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Si no te amase tanto
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Libro electrónico602 páginas6 horas

Si no te amase tanto

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¿Podría un amor sincero y verdadero trascender la muerte? Monseñor Sintra nos presenta una conmovedora novela de época que relata el lamentable desenlace que le sucedió a la pareja, Sylvie y François — Armand. Con el telón de fondo de la Francia del siglo XIX, la trama también aborda aspectos de la obra de Allan Kardec, el Codificador del Espiritismo, además de la fundación de la Sociedad Espírita de París, además de una trama atractiva para desarrollar intrigantes casos de obsesiones.
Valter Turini

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento26 abr 2023
ISBN9798215826454
Si no te amase tanto

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    Si no te amase tanto - Valter Turini

    Romance Mediúmnico

    Si no te amase tanto

    Valter Turini

    Por el Espíritu

    Monseñor Eusébio Sintra

    Traducción al Español:       

    J.Thomas Saldias, MSc.       

    Trujillo, Perú, Abril 2023
    Título Original en Portugués:

    Se eu não te amasse tanto assim

    © VALTER TURINI, 2009

    Traducido de la 1ra edición, 2009

    World Spiritit Institute      

    Houston, Texas, USA       
    E–mail: contact@worldspiritistinstitute.org

    Del Traductor

    Jesus Thomas Saldias, MSc., nació en Trujillo, Perú.

    Desde los años 80's conoció la doctrina espírita gracias a su estadía en Brasil donde tuvo oportunidad de interactuar a través de médiums con el Dr. Napoleón Rodriguez Laureano, quien se convirtió en su mentor y guía espiritual.

    Posteriormente se mudó al Estado de Texas, en los Estados Unidos y se graduó en la carrera de Zootecnia en la Universidad de Texas A&M. Obtuvo también su Maestría en Ciencias de Fauna Silvestre siguiendo sus estudios de Doctorado en la misma universidad.

    Terminada su carrera académica, estableció la empresa Global Specialized Consultants LLC a través de la cual promovió el Uso Sostenible de Recursos Naturales a través de Latino América y luego fue partícipe de la formación del World Spiritist Institute, registrada en el Estado de Texas como una ONG sin fines de lucro con la finalidad de promover la divulgación de la doctrina espírita.

    Actualmente se encuentra trabajando desde Peru en la traducción de libros de varios médiums y espíritus del portugués al español, habiendo traducido más de 220 títulos así como conduciendo el programa La Hora de los Espíritus.

    Si no te amase tanto…

    ¿Podría un amor sincero y verdadero trascender la muerte? Monseñor Sintra nos presenta una conmovedora novela de época que relata el lamentable desenlace que le sucedió a la pareja, Sylvie y François — Armand. Con el telón de fondo de la Francia del siglo XIX, la trama también aborda aspectos de la obra de Allan Kardec, el Codificador del Espiritismo, además de la fundación de la Sociedad Espírita de París, además de una trama atractiva para desarrollar intrigantes casos de obsesiones.

    Valter Turini

    Si no te amase tanto… Como la llama indeleble del amor, que involucra a dos criaturas, ¿podría simplemente ser consumido por la muerte de una de ellas...? Monseñor Eusébio Sintra, a través de las páginas de la presente novela, demuestra, de manera sumamente eficaz y cautivadora, el desarrollo de la trama que presenta, como trasfondo, la intensa relación que existe entre dos almas fuertemente desechadas por la pasión — Sylvie y François — Armand —, pero cuya conexión es interrumpida repentinamente por un evento inesperado...

    Entretejiendo hábilmente, el autor espiritual, a través de la mediumnidad del Prof. Valter Turini, teje una trama instigadora, mostrándonos que la fuerza del amor sí trasciende la muerte misma, y presenta, como prueba indiscutible de ello, las innumerables comunicaciones del Más Allá que se recibieron en la Sociedad Espírita de París, al mando de inefable Allan Kardec, distinguido Codificador del Espiritismo, a testificar, por primera vez en la historia de la humanidad, y en una forma estrictamente basada en principios científicos y filosóficos, que los espíritus pueden y, si así lo desean, comunicarse con nosotros, los encarnados, a través de las puertas de la mediumnidad.

    Valter Turini, el médium, nació en Rinópolis, SP, el 9 de febrero de 1952. Enseñó portugués, en el Magisterio Oficial del Estado de São Paulo y en escuelas privadas, hasta su jubilación en 2003. Debutó como psicógrafo, a través de la obra La Sonrisa de Piedra, aunque ya había trabajado en las actividades espíritas, como médium y orador, desde 1973, cuando, de muchacho, a los 21 años, inició sus estudios y prácticas en el CE Cairbar Schutel., junto a Benedito Borges, médium ilustre y uno de los pioneros del Espiritismo en la ciudad de Dracena, SP.

