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Las culturas de la argumentación: Una tradición del pensar nómada
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Libro electrónico301 páginas9 horas

Las culturas de la argumentación: Una tradición del pensar nómada

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Las prácticas de argumentar se construyen como comunicaciones entre dos o más animales humanos, o cuando un animal humano se desdobla y conversa consigo mismo. Esta forma de agencia que es argumentar consiste en intercambiar razones con el propósito de persuadir: de orientar la atención y condicionar y hasta determinar deseos, creencias, afectos, acciones. Pero con tal agencia no se trata de persuadir de cualquier modo; se busca convencer con razones. Se orientan y, si es posible, se determinan deseos, creencias, afectos y acciones respaldándolas en razones, y en esas articulaciones de razones que son los argumentos. Por eso, si no me equivoco, quien atiende esos artefactos, las razones y los argumentos en cuanto construcciones de una práctica humana adopta una perspectiva fecunda, con no pocas consecuencias. ¿Cuáles son éstas?
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento2 feb 2023
ISBN9786075716770
Las culturas de la argumentación: Una tradición del pensar nómada

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    Las culturas de la argumentación - Juan Carlos Pereda Failache

    Introducción

    Las prácticas de argumentar se construyen como comunicaciones entre dos o más animales humanos, o cuando un animal humano se desdobla y conversa consigo mismo. Esta forma de agencia que es argumentar consiste en intercambiar razones con el propósito de persuadir: de orientar la atención y condicionar y hasta determinar deseos, creencias, afectos, acciones. Pero con tal agencia no se trata de persuadir de cualquier modo; se busca convencer con razones. Se orientan y, si es posible, se determinan deseos, creencias, afectos y acciones respaldándolas en razones, y en esas articulaciones de razones que son los argumentos. Por eso, si no me equivoco, quien atiende esos artefactos, las razones y los argumentos en cuanto construcciones de una práctica humana adopta una perspectiva fecunda, con no pocas consecuencias. ¿Cuáles son éstas?

    Las prácticas no se encuentran aisladas. Si las prácticas son abarcadoras y, por satisfacer necesidades que importan a los animales humanos se vuelven prominentes en una sociedad, no pocas veces construyen culturas. A su vez, éstas respaldan y hasta esbozan formas de vida. Por eso, respecto de las prácticas de argumentar me propongo explorar una conjetura: pensar su concertación afortunada de prácticas de diversos tipos, su distribución de materiales y recursos, coordinándolos, como culturas de la argumentación.

    Tales culturas son propias del ejercicio de una razón porosa: de un razonar, por decirlo así agujereado, porque no se encierra en sí, ni es proclive a las inculturas o, más bien, a las barbaries de la cancelación. Se trata, pues, de prácticas de argumentar permeables a las circunstancias, tanto objetivas como subjetivas, y que exploran en varias direcciones. Por eso, una cultura de la argumentación posee ramificaciones, a veces inesperadas; por ejemplo, depende tanto del ejercicio de la responsabilidad como de la colaboración. A su vez, en el plano político es un fragmento de una cultura de la democracia. ¿Cómo es eso?

    Por lo pronto, se supone que quien intenta persuadir con argumentos a otros animales humanos, si se los ponen en duda, debe tener el hábito de responsabilizarse de lo que ha enunciado y de volver a respaldarlo, sucesivamente. En principio, las cargas de responsabilidades —las cargas de la prueba de una argumentación— carecen de límites. Sin embargo, de una situación a otra, quienes argumentan se topan a cada paso puntos de llegada, no pocas veces razonables, aunque derrotables. Así, lo que se consideran evidencias teóricas o certezas prácticas permiten y hasta exigen dejar de argumentar, y si es pertinente, de responsabilizarse. Un principio de responsabilidad rige, pues, no sólo el argumentar genuino, sino también las interrupciones de sus prácticas. ¿En qué sentido?

