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Los cien caminos del cine cubano
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Libro electrónico797 páginas11 horas

Los cien caminos del cine cubano

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Los cien caminos del cine cubano es un texto de recuento, homenaje, selecta antología de filmes, biografías de realizadores, opiniones, acontecimientos y experiencias que demarcaron más de cien itinerarios de nuestra cinematografía. Desde El Parque Palatino (1906) hasta Los dioses rotos (2008), se presenta al lector, críticamente, 112 títulos relevantes, innovadores o ilustrativos de una tendencia coyuntural, o momento culminante, a lo largo de 102 años en la historia de la nación.
Los criterios de selección rebasaron los límites establecidos por las valoraciones estrictamente estéticas o artísticas, y se abrieron a la consideración de aquellas películas insoslayables por su aporte a la comprensión de ciertos contextos expresivos, sociológicos, culturales y políticos.
IdiomaEspañol
EditorialRUTH
Fecha de lanzamiento15 abr 2023
ISBN9789593043441
Los cien caminos del cine cubano

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    Los cien caminos del cine cubano - Marta Díaz

    Portada

    Edición: Maricel Bauzá Sánchez

    Diseño de cubierta: Francisco Masvidal Gómez

    Realización: Pilar Sa Leal

    Selección de fotografías: Alicia García

                                            Ailyn Fong

    Realización electrónica: Alejandro Villar Saavedra

    © Marta Díaz y Joel del Río, 2022

    © Ediciones ICAIC, 2022

    ISBN  9789593043441

    Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. Si precisa obtener licencia de reproducción para algún fragmento en formato digital diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) o entre la web www.conlicencia.com EDHASA C/ Diputació, 262, 2º 1ª, 08007 Barcelona. Tel. 93 494 97 20 España.

    Ediciones ICAIC

    Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC)

    Calle 23 núm. 1155 e/10 y 12, El Vedado, Ciudad de La Habana, Cuba.

    publicaciones@icaic.cu

    Índice de contenido

    I vigili- del fuoco

    Desandando caminos

    El cine cubano: etapas y ­contextos

    El silente: los primeros 40 años

    Varias muertes a plazo fijo: El cine cubano de los años 30 a los 50

    Épica y realismo social: primeros años del ICAIC

    Los «grises» años 70 y las trampas del realismo

    A favor de la taquilla: la dinámica de los años 80

    Última década del siglo xx: marcada por la crisis

    Albores y emergencias del siglo xxi

    Biografías de cineastas

    Veintisiete clásicos: visiones del ­crítico*

    Criterios cruzados

    Fichas técnicas de los filmes

    Bibliografía

    Datos de los autores

    I vigili- del fuoco

    Nunca habremos agradecido lo suficiente a María Eulalia Douglas (Mayuya), Teresa Toledo e Hilda Roo por haber dedicado toda una vida a estudiar, investigar, reunir, organizar, cuidar y conservar, respectivamente, la memoria del cine cubano, del cine latinoamericano y del cine producido por el ICAIC. No es que no haya otros investigadores a quienes agradecer esta misma labor: los hay y merecen todo el respeto, porque son varios los nombres que han precedido, acompañado y continuado esta labor de conservación. Pero he querido comenzar con el nombre de estas tres apasionadas mujeres porque me ha tocado ver (muchas veces de cerca) cómo, a lo largo de los años, esa pasión incombustible se ha enfrentado a incomprensiones, contrariedades, faltas de recursos y otras soledades sin que mermara el tesón por la obra que han venido ­creando.

    Algo de ese fervor y de esa zozobra que se convierte en hélice impulsora (como en los personajes de Martin Scorsese, siempre guiados por una pasión constante, obstinada, tenaz; como Scottie Ferguson, el personaje de Alfred Hitchcock que rememora obsesivamente a Madeleine y a su amor perdido en Vértigo) forma parte de todo ejercicio creativo. Y un verdadero investigador —aquel que convierte en un acto de creación el rescate (para la historia) de cada evidencia cotidiana— debe estar inevitablemente armado de esa ansia inconmovible. Hago hincapié en esta suerte de devoción porque, sin ella, la Habana Vieja no sería hoy ese milagro que la pasión inquebrantable de Eusebio Leal ha logrado ante nuestros deslumbrados (y agradecidos) ojos. Eusebio nos ha devuelto lo que se consideraba casi perdido y lo ha hecho (lo está haciendo) como un acto de fe que no olvida, en su bregar cotidiano, la importancia que para la perpetuidad de la cultura cubana tiene cada granito de arena, cada reja oxidada, cada columna de nuestro casco histórico. Su proyecto es un proyecto cultural —y social— que busca la excelencia sin concesiones.

    No creo que nuestro cine esté corriendo la misma suerte. Sé de los esfuerzos que hoy (¿tardíamente?) está haciendo el ICAIC por recuperar lo que nuestro patrimonio visual ha perdido con el deterioro del Archivo Fílmico y sé que ese loable empeño aliviará el daño (en algunos casos, irremediable) que se destapó como una caja de Pandora a partir de la crisis de los años 90. Sé de esos esfuerzos y más.

    Pero hay otros perjuicios con los cuales convivimos como si nos estuviéramos resignando a la desaparición del cine. En nuestro país, hay cada vez menos salas cinematográficas y menos películas porque la mayoría de nuestras instalaciones (me atrevería a decir que la casi totalidad, porque se pueden contar con los dedos de la mano las que responden a parámetros elementales de calidad) han devenido salones decadentes en los que se proyectan cassettes y DVDs en una pantalla grande, donde la imagen es un oscuro y apagado reflejo de figuras en movimiento y el sonido un eco deformado de bandas sonoras que ¿escuchamos? en el más allá. Poder apreciar una película en 35mm se ha convertido en un acontecimiento casi jurásico. Poco a poco, lentamente, nuestros espectadores se han visto privados de la posibilidad de apreciar el CINE —como espectáculo, como lenguaje específico, como actividad cultural. Bajo la media verdad de que el surgimiento del DVD y los home videos en el mundo (y otras razones sociales en Cuba: bloqueo, crisis económica, dificultad de transporte, falta de recursos y etcétera) son causas que justifican la menguada asistencia del público a las salas cinematográficas (que deberían ser rentables), muy pronto no habrá diferencia entre un cine y la heladería Coppelia o una pista de baile o un stadium de fútbol: lo mismo da. No exagero: probablemente ya existe toda una generación que no ha visto nunca una película como se debe ver (es como si después de la Campaña de Alfabetización siguiéramos leyendo libros con faltas de ortografía). Esta grieta, esta lesión en el resguardo de la apreciación cinematográfica de nuestro público —de seguirse profundizando— ­acarreará consecuencias irreparables mucho más costosas que el deterioro material de los cines.

    En medio de este paisaje después de la batalla, he leído el libro Los cien caminos del cine cubano de Marta Díaz y Joel del Río (estudiosa y promotora del cine cubano, ella; vehemente crítico de todo el cine, él). Los autores han seleccionado 112 películas para componer una luminosa Vía Láctea que nos guía por el devenir histórico del cine cubano, iluminando materias hasta ahora no muy conocidas y reafirmando los agujeros negros que la polémica aún no ha podido descifrar en nuestro particular y complejo firmamento cinematográfico. Resulta admirable la información copiosa, el rigor científico y la contraposición de criterios que mueven al pensamiento y la reflexión, logrando un inusitado equilibrio entre la amena lectura y el material de consulta. Armar el trazado de la historia a través de las películas más significativas (no solo por razones estéticas) convierte al libro en una atractiva órbita referencial que seguramente animará al lector a visionar esos filmes —por primera vez o una vez más.