    Índice

    Palabras del autor espiritual

    Capítulo 1  Confrontación de ideales

    Capítulo 2  Corazones enamorados

    Capítulo 3  Un paseo por el campo...

    Capítulo 4  Mesas que giran…

    Capítulo 5  Dolores y resentimientos

    Capítulo 6  En Champagne...

    Capítulo 7  Sucede una tragedia

    Capítulo 8  El Adiós a Sylvie...

    Capítulo 9  Frente a un dolor extremo...

    Capítulo 10  En Charenton...

    Capítulo 11 En la oscuridad de  la locura

    Capítulo 12  La espiritualidad  se revela

    Capítulo 13  El Espiritismo

    Capítulo 14  M’sieur Allan Kardec...

    Capítulo 15  La Société...

    Capítulo 16  Un caso de curación...

    Capítulo 17  Un encuentro casual...

    Capítulo 18  Nace una amistad

    Capítulo 19  Un accidente fatal

    Capítulo 20  Realidad y sueños

    Epílogo

    "Aunque hable las lenguas de los hombres y los ángeles, si no tengo amor, seré como el metal que suena, o como el címbalo que retiñe."

    1 Corintios 13:1

    Si un jour la vie t'arrache à moi Si tu meurs que tu sois loin de moi Peu m'importe si tu m'aimes Car moi-je mourrais aussi Nous aurons pour nous l'éternité Dans le bleu de toute l'immensité...

    L'hymne à l'amour

    Piaf/Lougy¹.

    Palabras del autor espiritual

    De los anales de la historia humana, el siglo XIX fue, quizás, el más sorprendente de todos. En aquellos tiempos, con cada día que pasaba, la gente veía los maravillosos y estupendos milagros con los que la Ciencia los presentaba, lleno de asombro natural: aparecían nuevas y eficientes máquinas que facilitaban las arduas tareas humanas; nuevos y extraordinarios descubrimientos en Medicina, Física y Química suscitaron exclamaciones de sorpresa y admiración y surgieron nuevos y muy extraños y hasta extrañamente filosóficos conceptos, que aceleraron el desarrollo de conciencias aun embotadas por la depresión en la que se encontraban inmersos, desde los interminables milenios que pasan, y siempre rodeados de libertad de acción y creación — atributos inmanentes al hombre y derivados de la peculiar y extraordinaria necesidad natural que tienen las criaturas de observar, analizar, comprender, transformar y crear — características que tienen dotados, desde el principio de los tiempos, ¡por la bondad infinita y la sabiduría suprema del Creador...!

    Afortunadamente, después de innumerables años de esclavitud y tortura, bajo el guante despiadado de la fe ciega y la imposición de ritos vacíos e inocuos, para atender única y exclusivamente a la forma externa — ¡prácticas absurdas y hasta crueles! — instituidas, arbitrariamente, por el cristianismo, quien, lleno de orgullo y soberbia extremos, alardeando como el único y exclusivo heredero del legado cristiano, siempre había sido, en realidad, ajeno e indiferente a los verdaderos propósitos de la Creación, el hombre, finalmente, ¡se liberó...! ¡Cuánta lucha se gastó, bajo el peso de tanto sudor y sangre derramada, para que, milímetro a milímetro, las luces del conocimiento avanzaran sobre este mundo de oscuridad e ignorancia...! Si la religión incluso ordenó a los reyes de la tierra, ¡y mucho menos a los ignorantes comunes...! Hasta entonces, en materia de fe, nadie más tenía autoridad para hablar, excepto los representantes de Dios en la Tierra, y la ciencia y la Filosofía fueron aprisionados y fuertemente amordazados, teniendo que restringirse solo a lo que Dios les permitió... Así, el cristianismo, en lugar de iluminar y liberar las almas, las esclavizó, huyendo así de lo más sagrado de todas las conquistas del Espíritu: ¡el libre albedrío...!

    ¡Sin embargo, están profundamente equivocados quienes piensan que cristianismo y cristiandad son lo mismo...! ¡Muy poco, de hecho, tienen en común...! El polvo de los siglos se ha depositado, constante e inexorablemente, sobre las claras verdades traídas por Cristo; una avalancha de escombros, considerados como artículos de fe, fue depositada sobre el inmaculado y clarísimo Mensaje Evangélico, hasta el punto de hacerle perder, en principio, el contenido real con el que estaba revestido, cuando se predicaba y, principalmente, en su totalidad, experimentado por el distinguido Jesús...!

