta porque habría que decirle a la zorrirroja que estábamos saliendo y que se podía buscar otros huevos donde sentarse, pero la realidad fue otra. Al día siguiente como un reloj vino a buscarme a casa. Al principio bajé supernerviosa, como era lógico por la edad del pavo, pero cuando lo vi en frente de mi portal se me pasaron los nervios. Luego miré un poco por los alrededores para ver si estaba la zorri; no la vi, así que mi primera pregunta fue.

    —¿Dónde está la pelirroja?

    —Yendo para clase, supongo.

    —¿Y qué le has dicho?

    —Que iba a buscarte a casa y nos iríamos juntos para clase.

    —¿Y no te ha dicho nada?

    —No. ¿Qué me va a decir? Oye que solo somos amigos.

    —Ya, pero como desde que empezamos siempre va contigo, pues no sé, a lo mejor te ha preguntado algo.

    —No ha preguntado nada porque ya sabía que te iba a decir lo que te dije.

    —¡Vaya! ¿Y le pareció bien?

    —Supongo.

    —Pero ¡cuéntame!

    —Es que no dijo nada. Me dijo: «Mucha suerte», ya está.

    —Qué maja.

    Cuando íbamos a coger el metro lo hicimos con tantas prisas que resbalé por los últimos escalones, no fue nada por suerte, ya me podía haber caído cuando no éramos novios. Me sentía feliz. Un estado que solo me daba el amor. Nos besamos en las catorce paradas. No subió la amiga, no vi a mi grandullón; era nuestro vagón.

    Cuando llegamos a clase cogidos de la mano para rematar la evidencia, el chismorreo comenzó. Hubo chismorreo por parte de todos, pero ¿qué más me daba? Tenía novio, lo más normal en la adolescencia. Al sentarnos en clase la pelirroja me dijo un «hola» también muy normal, había compañeros que nos miraban y hablaban por lo bajo y mi grandullón me lo preguntó nada más sentarme. Le dije que estábamos saliendo y punto.

    Todo pasó más o menos con naturalidad. La zorri iba haciendo de las suyas en clase, pero fuera tenía el terreno perdido. El rubiales y yo íbamos cogidos de la mano para hacerlo todo.

    No fue una mala relación para ser la primera medio en serio que tuve. Estuvimos saliendo en plan «besicos» durante dos meses más. No faltaba nada para acabar el curso, un par de meses más si llegaba. Fuera de clase, yendo para casa, me preguntó si un fin de semana que no estuvieran sus padres podría ir a su casa a dormir. Un viernes en la entrada de mi casa, me dijo:

    —Este sábado no están mis padres. ¿Te vienes a cenar y vemos una peli?

    —¿A tu casa?

    —Sí, a mi casa. Mis padres no están, y el domingo por la mañana te acompaño a la tuya.

    —Bueno… vale... Te digo algo luego, porque se lo tengo que preguntar a los míos.

    —Vale.

    —¿A las diez quedamos en el parque? Ceno algo rápido y bajo.

    —Vale, diez y poco.

    Me dio un beso y se marchó para su casa. Subí a la mía y se lo dije a mis padres. Al principio me hicieron un montón de preguntas: que con quién iba, qué iba hacer allí, por qué no estaban sus padres, y después de las explicaciones me dejaron ir. Eso sí, el domingo por la mañana en casa.

    El sábado vino a buscarme por la tarde y nos fuimos a su casa. Supongo que nadie le daba importancia a estar en casa solos, todos los adultos pensaban: «Son amigos», aunque tú pensaras: «Somos novios». Una vez en su casa, me hizo la cena; evidentemente pizza congelada. Vimos una película que terminó sobre las doce y media de la noche, aproximadamente. Abrazados, me hizo la pregunta.

    —Oye, ¿eres virgen?

    —¿Qué?

    —Que si eres virgen.

    —Sí, claro. ¿Y tú?

    —Yo no. Lo hice con mi novia, la que te conté del año pasado.

    —Ya... bueno. ¿Y?

    —Que si lo quieres hacer o estás esperando a alguien más especial.

    —No lo sé.

    —Vale.

    —Es que estoy alucinado bastante... Pero ¿esto lo tenías premeditado?

    —¡No! No estaba pensado. Ni te he traído a casa para hacerlo. Simplemente te digo si te gustaría hacerlo conmigo. A mí me gustas mucho, llevo tiempo esperando esto contigo.

    —¿Qué? —respondí con mi mente asexual.

    —Vale, déjalo. ¿Nos vamos a dormir?

