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Atlas político de emociones
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Libro electrónico880 páginas17 horas

Atlas político de emociones

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La vida política nunca ha sido ajena a las pasiones. Los filósofos políticos, de Platón a Rawls, se ocuparon con ellas, ya fuera para domeñarlas o encauzarlas. En la época contemporánea, los grandes procesos de cambio han ido acompañados de movimientos afectivos con resonancias individuales y colectivas. A comienzos de este siglo, con la crisis de legitimación de la democracia liberal, llega a la política el llamado «giro afectivo» y surge una apelación pública a lo emocional, hasta entonces confinado al ámbito privado. Este Atlas, fruto de un elenco interdisciplinar e intergeneracional de pensadores y pensadoras de ambos lados del Atlántico, recorre y delimita el territorio de lo emocional en el que se desenvuelve la configuración actual de lo político. Desde variadas perspectivas analíticas, críticas e históricas, propone no un tratado cerrado, sino una cartografía abierta. Una constelación de ensayos que miran políticamente a las emociones, del aburrimiento a la vulnerabilidad.
IdiomaEspañol
EditorialTrotta
Fecha de lanzamiento29 ene 2024
ISBN9788413642321
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    Atlas político de emociones - Antonio Gómez Ramos

    Aburrimiento

    La relación de aburrimiento y política contiene dos paradojas. Una primera es que, políticamente, el aburrimiento puede verse como una meta, un estado por alcanzar. Pues un cierto grado de distensión, una atmósfera anodina en lo político, podría ser señal de buen funcionamiento de la vida pública, el que permite a las personas emprender otras cosas y florecer en ámbitos no estrictamente políticos. Como decía Hegel, los tiempos felices son páginas en blanco en el libro de la historia. Cierto es que esa tranquilidad suele sostenerse reprimiendo tensiones e injusticias que acaban por estallar y hacer la política de nuevo «interesante». O bien, incluso si no hubiera tales tensiones ocultas, siembre habría ciudadanos que, por no soportar la monotonía, estarán prestos a inventar alguna tensión nueva. Más de una guerra y conflicto se han querido explicar de esta manera, dado que parece residir en la psicología humana un impulso a huir del tedio buscándose problemas y sufrimientos. El propio Kant dejó escrito que Adán y Eva se habrían aburrido mucho si hubieran permanecido en el paraíso. Con todo, el tópico de esta explicación psicológica tiene sus limitaciones para describir la relación entre política y aburrimiento. Es muy del gusto de quien tiene el poder cuando busca rebajar la importancia de un conflicto político y contrarrestar a sus opositores. Además, el tópico ignora que hasta las sociedades más justas y equilibradas —políticamente anodinas, por ello—, conviven con injusticias y tensiones; a menudo se sostienen sobre ellas, por lo que la ruptura de la situación de aburrimiento es inevitable. Por eso, sin dejar de lado la deseable perspectiva de una sociedad cuya estabilidad política permitiera a sus ciudadanos entregarse a otras preocupaciones, conviene fijarse en una segunda paradoja, que se nos revelará más fructífera.

    Es la siguiente. Por un lado, la política es una fuente de emociones intensas, capaz de borrar cualquier atisbo de aburrimiento en quienes participan de ella, ya sea como actores o como meros espectadores. Son emociones que se despiertan, sin duda, en los grandes acontecimientos, o en momentos que afectan de modo profundo a la vida colectiva; pero también en las pequeñas trifulcas y discusiones del día a día, de la disputa parlamentaria o de las refriegas partidistas en los medios y en las redes. Por otro lado, una vez que se abandona el plano de lo simbólico, resulta que la materia en la que se moldea la lucha política, las cuestiones de las que realmente se trata —regulaciones económicas sobre comercio, salarios, precios, pensiones; tecnicismos jurídicos sobre derechos, deberes y normas de convivencia— pertenecen a lo más tedioso de la vida humana. Pasado el ardor de la manifestación o la euforia de la noche electoral, el activista político o el flamante diputado tienen que sumergirse en una densa jungla de procedimientos, protocolos, negociaciones, trámites administrativos, minucias técnicas. El tedio que destila todo ello se alivia únicamente con la expectativa de una emoción futura. Esta es la paradoja: la política promete una salida eficaz al aburrimiento que forma parte fundamental de la existencia humana, pero ella es en sí misma aburrida y suele producir hastío en los sujetos que con más conciencia se entregan a ella.

    En parte, estas paradojas se explican por la dificultad de establecer unos contornos precisos para el aburrimiento. El aburrimiento es una noción proteica. Históricamente, se presenta de forma diferente, desde las formas de tedio y acidia antiguas al esplín decimonónico o el aburrimiento típicamente moderno. Socialmente, tampoco se pueden equiparar las formas de aburrimiento de una aristocracia desocupada con las de los desempleados y excluidos del mundo contemporáneo (Van den Berg y O’Neill 2017). Moralmente, por fin, es llamativo el contraste entre las condenas a la pereza y la desocupación, madre de todos los vicios (Kierkegaard decía que el aburrimiento es la causa de todos los males), el horror al vacío del aburrimiento que comparte la mayoría de las personas y las arroja en busca del entretenimiento, y, de otro lado, la reivindicación de la capacidad de aburrimiento que, al menos desde Heidegger (2007) y hasta Han (2011) o Joseph Brodsky (1995) y Svendsen (2008), se viene dando en la extensa literatura sobre los Boredom Studies generada recientemente. En esta entrada, trataremos de definir con alguna precisión los contornos de ese afecto llamado aburrimiento, mostrando también dónde son inevitablemente imprecisos, o se funden con afectos afines. Analizaremos las discusiones actuales sobre el aburrimiento y su potencialidad crítica y formativa. Resultarán de ello implicaciones que no carecen de interés para la política: tanto para la vida colectiva como para la forma en que los sujetos se relacionan individualmente con ella y consigo mismos. Nuestra tesis será que la paradoja señalada inicialmente apunta a un vínculo íntimo entre el aburrimiento y lo político: por un lado, el aburrimiento se revelará como la menos política de las emociones, porque coloca al sujeto frente a sí mismo y su soledad, fuera del teatro del mundo. Pero, a la vez, una política que sea solo entretenimiento, antídoto del aburrimiento, significa la aniquilación de la libertad y conlleva una degradación de la vida colectiva. Entre estos dos polos se debe mover la reflexión sobre el aburrimiento. Finalmente, esa reflexión parece imprescindible ante la perspectiva histórica de una sociedad que se autocalifica como sociedad del ocio y del entretenimiento y sobre la que pesa, como amenaza y promesa a la vez, la automatización generalizada y, con ella, la reducción drástica del tiempo de trabajo humano.