    Atribuimos un principio de responsabilidad moral, legal, política y económica, tanto en las circunstancias negativas, cuando hay argumentos que censuran, como en las positivas. En ambos casos, el principio de responsabilidad se descubre como un principio normativo. No obstante, asumir la responsabilidad de un daño no conduce por necesidad a remordimientos, ni merece castigo legal. Si una persona o un grupo interrumpe las prácticas de argumentar y golpea a otra u a otro y da razones (digamos, ofrece argumentos que muestran que actuó en defensa propia), esa persona o grupo asume la responsabilidad del daño. Sin embargo, esa persona o grupo evita, entre otros, el castigo legal, al exponer razones para justificar lo que hizo —si estamos frente a buenas razones—.

    Circunstancias como éstas remiten a otra propiedad de la atribución del principio de responsabilidad en la agencia con que se lleva a cabo una argumentación: sus adjudicaciones suelen tener varios grados de complicación. A veces, a una persona o a un grupo se les considera corresponsables de una acción u omisión porque sus argumentos han sugerido o planeado esa acción u omisión. Se trata de una responsabilidad mediata o, como a veces se señala, de una responsabilidad intelectual. En estos casos y otros similares, con argumentos más o menos claros y otros confusos, se introducen grados en la atribución de la responsabilidad, tanto moral como legal, política o económica, porque a veces una persona o un grupo no tenían claras las consecuencias de su acción. Con frecuencia, la atribución de grados de responsabilidad es el comienzo de ásperos debates morales, legales, políticos, económicos, cuando no de juicios legales. En éstos, se piden explicaciones sobre el grado de la ofensa; se aduce el principio in dubio pro reo; se reconstruyen cadenas causales enredadas; se intercambian alegatos con pedidos de disculpas o de sanciones; se apoyan condenas o salvedades. Así, se respalda una razón Q con otra, P, según la fórmula:

    (1) P, por lo tanto, Q.

    Claramente, pues, las atribuciones para evaluar a partir del principio de responsabilidad y sus hábitos se encuentran entrelazadas con las prácticas de reflexionar consigo mismo y de deliberar con otras personas y, por lo tanto, con sentir culpa o defenderse. Sin embargo, en ocasiones solemos dar y recibir respuestas del tipo:

    (2) Q porque X ( X son las intenciones o creencias de una persona, o las circunstancias o instituciones en que se encuentra).

    Frente a (2) es probable que pronto se replique: Conocer sus intenciones y las circunstancias e instituciones en que se encontraba me explican cómo actuó. Pero sus motivos no lo justifican. Si la persona insiste en aclarar intenciones o en enunciar circunstancias que explican por qué hizo lo que hizo y se niega a dar buenos argumentos que respalden su acción, esa negación pasa a formar parte del juicio que formulamos sobre ella. En los casos negativos, aumentará la acusación de irresponsabilidad; en los positivos, tal vez reconstruyamos señales de pudor para rehuir el vicio de la vanidad.

    Argumentar implica también un principio de colaboración y sus hábitos. Básicamente, en las prácticas de la argumentación se trata de la colaboración entre las funciones proponer, oponer y juzgar. Por eso, quienes participan en prácticas de argumentar, aunque introduzcan de manera constante, e incluso con pasión y hasta ira, la función oponer, no rompen con esas prácticas o siquiera las bloquean. Por el contrario, como parte de la participación en esa práctica cooperativa que es argumentar, se usa la función oponer en sus variaciones: objetando la propuesta defendida, refutándola, recusándola, desestimándola o contraargumentando (cf. Marraud, 2020: 71).

    De ahí que las prácticas de argumentar sean una escuela decisiva para aprender un hábito constitutivo de la sobrevivencia humana: ayudarse. Pero ese ayudarse no pocas veces tiene complicaciones. El principio de colaboración implica actuar en conjunto para realizar tareas con discernimiento, aunque también con formas de eficacia que suelen irritar y hasta dan furia. Sin embargo, ¿por qué respecto de estas prácticas estamos ante una escuela decisiva de colaborar?