    Es por eso que, entre otras cosas, Los cien caminos del cine cubano me ha hecho meditar nuevamente sobre la necesidad de que nuestros espectadores recuperen la posibilidad de ver nuestras películas (y todas las películas) como se deben ver.

    Agradezco a Marta Díaz y Joel del Río este preciado y vehemente aporte a esa historia que nos identifica en una misma pasión desde aquel memorable día en que Gabriel Veyre dio la primera vuelta de manivela para filmar a bomberos cubanos en Simulacro de incendio. Siempre me había llamado la atención el nombre que le dan en Italia a los bomberos: vigili del fuoco. La traducción literal (vigilantes del fuego) me viene ahora a la mente como una metáfora del trabajo de todos aquellos que, como los autores de este cautivador libro, han contribuido, en tiempos de creación o en tiempos de indolencia, a crear y preservar la imagen del cine cubano. Vigilia infatigable dispuesta siempre a extinguir ese otro fuego más devastador que un voraz incendio: la corrosión del tiempo, el abandono y el olvido.

    Fernando Pérez Ciudad de La Habana, agosto de 2010

    Desandando caminos

    Este libro nació con el propósito de relatar, identificar y pensar desde Cuba alrededor de un centenar de películas, autores e historias sobresalientes en el cine cubano. Los iniciados en el tema conocen los pocos libros y sustanciosos ensayos dedicados a determinados periodos, cineastas, filmes muy significativos, o a las antologías de textos generados por algún crítico o estudioso en particular; sin embargo falta la visión generalizadora que intente abarcar todo el periplo de nuestro cine desde principios del siglo xx hasta los primeros años del xxi.

    Los festejos y nostalgias por el aniversario cincuenta del Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC), al cual se han vinculado los autores afectiva y profesionalmente, fueron el estímulo suficiente para crear un texto de homenaje, selecta antología de títulos, biografía de cineastas, recuento de opiniones, acontecimientos, experiencias e incluso malquerencias que, también, jalonaron los cien itinerarios demarcados de nuestra cinematografía. Los límites de la selección la impusieron El Parque de Palatino (1906) y Los dioses rotos (2008). Entre esas fechas analizamos más de dos centenares de títulos para seleccionar al final aquellas películas que nos parecieron relevantes, innovadoras e ilustrativas de una tendencia coyuntural o momento culminante. Es decir que el criterio de selección rebasó la consideración de los valores estrictamente artísticos, para tener en cuenta también aquellas obras de insoslayable mención por su aporte a la comprensión del devenir histórico del arte y la cultura en la isla.

    Decidimos atender cortos y largometrajes, así como trabajos de ficción, documentales, experimentales y animados, del ICAIC, anteriores al ICAIC, o independientes del ICAIC. Desde el principio del trabajo en común, nos percatamos de la dificultad que representaba colectar tan copiosa información, pues cada título elegido se acompaña de una ficha técnica, con intérpretes, sinopsis, y los principales premios y reconocimientos. Luego vimos que era precisa la biofilmografía de todos los realizadores que tuvieran al menos una obra en la selección, y más tarde, nos pareció necesario añadir algunos criterios que suscitó el título elegido. Debemos decir que tales acercamientos múltiples comprenden tanto las opiniones del realizador (a modo de confesión de intereses, autocrítica, o sucinto making of) como algunas opiniones especializadas que se publicaron en su época, no solo en los medios periodísticos y especializados, sino también crónicas, reportajes, artículos noticiosos y entrevistas. Igualmente útil nos resultó la copiosa producción, mayormente ensayística, que se ha generado en estudios culturales redactados, dentro y fuera de Cuba, muy a posteriori de los estrenos.

    El enorme volumen de información en torno a las obras, elegidas con un criterio que quisimos estricto y al mismo tiempo panorámico (los más propensos a degustar de los datos exactos se percatarán que seleccionamos 112 títulos, biografiamos 55 cineastas, autores y autoras de los filmes seleccionados, y elegimos un mínimo de dos fragmentos críticos sobre cada película), distaba todavía de ofrecer al lector un paisaje razonado sobre las dinámicas culturales inherentes a más de un siglo de cine cubano. Por ello, decidimos combinar la lista de filmes selectos con una suerte de prólogo explicativo, de matices históricos, que intenta caracterizar la producción cinematográfica en siete periodos: el silente, el cine sonoro anterior al ICAIC, los años 60, los años 70, y así sucesivamente hasta el principio de este siglo. Esta estructura nos permitió utilizar la selección cronológica de filmes significativos como pretexto para conformar un texto que quiere ser recopilatorio y antológico, de vocación historicista, sin renunciar a la especulación sociológica, cultural o estética. Valga reiterar que todos estos raseros definieron la presencia de una u otra película en la selección final.

    Somos conscientes de las exclusiones. Pudimos escribir también sobre el más cómodo de los cines capitalinos, la Cinemateca, que heredó luego el nombre de Charles Chaplin, y que sería el espacio abierto para descubrir las otras películas, las que no embrutecen, alienan ni tratan de legitimar la estulticia comercial; mencionar donde fuera preciso la multitud de cubanos que corrió a ver Aventuras de Juan Quin Quin, Elpidio Valdés, Se permuta, La bella del Alhambra, Fresa y chocolate, El Benny, Los dioses rotos; que aparecen entre los títulos más vistos en el mismo país donde fueron creados. Pudimos exaltar el talento de los actores: a Raquel Revuelta-Lucía suplicando una gardenia; a Sergio (Corrieri) escrutando el Malecón, desentrañando las inconclusas memorias de un pertinaz subdesarrollo; el rostro infinitamente expresivo de Daisy Granados en Retrato de Teresa, Cecilia, Plaff…; la naturalidad inveterada de Mirta Ibarra entre Hasta cierto punto, Adorables mentiras, Fresa y chocolate, Guantanamera; la mirada perdida en lontananza de Eslinda Núñez, llamada Lucía, y con segundo nombre Amada; o recordar a los mayores protagonistas de la llamada generación del relevo: Isabel Santos y Luis Alberto García. Seguramente era preciso el hincapié en un tema tan complejo como el de las decenas de salas de exhibición que se fueron perdiendo a lo largo de los años 90, cines de barrio y de estreno que están hoy en ruinas, irrescatables, convertidos en depósitos de humedad y olvido. Y tal vez debimos exaltar el papel del Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano, celebrado primero en La Habana y luego en todo el país, y que nos convirtió en el único público del mundo conocedor del cine brasileño, mexicano, argentino, chileno, venezolano.

    En nuestra selección de títulos se incluyeron películas muy cuestionadas en su momento, o que distan de ser consideradas clásicos indiscutibles según los consensos críticos habituales. Decidimos contar no solo con los títulos de prestigio garantizado, sino aquellos que aportaran miradas singulares de sus realizadores, o la incursión en géneros poco comunes en el cine cubano, o niveles honorables en algún rubro como las actuaciones, la producción, la fotografía o la edición; aunque el conjunto se distanciara del acabado perfecto y convincente. Así, aparecen en la selección algunas «entradas» que pudieran levantar desacuerdos; sin embargo su inclusión obedece a una serie de peculiaridades y excelencias que se explican tanto en el capítulo de Criterios cruzados, como en el apartado de los Veintisiete clásicos del cine cubano, donde se establece una especie de antología mínima de títulos imprescindibles, sin los cuales resultaría imposible comprender el cine cubano.

