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Apocalipsis migratoria: El camino tortuoso de la inmigración ecuatoriana en España
Apocalipsis migratoria: El camino tortuoso de la inmigración ecuatoriana en España
Apocalipsis migratoria: El camino tortuoso de la inmigración ecuatoriana en España
Libro electrónico501 páginas6 horas

Apocalipsis migratoria: El camino tortuoso de la inmigración ecuatoriana en España

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En el año 2001, un suceso remueve la conciencia dormida de la protagonista y descubre que ha llegado el momento de abrir los ojos y afrontar la terrible situación por la que atraviesan miles y miles de compatriotas abocados a la ilegalidad, al trabajo sumergido y a la explotación.   
Apocalipsis Migratoria, nos muestra lo que verdaderamente es la inmigración: luto por un mundo donde te hiciste y ya no volverás a ver y miedo al mundo desconocido donde tendrás que vivir, tragedia, dolor, desarraigo, sufrimiento, tristeza... y sobretodo la idea obsesiva de trabajar, de establecerte en un mundo donde no tienes referentes, donde las leyes son cambiantes, donde la amoralidad política te crearán un camino de obstáculos y lo pondrán lo más difícil posible; donde tendrás que demostrar que no eres un delincuente por el simple hecho de ser diferente.
Los cambios de leyes, casi siempre diseñadas a remolque de las circunstancias, ausentes de una verdadera visión de futuro político que consideran al fenómeno migratorio como un problema y no como una oportunidad, acabaran arrastrando a toda una legión de seres humanos a la zozobra constante y a un juego estresante que les obligará a luchar para conseguir y mantener la legalidad.
El libro es puro sentimiento, elaborado a base de historias verdaderas y tejido con los hilos de los sentimientos más hondos de los propios protagonistas, que desnudan su yo más profundo y dan su testimonio para que el lector conozca la verdad de lo que es la inmigración. Mujeres con una fortaleza descomunal que se crecen ante la adversidad, violaciones, amores, pisos pateras, explotaciones, seres crueles y seres valientes, envidias, racismo, pasión, entrega...   
Apocalipsis Migratoria es un verdadero decálogo de los sentimientos del ser humano en condiciones adversas. Es una verdadera bofetada a la concepción del fenómeno migratorio como un frío asunto de estudio estadístico o una ecuación socio-política a resolver con leyes, normas y declaraciones mostrando una realidad agridulce, que está por todos y por nadie conocida.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento18 ene 2023
ISBN9788412609189
Apocalipsis migratoria: El camino tortuoso de la inmigración ecuatoriana en España

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    Apocalipsis migratoria - Dulce María Anchundia

    PRIMERA PARTE:

    DE ECUADOR A ESPAÑA - CATALUNYA

    1. EL COMIENZO

    Mi mente divagó unos segundos. Reflexioné sobre muchas cosas. Tantas que perdí la noción del tiempo. Las imágenes llegaron una a una. Un mosaico de paisajes en mi memoria. Los nevados con su nieve perpetua, los volcanes majestuosos, las cascadas cristalinas que bajaban de la serranía. Aquellos Andes… El mar de aguas verdosas azuladas del Océano Pacífico… sus pueblos llenos de vida. Imágenes de toda mi existencia. De mis amigas… la gente con la que había compartido niñez y adolescencia. Los lugares en que había conocido el amor y cuanto anidaba en mi corazón.

    Entreabrí los ojos. Estaba en el aeropuerto junto a los míos, acompañada por un puñado de amigos que habían acudido a despedirme. Iba a abandonar el Ecuador, el país en el que había nacido, me había formado y había sido feliz. En medio del bullicio del aeropuerto, del vaivén de los pasajeros que embarcaban o llegaban a casa, de los carritos cargados con maletas y fardos enormes, de los sollozos y de los gritos de júbilo, me arropaban las personas que de verdad me querían. En aquella melancólica despedida sentí que mi corazón se rompía.