    Se trata de una escuela decisiva porque en tal colaborar hay que aprender a actuar, a veces a regañadientes y hasta con enojo, sin candados: movilizando la atención entre diversas perspectivas y entre deseos, creencias e intereses opuestos, acompañados de afectos no menos opuestos. Así, al argumentar con frecuencia hay que sobreponerse a la tendencia, tan humana, a producir fracturas en las interacciones. De ahí que las prácticas de argumentar se alejen también de cualquier forma de multiculturalismo: esa publicitada reproducción de zonas amuralladas o barrios más o menos aislados, de comunidades en cuanto guetos con usos y costumbres inmunes a la crítica y sordas a otras voces. Por el contrario, numerosas prácticas de argumentar se llevan a cabo atravesando esferas de interés en conflicto y desgastando descalificaciones que buscan excluir. Así, un principio de interculturalidad, esto es, un nomadismo entre culturas recorre las prácticas de argumentar y, a cada paso, las modifica, las reconforma. Por eso, una argumentación no secuestra voces, sino que pone de manifiesto que sus participantes son lo que inevitablemente somos los animales humanos: semejantes-diferentes. En consecuencia, inexorablemente tendremos que ponderar acuerdos y desacuerdos en los que, con capacidad de juicio, si se argumenta, se matizarán y graduarán esos acuerdos y desacuerdos.

    Además, en las prácticas de argumentar estamos ante una escuela decisiva de la colaboración porque se aprende a interactuar también de manera en extremo discontinua en el espacio y en el tiempo. Notoriamente, quienes argumentan no tienen que encontrarse en el mismo lugar o en la misma época. Es evidente que en algunas argumentaciones no se puede responder más o menos de inmediato a las objeciones de un oponente; en ocasiones, incluso se vuelven imprescindibles las traducciones, que implican reconstruir discursos enteros teniendo en cuenta que provienen de otros lugares, de otros tiempos. Más todavía, prácticas de argumentar que dejan de interesar en cierto lugar, en cierto tiempo, a veces son retomadas, y se prosiguen con insospechable creatividad en otros lugares, en otros tiempos —incluso en culturas lejanas—.

    Por otra parte, en las prácticas de argumentar también estamos ante una escuela decisiva de colaborar porque tales prácticas permiten alcanzar metas diferentes, aunque no pocas veces interrelacionadas. Así, en tales prácticas estamos ante series de fases constituidas por diversas propuestas y objeciones que se repiten, o ciclos argumentales. En éstos, hay nomadismo como contrapunto y, a veces, como competencia.

    Se adelantó que una cultura de la argumentación incide en la vida pública. De esta manera, el principio de responsabilidad y el principio de colaboración y los buenos hábitos o virtudes que con razón porosa los mecanismos de esos principios generan, si se institucionalizan, procuran hacerlo a partir de un ethos igualitario, promoviendo el ideal de un igualitarismo colaborador respetuoso de cada persona como fin en sí misma o democracia.

    En el plano legal, este igualitarismo exige igualdad ante la ley. Sin embargo, esa igualdad no se sostiene en el vacío —o, más bien, cuando se la condena al vacío se destruye porque se reduce a un conjunto de instituciones zombis o mercenarias—. Para restablecerse necesita, además de condiciones políticas y económicas, buenos hábitos al interactuar, costumbres de buen convivir, porque no se gobierna en el vacío. Por eso, la democracia se vuelve una palabra-cáscara, una palabra sin referente, allí donde no se cultive, entre otros recursos, esa cultura nómada y anómala: la cultura de la argumentación.