    Solo cuando se repasa la cinematografía nacional desde una visión panorámica y de conjunto, más allá del puñado de consabidos clásicos, es que afloran los matices y generalidades de cada década: los años 60 de la épica, la ruptura y la experimentación; los 70 de grisura, historicismo y contracción; los 80 de comedias costumbristas, cine popular e incremento en la producción; los 90 de Periodo Especial, crisis de valores y desconcierto... Otra de nuestras ambiciones consistió y consiste en tratar de lograr que el lector quiera ver otra vez, por ejemplo, Un día de noviembre o Hasta cierto punto o Alicia en el pueblo de Maravillas, y que se pregunte si tales películas eran tan raras y disfuncionales como algunos dictaminaron.

    Quizás sea insuficiente todavía la presencia en este libro del cine documental —porque somos conscientes de que es imposible explicar nuestra cinematografía y excluir las obras de Santiago Álvarez, Nicolasito Guillén Landrián, Oscar Valdés o Enrique Colina— y tal vez debimos referirnos con más holgura al cartel cinematográfico, que fue elogiado en toda latitud y longitud, y a la música hecha para cine y que aportaban los más importantes artistas de este país, desde Leo Brouwer, Harold Gramatges, Carlos Fariñas, Juan Blanco, y Sergio y José María Vitier, hasta los Van Van y el Grupo de Experimentación Sonora, Edesio Alejandro, Mario Romeu, Ulises Hernández… pero el enfoque desde estas y otras aristas queda pendiente para otros libros que de seguro existirán en el futuro, concebidos desde otros propósitos, pertenencias y perspectivas.

    En fin, que luego de perfilar los objetivos y conceptos que nos servirían de plataforma para levantar los textos y establecer su ordenamiento, el resto fue conciliar la obstinada tenacidad y racionalismo científico de la coautora, con la vehemencia y la propensión a la exuberancia del coautor. En sus manos se encuentra ahora el «cadáver exquisito» que resultó de dicha combinación. Entre discusiones, laxitudes, ímpetus y contrariedades, disfrutamos muchísimo el proceso de crear en obligatoria y compleja sintonía, y los dos aprendimos un mundo sobre resquicios y circunstancias que jamás hubiéramos siquiera sospechado. Llegados a este punto, es justo reconocer que hubiera sido muy difícil confeccionar este libro si no hubiéramos dispuesto de los fondos atesorados por el Centro de Información del ICAIC, donde se han conservado, durante décadas, numerosos textos que permiten reconstruir la historia de nuestro cine, trazada en líneas generales en las páginas de la revista Cine Cubano.

    Nuestra máxima aspiración, podemos garantizarlo ahora que terminó la aventura, se dirige a que el lector disfrute este libro tanto como nosotros, mientras descubre, una página tras otra, nombres y circunstancias de los creadores, personajes, sacrificios, delectaciones y adversidades que trazaron en imágenes y sonido el retrato siempre cambiante de nuestra identidad.

    El cine cubano: etapas y ­contextos

    El silente: los primeros 40 años

    El cine cubano no comenzó el 24 de marzo de 1959 con la pro­mulgación de la Ley que creó el ICAIC. Tampoco el 24 de marzo de 1897, cuando en función pública, por primera vez en la isla se presentó el cinematógrafo creado por los hermanos Lumière, que ellos mismos, o sus operadores, presentaban por el mundo entero. Tal vez el verdadero inicio esté en los espectáculos populares que exhibían las llamadas vistas fijas o panoramas a principios de 1894 en diversos locales del Paseo del Prado, las calles Bernaza y O’Reilly, en los altos del Teatro Tacón, el Hotel Telégrafo y, más tarde, en la Manzana de Gómez. Así, la primera exhibición pública del cinematógrafo —luego de pasearse por varios países de Latinoamérica—, estuvo a cargo del francés Gabriel Veyre en el local no. 126 del Paseo del Prado, junto al Teatro Tacón, hoy Gran Teatro de La Habana. Se proyectaron los cortos realizados por los Lumière, Partida de cartas, La llegada del tren, El regador regado y El sombrero cómico. El precio de entrada era de cincuenta centavos para mayores y veinte para niños y militares. El 7 de febrero de 1897, Veyre se convirtió en el primer director de cine que filmaba en Cuba con su Simulacro de incendio, documental sobre una maniobra de los bomberos habaneros.

    En el texto El cine mudo en Cuba, 1897-1933, de los investigadores de la Cinemateca Héctor García Mesa, María Eulalia Douglas y Raúl González, se hace balance del periodo:

    La producción de cine mudo en Cuba cubrió el periodo comprendido entre los años 1897 y 1933. El transcurso del tiempo, unido al abandono total que existía en la época en torno a la salvaguarda del patrimonio cultural, provocó la pérdida de una abrumadora mayoría de películas producidas en ese periodo. De acuerdo con cifras de la Cinemateca de Cuba y según su catálogo, cerca del 83% de los filmes realizados en ese período se da por perdido. El filme más antiguo que se conserva es un corto de un minuto hecho en 1906, El Parque de Palatino. De la producción de largometrajes de ficción solo queda una película en su forma completa, La Virgen de la Caridad (1930) y fragmentos de otra: El veneno de un beso (1929). A partir de estas condiciones, resulta tarea harto difícil escribir una historia confiable acerca de ese cine, y más difícil aun analizarla.¹

    De modo que cualquier evaluación ulterior está marcada por el profundo desconocimiento respecto a las películas del periodo estudiado. Apenas ha sobrevivido una ínfima parte de la producción, que permita hacer un juicio sobre el cine cubano de aquellos tiempos merecedor de alguna confianza. Nunca sabremos cómo fue, ni su trayectoria popular, eficacia técnica o alcance estético. Solo queda hilvanar datos dispersos en la prensa de la época, y justipreciar los poquísimos fragmentos que nos llegaron. No obstante, a pesar de la falta de evidencias y a partir de esos datos dispersos, el historiador y crítico de cine Walfredo Piñera asegura que:

    El desarrollo del cine en Cuba, como actividad artesanal, respondió a la escala de los logros del cine mundial, en un lapso que concluye aproximadamente, con el paso del cine silente al sonoro. Pero en este punto confluyeron sobre él grandes presiones, a las que no pudo sobrevivir.²

    El cinematógrafo llegó a ser manipulado por un cubano en el corto publicitario El brujo desapareciendo (1898), realizado por el empresario y actor José E. Casasús. Hubo varios locales dedicados al entretenimiento de masas que luego se denominaría séptimo arte:

    1

    El Teatro Irijoa fue el primero que en esta capital presentó cine entre sus atracciones. Fue también José E. Casasús, quien estableció las primeras salas dedicadas completamente a exhibir cine. En los cinco o seis años anteriores a la Primera Guerra Mundial, el cine conoció una etapa de expansión en Cuba, por lo menos en el terreno de la exhibición —símbolo de ello eran las salas de cine llamadas Polyteamas— y desde entonces queda fijada, también para Cuba, la aparente predestinación de los países latinoamericanos de establecerse como consumidores del cine extranjero, mientras la producción nacional se tornaba discontinua y atomizada. La exhibición, primero de filmes europeos (italianos y franceses sobre todo) y luego norteamericanos (lo cual se confirmó luego de la bancarrota de las cinematografías europeas como resultado de la Primera Guerra Mundial) empezó siendo una actividad ambulante y adscrita a las ferias, cafés y teatros, pero muy pronto devino negocio lucrativo. En toda Latinoamérica se modificaron los términos de dependencia y la influencia de Londres y París cedió ante el avance de Wall Street y Hollywood.