    —No quiero dormir. Lo haremos, me parece bien. —Salió mi visceralidad.

    —¿Te parece bien?

    —Sí, acepto. También me gustas mucho y algún día tendré que hacerlo.

    —De esta manera no me gusta. No es un reto.

    —Pero si me estás diciendo que quieres acostarte conmigo, lo estoy pensando y me parece buena idea porque también me gustas. Te digo que me parece bien, ya está.

    —Al final vamos a discutir y no te he invitado para eso. ¿Vamos a la habitación?

    —Vamos.

    —Pero qué entusiasmo le pones —me recriminó.

    —Pero si me has preguntado si vamos, pues vamos, o te digo: «No, ve tú, que yo me quedo».

    —Madre mía. Vale, vamos. —Resopló.

    Mientras íbamos a la habitación intentaba aparentar que no estaba nerviosa, pero era imposible. Me iban a desvirgar y es matemáticamente imposible no ponerse taquicárdica, y más cuando jamás has pensado en tener sexo. Me temblaba todo el cuerpo, no quería hablar porque no me salían las palabras. La pierna derecha iba más rápida que la izquierda, tenía tics en los ojos y el pelo se me erizó. Lo dejé muy claro, la situación me sobrepasaba. Mi primera vez fue lo más romántico del mundo; al final logré llegar a la cama.

    —¿Estás bien?

    —Sí.

    —¿Quieres que apague la luz?

    —Como quieras.

    —No, como quieras tú.

    —Pues apágala —contesté.

    —Pero si no quieres, la dejo encendida.

    —Pues enciéndela.

    —¿Cómo puede estar costando todo esto? —dijo.

    —Si no paras de hacerme preguntas, ¿qué quieres? La situación puede conmigo, sobre todo con tus pesadas preguntas.

    Después vino desnudarse. Me desnudé tranquilamente hasta que tenía que pasar la ropa por la pierna derecha que seguía con tembleques. Él también estaba nervioso, pero sus piernas estaban quietas. Volvió con el cuestionario.

    —¿Estás segura?

    —Sí.

    —Vale... Estás segura.

    —Te he dicho que sí. No empieces.

    —Quiero que lo hagas pensándolo bien. Abre más las piernas, voy a met…

    —¡Cállate por favor! — En ese momento mantuve mis primeras relaciones sexuales. Fin.

    Me quedó un sabor de boca bastante amargo. ¿Realmente aquello era el sexo? A parte de que no sentí nada en absoluto, estuvo breve. Se puso encima de mí hasta que me dijo: «Ya está». Las vírgenes era lo que teníamos, que no sabíamos cuándo se acababa la cosa. Después me trajo un vaso de leche con Cola Cao y hablamos un poco de lo que había pasado. Cómo me sentía y qué me había parecido.

    —¿Qué piensas? —preguntó.

    —¿Del Cola Cao? —contesté vacilona.

    —Sí, me preocupa si se disuelven los grumos. Va, déjate de bromas.

    —Pensaba en lo que hemos hecho.

    —¿Y?

    —Supongo que como no tengo experiencia, no puedo opinar mucho, pero ¿esto es el sexo?

    —No, hombre, no quería hacerte daño. Es tu primera vez, así que anduve con cuidado.

    —Ah… vale.

    —Como ya te he desvirgado, luego si quieres lo hacemos otra vez.

    —Claro.

    Era la regla del adolescente: si hay cama, la aprovechas. Nos fuimos al sofá. Eran casi las dos de la madrugada y me volvió a pedir permiso para hacerlo de nuevo.

    Nos fuimos a la cama de sus padres y otra vez lo mismo; luz apagada, él encima, yo debajo.

    —¿Qué te ha parecido ahora? —preguntó.

    —Hemos hecho lo mismo de antes.

    —Pero ¿has sentido algo?

    —Menos dolor, pero lo mismo.

    —¿Quieres que lo hagamos otra vez?

    —Muchas gracias, pero creo que no.

    —¿No te gustó? —preguntó dolido.

    —Sí, pero para ser mi primera vez, es suficiente, ¿o una vez que pierdes la virginidad hay que hacerlo cada cuarenta y cinco minutos?

    —No, si no te apetece, no. Te lo decía por si te apetecía y por ver si te sientes mejor y te gusta más.

    —Mejor no, mañana si nos apetece lo hacemos antes de que me vaya.

    —Vale, vale, no te preocupes. ¿Dormimos abrazados?

    —Lo estoy deseando.

    Al día siguiente cuando acabamos de desayunar me preguntó si quería hacerlo. Le dije que sí, entonces lo hicimos, pero como no

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