    Una historia reciente

    Hay un cierto acuerdo en que el aburrimiento es un fenómeno típicamente moderno: es un estado de ánimo que aparece en el quicio del siglo XVIII al XIX, a las puertas del Romanticismo. Para muchos (Svendsen 2006) es un invento romántico. La propia palabra inglesa en la que hoy se centran los estudios (boredom, boring) es un neologismo del siglo XVIII. Como también lo es la alemana Langeweile (Dalle Pezze y Salzani 2009). La palabra francesa ennui, más antigua, proveniente del latín inodiare, no adquiere su sentido actual hasta la época contemporánea, cuando Baudelaire, en un famoso poema de Las flores del mal, lo presenta como un «monstruo delicado», «el más feo, malo e inmundo en la jaula infame de nuestros vicios». Anteriormente, l’ennui era demasiado elevado, aristocrático. Por eso, también, el poeta francés importó del inglés la noción de spleen, en busca de una palabra para el nuevo fenómeno. Curiosamente, el español «enojo», procedente también del inodiare latino, podía tener en el siglo XVI un sentido parecido al ennui francés —como odio y rechazo del mundo—, para adquirir luego el significado de mero enfado o malhumor. «Aburrimiento», como cultismo derivado de abhorrere, y con el significado de aborrecer, existe ya en el castellano medieval, según informa el diccionario de Corominas. Pero, realmente, no adquiere el significado moderno hasta más tarde. Por ejemplo, el Diccionario de autoridades, en el siglo XVIII, todavía se esfuerza mucho más en definir «aburrir» —«apesadumbrar mucho, hacer despechar y desassossegar à uno, de suerte que no solo le entristezca, sino que casi llegue à aborrecerse»— que en explicar la palabra más antigua, «tedio» —«aborrecimiento, fastidio, ù molestia»—, a pesar de que hoy consideraríamos sinónimos uno y otro. En todo caso, el aburrimiento de la sociedad contemporánea, como estado de ánimo que se sufre por la falta de estímulo y diversión, no corresponde ya a esas definiciones. No es pesadumbre, ni malhumor, ni desasosiego, aunque pueda colindar con ellos.

    Es de suponer que también los antiguos tendrían que conocer la experiencia de un tiempo vacío, sin nada que hacer y sin sentido, tal como nosotros la asociamos hoy al estar aburrido. Pero apenas tenían palabra para ello. El griego alus no corresponde del todo, y es raro; el latín fastidium se acercaría más, e incluso Séneca escribió un tratado sobre el taedium vitae que podría ser una primera investigación filosófica sobre el aburrimiento. Con todo, el aburrimiento no llegó a ser un tema que mereciera ser considerado por la literatura o la filosofía antiguas. Para los monjes medievales, sí lo fue la acedia, o acidia, ese «demonio del mediodía» que asaltaba al monje justo a esa hora y le apartaba de Dios. Sin embargo, para ellos se trataba de un pecado —el origen de todos los pecados— y, por tanto, designaba más bien un concepto moral que un estado psicológico. A partir del Renacimiento, la melancolía, en cierto modo una secularización de la acedia, gana protagonismo. Como en el caso de los monjes, es propia solo de unos pocos; ahora, de nobles y de artistas. Al menos, se teoriza para ellos, aunque algunos cuadros de la época, de Mathias Gehrung o de Brueghel, representan también a individuos de clases populares en actitud melancólica. Pero, mirando a la teoría, lo importante es que el énfasis pasa ahora del alma al cuerpo. Etimológicamente, la acedia era a-kedos, esto es, falta o privación de cuidado, de atención; en su lugar, la melancolía designa la bilis negra. Y es objeto de una valoración ambigua: melancolía es tanto una enfermedad como la ocasión para la creatividad.

    El paso a la Edad Contemporánea, defienden Dalle Pezze y Salzani, supone una democratización de lo que antes era la melancolía o ennui, transformados ahora en aburrimiento. La aparición de la palabra boredom, en 1765, con una etimología incierta (tal vez de to bore: taladrar, vaciar, agujerear) indica la necesidad de designar algo que era distinto del ennui. Este va más bien ligado a un «juicio sobre el universo y supone un sentido de potencial sublime, de sentirse superior al entorno» (Dalle Pezze y Salzani 2009, 9). También algo distinto del inglés spleen, que combina el fastidio y el malhumor asociándolos a un órgano corporal, el bazo. El boredom, en cambio, el aburrimiento, era una nueva sensación de respuesta a lo inmediato, algo trivial que cualquier persona, no solo los nobles, los artistas, los monjes, podía sentir y sufrir. En la nueva realidad social, económica y cultural del mundo moderno, la vaciedad y la falta de significado, con el malestar que conllevan, el alargamiento del tiempo sin sentido, tal como da a entender la palabra alemana Langeweile (literalmente: «rato largo»), era un sentimiento cotidiano que hacía presa en amplias capas de la población, tanto en provincias como en la capital. La literatura iba a explorar ampliamente ese fenómeno, desde el Romanticismo temprano —como en la novela William Lovell de Tieck— hasta la modernidad más extrema de Samuel Beckett o en las creaciones pop de Andy Warhol. Cuando alguien está dominado por ese sentimiento, pierde interés por el mundo. No es casual que fuera también por entonces cuando la palabra interesting adquirió su valor actual: la elevación de lo interesante a categoría estética y moral perdura todavía hoy, con esa raíz latina, en la mayoría de las lenguas. «Interesante» es justo una de las formas contrarias de lo aburrido. Como también lo es, a un nivel inferior, lo entretenido: la sociedad moderna se ha ido convirtiendo en una sociedad del entretenimiento, que trata de ofrecer alternativas y escapes, cada vez más sofisticados, a la amenaza constante del aburrimiento. El avance de la novela en el siglo XIX tenía mucho que ver con ello; algo que no se le escapó a Walter Benjamin en su ensayo «El narrador». La vinculación de lo narrativo con la intriga, con el suspense, con la expectativa de cómo seguirán los acontecimientos —algo que desarrollan al extremo el cine y las novelas de terror o policíacas— hubiera sido extraña para los griegos. Estos conocían de sobra cuál era el final del mito que iban a escuchar o ver representado en la escena. No hubieran comprendido el enfado que un moderno descarga sobre el spoiler que delata el final antes de tiempo.

    Esta necesidad de novedad, de intriga, sobre todo, de alguna emoción intensa, así como de la multiplicación de estímulos, muestra inequívocamente que el aburrimiento se había instalado en las vidas de los modernos. Seguramente, pueden identificarse las causas históricas, sociales y culturales de este nuevo sentimiento. Puede que el tiempo vacío y fragmentado del mundo industrial, las nuevas formas de trabajo mecanizadas, que Marx describió como alienantes, fueran ya de por sí aburridas, y se alternaban con tiempos de ocio —entre trabajo y trabajo— que había que rellenar con algún entretenimiento. A la vez, la secularización y el desencantamiento del mundo, la quiebra de las antiguas creencias, vaciaban de sentido tanto la naturaleza como los rituales y las actividades cotidianas. No en última instancia, el individualismo moderno, ligado a la desaparición del sentido colectivo de la vida, obliga a autorrealizarse, a «llenar» la propia vida interior, la cual, por lo pronto, se aparece vacía y desangelada. Se supone que quien tiene una rica vida interior no se aburre; y, además, como se suele decir, «no hay cosas aburridas, sino personas aburridas». Sostiene Svendsen que este es un problema que descubren los románticos, quienes, por eso mismo, tematizan el aburrimiento a la vez que tratan de combatirlo con el amor (la Lucinde de Schlegel), con la acumulación de experiencias (el mencionado William Lovell), con el arte y lo sublime, con la historia o con la acción política.

    Para mediados del siglo XIX, Baudelaire, como hemos visto, ya sentenciaba el tedio como el mal del siglo que afectaba tanto a él como a todos sus semejantes: «Tú conoces, lector, el monstruo delicado / hipócrita lector, mi semejante, mi hermano». El propio Flaubert, en su novela Bouvard y Pécuchet, distinguía entre el «aburrimiento común» y el «aburrimiento moderno», y no es difícil suponer que las andanzas de los dos amigos, así como las pasiones eróticas de Madame Bovary, fuesen, en el fondo, una huida o un antídoto frente al aburrimiento que les amenazaba. Por los mismos años, Schopenhauer había sentenciado que el ser humano tiene que elegir entre sufrir o aburrirse, la vida le va llevando de lo uno a lo otro.