    Ya en el avión observé la atmósfera turbia, algo antelada, como soñolienta, que caracterizaba el cielo de Quito y pensé que me sentía como el día. No había ninguna luz que nos iluminase con nitidez. El cielo parecía una señal que anunciaba la encrucijada que, en un tiempo no muy lejano, tendría que afrontar con mis pequeñas hijas, mi esposo y mi madre. La niebla ocultaba el sol, pero algunos reflejos lograban atravesar la ventanilla del avión. Tuve un escalofrío. Las lágrimas me empezaron a resbalar por las mejillas. Y supe que los seres que durante muchos años habían sido parte de mi vida ya no tenían cabida en un futuro que no alcanzaba a imaginar. La piel se me erizó.

    El avión rodaba por la pista, que acotaba una hilera de luces. El silencio era total y estábamos prácticamente a oscuras. Fue entonces cuando sentí verdaderamente que iniciaba el camino. Busqué una vez más en mis recuerdos. Necesitaba la memoria para recobrar fuerzas, pero, ahora, las imágenes se sucedían con sobresaltos. Se agolpaban una tras otra y parecían aturdirse, deformarse, por el estado de ánimo en que me encontraba. Yo, Tiyantei, en aquel hermoso rincón de Bahía de Caráquez, había logrado el equilibrio. Me había convertido en mujer, y en madre de tres hermosas hijas. Me había dejado llevar por el amor que palpitó en mi corazón y desequilibró mi vida de adolescente. Había aprendido a soñar y a comprender los poemas que cantaban al amor. Yo había conocido y vivido el amor con plenitud, dolor e ilusión.

    Con aquel viaje a España me alejaba momentáneamente de mi esposo, de mis amigos y, también, de mi familia. Me separaba de la Mita, mi abuela, a la que no sabía si volvería a abrazar o a escuchar, sentada a sus pies, al lado de la hamaca.

    La Mita era frágil, pero sólo en apariencia. De contextura menuda y con unos hermosos ojos rasgados en forma de hojas. Unos ojos negros como noches sin estrellas. Despiertos. De mirada profunda. Los mismos ojos que yo había heredado. Los ojos de la Mita al mirar desvestían el alma. Ella tenía una piel canela asentada por el sol y la brisa del mar. Unos labios delineados por la naturaleza que, en su día, debieron ser sensuales e incitadores y que, todavía, conservaban signos de aquella belleza india que había cautivado a aquel hombre blanco que tanto la amó, mi Apito, mi abuelo.

    La Mita llevaba a cuestas la historia de un siglo. Tenía más de cien años y la piel moldeada por los vientos de los Andes y la brisa de las aguas del Pacífico. Había conocido el hambre, sobrevivido a inundaciones, terremotos y maremotos… Como siempre me repetía, había sobrevivido: «a los gestos de rebelión de la naturaleza». Ella vivió y vivió… y sus ojos nunca se cansaron de contemplar los amaneceres y los atardeceres, sentada en una hamaca áspera de rayas de colores brillantes que había tejido con sus propias manos y que había colgado en los horcones de su casa. Allí se deleitaba fumando puros que liaba con la destreza de sus dedos indios, ágiles, fuertes y endurecidos por el trabajo diario y el paso de los días.

    Vio cómo su mundo era invadido por nuevas tecnologías, y cómo el hombre cambiaba a la luz de la palabra y del conocimiento. Y observó sus transformaciones, imborrables e irreversibles, llenas de prepotencia: «¡el Babel de los hombres!», me decía… «¡el Babel de los hombres!». Pero sus ojos seguían conociendo, en la lumbre, el destino de los hombres. Y sentían en el aire la música celestial de sus dioses del pasado. Y pensé que los años también habían dejado rastro en su belleza india y, más aún, cuando expresaba sus sentimientos en las narraciones fantásticas que solía contarme.

    Toda ella se convertía en un ser mágico que compartía con nosotros cuentos casi olvidados, leyendas legadas de generación en generación. Las historias salían de aquella alma enternecida por la historia de sus vivencias… Ese viejo roble indio, erguido, indomable e instruido por la existencia.