    En 1905, con apenas 20 años, Enrique Díaz Quesada funda la Moving Pictures Company para ofrecer funciones en los Teatros Martí y Albisu, donde se comienzan a presentar noticias locales que él mismo rodaba, con el nombre de Cuba al día. Después de 1907, Díaz Quesada filmó algunos cortometrajes de ficción y tres años después emprendió una adaptación del dramaturgo y novelista español Joaquín Dicenta, muy en sintonía con la tendencia dominante de intentar legitimar artísticamente el cine mediante la apropiación de obras literarias o teatrales —muy parecido al filme d’art francés y a los grandiosos (filmes) históricos italianos.

    Según el crítico Paulo Antonio Paranagua, el primer género ambicioso y característico en Latinoamérica fue la reconstrucción histórica y Cuba no hizo menos. En 1913 Díaz Quesada acomete el primer largometraje con que cuenta la filmografía nacional: Manuel García o El rey de los campos de Cuba, producida por Santos y Artigas. Cuba había arribado al mundo del largometraje alrededor del mismo año en que lo hicieron las primeras potencias cinematográficas de la época (Italia, Dinamarca, Francia, Alemania e incluso Estados Unidos), y no fue un brote aislado. Gracias al entusiasmo sin límites de aquel fundador que fuera Díaz Quesada, la ci­nematografía nacional recibió un impulso —hasta la llegada del cine ­sonoro— que auguraba un brillante porvenir. Y si bien en otros países triunfaba el melodrama de sello italiano o el filme histórico afrancesado, Díaz Quesada emprendió un cine atento a los contextos y personajes típicos de la isla. Similar adhesión a los iconos de cubanía caracteriza el cine de Ramón Peón, otro de los fundadores del cine cubano:

    Entre 1920 y 1930, Ramón Peón dirigió ocho películas silentes, melodramáticas y sin calidad artística pero de un nivel técnico aceptable y con cierta vena popular: El veneno de un beso (1929), La Virgen de la Caridad (1930), etcétera.³

    A pesar del juicio sumario, con el tiempo ha cobrado importancia entre los críticos y especialistas la filmografía de Peón, quien consiguió realizar once películas de las treinta y nueve producidas en Cuba entre 1920 y 1930. Una fuente tan respetable como Ignacio Ramonet afirma en su texto inédito El cine cubano (1897-1971). Esbozo de una trayectoria que:

    Ramón Peón enriqueció el cine cubano con elementos criollos tomados del teatro vernáculo y mejoró en mucho el nivel técnico general de la producción. Todas sus películas, en efecto, están realizadas con una técnica muy cuidada, aunque no se percibe en el resto la imaginación visual de La Virgen de la Caridad.

    Sobre La Virgen de la Caridad, probablemente la mejor película cubana del periodo silente, asegura el célebre Georges Sadoul, en su Historia del Cine Mundial que es «un filme que a pesar de la ingenuidad de su guión fue notable en su puesta en escena, sus actores, sus tipos nacionales bien situados»,⁴ mientras que el más importante crítico cinematográfico de la época, José Manuel Valdés Rodríguez escribió en El Mundo el 7 de septiembre de 1930 que el filme «es el primer intento cinematográfico verdaderamente logrado en nuestro país con dinero, directores, artistas, fotógrafo y personal cubano».

    Aunque a finales de los años 20 se logra cierta estabilidad en la producción, cuentan quienes vieron aquellas películas que todas alcanzaban muy escasa calidad, eran artesanales, ingenuas y con muy exiguos valores artísticos. A pesar de que la producción de ficción posee un carácter esporádico, no ocurrió así con el documental a través del noticiario. Desde 1920 existían varios con carácter sistemático, algunos de los cuales constituyen el más importante testimonio audiovisual de lo que era Cuba por esas fechas. A pesar de todo, puede afirmarse, luego de ver lo poco que nos ha llegado, y de estudiar las crónicas de la época, que casi todos los filmes de ficción, incluso los documentales, producidos en Cuba durante las primeras tres décadas del siglo xx, poseen un carácter marcadamente nacionalista y patriótico, típico de las naciones jóvenes, ávidas de reafirmar su identidad e independencia.

    En la compilación de textos sobre cine escritos por Alejo Carpentier, aparece una crónica, o pequeño relato, titulada Diálogo del Productor y el Ingenuo, donde el perspicaz novelista ofrece opiniones sobre el cine nacional, opiniones que muy pocas veces prodigaron los grandes intelectuales cubanos de la primera mitad del siglo xx. Este es un fragmento del texto carpenteriano:

    Ingenuo

    : —¿Sabe usted por qué el cine cubano no ha llegado nunca a ser un cine verdadero, como lo es el mexicano, a pesar de todos sus defectos?

    Productor

    : —¡Bah! No me hable usted de eso. Lo que sí sé es que el cine cubano es muy reciente. Le falta historia, técnica, arrestos.

    Ingenuo

    : —Está usted equivocado, querido amigo. El cine cubano es uno de los más viejos de América Latina. En 1912 produjo su primera película: La hija del policía o En poder de los ñáñigos.

    Productor

    : —¿En 1912? ¡Asombroso! ¡Yo lo ignoraba!...

    Ingenuo

    : —En 1920 se filmaba una película cubana de mayores ambiciones aún: Dios existe. Y luego fueron, de año en año, las producciones de Ramón Peón, y otros… ¿Sabía usted que Mae Murray, Dorothy Gish y Richard Barthelmess filmaron películas enteras en La Habana? ¿Sabía usted que Edie Polo interpretó episodios de aventuras en la fortaleza de La Cabaña? ¿Sabía usted que allá por el año 1913, se había realizado ya una película histórica en Cuba, bajo el título de La manigua o La mujer cubana?... Si en algún país de América hubo una temprana inquietud cinematográfica fue en Cuba…

    Productor

    : —Bueno, pero entonces… dígame… dígame…

    Ingenuo: —¿Qué?

    Productor

    : —¿Por qué, con tales antecedentes, no se ha desarrollado más la industria cinematográfica en Cuba?...

    El Ingenuo hace breve pausa, mira al Productor, y concluye:

    —Pues sencillamente porque durante cuarenta años esa producción ha sido regida exclusivamente por un criterio «comercial». Lo que me lleva a pensar que, en materia de cine, los hombres que se creen mejor dotados de «sentido comercial», resultan, a la postre, los peores comerciantes.⁵

    La ensayista y poetisa Mirta Aguirre ofreció también sus consideraciones respecto a las carencias del cine prerrevolucionario en el periódico Hoy, el 11 de julio de 1950. Ese trabajo aparece compi­lado en Crónicas de cine, de él reproducimos un ilustrativo fragmento:

    La ceguera y —es lo cierto— la ignorancia son tan crasas que nuestro cine, tan comercial, conspira contra su propio éxito económico. Hasta ahora casi todo el cine que se dice «cubano» se ha trazado dentro de límites de un localismo muy dañino para la exportación. Ciertos temas pintoresquistas, cierto lenguaje que fuera de Cuba es jerga incomprensible, ciertos chistes que responden a nuestro privadísimo concepto de la gracia, se llevan al cine como banderín de los «cubanos». Y además de no ser lo nacional, sino pintar superficialista y falso de lo nacional, son en cambio lo provinciano, sin interés para cualquier público ­extranjero. Porque, por ejemplo, quien no tenga el hábito y la mala tradición del «negrito» y del «gallego», y quien desconozca a Pototo y Filomeno, poco o nada encontrará en las cintas de las que ellos son eje.