    El tiempo y la experiencia

    Muchos autores coinciden en vincular el aburrimiento con una percepción particular del tiempo. Ya la propia palabra alemana, Langeweile, indica un rato largo, un tiempo que se alarga en contraste con la brevedad de lo divertido, lo entretenido, el Kurzweil. La sensación de aburrimiento es la de un tiempo sin fin, sin término ni plazos, sin más medida que el paso vacío de los minutos. Todo el mundo lo conoce en la experiencia de la espera; o más bien, la ausencia de experiencias que va ligada a una espera en la cola, en la parada de metro o autobús, en la celda de la prisión. Visto así, el aburrimiento viene a coincidir con un exceso de tiempo. «No tengo tiempo para aburrirme», es la expresión coloquial con la que muchas personas se declaran a salvo del monstruo delicado recurriendo a la actividad —a veces, a la hiperactividad—: hacer cosas.

    El problema para el aburrido, sin embargo, es que no tiene nada que hacer, o más precisamente, que no encuentra nada que merezca la pena hacerse. Peor aún, puede que esté haciendo algo que para él no merezca la pena, algo a lo que no le encuentre sentido: esto sería justamente la clave de la alienación en el trabajo y en el ocio que Adorno identificó como el aburrimiento moderno (Adorno 2004, 176). Vemos, entonces, que la impresión subjetiva de un tiempo indefinidamente largo tiene que ver con una sensación de vaciedad y con la falta de sentido. El psicoanalista Adam Phillips recuerda que, en el análisis clásico de Freud, el duelo llega cuando el mundo se ha vuelto pobre y vacío, mientras que en la melancolía es el yo mismo quien está vacío. «En el aburrimiento, podemos añadir, se quedan vacíos ambos» (Phillips 1993, 73). El mundo lo está y el sujeto también. ¿De qué habría que rellenarlos para salir del aburrimiento?

    Se suele responder que hay que rellenarlos con estímulos. Psicológicamente, el aburrimiento es producto de la infraestimulación, y se cura enseguida con un poco de excitación. El secreto de la sociedad del entretenimiento, de la industria del ocio, de la televisión, o bien, hoy día, de los medios digitales, está en vomitar continuamente estímulos —mensajes, noticias, novedades— que prometen una cierta satisfacción, e inicialmente la proporcionan. La imagen tópica del público que no puede esperar el autobús o viajar sin mirar compulsivamente al móvil delata el aburrimiento de fondo del que todos huyen. Sin embargo, la estimulación continuada, la excitación repetida produce igualmente aburrimiento. El hartazgo al final de unas horas de televisión puede ser peor que el aburrimiento de una tarde en blanco. En los dos casos, resulta un agotamiento que anula el deseo, o incluso la capacidad de desear. Lo que queda es la agitación sorda del aburrido inactivo, que se consume en el «paradójico deseo de desear algo», o bien que regresa al ciclo de la sobreestimulación banal, en sí mismo indistinto del trabajo mecánico y alienante; dicho en otras palabras más simples, es como el hámster dando vueltas en la rueda. Casi todos los filósofos del aburrimiento que veremos luego dirán que lo primero, la inacción, es mejor, porque abre al menos la posibilidad de encontrarse con el yo y sus deseos, una posibilidad de la que el aburrimiento precisamente huye por la vía de lo segundo. Pero ya podemos constatar que no es solo una cuestión de estimulación y de bombardeo de sensaciones.

    De hecho, en cuanto producto de contextos sociales e históricos, el aburrimiento varía, también dentro de la modernidad que lo ha intensificado. Podría decirse que hay un aburrimiento moderno manifestado en la vaciedad de la experiencia, en la desocupación que resulta de la liberación del trabajo para una capa importante de la burguesía. Benjamin lo describe en los Pasajes. También Thomas Mann, en los dudosos enfermos de tuberculosis de La montaña mágica. El aburrimiento que produce la modernidad clásica es el de un mundo gris donde ya no hay nada que hacer. No en vano, esas sociedades europeas se arrojaron con entusiasmo a la Primera Guerra Mundial; en cuyas trincheras, por lo demás, reencontrarían el aburrimiento, junto al horror y la muerte. En cambio, en las sociedades tardomodernas, que rebosan de experiencias excitantes, parques de atracciones, películas con efectos especiales, en la omnipresencia de juegos y dispositivos electrónicos, el aburrimiento —salvo para los parados y excluidos del circuito de trabajo y consumo— no es resultado de la vaciedad, sino de la superabundancia y de la hiperactividad. Por eso está más ligado al cansancio y la depresión que a la melancolía.

    En uno y otro caso, lo que parece faltar cuando surge el aburrimiento es una experiencia de sentido y de plenitud. Por lo primero, el tiempo y la actividad que se haga en él tienen un significado, están orientados a un fin que lo llena. Un trabajo mecánico y repetitivo no aburre a quien lo ha elegido con una motivación o un interés propio. El mismo largo trayecto por carretera es aburrido y alienante para el transportista, mientras que resulta excitante para quien se va de vacaciones. Quien mantiene una expectativa, o al menos una esperanza, no se aburre como el que está a la espera de algo trivial, sin interés. Entre antropólogos (Gadamer, Plessner), se ha distinguido entre el tiempo lleno de la fiesta y el tiempo vacío de la vida cotidiana. Reeditan así la distinción entre lo sagrado y lo profano. Lo profano, lo cotidiano, el trabajo de la semana, podía ser mecánico y carecer de interés, pero se encajaba y llenaba de sentido dentro de una repetición cíclica de días de fiesta, momentos sagrados caracterizados con algún modo de plenitud. Una vez perdida la vivencia religiosa, la subjetividad moderna habría buscado esa experiencia de plenitud en el arte; al menos, en el siglo XIX, mientras existía el gran arte, y solo para una minoría. Luego, lo buscó de modo general, en la multiplicación de experiencias intensas, desde el entretenimiento y el turismo hasta la proliferación de los deportes de riesgo. Pero, conforme se va borrando la distinción entre lo sagrado y lo profano, entre el tiempo lleno de la fiesta y el vacío de lo cotidiano, el entretenimiento se extiende a todas las formas de tiempo; y, con el entretenimiento, un aburrimiento de fondo. La sociedad 24/7, la del trabajo continuo y del ocio continuo, al compás de un tiempo acelerado a la vez que desarticulado, exacerba esa pérdida de plenitud y de sentido que definen lo aburrido. La mejor prueba de ello viene a darse en la paradoja de que este mundo de la sobreestimulación, del bombardeo de noticias y novedades, espectáculos y diarios acontecimientos del siglo, en el que técnicamente es «imposible aburrirse», sea también un mundo en el que proliferan los documentales y libros sobre el silencio y la meditación como formas casi terapéuticas de infraestimulación. Philip Glass y el zen aparecen entonces como promesas de salvación, que a veces pululan por el mercado en competencia o alternancia con las ofertas de entretenimiento.

    Apologías del aburrimiento

    Con todo, estas promesas se sostienen en una serie de filosofías que resaltan el valor de aburrirse. Una parte importante de la crítica a la modernidad apunta hacia el desasosiego y la hiperactividad que promueve, la barbarie que de ella resulta; ya lo veía Nietzsche en La gaya ciencia (Nietzsche 1988), o Adorno al denunciar «la ciega furia por hacer» propia de su tiempo. Esa reivindicación del aburrimiento no lo era solo de una vida contemplativa, reluctante a la acción, sino que también apelaba al potencial que los periodos de aburrimiento llevan en su seno. Para Nietzsche, es la «desagradable calma que precede al momento creativo» (ibid., 409); mientras que para Benjamin, el tedio es preciso para asimilar la realidad y elaborar la experiencia. «Este proceso de asimilación que ocurre en las profundidades, requiere un estado de distensión cada vez menos frecuente. Así como el sueño es el punto álgido de la relajación corporal, el aburrimiento lo es de la relajación espiritual. El aburrimiento es el pájaro del sueño que incuba el huevo de la experiencia» (Benjamin 2009, 49). Ambos vienen a coincidir en que el desasosiego del mundo moderno va en paralelo con la cacareada pérdida de la experiencia; ante ella, se precisa el antídoto del aburrimiento. Este contiene una dimensión formativa y productiva de la que solo unos pocos, los que han aprendido a soportarlo e incluso encontrarle gusto, pueden sacar partido.