    La Mita había sufrido la pérdida de los seres que amó y había enterrado a sus muertos con lágrimas perdurables. Había bailado la danza de la muerte rasgando sus vestiduras blancas, y, ahora, esperaba, y esperaba, su final. Sabía que el tiempo vivido era demasiado para su corazón, pero lo aceptó. Todo tendría que cumplirse.

    Hoy yo soy su continuidad. La prolongación de su linaje. De una raza, de una historia, de una tradición vivida y expresada de mil maneras.

    Luego, apoyada en la ventanilla del avión, pensé en mis amigas de toda la vida, y, por fin, esbocé una sonrisa. Recordé nuestras travesuras de chicas… Aquellos veranos que no tenían fin, llenos de entusiasmo e inocencia. El galopar a caballo por los prados de la hermosa Provincia de Manabí, la provincia montubia de mi Patria. Pensé en la libertad que llevaba en mi sangre y que me había llevado a recorrer tierras como Calceta, el Gramal, la Estancilla, Bahía de Caráquez, San Vicente, Canoa, Pedernales, Chone… Conocía al dedillo cada meseta, cada riachuelo y cada árbol frutal porque durante las temporadas de verano me convertía en una campesina de la zona. Había desarrollado de tal manera el sentido del olfato que reconocía a ciegas casi todas las variedades de frutas: cereza, mamei, chirimoya, sandía, pechiche, melón verde y melón amarillo, nona, mango, naranja, badea… Muchas veces me había empachado. Y otras muchas me había destemplado los dientes de tanto tamarindo… ¡Y cuántas veces me había sumergido en las aguas verdeazuladas del Pacifico! No recordaba cuándo aprendí a nadar pero sí la fila india de todos los chiquillos del pueblo esperando para lanzarnos desde el muelle a las profundidades. Nunca tocábamos fondo y resurgíamos, casi ahogados, tragando agua, riendo y dando resoplidos y gritos agudos. Éramos una buena imagen de la alegría… Recuerdo cada salida en canoa. Cada playa de mi provincia. Cada una de las historias fantásticas que me contaron los pescadores, el tendero o el picapedrero del pueblo. ¿Cuántas veces tomé la atarraya, las redes, y las lancé a la mar, guiada por las manos sabias de los aldeanos? El Pacífico, donde habita la Tiwisai y la Yemalla, era mi vida. Y pensé en Puerto López, ese pequeño pueblo de pescadores, como tantos en la costa ecuatoriana, hoy visitado por miles de turistas europeos, especialmente la Isla de la Plata a 40 minutos de Puerto López, cuyas corrientes marinas moderadas, lo convierten en un lugar privilegiado para el apareamiento de las ballenas jorobadas. Las mismas que viajan cada año hasta allí provenientes de la Antártida, en un recorrido cercano a los 8 000 kilómetros. Las ballenas se aparean en esta zona, más o menos, de junio a septiembre y luego regresan a su zona de alimentación en el polo sur. Algo mágico existía en aquel preciso lugar, en aquel punto exacto. El nativo lo llama el sortilegio de la reproducción, y ciertamente es un espectáculo lleno de visiones fantásticas bajo el cielo estrellado y la plenitud de la luna.