    Al trabajar con elementos nacionales ha de irse a lo sustancial, siempre transido de contenido universalista: lo campesino, en su más pura raíz, unido, por encima de sus matices locales, a un problema que toca en medio del corazón a toda la América, desde el Bravo hasta la Patagonia; o esa palpitante presencia negra, tan nuestra como de Venezuela o de Brasil; y los fundamentales conflictos de hombre y sociedad que a nadie son ajenos.⁶

    Lo mejor del cine silente cubano, que no ha desaparecido en las arenas del olvido, los descuidos y la falta de conciencia cultural, está representado por dos títulos: El Parque de Palatino y La Virgen de la Caridad que, a pesar de sus ingenuidades y rusticidad, constituyen testimonio inapelable del pasado de una nación que comenzaba a erguirse.

    Varias muertes a plazo fijo: El cine cubano de los años 30 a los 50

    En las décadas de los años 40 y 50, desde fórmulas muy comerciales, de matriz radial y teatral se realizaron algunos melodramas y comedias de cierto éxito popular, mayormente en coproducción con México. Esos filmes contribuyeron a fomentar una visión folklorista y externa, pero cimentaron algunas señas de confirmación autóctona valiéndose sobre todo de la música popular, la literatura de matriz romántica y las fórmulas vernáculas teatrales. En esta etapa la cinematografía nacional estaba jalonada por la esforzada acción de tres memorables cineastas: Ramón Peón, Ernesto Caparrós y Manuel Alonso.

    Son ellos los principales «culpables» de que pueda hablarse de un cine cubano anterior a 1959. Aunque sus películas aparecieran mediatizadas por pintoresquismos de toda índole, tropicalismo enajenante y múltiples evasiones de lo social y lo sicológico, en ellas se perciben huellas muy primarias, pero abundantes, de una cubanía que se exalta gustosa, valiéndose del patrimonio musical y de la ostentación de una tipología sociocultural tenida por emblemática (el negrito, el gallego, la mulata, la pecadora, el galán…) que insistía en el afianzamiento de la identidad nacional, índice gratificante en el trayecto de nuestra memoria como nación.

    Ramón Peón podría haberse identificado con los neorrealistas italianos o con los grandes cineastas franceses del periodo anterior y posterior a la Segunda Guerra Mundial, pero no fue reconocido ni siquiera en su país natal, y tuvo que partir a México, decepcionado por la inercia y la rapiña de los pocos productores cinematográficos cubanos. En ­México, continuó con algún éxito y ningún aliento, una carrera correcta, aunque antes de partir, e incluso después, no cejó en el empeño de dotar a la isla de una cinematografía propia, como patentizan la creación de la productora Películas Cubanas, S.A. (PECUSA) y sus intentos por glorificar también en celuloide a la extraordinaria Rita Montaner (Sucedió en La Habana-1938, El Romance del palmar-1938, La única-1952), y a otros artistas populares de la época como Aníbal de Mar (Una aventura peligrosa-1939). En todos estos títulos se imitaba el folklorismo, adaptado en Cuba, de la comedia ranchera o el melodrama de origen mexicano, ambos pasados por la riquísima tradición musical nacionalista y por la tipología del teatro popular, o se imitaba abiertamente el folletín radial.

    Treinta años tendría que aguardar Rita para volver a ser objeto de culto en el cine cubano, ahora desde la aproximación del documental dedicado a ella, cuyo arte expresó «hasta el hondón humano lo verdaderamente nuestro». A la Única —pues solo ella, y nadie más ha hecho del solar habanero, de la calle cubana, una categoría universal—, según la definiera Nicolás Guillén, se dedicaron al menos dos importantes obras:

    Rita: de diecinueve minutos, realizada en 1980, por el subestimado Oscar Valdés (síntesis biográfica, con guión y narración de Miguel Barnet, sobre la gran artista cubana, valiéndose de fotos, discos y opiniones de quienes la conocieron).

    Con todo mi amor, Rita: de cincuenta y nueve minutos, realizada veinte años después por Rebeca Chávez, con las ventajas de una investigación acuciosa y un punto de vista más personal.

    Junto con los intentos por crear un cine nacional, la atmósfera cultural dio lugar a obras medulares en la expresión artística de nuestra ­nacionalidad:

    Motivos de son    Nicolás Guillén

    Sóngoro cosongo   Nicolás Guillén

    Sabor eterno     Emilio Ballagas

    Elegía sin nombre    Emilio Ballagas

    Muerte de Narciso     José Lezama Lima

    Enemigo rumor     José Lezama Lima

    Juan Criollo    Carlos Loveira

    Rítmicas     Amadeo Roldán

    Cecilia Valdés     Gonzalo Roig

    Niña Rita     Eliseo Grenet

    Gitana tropical     Víctor Manuel

    Paisaje cubano      Marcelo Pogolotti

    El rapto de las mulatas      Carlos Enríquez

    Interior del Cerro         René Portocarrero

    Aunque dista océanos de compararse con tales paradigmas, la obra de Ramón Peón algún día ocupará el sitio que le corresponde y que no consiguió en su época, junto a estas divinidades tutelares de la cultura cubana. Después de intentar infructuosamente incorporarse al cine del ICAIC en 1959, Peón regresó definitivamente a México, donde declaró con amargura:

    Tres veces fui a mi patria para hacer el cine cubano y fui recibido con banda de música en el aeropuerto, y en las tres oportunidades tuve que irme por suscripción popular.⁷

    Ernesto Caparrós ya se había destacado como escenógrafo, en las películas de Ramón Peón, cuando dirigió los cortos musicales El frutero (1933), con música de Ernesto Lecuona, y Como el arrullo de palmas (1936), antecedentes del primer largometraje de ficción sonoro realizado en Cuba: La serpiente roja (1937) que, también dirigida por Caparrós, versionaba la exitosa serie radial consagrada a las aventuras del detective de origen chino Chan-Li-Po. La serpiente roja se amparaba en el auge del seriado radial, una verdadera explosión cultural en los años 30, creado por Félix B. Caignet, quien también se encargó del guión en la versión fílmica, y que devendría uno de los padres indiscutibles de la telenovela latinoamericana a través del folletín radiofónico. Sobre la versatilidad cultural, y el talento indiscutible de Caignet, ha escrito Reynaldo González:

    No conoce los márgenes, aunque se mueve precisamente entre géneros periféricos: ni gran escritor ni adefesio descalificable, ni gran compositor, pero con algunos hits insumergibles: Te odio, Frutas del Caney, El ratoncito Miguel. Tampoco es el gran guionista de cine que desearía ser, pero sí el cubano con más argumentos suyos llevados a la pantalla en su tiempo. Vinculado al séptimo arte por la vía de la exhibición desde su juventud —coincidente con la juventud del cine— luego de programarlo y promocionarlo quiere hacerlo. Y se coloca entre los pioneros de las coproducciones con México, en un extendido periodo dominado por la cinematografía azteca frente al intermitente y siempre agónico cine insular. Eso sí, para derramar en la pantalla las mismas lágrimas que dosifica en las ondas radiales. Además de propiciar el primer largometraje cubano de ficción sonoro (1937), con la aventura La serpiente roja, genera uno de nuestros primeros filmes en Superscope, El tesoro de Isla de Pinos (1955). En su average se anota varios jonrones de audiencia: van a las salas de exhibición los mismos que gimen con sus dramones radiofónicos, a partir de su clásico El derecho de nacer (1952), que tendrá otra adaptación cinematográfica (1966), como los grandes, además de innumerables versiones radiales y televisivas en países de nuestro hemisferio. (...) Sus argumentos recorren un espectro de gran impacto, son tremendistas, llorones, de pésimo gusto y una comprensión amanerada de lo artístico (...) Son las travesuras fílmicas de Caignet, herederas de su imponente trayectoria radiofónica.⁸

    También a finales de los años 30 se funda la Cuba Sono Film, influida por el Partido Comunista, que realizó con regularidad el Noticiario Periódico Hoy, además de numerosos documentales y dos cortos de ficción. Ya en la década siguiente, llamada de «las vacas gordas», a pesar de la bonanza económica ocasionada por los precios del azúcar durante la Segunda Guerra Mundial, el cine cubano continuó en crisis. Caparrós volvió a trabajar como asistente de Peón y de otros directores, hasta conseguir realizar, a contracorriente del total desinterés por hacer cine que caracterizaba a casi todos los que podían hacerlo:

    Prófugos     1940

    Romance musical     1942

    Fantasmas del Caribe     1942

    Poco más tarde, se asentó con su esposa en Nueva York, donde trabajó como director de fotografía en importantes filmes de Arthur Penn, Richard Sarafian y George Seaton, entre otros. Aunque Caparrós fuera recordado por la American Society of Cinematographers como uno de los mejores fotógrafos de Estados Unidos durante los años 50 y 60, sobre la etapa en que trabajó en Cuba como director, dijo Mario Rodríguez Alemán:

    Durante la década de los años 40 la producción baja en calidad, en cantidad y en resultados económicos. El cine comercial mexicano, y en menor medida el argentino, pródigos en sensiblería, seudofolklor y mal gusto, se imponen en esos años, obteniendo en vasto éxito entre las capas sociales de bajo nivel cultural. Los productores cubanos imitan las recetas de esos cines, y multiplican en las pantalla una falsa realidad cubana, plagada de maracas, rumberas y seres despreocupados y eternamente alegres o enfrascados en dramas de lágrima fútil.⁹

    El crítico e historiador probablemente se estaba refiriendo a títulos como Embrujo antillano (con María Antonieta Pons y Blanquita Amaro), Sed de amor (Gina Cabrera, Rafael Bertrand), A La Habana me voy (Blanquita Amaro, Otto Sirgo) o a los bodrios dantescos realizados por el mexicano Juan Orol, que alcanzaron cierto éxito de taquilla en Cuba y países vecinos de Latinoamérica, así como a dos comedias musicales y de enredos, estrenadas entre 1950 y 1951: Hotel de muchachas y Príncipe de contrabando, consagradas a potenciar el talento de los actores cómicos Leopoldo Fernández y Aníbal de Mar.

    Desde Cuba irradió a la industria mexicana una variante muy popular del melodrama, el llamado cine de rumberas o cabareteras, que merece párrafo aparte por centralizar unas cien películas: La mayoría de estas películas, mexicanas, cubanas, o en coproducción, contaban la misma historia, la de una chica humilde e inocente, que llegaba a la ciudad corrompida, y allí se veía precisada a bailar en un cabaret hasta encontrar la redención. Cubanas que triunfaron en México, y en muchos otros países de Latinoamérica, fueron Ninón Sevilla (extraordinariamente popular entre 1947 y 1955 con filmes como Pecadora, Aventurera, Víctimas del pecado y Sensualidad), María Antonieta Pons, Rosa Carmina, y la no menos espectacular Mary Esquivel. El actor, productor, director y distribuidor gallego Juan Orol convirtió en bailarinas exóticas, o misteriosas y fatales mujeres, a María Antonieta Pons (entre 1938 y 1945), sustituida entre 1946 y 1955 por Rosa Carmina, mientras que a Mary Esquivel le tocó el turno estelar entre 1955 y 1963. Todas estas divas de la sensualidad y la rumba hicieron algunas películas en Cuba, en régimen de coproducción con México, de argumento seriado y pedestre puesta en escena, ambiente «exótico» y siempre en el papel de mujer-objeto ligerita de ropas. La mayor parte de esas coproducciones medio folklóricas fueron dirigidas por Juan Orol. Citemos algunos de estos títulos, responsables de divulgar por el mundo una cierta imagen secularizada de la cubanía:

    2

    Mario Barral, quien realizó en 1956 De espaldas, y dos años después, Con el deseo en los dedos, declaró a la revista Bohemia de junio de 1958 algunos de los problemas principales de la casi inexistente industria del cine cubano:

    Nosotros fuimos a lo barato. A lo fácil. A la improvisación. No buscamos escritores. Se armaron libretos de refritos. Se buscaron cómicos demasiado vernáculos. Basamos nuestra cinematografía en el gallego y el negrito. En el solar y el chuchero. En la chancleta y la guayabera, sin darle a esto, que podía ser útil, un mensaje universal. Se ciñó la expresión a los límites estrechos de nuestras costas, y no pudimos traspasar el horizonte. Así sucedió con casi todos. Con excepción de las producciones de Alonso, que fueron esfuerzos emocionantes pero aislados. Sin deseos, al parecer, de crear la industria.¹⁰

    La investigadora cubana María Eulalia Douglas asegura que Mario Barral funda la empresa Productores Independientes Asociados S.A. (PIASA) con el propósito de filmar películas y doblarlas al inglés para ser exhibidas en los pequeños cines de ensayo en los Estados Unidos. Realizaron una única película de tipo experimental De espaldas, dirigida por Barral, con muy pocos recursos económicos. Resultó intento fallido tanto en lo artístico como en lo económico y técnico. Nunca se exhibió en el extranjero. Y también Con el deseo en los dedos, protagonizada por Enrique Santiesteban y Minín Bujones, que fue fustigada en la Guía Cinematográfica 1959-1960 por lo burdo e incongruente de su guión, y por su mala factura artística. Esta película es un descrédito más para la incipiente industria cinematográfica cubana.

    Barral se trasladó a Miami al principio de la Revolución donde escribió obras de teatro, y dirigió una serie que él presentaba como «la primera telenovela del exilio cubano».

    En el decenio de los 50, el último que viera prosperar aquel tipo de cine, los más logrados intentos correspondieron a Manuel Alonso. Estrechamente relacionado con altos personajes del régimen batistiano, Alonso dirigió algunas películas de cierta importancia: Siete muertes a plazo fijo (1950) y Casta de roble (1954), los dos mejores filmes sonoros realizados en Cuba en esta década, habida cuenta de su calidad técnica y su dominio del lenguaje cinematográfico aplicado a géneros específicos como el policiaco y el melodrama rural. Según cuentan quienes lo conocieron, Manuel Alonso no pasaba de ser un autócrata monopolista, con algún talento para la realización y para nuclear a su alrededor casi todos los esfuerzos de la incipiente industria cinematográfica cubana. Pero sus móviles no eran altruistas ni artísticos.