    Conviene, no obstante, distinguir entre ambas dimensiones, la formativa y la productiva. La productividad que resulta del aburrimiento y de una cierta inactividad parecen constatarla tanto la psicología experimental como las empresas que programan horas de meditación para sus empleados. Todo esto, sin embargo, puede ser ajeno al carácter formativo, a la vez moral y existencial, al que apuntan los elogios del aburrimiento. «Quien cava una trinchera contra el aburrimiento cava una trinchera contra sí mismo» decía Nietzsche (1988, 341), replicando una idea similar de Pascal. Pero fue Heidegger quien, en 1929, recorrió exhaustivamente esta veta, cuando su curso titulado «Conceptos fundamentales de la metafísica. Mundo, finitud, soledad», se convirtió en una larga disertación sobre el aburrimiento. Si en años anteriores había explicado, con no poco éxito, que la angustia, en tanto experiencia de la nada, era la vía de acceso al ser y a la metafísica, ahora era el aburrimiento donde el Dasein podía encontrarse «en medio de lo ente en su totalidad». No tanto en el aburrimiento ocasional, situacional —por este libro, esta película, esta espera concreta—, sino en lo que él llamaba «aburrimiento profundo», el cual «se cierne aquí y allá en los abismos del Dasein como una niebla flotante, reúne todas las cosas, los hombres, y uno mismo en una curiosa indiferencia. Este aburrimiento revela al ente en su totalidad» (Heidegger 2007, 345). En el aburrimiento se le revelan al hombre todo el ser y toda la metafísica. Su obra central, Ser y tiempo, había tratado de exponer el ser del ser humano —o del Dasein, según quería llamarlo Heidegger más propiamente— como temporalidad. Ahora, en estas conferencias que lo siguen casi inmediatamente, explica que en el aburrimiento, cuando el rato se hace indefinidamente largo y se pierde el vértice del instante, lo que se experimenta es verse «anulado por el horizonte temporal». El aburrimiento profundo revela, no ya el ser y la nada —como pasa con la angustia—, sino «la esencia del tiempo», y por tanto, de lo que uno mismo es, de su propia finitud y soledad respecto al mundo y los otros.

    Heidegger insiste mucho en que no se trata de un aburrimiento superficial, el cual se sobrelleva con un pasatiempo —de los que la sociedad ofrece muchos—, sino del aburrimiento profundo, donde uno se aburre sin más, en general. No es este aburrimiento distinto, seguramente, del «aburrimiento moderno» que Flaubert contraponía al «aburrimiento común»; pero Heidegger, aunque no oculta la crítica de la sociedad moderna que mueve sus reflexiones, prefiere una terminología ahistórica y concluye, muy pascalianamente, que el aburrimiento acecha en el fondo de la existencia humana como una posibilidad constante. La profundidad de la existencia es aburrida, y de eso huimos continuamente en una existencia impropia sostenida en una red de convenciones sociales que nos ocultan y protegen de nosotros mismos. En lugar de ello, hay que «no prestar oposición al aburrimiento profundo, hay que dejarse templar por su templamiento, para escuchar de él algo esencial» (ibid.). Tal vez, concluye, el hombre moderno se aburre superficialmente todos los días porque no sabe ya prestar atención a ese aburrimiento profundo que le constituye.

    Con una terminología menos aparatosa, el poeta Joseph Brodsky les decía lo mismo a unos estudiantes en su conferencia «In praise of boredom»: «Cuando te llega el aburrimiento, arrójate a él. Deja que te atrape, y sumérgete hasta el fondo» (1995, 108). Más allá de la productividad que pueda resultar de los periodos vacíos de tedio por los que cualquiera ha de pasar muchas veces, la tónica común de los diversos elogios del aburrimiento es que la experiencia de este —por la reflexión a que da lugar o, simplemente, por el encuentro con la propia soledad, reflexiva o no, que provoca— es fundamental para la realización y maduración personales, para dar con la verdad de uno mismo. Producir estímulos y entretenimiento está bien para sostener la vida, pero la marea de estímulos y entretenimientos se hace ella misma tediosa y vacía si no hay en los sujetos una capacidad previa para soportar o hasta degustar el aburrimiento profundo y saber prescindir de los estímulos.

    Políticas del aburrimiento

    Como ya hemos sugerido, esta visión positiva del aburrimiento, tanto en las esferas del pensamiento como en ciertas tendencias sociales, se da precisamente en una sociedad sobreestimulada, obsesionada con el entretenimiento y la diversión. La coincidencia suscita, ya de por sí, una pregunta política. Pero más grave se hace cuestionarse si es posible trasladar esta capacidad y maduración para el aburrimiento al cuerpo social y al espacio público y colectivo. Es fama que John Cage recomendaba que, ante sus obras de arte, «si algo se hace aburrido después de dos minutos, inténtelo durante cuatro. Si sigue siendo aburrido, inténtelo durante ocho. Luego, durante dieciséis. Luego, treinta y dos. Al final, uno descubre que no es aburrido en absoluto, sino muy interesante». Ofrecía así un programa de educación estética en consonancia con los elogios del aburrimiento de Heidegger o Brodsky, o con el propio zen con el que él mismo simpatizaba. Pero si es concebible pedirle a un individuo que se concentre indefinidamente en su propio aburrimiento —que es también su soledad—, parece difícil plantear lo mismo para una sociedad entera. La plaza pública no soporta el silencio ni la monotonía, las voces se cruzan y las decisiones urgen, el silencio que algunos, quizá más sabios, practican en cierto momento es rápidamente cubierto por el griterío de otros, particularmente del periodismo. Con facilidad, el debate reposado que requiere la democracia deliberativa sucumbe ante la guerra de tuits, ante el debate personalizado, el escándalo real o fabricado. Pero, a la vez, no hay acción colectiva ni impulso para cambiar la sociedad o luchar por la justicia sin el trampantojo del entusiasmo. ¿Cómo podrían una política, un gobierno, un partido, permitirse ser aburridos? No se puede suprimir la ilusión por el futuro común, la expectación ante el próximo acontecimiento, el afán de novedades, sin suprimir la libertad. Sin olvidar que esta queda igualmente amenazada cuando se juega a provocar emociones intensas, ya sean el miedo, el odio, o la euforia festiva, como muestran los desfiles y celebraciones, a menudo tan kitsch, con que los regímenes dictatoriales tratan de disimular lo anodino de una vida en común destruida.