    Recuerdo ahora aquella corrida de guariche, de jaibas, en la Isla Corazón, a 30 kilómetros de Bahía de Caraquez, la misma que tiene una zona extensa de manglares que le dan la forma de corazón. Es una isla rica en árboles de mangle, con una gran variedad de zancudas, pelicanos, ibis blancos, cigüeñales, guacos, martín pescadores, y especies migratorias. Todavía conservo la marca en el dedo del picotazo de un güiriche atrevido. Mi grito de dolor fue tan recio que obligó a una bandada de prudentes ibis blancos a surcar el cielo. Volví a pensar en la Mita. Toda mi existencia giraba en torno a su fuerza. La Mita había sido huérfana de madre. No la recordaba. Era imposible porque había dado su vida para que naciera ella. La Mita siempre trató de imaginar cómo había sido la última semana de vida en el vientre de su madre. Aunque pareciera imposible, ella se sentía capaz de rememorar algunas sensaciones, y afirmaba que sabía que hubo mucha tristeza… De pequeña le contaron que su madre, con muchísimo cariño y cuidado, había arreglado su canastilla, prenda a prenda, y había depositado un beso en cada una. También le dijeron que a su madre se le adelantaron los dolores del alumbramiento. Ella había alertado a su marido, y este, a la comadrona. Pero los presentimientos de una madre siempre son acertados. «El corazón nunca traiciona a su amo», había manifestado, y por ello mantuvo una larga conversación con los abuelos y con su marido, a quienes comunicó su zozobra. Presentía al ángel de la muerte junto a ella. Les legaba la crianza del ser que llevaba en sus entrañas, la Mita, mi Mita. Si su padre no podía hacerlo, la atenderían sus allegados paternos.

    Mi bisabuela, contaban los aldeanos, vivió sus últimos días en paz, buscando una soledad aparente, aislándose, preparándose, disponiéndolo todo. Se percató de cada detalle y todos vieron cómo se pasaba suavemente la mano sobre el vientre con infinita ternura. Había entonado una melodía que recogió en la vida, y que el viento, sutilmente, esparció en el entorno, y que ella, mi Mita, recibió en las entrañas.

    La muerte cabalgó, impertérrita, y amarró su caballo al pie de la estancia donde se alumbraba una vida. Y cuando concedió el nacimiento, dispuso tomar la vida de aquella joven madre. Y, tomándola, se alejó, no sin antes escuchar el llanto de aquella recién nacida que sintió el dolor de la pérdida del ser que siempre añoraría. El ángel de la vida les concedió algunos minutos y, así, la madre fijó en las retinas el rostro de la niña y luego le dio un beso con el que se despidió y le trasmitió su amor. Tuvo tiempo de apretar suavemente a su pequeña para luego, con el gesto descompuesto por los dolores internos, pero aun así con una dulce sonrisa, entregársela a su padre, suspirar profundamente y dejarse llevar.

    El abuelo materno de la Mita había prometido velar por ella, razón por la cual, cuando su padre llamó a su humilde morada, supo que encontraría toda la ayuda del mundo. Ambos mantuvieron una conversación muy, muy larga, cuyo contenido nadie comentó. Y los dos arroparon a la Mita, que creció en un pueblo de encanto somnoliento, circundado de palmeras, y de casitas elaboradas con cade y caña, llevando una existencia sencilla llena de hermosas experiencias que fortalecieron su espíritu, sus valores y su moral. Siguió, en una escuelita rural de religiosas, una formación que la haría indomable, serena, generosa y luchadora.

    Con ese amor que los nietos podemos sentir hacia nuestros abuelos, yo la adoraba, y la seguía a todas partes cuando íbamos a verla, o me quedaba unos días en su casa. Ella compartió conmigo todos estos momentos de su vida. Y, sobre todo, me habló del dolor que la acompañó siempre. De la sentida falta de una madre que la asistiera (quizás por eso, me confesó una vez mi madre, había sido tan buena madre, y ahora era tan decisiva matriarca). Y yo entendí que, gracias a su fortaleza, se había convertido en lo que era: una gran madre y en una gran abuela. Y sólo deseé ser una cosa cuando creciera. Alguien digno como ella. Tuve suerte porque el tiempo me permitió convertirme en un ser similar a ella. Educada en otra época, muy distinta pero parecida a la vez, me había trasmitido, en esencia, lo mejor de ella. Como esas gotas nucleares que dicen que forman los perfumes. Fui consciente de que su satisfacción era total y que se divertía viéndome crecer y luchar. Sí, yo, su nieta, soy una luchadora nata. Llena de sueños e ilusiones que construyo y reconstruyo cada día. Soy franca, abierta y creo tener las ideas claras sobre mi futuro y, a la vez, soy consciente y realista sobre mis necesidades y sobre lo que representa mi mestizaje. Estas son las razones que me abocan a escribir, con el sosiego de la razón y con el impulso de la esperanza, la historia de nuestra historia y la grandeza de la raza cruzada que llevo en mi sangre y retengo en mi memoria.