    Se objetará que defender un holismo práctico entre las virtudes de la responsabilidad, de la colaboración y de las prácticas de argumentar en conexión con cierto régimen político parece obligarnos a concluir que sólo en una democracia y sus complejas instituciones se construyen artefactos para argumentar, que sólo ahí se cultiva el ejercicio de virtudes que producen una agencia responsable y colaboradora. Tal conclusión sería otra extravagancia de la razón arrogante. Como si sólo a partir de un régimen político tan tardío en las diversas culturas de la humanidad —y hasta hace poco escasamente apreciado a lo largo de la historia— pudiese haber reacciones tan primitivas, características de esos animales que somos las personas humanas, como los mecanismos usados en la colaboración, en la responsabilidad, en los intercambios de razones.

    Para eliminar la extravagancia y, a la vez, no debilitar el holismo práctico propuesto, es útil apelar al método de los hallazgos retrospectivos. ¿En qué consiste este método? A partir de lo que en cierto tiempo ya se considera un valor, es posible rastrear indicios o, por decirlo así, semillas entreveradas de ese valor o, si se prefiere, procesos que pueden reconstruirse a posteriori como conducentes a ese valor —inquietudes precursoras que tarde o temprano aportarán materiales para realizar plenamente ese valor—. Tomando como base ese método, hay que considerar tanto el ejercicio de las virtudes de la responsabilidad y la colaboración, como las prácticas de argumentar llevadas a cabo en las más diversas culturas en cuanto semillas dispersas de democracia; procesos que a posteriori reconocemos como anuncios de tales comportamientos.

    Al respecto, atendamos un momento la ansiosa interrogante de la última clase de un curso sobre pensamiento político moderno, de Hobbes a Kant, que impartí hace años. Las y los estudiantes preguntaron: ¿cuál sería la lección moral, legal y política, la lección principal, la lección inevitable que podemos extraer de esa narrativa apasionada y turbulenta acerca del poder? He aquí una respuesta de entonces, que todavía comparto: con su concepto de estado de naturaleza, Hobbes hace presente la tierra violenta en que hemos vivido, en que todavía vivimos y que tal vez nunca abandonemos del todo. Es una tierra no sólo repleta de fracturas sociales, sesgos discriminatorios, exclusiones descalificadoras, sino arrasada por intereses a veces asesinos que imponen luchas de todas y todos contra todas y todos, las cuales se han normalizado. Sin embargo, en esa violencia normalizada no sólo es posible afiliarse al partido de la pesadilla, porque tampoco faltan los espacios que son semillas del buen convivir y sus expectativas: procesos que anuncian comportamientos fuera de la violencia, fuera de un estado de naturaleza normalizado. A su vez, Kant enfatiza que en esos anuncios ya se encuentra una tierra con otro horizonte: ese que no pocas veces nos prometemos con la tercera fórmula del imperativo categórico, un reino de los fines en el que todas y todos colaboremos con responsabilidad y donde, argumentando, resolvamos desavenencias. Las historias no sólo cuentan, también enseñan. Quizá de esta narrativa aprendamos algo: o cultivamos esas semillas de virtudes que conducen a prácticas de argumentar cada vez más abarcadoras, permanecemos en el estado de naturaleza o regresamos a él una y otra vez. Acaso no haya otra opción. Vale la pena, empero, tener en cuenta esas articulaciones de nomadismos que son algunas narrativas personales. ¿Como cuáles?

    El impulso de confesarse aligera el alma. Ese impulso, al infundir un poco de transparencia en los enredados recorridos de nuestras vidas, nos reconcilia al menos con buenos momentos de los caminos andados, y nos empuja a retomar sus hábitos más prometedores y proseguir por ahí. He aquí un pequeño fragmento de las experiencias con las que me reconcilio. Muy temprano, al cursar la secundaría en el Uruguay, una de mis lecturas fue la Lógica viva de Carlos Vaz Ferreira (1910).¹ (Ese manual de autoayuda que, a la manera de otros manuales más célebres como el Discurso del método de Descartes o el Tractatus de Intellectus Emendatione de Spinoza, abren caminos inesperados de la mente: muestran formas de vida no sólo que merecen probarse, sino que urge ensayar.)