    Así las cosas, cabe preguntarse si el aburrimiento no será precisamente el más apolítico de los afectos, aquel que saca a los sujetos de la vida política porque les enfrenta consigo mismos. Es tentador abonarse a esa visión. Está la figura del aristócrata o del rentista que entra en política porque no sabe qué hacer con su tiempo. Hay estudios psicológicos que interpretan el aumento de los extremismos en el mundo contemporáneo como una reacción al aburrimiento propio de las sociedades avanzadas tardomodernas (Van Tilburg e Igout 2017). En la política, y mejor aún, en la posición política extremista, en la convicción firme, se encuentra un sentido que diluye el tedio y la monotonía. También Heidegger le daba un tono político a la resolución por la que el Dasein alcanza su existencia más propia, asumiendo su historicidad; en su caso, además, lo hizo de un modo particularmente siniestro. A menudo, la historia, al estructurar la temporalidad de lo político, le da un significado y lo saca del aburrimiento. Ya Kant venía a decir que la historia consiste en darles a los crudos datos y hechos un sentido narrativo que justifica la paciencia o también puede provocar el entusiasmo. Con cierta agudeza, Fukuyama concluía su famoso diagnóstico sobre el fin de la historia diciendo que este será «un tiempo muy aburrido» (1990, 95). Sin historia, la política puede ver su sentido amenazado. Y sin política, muchas vidas humanas también. A veces, para algunos, el sufrimiento y la guerra parecen preferibles a aburrirse.

    No obstante, sería erróneo considerar la política como un mecanismo para evadirse de lo que Pascal llamaba «la incapacidad de los humanos para estar en su casa sin hacer nada». La silueta amorfa e imprecisa del aburrimiento hace imposible situarlo al otro lado de lo político y lo social. El tedio reaparece enseguida en todas las fases de la acción política, ya sea en la lucha o en la negociación: estas siempre contienen momentos de vacío, de espera indefinida, de repetición mecánica y de pérdida de sentido. El hombre es un zoon politikon y un animal que se aburre a la vez y en la misma medida. No es que cada sujeto, y cada ciudadano, se encuentre en la tesitura de decidir si busca su verdad enfrentándose a su soledad y su aburrimiento, o si se entretiene con una política entendida como circo. Más bien, su tarea es adquirir la capacidad de aburrirse en su vida individual y también en la vida política: justamente, porque así no se apresurará a convertirla en un espectáculo circense o un carrusel de emociones. En este sentido, se diría que la democracia y la libertad, sin ignorar la necesidad de los afectos, precisan de ciudadanos con capacidad para soportar el aburrimiento profundo, la ausencia de efectismos y acontecimientos. Necesita ciudadanos que no se guíen y exciten por tuits o por titulares de los periódicos.

    Por otro lado, también es una tarea de la política organizar y, hasta cierto punto, administrar el aburrimiento. Pues este, en cuanto forma de sufrimiento y obstáculo para la vida plena, es objeto de un reparto desigual e injusto. Puede ser un lujo para grupos sociales acomodados —que escapan de él por la política o el consumo—; pero es un tormento para las personas en situación de precariedad extrema, excluidas del circuito del trabajo y del ocio, que quedan condenadas a la falta de sentido y a no hacer nada (Van den Berg y O’Neill 2017). El número de estas, además, ha ido creciendo con las crisis financieras y las desigualdades rampantes del neoliberalismo; puede llegar a ser masivo en las próximas décadas, conforme avanza la automatización del trabajo. En una sociedad donde la capacidad para el aburrimiento se ha destruido, esta producción de vidas desperdiciadas, que no encuentran sentido, conlleva un riesgo de desestabilización social caótica. En esta perspectiva, se ve mejor que nunca que la función de la política es ofrecerle a cada ciudadano no solo el lugar de encuentro con los otros, sino el espacio donde afrontar su propio aburrimiento.

    Vemos, pues, que la relación de aburrimiento y política es intrincada. El hombre es un animal político, y es lógico que encuentre sentido en lo político; pero eso no significa que lo político, y su sentido, sirvan solo como encubrimiento de la soledad de la que huye el aburrido. Pues también en los vericuetos de la acción política se reencuentra consigo mismo y su vacío. A su vez, a la política le es inherente el teatro, los efectos, la producción de sentidos por la vía de la explotación emocional, el espectáculo de la crueldad y la guerra: todo aquello que disimula el vacío del aburrimiento. Pero si es solo eso, si se limita a encubrir el aburrimiento, habrá fracasado como política.

    Adorno, Th. (2004), Minima Moralia, Tres Cantos: Akal. – Benjamin, W. (2009), «El narrador», en Obras, Madrid: Abada, II, 2, 41-67. – Brodsky, J. (1995), «In praise of Boredom», en On Grief and Reason, Nueva York: Penguin. – Dalle Pezze, B. y C. Salzani (2009), Essays on Boredom and Modernity, Ámsterdam/ Nueva York: Rodopi. – Fukuyama, F. (1990), «¿El fin de la historia?»: Claves de la razón práctica 1 (1990), 85-96. – Han, Byung Chul (2011), La sociedad del cansancio, Barcelona: Herder. – Heidegger, M. (2007), Los conceptos fundamentales de la metafísica, Madrid: Alianza. – Nietzsche, F. (1988), «Die fröhliche Wissenschaft», Kritische Studienausgabe, Múnich: De Gruyter, vol. 3, 343-652. – Phillips, A. (1993), On Kissing, Tickling and Being Bored, Cambridge (MA): Harvard UP. – Svendsen, L. (2006), Filosofía del tedio, Barcelona: Tusquets. – Van den Berg, M. y B. O’Neill (2017), «Rethinking the Class Politics of Boredom»: Journal of Global and Historical Anthropology 78, 1-8. – Van Tilburg, A. P. y E. Igout (2017), «Going to Political Extremes in response to boredom»: European Journal of Social Psychology 46/6, 687-699.

    Antonio Gómez Ramos

    Alienación; Melancolía; Nostalgia

    Admiración

    La constelación semántica del concepto de admiración se puede dividir en dos grandes familias. De una parte, están aquellos términos que la emparentan con el asombro y el impulso por el saber: deslumbramiento, pasmo, extraordinario, maravilla, cosmos. En esta familia de términos, la admiración supone quietud, contemplación, extrañeza (thaumádsein) de todo aquello que es. Origen y principio de la filosofía, no se agota ni en el filosofar ni en las respuestas obtenidas, sino que mantiene esa mirada asombrada como temple y sostén. Es, tal como la describía Aristóteles, una noción de admiración solitaria, privada, que no busca utilidad.

    De la otra parte, están las palabras que emparentan la admiración con el carisma y el impulso por la acción: fascinación, aprobación, liderazgo, maestría, proyecto. Aquí la admiración es lo contrario de la quietud, la contemplación y la inutilidad que vemos en la primera familia de términos. Ahora admirar algo o a alguien es un impulso a cambiar la realidad. Lo maravilloso deja de ser lo que es y se convierte en la posibilidad de que sea de otra manera. Esta admiración es colectiva y pública. Si la anterior es el origen de la filosofía, esta podría ubicarse en el origen de la política.

    En cualquiera de los dos casos, la admiración inaugura una actividad, pero no se agota en ese puntapié inicial. No es un inicio que luego se desvanece (como el lavarse las manos del cirujano antes de la operación, para utilizar la comparación de Heidegger), sino un principio que se mantiene en la actividad, tanto sea ese asombro estupefacto que busca saber como ese asombro-admirado que busca el cambio. En lo que concierne a la política, el talante moral que requieren la admiración y las nociones de liderazgo que implican, serán un aspecto central por desentrañar.

    Hay tres preguntas que guiarán este artículo: ¿se puede establecer una intersección entre las dos familias semánticas antagónicas sobre la admiración? ¿Es posible una política sin admiración? ¿Cuál diríamos que es el estado actual y el desafío de este concepto en el ámbito público?