    Y para que se entienda mi propia trayectoria, cómo salí del Ecuador, viví con carencias junto a mi marido y mis tres hijas, cómo conseguí recuperar el bienestar que tenía en mi patria de origen, y luego me embarqué en la defensa de los míos, he de recuperar también la historia de los míos y la presencia de la Mita, como un ángel de la guarda particular al que invocar cuando todo parecía negro o confuso. La Mita me vio convertirme en una mujer, construir mi hogar y conocer el amor de la mano de Dimas, aquel extranjero de acento español que por razones personales y profesionales había emigrado al Ecuador.

    Ella me lo había augurado, en una de aquellas noches estrelladas, cuando nos encontrábamos en la galería de la casa de campo. Yo le conté mi sueño, sentada, como siempre, junto al viejo roble y ella vislumbró el encuentro con aquel hombre barbudo y de piel muy blanca, en una residencia extraña llena de palmeras, donde se distinguía una cisterna de agua que le servía como diván, y que se quedó como imagen recurrente en mi memoria. En mi sueño, me veía hablando con ese hombre y su mirada me enamoraba. La Mita sonreía. Finalmente me dijo: «Junto a él conocerás sentimientos indescifrables. La fuerza del amor llenará tu vida, te dará valor y alimentará tu ímpetu para todo lo que tendrás que vivir».

    Tenía razón. Viví mi propia novela de amor. Las diferencias culturales, económicas y sociales parecían insalvables, pero supe persistir para que desaparecieran en la convivencia. Poco a poco, el entendimiento y la comprensión ganaron terreno. Y, así, la tolerancia y el respeto inundaron los corazones de mi familia, que también se mostraba reacia a la unión. Conseguimos formar nuestro hogar. Vimos nacer a los seres más hermosos de nuestras vidas. Asumimos, de común acuerdo, que aquella responsabilidad sería para siempre. Un día, con el rostro serio y la mirada triste, me pidió ir a vivir a España y comenzar de nuevo en la tierra que lo vio nacer, pero que, en el fondo, no conocía. Allí vivían sus padres y lo necesitaban. Sentí como propio el dolor de mi suegra y decidí restañar su pesar, consciente de las carencias afectivas de mi esposo. Estaba convencida de que en muchísimos momentos de su vida había añorado los brazos de su madre, y los consejos paternos… Miré el semblante de mi ser amado y tomé su rostro entre mis manos menudas, tal y como hacía mi Mita conmigo, y le dije: «Eres la persona que escogí para compartir toda una vida. Eres el hombre que arranca los suspiros de mi alma enternecida, que permite que mi corazón se agite… tu felicidad también importa».

    Cuando llegó el momento de preparar las maletas y guardar en ellas los recuerdos personales, los sollozos brotaron sin control. ¡Qué difícil me era todo! El pensar me hacía daño, me asfixiaba… Y luego, la despedida y el abrazo de mis amigas, especialmente, el de Dalita Julieta.

    Pero el tiempo todo lo diluye, y, hoy, aquellos momentos parecen muy lejanos. En el recuerdo ubico esos rostros amados y, también, el roce de las miradas de unos y otros. Estoy convencida que mis seres queridos tampoco me olvidarán. Es imposible olvidar la fresca brisa de las montañas de la serranía ecuatoriana cuando se funde con la brisa salobre de la costa. Como difícil es olvidar todo lo aprendido de memoria y guardado en el corazón.