    ¡Gran parte de la esencia cristiana, aparentemente, se había perdido en los caminos del tiempo, vilipendiada y desperdiciada con el único propósito de servir a los intereses inmediatos de una minoría espuria e indecente que se erigió como directora espiritual de la humanidad…! Profundo conocimiento de las pasiones y vicios humanos, el mismo Jesús se había referido a esto, al predecir que sería necesario, más adelante, restaurar las cosas a sus valores debidos y hacer la promesa de enviar a la Tierra al Consolador, el Espíritu de la Verdad, ya que, en ese momento, los hombres no soportarían todo el conocimiento que involucraba la Realidad Mayor...² ¡Habría que madurar las mentes, primero, antes que se revelara la existencia del mundo de los espíritus y las consecuentes leyes que regulan la vida aquí y en el Más Allá...! Todo a su debido tiempo... La Ley del Progreso misma se encarga de esto y, a pesar de todo el poder temporal de que las instituciones terrenales falibles y precarias se autoconstituyen, ella, la Ley del Progreso, sigue trabajando subrepticiamente, silenciosa y constantemente, incluso en ausencia de quienes supuestamente traen en sus labios la voluntad de Dios...

    Tupi Paulista, verano de 2008

    Eusébio Sintra

    Capítulo 1

    Confrontación de ideales

    Con cautela, el muchacho aparta las cortinas de encaje de la ventana y sus ojos castaño oscuro escudriñan la calle con atención. En su mano derecha tenía el revólver amartillado, que mantenía cuidadosamente apuntada hacia arriba.

    — Creo que ya se fueron, Lulú… — murmura.

    — ¿Cuándo va a terminar esto...? — Dice la mujer, como desahogándose, dejándose sentar, pesadamente, en el sillón de terciopelo rojo granate. Luego, tanteando los bolsillos de la bata de seda rosa, coge la pitillera y enciende nerviosamente un cigarrillo.

    — ¡Ven, siéntate aquí...! — Invita suavemente, mientras lanza una larga bocanada de humo gris azulado.

    El chico, con cuidado, desarma el martillo del revólver, se la pone al cinto y se vuelve hacia adentro.

    - ¿Quieres uno...? - Pregunta ella, ofreciéndole la pitillera. El teniente Berg rasca una cerilla, enciende el cigarrillo y lo chupa, tragando plácidamente, pesadamente. Luego, poco a poco, deja salir el humo, parte por la boca y parte por la nariz, mientras su mirada recorre el techo cubierto de papel de florecitas azules, amarillas y rojas.

    — ¡No sé cómo puedes mantenerte en esta frialdad...! — Dice Lulú mirándolo a los ojos —. ¡Esta vez casi te atrapan...! ¿Y si no me encontrara en la ventana, mirando la calle...? ¿Dónde te esconderías de esos locos que te perseguían...?

    — ¡Oh, ya me he acostumbrado, querida...! — Exclama mirándola a los ojos. Y abriendo leve sonrisa, prosiguió:

    — ¡Ciertamente, no te imaginas lo que es un campo de batalla...!

    Lulú solo se encoge de hombros y mira la ceniza de su cigarrillo que se ha alargado, formando una frágil punta blanquecina y retorcida, lista para colapsar en cualquier momento. Con sumo cuidado, levanta la mano y coloca la ceniza del cigarrillo en un pesado cenicero de vidrio que tenía en el brazo del sillón. Luego da una última calada a su cigarrillo, casi consumido por completo, entrecierra los ojos que le duelen por el escozor provocado por el humo y luego aplasta la punta del cigarro contra el fondo del cenicero, apagándolo por completo. Luego coge el bolsillo de la bata de un pañuelo y enjuga la batista blanca, con sumo cuidado, los ojos que le lloraban.

    — ¿No quieres beber nada...? Aun es temprano; las chicas están durmiendo...

    — ¡No...! — dice Berg, levantándose —. No vine buscando divertirme... ¡Solo que tu puerta hoy fue mi salvación...! — E, inclinándose, elegantemente, besa la mano de la matrona y continúa:

    — ¡Merci beaucoup, ma amie...!³ ¡Vuelvo en otro momento...!

    — ¡Cuídate...! — Exclama abriendo una leve sonrisa a sus labios marchitos y descoloridos, cuando ya estaba muy cerca de la puerta.

    — ¡Au revoir...! — Dice el teniente, volviéndose levemente.

    Luego abre la puerta y se va. Baja las escaleras y, con cautela, espía primero la calle, dejando al descubierto solo una pequeña parte de su rostro. Todo parecía volver a la normalidad: los alborotadores se habían ido.

    — ¡Banda de idiotas...! — Murmura Berg, comenzando a caminar por la acera, mezclándose con los transeúntes que pasaban apresurados, en ambos sentidos.