    A propósito de lo inefable

    Las dos familias de términos para referirse a la admiración reproducen el problema clásico de la filosofía respecto a nuestra condición humana: vita activa versus vita contemplativa. Hannah Arendt, cuya vida y obra puede leerse desde esta dicotomía, escribió en mayo de 1970 una nota en su Diario filosófico que resume y contiene esta tensión. Dice lo siguiente: «Cuando nacemos en el mundo, primero nos vemos confrontados en exclusiva con lo que aparece, con lo perceptible sensiblemente. Puesto que nacemos en él como extraños, como advenedizos si se nos mira desde el mundo, nos sentimos sobrecogidos por la admiración, y nuestras preguntas van encaminadas a familiarizarnos con el mundo. Por eso, en Grecia la filosofía estaba reservada a los jóvenes = nuevos» (2006, 758; la cursiva es mía). Algo parecido, continúa, ocurre con la ciencia, y «nuestra admiración decrece en la medida que nos familiarizamos con el mundo» (ibid.). Solo en la vejez, ante la perspectiva de la muerte que todo lo cuestiona, añade, retorna la admiración. Y por eso la filosofía es también un asunto de ancianos o, cuando menos, de quienes se han imaginado el final de aquellos que se han representado el final.

    Hay una admiración al inicio de la vida que nos impulsa a entender el mundo y una al final para representarse la totalidad de lo vivido. Parecería no haber espacio en medio de estos extremos para la admiración. En septiembre de 1969, Arendt trataba el tema en su diario personal, pero moviéndose aún en el ámbito filosófico: asombro, motor del pensamiento contemplativo, morada, espectador, trascender las apariencias en busca de lo universal. Una cita de Heidegger culmina la nota: «la capacidad de admirarse ante lo simple y de asumir esta admiración como morada» (Arendt 2006, 701). Esta asunción de la admiración es apolítica y antipolítica, supone el retiro del aquí y ahora.

    En el Diccionario de autoridades este es el sentido de la admiración, emparentado también con el espanto y el miedo ante lo desconocido. Asociado a esta idea, el diccionario tiene una segunda entrada aplicada al arte: admiramos lo hermoso, lo que nos parece perfecto a los sentidos. También aquí nos movemos en el ámbito de la pasividad de quien admira. (En Corominas no está el término en ninguno de los sentidos). Es una admiración que nos sobrepasa y sobrecoge, un quedarse pasmado y boquiabierto, incluso temeroso ante la extrañeza-belleza del mundo tal como es.

    Si regresamos al pasaje de Arendt vemos que, a pesar de su lejanía con el aquí y ahora en el que acontece la política, la admiración impacta en nuestra relación con el mundo. Impacta por la negativa, esto es, impacta por su ausencia, ya que Arendt sostiene su decrecimiento en la vida adulta. Un adulto admira menos que un infante y un anciano. Este último tiene la muerte en puertas; el niño está por entrar al mundo y en medio de ellos las personas adultas gestionan la vida común, sin el asombro de los recién llegados ni la sabiduría de lo que están por partir.

    Así queda planteada la posibilidad de una política sin admiración, adultos que gestionan la vida pública sin asombro, sin expectativa, sin deslumbramiento. De una política así a una burocracia inmisericorde no hay casi distancia. Y eso sin llegar al caso paradigmático de Eichmann. Con tareas menos impresionantes que exterminar a un pueblo, hay un modo desencantado y automatizado de entender la vida pública, desprovisto de toda admiración. Así lo veía Arendt y ella depositó en la espontaneidad-natalidad la salvaguarda a este peligro de la vida adultapública-política.

    Décadas antes, cuando Max Weber, a través de amigos teólogos, rescató de las cartas de Pablo de Tarso el término carisma, estaba diagnosticando el mismo problema y buscándole remedio. «Debe entenderse por ‘carisma’ la cualidad, que pasa por extraordinaria (condicionada mágicamente en su origen, lo mismo si se trata de profetas que de hechiceros, árbitros, jefes de cacería o caudillos militares), de una personalidad, por cuya virtud se la considera en posesión de fuerzas sobrenaturales y sobrehumanas [...], y, en consecuencia, como jefe, caudillo, guía o líder» (Weber 1984, 193). Siguiendo esta línea argumental, la admiración se vuelve una categoría política cuando aparecen sujetos carismáticos, que a su vez se definen como extraordinarios, como si contuvieran en su personalidad aquella maravilla que también da inicio a la filosofía.

    Con Weber el término carisma adquiere una connotación de cualidad personal que nada tiene que ver con su origen paulino; es más, se podría decir que son contrarios. En Pablo de Tarso el carisma es un don del Espíritu Santo y los ungidos con él no son líderes ni autoridades, sino servidores, formadores de una comunidad alejada de los poderes terrenales (Potts 1995, 47).

    Con Weber el carisma deja de ser trascendente y se vuelve inmanente, como si el asombro dejara de estar en lo que se contempla más allá de lo humano para alojarse en el interior de algunas personas destinadas a liderar, brillar y encantar. Este mecanismo es lo que para el autor alemán puede salvarnos de la monotonía de la vida adulta y política. Aquí no valdría la primera cita de Arendt porque no decrece la admiración, se mantiene. Solo que ahora no es ante el espectáculo del cosmos, sino ante el drama de los humanos, donde algunos brillan de manera especial. ¿Por qué brillan? Por su carisma. ¿Qué genera eso? Admiración y adhesión. Y cuando un líder carismático se vuelve rutinario, porque eso es lo que siempre pasa, no queda más que esperar la irrupción de otro líder carismático que vuelve a recordarnos nuestra capacidad de admirar.

    «Lo que sucede, por sobre todo, es que después de la revolución emocional viene la tradicional rutina cotidiana que hace palidecer la figura del héroe convencido y sobre todo carcome la convicción misma, o bien —lo que es más eficaz aún— esta convicción se integra a la fraseología de los filisteos políticos y los técnicos», dice Weber en La política como profesión, conferencia pronunciada en 1919, donde también advierte que el «encantamiento» carismático debe estar acompañado políticamente por la virtud de la mesura, algo que parece a contrapelo de la admiración como sentimiento de lo inconmensurable. Pues el poder, en cuanto medio y fuerza impulsora de la política, se distorsiona con el advenedizo y el narcisista en idolatría del poder como tal. De modo que el «político del poder», aunque parezca fuerte, actúa en el vacío y el sinsentido. «Sucede que esta actitud es el producto de una muy mezquina y superficial arrogancia frente al sentido de la actividad humana; una arrogancia completamente alejada del conocimiento acerca del drama que envuelve en realidad a toda actividad humana y especialmente a la actividad política» (Weber 2007, 32; la cursiva es mía salvo la palabra «sentido», subrayada en el original).

    Es como si Weber nos dijera al mismo tiempo tres cosas que parecen difíciles de encastrar: primero que admiremos a las personas carismáticas que encantan la vida adulta y política. Segundo, que esa admiración no sea ciega, que mantenga una distancia, un pudor, una prudencia que reconozca ese drama que es vivir. Tercero, que nos movemos siempre en el marco de la burocracia de la vida moderna que necesita pericia, tecnificación y administración para que las sociedades puedan funcionar, aun a riesgo de la deshumanización y la automatización.

    Weber vio en los líderes carismáticos una salvaguarda del desencanto del sistema capitalista y la descarnada ambición de poder. Arendt, después de Hitler y la explosión de técnicas de propaganda desconocidas hasta entonces, depositó su esperanza en la pluralidad y la acción espontánea, que son la condición de la libertad política. Lo que Arendt considera admirable en términos políticos no es lo carismático, sino la capacidad de los humanos para incidir en la realidad colectiva a través de la acción espontánea y libre. Si bien es una admiración desde la contemplación del espectador de la acción política de otros, podemos sostener que lo carismático es una intersección que une la vida activa con la vida contemplativa.