    Fue así como, en ese momento, quise aferrarme a la idea de volver a verlos pronto y me dije:

    «Sé que no es fácil, pero tampoco imposible. Pido ayuda en mis oraciones porque mi nuevo camino ya es una realidad y tengo miedo. Sé que soy valiente, pero también sé que tengo miedo. Debo recorrer ese camino. No me queda otra posibilidad. Caminaré con la fuerza de mi corazón en el que ha de ser mi nuevo país y volveré a la particularidad de mi raza. Tendré que recobrar la confianza, la entereza que habita dentro de mí. Además, existe un ser que mora en mi memoria, la Mita. Por amor y por honor a ella debo ser fuerte. Me lo repito y me lo repetiré siempre».

    2. ESPAÑA

    Yo había ido varias veces a España de vacaciones acompañando a mi marido y siempre había sido una experiencia gratificante, feliz. Pero ahora iba a ser diferente. No se trataba de una estancia breve, amable, sino de una apuesta duradera, en una tierra en la que quizá me enterrarían cuando muriese. No quería pensar en ello. Yo quería regresar algún día a mi patria y sabía que ese retorno podía estar muy lejano. Tenía fe y también tenía miedo.

    Mi familia política me esperaba en el aeropuerto de Barajas. El viaje había sido difícil porque mi corazón no lograba serenarse y los recuerdos, las imágenes, se sucedían a una velocidad de vértigo. Creo que a muchos otros pasajeros les pasó lo mismo porque los vi bajar del avión con el gesto cansado. Se notaba que llevaban a cuesta algún tipo de carga, de incertidumbre.

    Nayara y Yaciara, mis pequeñas hijas, se pegaban a mi regazo para aliviar el cansancio. Con andar lento, con ojeras, con los ojos hinchados de llorar y la palidez en la cara por el exceso de horas mal durmiendo, seguí los pasos burocráticos de rigor hasta obtener el visto bueno para entrar en el Reino de España. Por fin pudimos recoger las maletas. Subí a Yaciara en el carro y llevé de la mano a Nayara que caminaba apretándose fuerte a mi pierna. En el gran hall nos esperaban mis cuñadas. Nos saludaron sin mostrar apenas afecto y, apresuradamente, nos llevaron hasta el coche familiar que nos llevaría al pueblo. Allí me esperaba mi hija Dayuna, que ese día cumplía 8 años. Ella había viajado a España unos días antes.

    En el coche recosté suavemente a mis hijas sobre mi regazo para que descansaran. El viaje las había descompuesto. Deshice mi trenza. Solté mi negra cabellera y recliné la cabeza sobre el respaldo del asiento. No quería pensar. Pero, a mi pesar, los pensamientos y el dolor brotaban sin poder evitarlo. Mi esposo se había quedado en Ecuador a petición de su empresa. Vendría al cabo de un mes y, por fin, estaríamos juntos.

    Llegué al pueblo castellano de la familia de Dimas. Estreché entre mis brazos a Dayuma, mi hija mayor, y saludé a cuantos me esperaban. Se interesaron por mi viaje y me aseguraron su colaboración. Sin embargo, desde los primeros minutos ya vislumbré las turbulencias que anunciaba el ambiente. Sin mi marido al lado, la simpatía de las visitas breves, había desaparecido. Eran correctos, pero, en modo alguno, cálidos. Su amabilidad era impostada, distante.

    Los días pasaron con una lentitud exasperante. La convivencia era difícil. Mis parientes políticos cuestionaban la elección de Dimas y se referían a mis hijas con condescendencia. Yo callaba siempre para evitarle malos ratos a mi hija mayor que lo intuía casi todo sin entender exactamente lo que sucedía. Tenía que preservar su inocencia porque, al fin y al cabo, esta también era su familia.

    Finalmente llegó el día en que resurgió la esperanza. Dios me daba el regalo de reunirme con mi esposo. Dimas llegaba de Ecuador y, por fin, podríamos rehacer nuestra vida familiar. Fui a esperarlo al aeropuerto, testigo mudo y diario de tantas inquietudes, miedos y anhelos. Ahí me encontraba, igual que muchos, mirando con impaciencia los paneles que anunciaban el vuelo de Iberia de las 11 de la mañana, procedente del Ecuador.