    Esa mañana de marzo, el aire de París había amanecido un poco más agitado de lo habitual. El teniente Wilfred Berg había salido de la casa para dar un tranquilo paseo por el Boulevard des Champs Elysées; había optado por llevar el uniforme, ya que tenía la intención, más tarde, de pasar por su regimiento para encontrarse con su comandante, el general Emmanuel — Théophile du Servey. Sin embargo, deambular solo, por las calles del centro de la ciudad, con un uniforme republicano fue, como mínimo, ¡imprudente...!

    ¡Los aristócratas no perdonaban...! Si saqueaban a un soldado revolucionario solo, irían a cazar, sin piedad. Tan pronto como dobló una esquina, saliendo de la Rue du Commerce, donde había estado buscando a un famoso joyero, tuvo la mala suerte de encontrarse con un grupo de alborotadores que, identificándolo como enemigo, inmediatamente se dispusieron a perseguirlo. gritando como locos y disparando sus revólveres a diestra y siniestra.

    Y Berg, acostumbrado a tales escaramuzas, no había sido capturado; A la ligera, había comenzado a correr en zigzag, entre los transeúntes, y, mucho mejor preparado que sus perseguidores, rápidamente había ganado una amplia ventaja y entró en la Rue de Saint — Sulpice, hasta que vio los gritos de Lulú, quien desde lo alto de su ventana lo invitó a subir las escaleras, haciéndole más fácil escapar de esa loca persecución.

    Era temprano en la mañana y Berg miró su reloj de bolsillo: once horas y quince minutos. Se detiene y piensa por un momento. Había programado el general a las dos; si tomaba un autocar, tendría tiempo de ir a Montmartre. Necesitaba verla y, quién sabe, tal vez no almorzarían juntos. Le preocupaba su estado. Cuando la dejó en la puerta de su residencia, la tarde del día anterior, ella estaba llorando; era un llanto profundo, casi convulsivo, lleno de largos sollozos. A continuación, un intenso nudo, se instala en la garganta del muchacho, que se traga la saliva espesa, varias veces, tratando de tragar ese dolor que se empieza a presentar en el pecho. La relación que tenían con Céleste — Marie se deterioraba cada día. La siento cada vez peor..., le había dicho la madre de la novia, días antes, cuando ambos se habían visto, levemente, en la plaza Pigalle, ... y aquí te dejo otra de las recetas de la Dra. Périgot; sin embargo, siento que ella no está mejorando, al contrario, ¡veo que su salud empeora, con el paso del tiempo...! Es necesario tener fe, Marie — Louise..., le había dicho, más con la intención de dar coraje a la madre consternada que, de hecho, para inculcarle la creencia que su hija podría curarse del mal que la afligía.

    — La fe... — murmura Berg y sonríe amargamente, mientras camina con ligereza por la acera, desviando con destreza los apiñamientos de los transeúntes aprehendidos que venían en sentido contrario -. Pobre Marie — Louise... - piensa, lleno de pesar -, creo que no fui del todo convincente para sugerir que tengo fe, si ni siquiera he estado creyendo en algo, últimamente...

    Al poco rato, estaba en la Place de la Concorde y se acercó a un coche de alquiler.

    — ¡A Montmartre...! — ordena al solícito conductor que responde con un respetuoso asentimiento.

    El coche corría rápido por las calles adoquinadas, y pensó el teniente Berg. ¿Qué hacer...? Se había enamorado de Céleste — Marie, desde cuando ambos eran todavía adolescentes; se había acostumbrado a ella y no podía imaginar vivir sin su amorosa presencia. Cuando su regimiento regresó a París, después de las largas y terribles incursiones en la guerra - ¡Francia siempre se metía en guerras constantes...! -, incluso antes de revisar la casa, ¡era invariablemente la casa de Céleste — Marie la que él primero pasaba...! ¡Su madre nunca le perdonó por tanta rudeza...! "Primeras visitas a otra, ¿no es así, bribón...? - Decía su madre, ardiendo de celos de Céleste — Marie. La madre y la novia no se llevaban bien; intercambiaban púas, cosas de apegos excesivos que a veces muestran las mujeres. Berg incluso se divertía con todos los celos que mostraban sus dos mujeres, como solía referirse a su madre y su novia.

    Cuando el coche se detuvo en el número veintitrés de la Rue Constance de Montmartre, era casi mediodía. Wilfred Berg se ajusta la gorra y, tras mirar un momento la sobria fachada de la casa, empuja la pesada verja de hierro con altas rejas y entra.