    Respecto de la Lógica viva, en el prólogo a la edición de 1910, Vaz Ferreira indica que se trata de un estudio de la manera como los hombres piensan, discuten, aciertan o se equivocan —sobre todo, de las maneras como se equivocan—, pero de hecho: un análisis de las confusiones más comunes, de los paralogismos más frecuentes en la práctica (Vaz Ferreira, 1910: 15). Por eso, algunos estudiosos la han calificado de semiótica del error (Liberati, 1980: 10), introducción a la pragmática de la argumentación o de un conjunto de virtudes que son utilísimas de tener en cuenta en cualquier conversar. Con su agudeza habitual, Luis Vega (2003: 301) la calificó de lógica civil:² lógica civilizadora que transforma a un montón de individuos que viven en medio de hostilidades en un pueblo que discute con responsabilidad. Al mismo tiempo estamos ante un manual de autoayuda que enseña a cada persona a leer y escuchar críticamente, y a hacerlo tanto cuando se trata del diario o del informativo del día, como cuando se escucha o se lee discursos con autoridad (científica, moral, política…) o, con cierta frecuencia, sólo con pretensiones de autoridad.

    Pretensiones de autoridad: en este sentido, libros como la Lógica viva, o parecidas herramientas de la razón porosa, pueden usarse también como terapias públicas, incluso inesperadamente, en contra de arraigados vicios coloniales. Así, tales ejercicios para evitar las malas argumentaciones educan a resistir, entre otras adicciones, el afán de novedades, esa plaga de las y los marginales que consiste en querer enterarnos de cualquier novelería que propagan las consideradas Casas Centrales del Pensamiento. Esos ejercicios enseñan, asimismo, a no sucumbir en un vicio peor, la tentación del fervor sucursalero: generar con una publicitada novelería una sucursal de pensamientos en alguna de nuestras comunidades subalternas. Como si tal empresa fuese posible, como si se pudiesen multiplicar franquicias con los pensamientos, ahorrándose el trabajo de reexaminarlos. Ahora bien, tales terapias son también útiles para combatir el vicio opuesto, pero complementario a los otros: el entusiasmo nacionalista. Ese entusiasmo, a la vez colonial y colonialista, no se constituye más que como la exaltación alternativa, ciegamente victimista, del nosotros, usando como medio la degradación o, si se lo considera útil, el odio de lo ajeno: de todo lo otro.

    Prosigo en el camino, narrando experiencias. Precisamente, unos pocos años después, o muchos años después —a veces, en el recuerdo parece que los caminos de la vida no fueron tan largos y llenos de obstáculos como lo fueron—, cursando el doctorado en Alemania me topé con las teorías acerca de la acción comunicativa de Jürgen Habermas (1987, véase también Habermas, 1985 y 2010, entre otros textos), y con las reflexiones sociales y políticas en relación con las prácticas de argumentar que éstas implicaban. De inmediato pensé —¿con razón arrogante?— que algunas de esas teorías podían considerarse como prolongaciones y elaboraciones afortunadas de la Lógica viva, y otras como idealizaciones inútiles que tarde o temprano acababan por convertirse en caminos sin salida.

    En medio de nuevas y apasionantes lecturas (las decisivas contribuciones a la teoría de la argumentación, sobre todo, aunque no sólo, de investigadores canadienses y de la pragmadialéctica, una escuela en gran medida holandesa), y de otros torbellinos —gente cambiante, pensamientos cambiantes, paisajes cambiantes—, de pronto me grité: hay que ponerse a pensar ya, un poco por sí mismo, por precarios que sean esos pensamientos. Así, como guía para mis clases, ya enseñando en México, escribí con audacia juvenil un libro disparejo y prematuro, que personalmente me ha resultado de la mayor utilidad: Vértigos argumentales: Una ética de la disputa (Pereda, 1994a). Más allá de los inadecuados desarrollos en lógica y teoría de la argumentación, en las siguientes páginas me importa todavía retener algunas de las preocupaciones que ahí planteé. Por ejemplo, acaso las peores patologías argumentales no se cometan en el nivel de los argumentos aislados —argumentos que son malos pero que parecen buenos, o falacias—, sino, más bien, si un conjunto de argumentos —o todo un discurso— pierde su medida: se vuelve abrumadoramente parcial y sucumbe en lo que llamo "vértigos argumentales".