    Grandes descalabros resultaron en esa década la casi oprobiosa biografía fílmica titulada La rosa blanca, la mayor equivocación en la carrera del justamente famoso Emilio El Indio Fernández, así como de una pedestre y paupérrima versión de Cecilia Valdés. Sobre la primera Guillermo Cabrera Infante escribió una de sus pocas críticas dedicadas a una película cubana. Por su importancia reproducimos un fragmento de ese comentario:

    Al fin se ha estrenado La rosa blanca, después de una violenta y poco constructiva polémica entre apologistas y detractores, que se mantuvo durante todo el proceso de filmación. El film ha sido pagado por la Comisión del Centenario del Apóstol. Dirigida por el mexicano Emilio Fernández y fotografiada por el catalán-mexicano Gabriel Figueroa, tiene una larga veintena de actores de diferentes nacionalidades, desde el mexicano Roberto Cañedo hasta la colombiana Alicia Caro. Pero, al menos teóricamente, es una película cubana. Se trata de una biografía fílmica de la vida de José Martí. Y aquí comienzan los reparos a la cinta, que nunca debió ser realizada. (…) Retratar a un hombre que murió a la vuelta del almanaque y cuyos nietos viven todavía, es empresa ardua de la que no se suele salir airoso. Por otra parte, si la exacta dimensión de Martí ha escapado a todos sus biógrafos (…) ¿cómo pretender que sea el cine quien descubra a un hombre que jamás fue espectáculo? (…) Si hay vidas para pensarlas imposibles, e imaginarlas milagrosas, una de ellas es la Martí. Hacerla tangible, aunque sea por las sombras fugaces del cine, es como retratar la conciencia. Pues Martí es la conciencia de Cuba. (…) La película se ha realizado con todo cuidado. Pero con eso no bastaba. Es necesario haber hecho no solo una cinta cuidada (que sí lo es), perfecta (que no lo es), pero también conmovedora, que reviviese en cada conocido la vida, pasión y muerte de Martí, pero que moviese a todo desconocido a identificarse con su vida, a comprender y venerar su pasión de libertad y justicia, a llorar su muerte. Ahí están los fallos máximos del film. En La rosa blanca está todo Martí, pero falta Martí. Ausente en algo menos tangible que poner en su boca los trozos de su prosa que viniesen bien o seguir, paso a paso, sus peripecias cotidianas. Y es que a la cinta le sobra materia, pero le falta espíritu. Uno ve a José Martí afanarse durante una hora y cincuenta minutos y no llega jamás a penetrarse de sus ansias. (…) entre cuidar los gazapos históricos (que siempre los hay) y darle a la cinta un tono heroico, se ha impermeabilizado con una sequedad absoluta el personaje de Martí. Hubiera sido preferible un poco menos de rigor formal e histórico y un poco más de sentimiento. Y a veces se pudo lograr veracidad, sin perder emoción válida. (…) En cuanto a la progresión, la cinta ofrece el notable contraste de una copiosa sucesión de hechos narrados con un ritmo demasiado lento. Quizá se deba esto a la manera de hacer de Fernández, extendiendo un breve núcleo argumental hasta más allá del horizonte celular. Lo que podría llamarse un análisis. Ahora se trata de una biografía exuberante, preñada de hechos y anécdotas que se sucedían unos a otras y que demandan constricción. El más difícil de los procesos: la síntesis».¹¹

    No todo el mapa cinematográfico de la década del 50 resultaba pedestre, fallido, desconsolador o corrompido. En febrero de 1951 se crea la Sociedad Cultural Nuestro Tiempo, con una sección de cine que, además de ofrecer debates y conferencias, publica el Boletín de Cine, propicia una crítica seria, integra un cine club que luego devendría Cinemateca de Cuba y, en enero de 1958, estrena en el anfiteatro Varona, de la Universidad de La Habana, el corto documental de denuncia El Mégano, realizado por un grupo de jóvenes aficionados al cine, miembros de la sociedad Nuestro Tiempo. Dirigió el corto Julio García Espinosa. El equipo lo integraban Tomás Gutiérrez Alea, Alfredo Guevara, Jorge Haydú y José ­Massip, quienes participarían en la fundación del ICAIC en 1959. ¿Qué pretendían estos jóvenes cineastas al irrumpir en el panorama desolador del cine cubano en 1958? La mejor respuesta puede darla el mismo Julio García Espinosa cuando se refiere a los filmes cubanos que se realizarían en los años 60:

    El cine que proponían era un cine menos complaciente y más irreverente. Un cine cuestionador, que rescatara la Historia y pusiera en evidencia las contradicciones más contemporáneas. (...) De hecho era un golpe mortal al folklorismo y al nacionalismo más extremo. Era tal vez el paso más avanzado en el camino de la modernidad del cine latinoamericano.¹²

    Con la realización de El Mégano, y la fundación del ICAIC, terminaba una etapa de más de sesenta años de cine republicano, apenas conocido ni reconocido después, que tuvo sus pioneros, sus iluminados y sus entusiastas, respetables antecedentes en el ansia de conferirle a Cuba un rostro cinematográfico rumbero y trovador, complejo y popular, dinámico y auténtico.

    Épica y realismo social: primeros años del ICAIC

    Tal vez fundar y cambiar hayan sido los verbos más usados en Cuba entre 1959 y 1970. Dos acciones ligadas indisolublemente al turbión que significaron los primeros años de la Revolución. No fue hasta marzo de 1959, con la creación del ICAIC, que comenzó a materializarse la posibilidad de un cine nacional concebido como producto cultural válido y auténtico, medio idóneo para interrogar la contemporaneidad y el pasado histórico, desde el rigor intelectual y la comprensión humanística de la nación. Recién fundado, sus principales creadores se aprestaron a filmar elocuentes testimonios sobre las colosales hazañas, la épica y el vértigo transformador de toda una época.

    La primera etapa se caracteriza por la épica revolucionaria, a ella corresponden títulos como:

    • Historias de la Revolución de Tomás Gutiérrez Alea, 1960; primer largometraje de ficción estrenado por el ICAIC.

    • El joven rebelde de Julio García Espinosa, 1961.

    • Soy Cuba coproducción con la URSS, dirigida por Mijaíl ­Kalatózov.

    La primera etapa épica de la producción del ICAIC alcanzó su expresión más consumada en la grandilocuencia efectista de Soy Cuba, testamento delirante del fotógrafo soviético Serguei ­Urusevsky más que retrato de la gesta revolucionaria. A ella se refiere Alfredo Guevara en un ensayo donde pasa revista a los principales logros de la joven cinematografía y expone, nuevamente, su plataforma conceptual que comienza con Algunas cuestiones de principio:

    No es fácil la herejía. Sin embargo, practicarla es fuente de una profunda y alentadora satisfacción, y esta es mayor cuanto más auténtica es la ruptura o la ignorancia de los dogmas comúnmente aceptados. En este sentido, la herejía es un riesgo por cuanto comporta el abandono de los asideros, y el rechazo de su sustitución. No hay vida adulta sin herejía sistemática, sin el compromiso de correr todos los riesgos. Y es por eso que esta actitud ante la vida, ante el mundo, supone una aventura, y la posibilidad del fracaso. Pero es también la única verdadera oportunidad de acercarse a la verdad en cualquiera de sus aristas.