    — No pensé que vendrías hoy... — dice Céleste — Marie, ofreciendo su rostro al novio que la besa, respetuosamente —. Mamá se fue temprano; no me dijo a dónde iba...

    - Me detuve solo para ver cómo estabas… - dice, acariciando el rostro de la chica con el dorso de la mano —. Ayer me preocupaste... Estás llorando por nada...

    — ¡Tengo mis razones...! — Exclama, casi con dureza, y de pronto enfurruñada —. ¡De hecho, me estás dando esas razones...!

    — ¡Oh, ma belle...! — dice, levantándose de la silla en la que estaba sentado, y tomándola de la muñeca, continúa:

    Creo que fantaseas... ¿Qué razones puedo darte para que te pongas así conmigo...?

    — ¡Sí, estás dando razones, Berg...! — Exclama, tratando de deshacerse de la mano que la aprieta —. ¡Creo que estás distante...! ¡No eres el mismo...!

    — ¡Oh, creo que todo esto es raro en tu cabeza, Céleste — Marie...! Creo que deberías saber que la gente cambia... ¡Ya no somos adolescentes, tú y yo...! ¡Mira: crecimos, somos dos adultos...! Ya tengo casi treinta años, y tú ya pasas de veinticinco... ¡Es natural que sea diferente...! Tú también has cambiado demasiado...

    — ¿Sabes lo que pienso...? — Dice la joven, después de considerarlo unos instantes. — ¡Creo que te cansaste de mí...!

    — ¡Oh, tontita...! — Exclama, atrayéndola hacia él y abrazándola fuerte —. ¿Cómo pude cansarme de ti...? — Y, sacando del bolsillo de la túnica una bolsita de terciopelo rojo vivo, se la entrega a Céleste — Marie:

    — ¡Mira lo que te traje...!

    Los ojos de la joven repentinamente adquieren un brillo intenso. Coge la bolsita y la abre nerviosamente, mirando el contenido con la punta de los dedos, llena de expectación.

    — Son bonitos... — dice ella, a continuación, con la mirada perdida, para pequeños objetos brillantes que se depositaban en la palma de la mano, pero no pudo; sin embargo, ocultar la enorme decepción que la invadió, frente a ese regalo.

    — No creo que te hayan gustado los pendientes... — dice, muy consternado por la reacción de la joven —. Si no te gusta el diseño que muestran, puedes cambiarlos por otros que te gusten...

    — ¡No...! ¡No es eso...! — Exclama bruscamente, y luego, arrojando la bolsa de terciopelo rojo sobre un guéridon⁴, se deja sentar, desconsolada y muy malhumorada, en el sofá.

    — ¿Por qué te comportas así, Céleste — Marie...? — Pregunta Berg, sentándose junto a ella en el sofá —. No te das cuenta que, como éste, que me haces daño profundamente...?

    — ¿Y tú...? — Exclama ella, mirándolo con una mirada extraña —. ¿Acaso no vive para herirme siempre...? — Y continúa, ahora, con los ojos húmedos de lágrimas:

    — ¡No esperaba pendientes, Berg...! ¡Esperaba un anillo de compromiso...! ¡No te imaginas como lo deseo...!

    El muchacho la abraza con fuerza, conmovedoramente. Y luego se deja llevar por la intensa emoción que la dominaba y llora profusamente.

    — Lo siento cariño... — murmura, acariciando su cabello. — No sabía que lo querías tanto...

    — ¡Sé que acabaré perdiéndote, Berg...! — Dice mirándolo a los ojos, con la voz rota por el llanto casi convulsivo —. ¡Vives demasiado lejos, expuesto a un peligro constante, y no puedo soportarlo más...! ¡Cuando vas a la guerra, no sabes la angustia en la que vivo, sabiendo que estás en medio de ese infierno...!

    — ¡Oh, mi amor...! — Exclama, tomándola en sus brazos y besándola, con pasión —. ¡Así que eso es todo...!

    — ¡Quería un anillo de compromiso tuyo...! — Dice ella, tomando su mano y besándola tiernamente. Y aun así, sin mirarlo, mientras se acariciaba sus manos, con denodado afecto:

    — Y también que te des de baja en el ejército... eres rico... ¡¡¡yo soy rica...!!! ¿Por qué es que necesitas meterte en tantos líos...? Me canso de ver toda esa sangre derramada, ¡tan a la ligera...! Dime, ¿con qué criterio se están matando hoy los franceses?.. Por lo más absurdo y pueril que se pueda imaginar, ¿no...? ¡Primero, se mataron por la república...! ¡Luego recuperamos la república...! ¿Dejaron de matarse entre ellos...? No, ¡ahora se matan por el regreso de la monarquía...! Y, no contentos con matarse, también se han trasladado a África, conquistando a otros aterrorizados...! ¡Violencia y más violencia...! ¡Oh, ¿cuándo se acabará todo esto para siempre...? — Entonces, vuelve la cara y lo mira fijamente a los ojos, y prosigue, con voz cargada de súplica:

    — ¡Mira, nos casamos y nos vamos a vivir al campo...! ¡Mamá tiene una hermosa casa de campo en Orly...! ¿Por qué no vivimos allí...? ¡Podremos ser felices, y tendremos a nuestros hijos en paz, lejos de todo ese lío...! ¡París me da asco...! — Y, apoyando la cabeza en su hombro, continúa:

    — ¡Oh, Berg, sueño tanto con eso...!

    El joven militar piensa por un momento. A veces, hasta quería mandar todo a las habas, retirarse a un rincón con Céleste — Marie. Pero, el mundo estaba tan turbado, tantos cambios aparecieron de la noche a la mañana... ¿Qué seguridad había, ahora, en Francia o en toda Europa...? El antiguo régimen⁵ se había derrumbado; ya había habido un intento fallido de establecer una república, con la Revolución⁶; sin embargo, lo que efectivamente se había institucionalizado en el país, aparte del caos, la corrupción, las fechorías, los disturbios... ¿Cómo podía cruzarse de brazos y dejar que las cosas pasaran...? No, no era su forma. Él era un político; su familia siempre se había dedicado a la política; mientras tanto, estaba empezando a cansarse. ¿Cuándo, finalmente, la paz duradera...?

    — Tienes razón, mon amour... — dice, acariciando el cabello oscuro y ondulado que le caía hasta los hombros —. ¡Tienes toda la razón...! Todos estamos cansados de tanta sangre derramada; sin embargo, si no se establece la paz definitiva, ¿qué seguridad tendremos todos...? ¿Qué tipo de vida legaremos a nuestros hijos...?

    — No sé si quiero pagar un precio tan alto para que las generaciones futuras puedan vivir mejor que nosotros... — murmura Céleste — Marie, con un largo suspiro —. Básicamente, creo que se equivocan los hombres, ¡no los regímenes que ellos mismos instituyen...! Si los hombres fueran buenos, las instituciones serían buenas, cualquiera que sea su carácter, republicano o monárquico, ¿no crees?

    — ¡Sí, ma belle, tienes razón...! Mientras que los hombres no se instruyan lo suficiente y, sobre todo, no lleguen a un consenso, a través del ejercicio de la razón legítima, solo se mantendrá el caos... — y, cambiando el tema, continúa, la apertura de una sonrisa maliciosa:

    — Mira, ¿no vas a invitarme para almorzar...? Me muero de hambre...

    — ¡No...! — Dice riendo. — ¡Eres grosero...! ¿Cómo te atreves a invitarte así...? La señora tu madre no te enseñó buenos modales, ¿verdad...? — Y estalló en una carcajada:

    — ¡Ja...! ¡Ja...! ¡Ja...! ¡Ja...! ¡Qué bueno escuchar la risa de Céleste — Marie...! Risa de cristal, risa inocente... ¡Pobrecita...! - Berg la mira a los ojos. La amaba, pero tenía miedo: ¡su gran amor enloqueció...! Últimamente, Céleste — Marie se había ido moviendo entre la lucidez y los indicios de demencia con extrema facilidad...

    — Dime, Céleste — Marie — dice el chico, tomando su mano — ¿no quieres ir conmigo al regimiento...? ¡Podemos almorzar en la cité...! ¿Qué te parece...?

    — Me encantaría... - exclama levantándose. — ¡Espera dos minutos, me maquillaré y saldremos pronto...!

    Mientras esperaba que la novia se preparara, pensó Wilfred Berg. Necesitaba decidir. No podía dejar a Céleste — Marie, así, esperándolo, para siempre. Estaban envejeciendo y había que tomar una posición. Pero ¿y su enfermedad...? Podría casarse, sí, y seguiría en el ejército; podrían tener hijos, ella se encargaría de criarlos y tal vez incluso curaría ese mal. ¿Y si no se curaba...? ¿Y si el mal fuera, de hecho, irreversible...? ¡Había fuertes indicios que sí...! ¡Si Céleste — Marie se casaba, tenía hijos, posiblemente podría empeorar!.. Quizás no supo afrontar y solucionar los problemas que inevitablemente surgirían en la administración de un hogar... Necesitaba con urgencia encontrarse con Marie — Louise, la madre de su novia; era necesario discutir seriamente con ella acerca de esos temas que atormentaban su alma.