    Respondiendo a la primera pregunta planteada, habría una noción de lo carismático que puede articular las dos familias semánticas de la admiración. Así como hay un deslumbramiento ante lo que es, thaumádsein, que origina la filosofía, hay también un maravillarse entre las personas que da inicio a la actividad política, como actividad plural y espontánea en el marco de sociedades burocráticas. En ese proceso, el carisma acarrea dos peligros: su rutinización o su transformación en una devoción que anule la acción autónoma. Este es el principal problema de los llamados líderes populistas o caudillos, que generan y perpetúan un tipo de adhesión y vínculo político que inhabilita la vida pública que dicen defender.

    En otras palabras: si en la admiración se cercena la autonomía de las personas, la acción queda viciada. Como mostró Sennett (1982), en esto fiel discípulo de Arendt, el mecanismo se pervierte cuando los líderes se ven como padres de los liderados y estos como hijos de quien lidera (volveremos sobre el final a este asunto). El mecanismo político de la admiración, si quiere evitar el caudillismo o el populismo fanático, debe tener siempre presente la advertencia de prudencia y autonomía que se deben tener entre sí los adultos en la vida pública. Para analizar la salud de este proceso admirativo, podemos acudir a un término emparentado con el carisma, pero con una connotación menos conflictiva. Me refiero a la ejemplaridad.

    Es lo que debe ser

    Toda persona construye su identidad intersubjetivamente. En esa tarea toma para sí ejemplos, modelos, guías, otros seres humanos en los que reconoce una maestría particular. No se trata ahora de descubrir el elemento carismático de cada uno de estos procesos, sino de subrayar el proceso antropológico básico que sostiene este mecanismo y genera el entramado de la vida humana. El argumento rezaría que es imposible una política sin admiración, porque no hay vida humana que pueda sostenerse sin ejemplaridad y esta supone admirar y admirarse.

    Arteta (2002) hace hincapié en este aspecto práctico de la admiración. La clave no estaría en las personas (carismáticas) que admiramos, sino en la capacidad humana de generar esa instancia valorativa. Esta actividad supone un talante moral para reconocer «algo» en los demás que impulsa la acción y que la vuelve edificante para quien admira. Por eso, no importa tanto lo que se admira como la capacidad misma de admirar. «La admiración es práctica cuando enfoca el campo de la acción humana y alienta la transformación de su propio sujeto. Bajo esta forma es un afecto que nace ante el espectáculo de la libertad, que brota a la vista no solo de lo que puede ser de otra manera, sino de lo que parece redundar en provecho del hombre como tal. O sea, [...] no de lo meramente posible, sino de lo deseable o preferible, de lo que queremos ser...» (ibid., 88). La emoción del que admira brota al contemplar lo que más le concierne, algo que le es propio. Por eso, no se satisface con conocer asépticamente lo admirable, sino que compromete todo su ser en ese conocimiento.

    La admiración en el terreno de lo político-público une lo admirado con quien admira, genera un vínculo que tiene en la ejemplaridad su principal andamiaje. Ejemplar es aquello que une lo que es con lo que debería ser. Eso genera admiración sin tener que deducir una moral universalmente válida. Solemos olvidar la relevancia del ejemplo porque «la concepción dicotómica según la cual nuestro mundo se divide en hechos y valores [...] las explicaciones descriptivas y las normativas, nos ha conducido erróneamente a descuidar la relevancia específica y la fuerza de lo ejemplar, a saber, de las entidades, materiales o simbólicas, que son, como deberían ser, los átomos de reconciliación donde lo que ‘es’ y lo que ‘debería’ se funden y, al hacerlo, liberan una energía que estimula nuestra imaginación» (Ferrara 2008, 13).

    Esa acción ejemplar, imaginativa y espontánea, sea cual sea su destino, tuvo en la ejemplaridad su génesis; ese ámbito de lo ejemplar ejemplifica, valga la redundancia, el modo de acontecimiento de la admiración en la política. A través de la acción ejemplar y de la admiración de un ejemplo, anudamos ser y deber ser, pasado y presente, reflexión y acción, universal y particular, el legado con la espontaneidad propia. «Autenticidad, belleza, perfección, integridad, carisma, aura y muchos otros son los nombres que se han atribuido a esta cualidad de producir entre la realidad y la normatividad, entre los hechos y las normas, no simplemente un entrelazamiento pasajero, ocasional e imperfecto, sino una infrecuente, duradera y casi total fusión» (Ferrara 2008, 21).

    Tenemos entonces que la admiración supone la constatación de los mecanismos intersubjetivos por los cuales el sujeto se nutre de los demás habilitando la ejemplaridad como ámbito de construcción política. «Nuestro yo está expuesto a la influencia de las conductas de los otros y esta no cesa cuando el hombre adquiere una subjetividad autónoma. Por otra parte, no podemos evitar tampoco ser modelo constante para los demás y que nuestro comportamiento se les ofrezca a estos como ejemplo o antiejemplos. Somos ejemplos rodeados de ejemplos, envueltos en una red de influencias recíprocas» (Gomá 2003, 25).

    Aquello que es ejemplo es digno de ser imitado, y la imitación es una forma de experiencia que contiene en sí misma la capacidad de admiración. La acción imitativa no coarta la libertad del sujeto que la asume, sino que le da un marco de referencia, una trama en la que insertarse, una espontaneidad imaginativa para desarrollarse y operar sobre una realidad concreta. Que este mecanismo pueda pervertirse, generando dependencias que mutilan la autonomía o modelos imitativos que impiden la espontaneidad, no debe hacernos olvidar que en lo ejemplaradmirativo-imitativo se edifica la identidad personal y colectiva. Gomá vuelve a la noción de carisma para explicar la tensión inherente a nuestra constitución como sujetos, y apunta que lo ejemplar, al igual que lo carismático, contiene un aspecto emocional y racional simultáneamente. El carisma puede tener sus formas patológicas, como las de ciertos regímenes totalitarios, pero puede haber un carisma asociado a las formas de innovación y movilización en las democracias (Gomá 2014, 208)

    Recapitulemos: la admiración tiene en la noción de carisma un modo de explicar su vinculación con la política, y en la ejemplaridad, un modo concreto de generarse el mecanismo admirativo, que implica que ambas partes están vinculadas, y que hay algo admirable también en quien admira y no solo en lo admirado. Lo que los autores se encargan de hacer una y otra vez es advertirnos que, en términos históricos, este andamiaje ha fallado demasiadas veces. El carisma se ha vuelto totalitario, la ejemplaridad ha cercenado la autonomía, la imitación ha pervertido la espontaneidad. Esto nos obliga a ser siempre prudentes en la admiración, del mismo modo que Weber nos advertía que sin prudencia el poder quedaba viciado.

    También nos obliga a distinguir y movernos constantemente entre el plano conceptual y el histórico. Aquello diáfano en el plano de las ideas (carisma, ejemplo, público, privado, imitación) es opaco en su materialización (caudillo, jefe, líder, padre, amo, juez... y hoy podríamos agregar madre, jefa, jueza, que le daría un pliegue más al diálogo entre el plano conceptual y el histórico). En este movimiento de lo conceptual a lo histórico, son particularmente desafiantes las categorías de lo público y lo privado en relación a la admiración y la política.