    Más adelante, Guevara redacta un breve inventario de logros y virtudes de esta primera etapa:

    No se trata tampoco de idealizar. No creo, sinceramente, que hayamos logrado hasta ahora obra excepcional alguna. Lo que sí es innegable es que, en cuanto hacen los cineastas cubanos de esta generación, puede sentirse el aliento de sus búsquedas, y la presencia de un nivel. Es sin embargo ahora, rebasada la etapa que caracteriza las crisis de crecimiento, cuando podemos esperar el desarrollo deseado (…) Este año hemos terminado cuatro películas de largometraje y otras tantas se encuentran en producción, y en los años anteriores no ha sido pequeño el esfuerzo y la labor realizada. Pero solo ahora, en el año 1963, calculamos haber iniciado la etapa realmente profesional.

    En la conclusión del insigne ensayo puede leerse:

    Proclamamos que un artista no puede estar a la altura de nuestra Revolución, vivir y crear penetrado por su atmósfera e impulsado por su aliento, si no se plantea su propia obra como parte de la más rica y dinámica experiencia, la de la libertad. Y cada uno de nuestros pasos es observado desde todas partes, y más cercanamente por América Latina: nuestro deber y responsabilidad se multiplican, y cuanto hacemos hoy, inspirados en la más alta ideología de la libertad, no debe conducir a un muro, sino dejar abierto un infinito camino. Eso es lo que quisiéramos hacer la gente de cine, lo que queremos hacer, y lo que intentamos hacer. ¹³

    En la segunda etapa, luego de 1965-1966, se impone el recordatorio historicista, que derivó en el natural reconocimiento sobre los orígenes de la nación, que surgió y se fortaleció luego de 1968-1969, cuando se conmemoraban nacionalmente los llamados Cien Años de Lucha, y en todas partes se repite la consigna: «Nosotros, entonces, habríamos sido como ellos; ellos, hoy, serían como nosotros», frase lapidaria que pretendía dejar sellada la continuidad entre las luchas independentistas de los criollos y mambises, y las que emprendieron los héroes y mártires de la Revolución contra la satrapía de la seudorrepública.

    La característica vinculación entre documental y ficción, que resulta dominante en los principales momentos del cine cubano, también se puso de manifiesto a la hora de conmemorar los Cien Años de Lucha: En lugar de recurrir al drama histórico-épico o al filme biográfico convencional, algunos cineastas cubanos vincularon la ficción (trama entre personajes históricos, batallas, escenificación de la vida de los ­héroes de la independencia) con las técnicas propias del reportaje o del documental contemporáneo (entrevistas mirando a cámara, autoconciencia de la puesta en escena, alusiones dirigidas a igualar en sentido las rebeliones del pasado y las del presente). Todo ello puede percibirse en distintos grados en:

    3

    Estas obras asentaron una especie peculiar de cine histórico, muy comprometido con el presente, pues no solo se investiga y se exhibe el pasado colonial —cuando se fueron estableciendo los estratos fundacionales de la cubanía— sino que además se interponen alusiones a los mayúsculos contenidos ideológicos de los años 60: la guerrilla y las luchas de liberación en el Tercer Mundo, particularmente América Latina; las amenazas externas a la independencia, el derecho a la soberanía y autodeterminación de todos los pueblos. Dentro de la conmemoración por los Cien Años de Lucha, se ubicaron las ya mencionadas Lucía, La primera carga al machete, Hombres de Mal ­Tiempo, Páginas del diario de José Martí, y también en La odisea del general José (1968, Jorge Fraga) y 1895. Médicos mambises, de Santiago ­Villafuerte.

    Tanto la Revolución, en su dimensión humanística y totalizadora, como el ICAIC, en su carácter de principal y (durante décadas) única instancia productora de cine, procuraban crear, en sus respectivos alcances y terrenos de acción un país moderno, poblado por gente nueva, distanciada de inmoralidades, oscurantismos, corrupción, vicios y desgobierno del pasado. La actitud demoledora y crítica respecto al periodo republicano y al saldo de opresión, miseria y dependencia de Estados Unidos, implicaba un modo indirecto de confirmar el avance dignificante y soberano de la Revolución, y de colocarla como natural colofón de todas las luchas independentistas anteriores. Esta actitud de tabla rasa con el pasado, que predominó durante las primeras tres décadas de la Revolución, se percibe nítidamente en el número 1 de la revista Cine Cubano, cuando Alfredo Guevara, presidente del recién creado ICAIC, aseguraba que: «sería injusto acusar a los mercaderes nativos de la situación en que encontramos el cine cubano. En realidad no encontramos situación alguna porque tal cine no existe.¹⁴

    En ese mismo texto asegura Alfredo Guevara que:

    salvo esfuerzos esporádicos, aislados y condenados al fracaso no se intentó jamás realizar una obra artística. Primero, fue la curiosidad por la toma de vistas, después la novedad y el primitivismo, más tarde un intento comercial, productivo y mediocre, y más recientemente, juegos de vanidad y aventura, alguno que otro bordeando el ridículo y otro superándolo (…) Si buscamos un repertorio de imágenes y experiencias, una tabla de valores o puntos de referencia con vistas a seguirlos, modificarlos o rechazarlos, si pretendemos encontrar un motivo de estudio e inspiración, nada encontraremos (…) No tenemos antecedentes.¹⁵

    El segundo largometraje del ICAIC, Cuba baila (Julio García Espinosa, 1960) ya arremetía, aunque fuera jocosamente, contra la costumbre pequeñoburguesa de celebrar los quince a la hija y todo lo que ello significaba en términos de cultivar lo aparencial, el sistema de castas. Más decidida en la intención de satirizar los vicios del pretérito republicano resultó Las doce sillas (1962) de Tomás Gu­tiérrez Alea, que describe las peripecias de un ex propietario, su ex chofer y el cura de la familia, en busca de una fortuna escondida en una silla de estilo. En el mismo tono de comedia mordaz, con elementos del cine de acción, es Papeles son papeles (1966) de Fausto Canel, sobre el contrabando de dólares de los contrarrevolucionarios cubanos en los primeros años de la Revolución, de modo que en los cuatro principales personajes quedaron representados igual número de tipologías extraídas de la burguesía nacional y de la idiosincrasia criolla, en colisión abierta con los valores que preconizaba el socialismo. Dos largometrajes de ficción estrenados en 1967, e inspirados ambos en textos preexistentes, Tulipa (de Manuel Octavio Gómez) y Aventuras de Juan Quin Quin (de Julio García Espinosa) se erigieron cual evidencias locuaces, en tono de melodrama trágico, la primera, y de comedia de aventuras, la segunda, sobre los resultados de la desigualdad social, la ignorancia y la corrupción predominantes en la isla durante el periodo republicano. En los primeros años del cine revolucionario el paradigma humano, el héroe por excelencia fue primero el revolucionario (de la Sierra o de la clandestinidad urbana), luego pasaría a ser sucesivamente el mambí (Lucía, La primera carga al machete), y sobre todo, el guerrillero (Aventuras de Juan Quin Quin) pues la guerrilla fue considerada el principal motor impulsor de las guerras de liberación de los años 60.

    La soberanía recién alcanzada,

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