    ¿Allons — nous, M’sieur le lieutenant...? — Céleste — Marie interrumpe sus pensamientos íntimos. Y, con gracia, se pasea, expresándose ante él, muy vanidosa:

    ¿Comment te parêt — il...?

    — ¡Magnify, ma belle...! — Exclama, tras dar un silbido de admiración —. ¡Te ves genial...!

    El centro de la ciudad estaba animado. Era primavera y el cielo estaba espectacularmente azul. Céleste — Marie desfilaba orgullosa, del brazo de su teniente, vestida con su impecable uniforme azul.

    — ¿Qué tal Le Boulanger, querida? sugiere.

    — ¡Parfait...! — responde ella, abriendo una sonrisa que le permitió ver la punta de sus bien cuidados dientes blancos.

    Céleste — Marie estaba feliz. Masticó lentamente, saboreando la comida, mientras miraba a Berg.

    — ¿En qué piensas...? — Pregunta, dándose cuenta que ella no aparta la mirada de su rostro.

    — ¡Pensé en lo guapo y elegante que eres...! — Dice riendo.

    — Creo que exageras… — dice sonriendo, orgulloso. ¡Fue un placer ser halagado por Céleste — Marie...! Y continúa acariciando su mano tiernamente:

    — ¡Hermosa eres tú...!

    — ¡Pero eso me hace sufrir terriblemente, Berg...! — Exclama la joven, aparentemente ignorando el cumplido que le había hecho y de pronto, triste, enormemente, continúa:

    — ¡París está llena de chicas desvergonzadas...! — y continúa fingiendo burlarse:

    — Además, sé que cuando piensas que estás fuera de servicio, a menudo vas a Chez Lulú...

    — ¡Oh, los soldados necesitan divertirse a veces...! — Dice, sonrojándose un poco —. ¿No estás de acuerdo...? ¡Y tienes que olvidar las penurias de los campos de batalla...! ¡Y, además, toda la Fuerza Nacional conoce a Lulú Fontainebleau...!

    — ¡Sinvergüenza...! — Exclama, pellizcándole el dorso de la mano.

    — ¡No, no es libertinaje, ma petitte...! — observa serio.

    — ¡Afirmo, sin lugar a dudas, que no hay criatura más sabia y experimentada en todo París que Lulú Fontainebleau...!

    — ¿Qué cosas puede saber una canina de esas...? — Pregunta Céleste — Marie, llena de despecho —. ¡Solo si son de los trucos de la seducción...!

    — Oh, estás equivocada, por desgracia, mi querida... — dice riendo —. ¡Ni siquiera la alta cúpula del ejército escapa a sus sabios consejos...!

    - ¿No me vas a decir que la susodicha también entiende de estrategias militares...?

    — Estrategias de vida, ma belle...! — le dice en serio —. ¡Lulú Fontainebleau fue educado en la escuela de la vida...! ¡En el difícil arte de vivir...!

    Cuando Berg y Céleste — Marie llegaron al cuartel, eran poco más de las dos.

    — ¡El general ya debe estar esperándome...! — Exclama el muchacho, acelerando el paso —. Ya estamos tarde... — y, mirando de soslayo a la novia, con un aire pretencioso de censura, continúa:

    — Si mi jefe me bota será tu culpa... Además, te detuviste en todos los escaparates de la Rue du Commerce...!

    — ¡Oh, exageras...! — Dice ella, haciendo todo lo posible por seguir el ritmo de los largos pasos por el largo pasillo que conduce a la administración del cuartel —. Y si te estás asustando, ¡déjame el general a mí...! ¿Olvidas que él y mi padre eran muy amigos...? ¡No te imaginas lo mucho que le gusto al general du Servey!

    — ¡Oh, lo olvidaba lo que tú y tu familia eran uña y carne con el general y Constanza, su mujer...! — Exclama. Y continúa, irónica:

    — Además del extremadamente pesado Robert, el hijo de ambos...

    — ¡Oh, estás celoso de Robert...! — Dice ella, riendo y pellizcando sus costillas —. ¡Tontito...! ¿Olvidas que Robert y yo nunca tuvimos nada y, además, él ya está casado con Amélie Roquefort y es padre de dos adorables hijitos...?

    Pronto estuvieron de pie frente a la puerta de la oficina del general Emmanuel Manuel — Theophile du Servey. Antes de llamar, Berg se endereza la gorra y endereza el cuello de su túnica; mira a Céleste — Marie que se aprueba de ella una amplia sonrisa y un guiño travieso. Entonces, resueltamente, el joven soldado llama a la puerta con la mano cerrada.

    — ¡Oh...! ¡Berg y Céleste — Marie...! ¡Qué linda sorpresa le das a este viejo corazón...! — Exclama el soldado, levantándose de su secretaria.