    Aunque en los años siguientes me atrajeron y, en algunos casos, no sería exagerado indicar, me conmovieron otros intereses, aun así no dejó de inquietarme cómo pensamos, discutimos, acertamos, nos equivocamos y las consecuencias que en las prácticas y, en general, en nuestras sociedades tiene argumentar bien y mal. A partir de esas inquietudes, y de insistentes invitaciones de aquí y de allá para escribir sobre la argumentación, redacté los apuntes siguientes: se trata de algunos materiales más o menos sistemáticos y otros que siguen la estrategia del recoger histórico. Fueron pensados como apuntes preparatorios con el propósito de escribir un libro de autoayuda para circunstancias subalternas. En los últimos tiempos, la ya avanzada edad, entre muchas resignaciones, me enseñó que nunca escribiré ese libro. Por eso, y accediendo a una amable invitación de Fernando Leal Carretero a reunir estos apuntes,³ los presento como lo que son: anotaciones, sólo eso, provisorias, de un estudioso o, más bien, de un estudiante de la teoría de la argumentación que, pese al exceso poco soportable de las repeticiones,⁴ y de varias insuficiencias terribles —entre otras, los escasos ejemplos concretos que analizo—, quizá puedan ayudar a seguir explorando esas prácticas que tanto nos autodefinen como animales humanos y construyen una parte —sólo una parte— de lo mejor que somos.

    En su novela El invencible verano de Liliana —doloroso testimonio acerca de un feminicidio, el de su hermana—, Cristina Rivera Garza de pronto escribe: Uno siempre es un caballo corriendo por su vida. Al convocarlas, las palabras resuenan. Pese a nuestros ensueños o pesadillas de volvernos absolutamente sedentarios y hasta fantasmas que cancelan las interacciones, uno siempre está corriendo entre la gente o, al menos, por ahí, tanteando entre quienes creemos conocer y desconocemos, o andando a los tropezones con la imaginación: nomadismos inevitables. Pero no sólo eso: aunque moleste y quisiéramos pasarlo por alto, con razón porosa que solemos no querer asumir, de modo inevitable se es esa argumentadora o ese argumentador que distraídamente, paso a paso o al galope, se está jugando la vida.

    PARTE I: UN PROGRAMA

    1Reglas de una cultura de la argumentación

    R1. Cuando te confronten dificultades-problemas, dificultades-conflictos o dificultades-perplejidades, o metodológicamente supongas que te confrontan, defiende su trato —su solución, disolución, negociación o tratamiento— con buenas razones y, si es preciso, con buenos argumentos explícitos, conforma el patrón para atenderlas. La alternativa consiste en condenarse a alguna forma injustificada de violencia, individual o colectiva.

    R2. Ten cuidado con las palabras.

    R3. Resiste a las patologías de la argumentación hasta ir perdiéndolas poco a poco.

    R4. Atiende a que tus argumentos no sucumban a la tentación de la certeza o a la tentación de la ignorancia, pero tampoco a la tentación del poder o a la tentación de la impotencia para que, incluso en circunstancias desesperadas, tengas el poder de recomenzar.

    Una apresurada reflexión

    A menudo, frente a fracturas sociales, pequeñas o graves, los animales humanos, en lugar de atrevernos a participar en prácticas de argumentar que las enfrenten y busquen superarlas, y, por lo tanto, en lugar de asumir con razón porosa las funciones de proponente, oponente o juez, nos arrinconamos cómodamente en esas patrañas, la ausencia de

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