    Público, digital y paria consciente

    En su artículo de 1955 «¿Qué es la autoridad?», Arendt sostiene que el concepto político de autoridad es romano y no griego. La razón que esgrime la filósofa toca directamente al problema de la admiración que nos ocupa aquí. Sostiene que los ejemplos griegos para el fenómeno de la autoridad son del ámbito privado y pierden su sentido cuando se extrapolan a lo público. El padre frente a sus hijos; el capitán frente a su embarcación; el amo frente a los esclavos, no son ejemplos de relaciones de autoridad por una razón clave, y es que coartan la libertad y autonomía que son presupuesto de la vida pública. Llevado a la política, «ni el déspota ni el tirano —el uno porque se movía entre esclavos y el otro entre súbditos— podían ser llamados hombres libres [y] la autoridad implica una obediencia en la que los hombres conservan su libertad» (Arendt 1996, 166). Esa libertad que se conserva en la relación de autoridad, es la autonomía que debe conservarse en la relación de admiración. Para ello, evitar la extrapolación de lo privado a lo público es determinante: no hay que admirar a los políticos como si fueran padres, ni ver a los ciudadanos como hijos de la clase política.

    Esto vale no solo para el liderazgo político, sino también para aquellos líderes públicos que son empresarios, sindicalistas, profesionales, gestores culturales, entrenadores... en fin, cualquier adulto que ostenta un cargo de poder en una organización. En el ámbito público, la admiración, con el carisma y la ejemplaridad que conllevan, suponen relaciones de autonomía y libertad entre adultos responsables, en las que los receptores, a la vez que reconocen lo admirable fuera de sí, asumen la cuota que les toca en los asuntos de la comunidad. Ese es el talante moral que necesita la admiración y que a su vez hace admirable a la acción política plural y espontánea.

    En otras palabras: la admiración política no es una traducción de la admiración que puede tener un hijo por su madre, o un nieto por sus abuelos, o un marinero por su capitán... La política supone una relación de independencia, pluralidad y acción que no está presente en la admiración que sucede en el ámbito de lo privado. Al ser lo carismático y ejemplar categorías que aparecen tanto en la esfera pública como privada, vuelve a ser clave la noción de autonomía que recién mencionábamos para demarcar una frontera, porosa, pero frontera al fin.

    Para decirlo en términos drásticos: si existiera una política sin liderazgos políticos carismáticos tal cual los definimos, el concepto de admiración que propone este artículo seguiría igual de vigente. En las democracias actuales no están faltando, como se sostiene a veces desde posiciones nostálgicas y regresivas, «verdaderos» líderes políticos como los de antaño, aquellos caudillos que sí serían dignos de admiración. Nada de eso: ese tipo de liderazgo añorado es justamente lo que muchas veces impide la fluidez de las relaciones y los mecanismos de ejemplaridad y admiración, más vinculados a sujetos unidos y autónomos que reconocen jerarquías (asimetrías epistémicas) que a sujetos que depositan en un líder todas sus expectativas, desatendiendo su capacidad de acción.

    La irrupción del caudillismo o del populismo es un peligro de la relación admirativa, del mismo modo que la obediencia sumisa es un peligro de las relaciones de autoridad. La advertencia de los peligros no debe hacernos olvidar la importancia de la acción admirativa para la vida pública y de cómo ella debe entenderse en términos políticos. Tampoco podemos omitir que esta visión admirativa de lo político suele ir a contrapelo del valor que generalmente se atribuye a la política. Como apuntaba Arendt, se tiende a asociar lo bueno y productivo de la naturaleza humana con la sociedad, y lo malo con el poder. Y citaba a Thomas Paine en su Common Sense: «La sociedad se produce por nuestras necesidades, y el gobierno por nuestra maldad; la primera fomenta de manera positiva nuestra felicidad uniendo nuestros afectos, el segundo lo hace de modo negativo refrenando nuestros defectos [...] La sociedad es una bendición en cualquier Estado, y el gobierno, incluso en el mejor Estado, es un mal necesario» (Arendt, 1998, 150).

    La actualidad de la percepción de Paine se mide con encuestas que ilustran la desconfianza de los ciudadanos hacia el sistema político. Es como si sucedieran al mismo tiempo dos fenómenos contradictorios: de una parte, la modernidad trajo la democratización del carisma (Giner 2003). La admiración carismática quedó así desplegada para nuevas intersubjetividades. De la otra parte, se instalan una paulatina desconfianza y falta de entusiasmo ante toda tarea política más allá del funcionamiento social. ¿Por qué cuando la política concibe una sociedad más libre a través de la práctica democrática, genera un descrédito y desconoce el talante admirativo que la posibilita?

    A casi doscientos cincuenta años de la publicación de Common Sense, la idea de que el gobierno es poder, ambición y corrupción, visión que irritaba a Arendt a pesar de los desastres políticos del siglo XX, sigue presente en la mente de la ciudadanía actual. ¿Será que se ha perdido capacidad admirativa por quienes se dedican a la política? ¿Será que hay una mayor conciencia de que los liderazgos carismáticos de antaño engañaban más de lo que posibilitaban? ¿Será que se ha perdido interés general por la política?

    Sumemos a estas inquietudes el mundo digital en el que nos toca vivir. ¿Será que la otrora admiración por los políticos es la que existe hoy por lo influencers? ¿Un influencer es un líder, es un ejemplo? ¿Los mecanismos de admiración en la era de las redes sociales suponen algún nuevo desafío? ¿O los youtubers y los tiktokers encarnan el carisma weberiano? ¿Son públicos o privados los fenómenos de admiración de la era digital?

    Antes de responder cualquiera de estas interrogantes, es necesario reconocer que presuponen la vigencia de la admiración. Ni la burocratización del siglo XX ni la era del Big Data que inaugura el siglo XXI, con sus algoritmos dominantes y sus filtros burbujas, han hecho desaparecer esa estructura antropológica que supone la ejemplaridad pública y la admiración como motor de la vida común. La era digital nos obliga a intensificar la mirada crítica. Si antes la actitud vigilante era ante la inconmensurabilidad del carisma o el peligro del fanatismo, hoy tenemos que sumar la alerta hacia los dispositivos, sus cajas negras y la imposible trazabilidad de las decisiones que arroja el sistema.

    ¿Qué pista tenemos para esta actitud alerta? Creo, y vuelvo una vez más a Arendt para responder esta última interrogante, que la actitud de lo que ella llamaba «paria consciente» es la clave para la admiración política en la era global. Tres apuntes breves para hilvanar esta idea. En primer lugar, la figura del paria consciente es un término que Arendt toma de Bernard Lazare, y que escapa tanto de la actitud advenediza como de la actitud de mero paria, del que cortó todo vínculo con el mundo y vive como Schlemihl: ese ser marginado, víctima de la desgracia y de sí mismo, cuya figura se popularizó en la cultura judía. El paria consciente habita en los márgenes, pero sin salirse del mundo, aunque esté en el pretil, sigue aquí. Arendt vio encarnada en Rahel Varnhagen esta categoría paradigmática que rastreó también en la historia judía, desde Heinrich Heine hasta Franz Kafka, pasando por Bernard Lazare, Walter Benjamin y Charles Chaplin. No entraremos aquí en las ambigüedades, tensiones y sutilezas que tiene esta categoría en la obra arendtiana. Solo retener este ubicarse en los márgenes.

    En segundo lugar, además de estas biografías concretas, el paria consciente es una descripción de ciertos tipos de personas: bohemios, flâneur, outsider, Wanderer, vagabundo, dandi, incluso ciertos intelectuales y artistas: bufones, clowns. Parecería una figura imposible de admirar, al menos en los términos políticos que estábamos desarrollando. Sin embargo, justamente por esa imposibilidad que aparentan, es por lo que mantienen el talante admirativo activo, del mismo modo que el fútbol en el campo de barro sin arcos ni red no parece fútbol, pero contiene

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