    Y, tras estrechar efusivamente la mano del joven amigo, se vuelve hacia su acompañante:

    — ¡Qué guapa estás, ma petite...! ¡Hace tiempo que no te veo...!

    — ¡Sí...! — Exclama Céleste — Marie, dejándose abrazar, tocar, por el viejo amigo de la familia —. ¡Después que papá se fue, lo hemos visto muy poco, general...!

    — ¿Y Marie — Louise...? — Pregunta el viejo soldado, después que todos se acomodan en un espacioso sofá de cuero.

    — Mamá está bien... — responde la joven. Y se corrige:

    — ¡Relativamente, bien, quiero decir...! Después que papá murió, ella ya no es la misma de antes... A menudo la encuentro triste y enfurruñada en los rincones...

    — ¡Así es la vida...! — Exclama el general, con un profundo suspiro —. ¡Así es la vida...! — Y, volviéndose hacia Berg, prosigue:

    — ¡Tenemos noticias para ti, muchacho...! ¡El alto mando acaba de recomendar tu ascenso...! Pronto, seguro, tendremos la ceremonia...

    Los ojos de Berg se iluminan. Céleste — Marie; sin embargo, no oculta su decepción. Rayas de tristeza impregnan sus ojos. El ejército me lo sigue robando... – piensa -. ¡Y no sé si tendré suficiente fuerza para esta pelea...! Asumo que perderé esta batalla...

    — ¡Me parece que no te gustó la noticia, ma chérie...! — La voz del general interrumpe sus pensamientos —. Por ahora piensa que Berg no tendrá más excusas para no llevarte al altar... — ¡Y parpadeando! Una mirada traviesa al muchacho continúa, llamándolo adrede por la nueva patente:

    — ¡Qué dices de eso, capitaine Berg...!

    — Creo que tienes razón, mon general… — dice el chico, besando amorosamente las manos de la chica —. Si ella me quiere...

    — ¡Oh, lo hará...! ¡Estoy seguro que lo hará...! ¡Las mujeres siempre quieren casarse...! — Dice el general, riendo y levantándose, se dirige al sobrio guardarropa de madera oscura; abre la puerta y toma una botella de vino. Luego, yendo a Céleste — Marie, pregunta:

    — ¡Ayúdame con las copas, ma petitte...! ¡Hay que celebrar...!

    Después de un abundante brindis, volvieron a sentarse en el sofá de cuero mientras bebían sus copas de vino. Luego se establece un breve silencio entre los tres, que parecían estar envueltos en pensamientos íntimos.

    — ¡Imagínense que ustedes dos, anoche, fui testigo de un extraño fenómeno, en la marquesa Adele Souvigny...! — Observa el general, rompiendo el silencio que se había formado —. Creo que has oído hablar de esas mesas giratorias, ¿no es así...?

    - Ya asistí a una sesión como ésta, en la casa del coronel François — Henri de Mont — Parmis, el invierno pasado, señor - responde el muchacho.

    — ¡Impresionante lo que vi, queridos...! — Prosigue el general —. ¡Hubo la manifestación de un extraño fenómeno que nunca creí posible...! ¡La mesa simplemente bailaba, suspendida en el aire, con tanto ímpetu, que rayaba con la locura...!

    — ¡Y dicen que habla...! — observa Céleste — Marie.

    — ¡Sí...! — Asiente el general, muy entusiasmado —. ¡Y responde a las preguntas que se hacen con gran facilidad...!

    — ¿Ocurrió, con tanta intensidad? — El chico está asombrado —. En la casa del coronel de Mont — Parmis', la mesa se limitó solo a flotar en el aire, por unos momentos, nada más que...! Y que tanto como uno insistió después, durante mucho tiempo, no es un fenómeno más ocurrió esa noche. Pero, a pesar de no haber presentado la intensidad que acaba de informar, general; sin embargo, ¡me quedé impresionado...! Sin embargo, señor, ¿realmente cree que no hay fraudes en tales manifestaciones?

    — A primera vista, creo que no... — respondió el general —. Te aseguro que estamos rodeados de todas las precauciones necesarias para evitar estafas, sin embargo...

    — ¡Es verdad, porque nunca se sabe...! — Asiente el chico —. ¡La prestidigitación es un arte que se cultiva desde hace milenios...! ¡No lo olvidemos...!

    — Sí, y, por muy rápidos que sean nuestros ojos, ¿quién puede desenmascarar a un simple ilusionista circense en su arte mágico...? — Observa pensativa la joven—. Son tan inteligentes...

    — ¡Estoy de acuerdo con lo que piensas, ma chérie...! — Dice el general —. Sin embargo,

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