    Era una mañana llena de luz. Yo había perdido varios kilos, y, aunque la blusa me quedaba algo holgada, me había esmerado en arreglarme. Quería que mi marido me siguiera viendo como la mestiza indomable de la que se enamoró. Recogí mi larga cabellera negra con la trenza típica de las indígenas. Me coloreé de rosa las mejillas y me pinté los labios de rojo bermellón… Había heredado los ojos negros de mi abuela, su piel canela, su nariz pequeña y la sonrisa amplia de una dentadura nácar. No era una hermosura, según los patrones de belleza al uso, pero mis andares y mi aplomo llamaban la atención de los hombres.

    Mientras esperaba que aterrizara el avión fui a tomar un café negro. Lo tomé sorbo a sorbo esperando que mis pensamientos fluyeran. Muchas cosas habían cambiado en mi vida. Muchos sueños se habían resquebrajado ya a causa de la intolerancia y el racismo… Y yo, Tiyantei, todavía era desconocida y rechazada en aquel juego y en aquel tablero. No permitían que jugara con mi pieza, la nueva pieza mestiza, por ignorancia o por racismo, o, quizá, por otro tipo de sentimientos que aún desconocía, pero que, en días no muy lejanos, llegaría a comprender. Mi mestizaje me había condenado de antemano y yo no sabía cuál era el delito. Conocí la hipocresía y sentí con desgarro sentimientos que no tenían lugar en mi memoria. Pronto había aprendido a llorar en silencio. Aprendí, como los animales, a lamer mis heridas y tuve que sumergirme en el infierno de las miserias humanas. Sentía que debía resurgir. Superar una suma de sentimientos que se mezclaban con el más nefasto de ellos: el odio. En pocas semanas, había sido marcada por la insensibilidad humana y comprendí que me encontraba en la más profunda desolación. El tiempo se había ensañado en mi convivencia. El aire mágico ya no me parecía aire. Ya no me acariciaba como antaño. Los bonitos paisajes que alguna vez había admirado se convirtieron en riberas muertas. Los manantiales dulces me sabían salobres y las palmeras estaban tan secas como yo porque la tierra en que se plantaron era árida, un yermo sin vida.

    Existían demasiados surcos en mi alma. Demasiado dolor, decepción y amargura. Ante tanta tristeza yo necesitaba refugiarme nuevamente en los brazos de mi esposo. Necesitaba mirar a sus ojos y reencontrarme con su dulzura. Recuperar el pasado, a la vez lejano y cercano, que él traía consigo.

    Estaba segura de que unidos, él, yo y nuestras hijas, podríamos conquistar lo que alguna vez habíamos soñado. Él había comprendido los mensajes atribulados que le enviaba cada noche mirando hasta el amanecer aquel cielo estrellado de Castilla. Su india, su mestiza llena de magia, estaba herida. Su india lo esperaba y sólo le pedía que escuchase el mensaje sutil de sus llamados. Esperaba que escuchara el requerimiento de auxilio y viniese pronto a mi encuentro. Y en la isla imaginaria de nuestros sueños, de aquellos sueños compartidos llenos de amor, nos encontrábamos para conversar. Ahí, en aquel inmenso aeropuerto, me encontró tratando de parecer serena y, como si me leyese el pensamiento, me dio un beso suave, muy suave, en los labios. Me atrajo tiernamente hacia él. Me abrazó y, durante unos segundos eternos, me sostuvo en volandas. En aquel instante él comprendió que los seres en quien había puesto sus esperanzas habían traicionado su confianza, que habían entorpecido la convivencia y talado los sentimientos del ser que amaba por encima de todas las cosas, su mujer. Descubrió situaciones que no esperaba. Actuaciones de sus allegados que le disgustaron profundamente, que le dolieron en lo más hondo de su ser porque eran los suyos. Y él, que le había prometido a la Mita de su mestiza que nunca renunciaría al amor ofrendado por Dios, repitió su promesa en el hall del aeropuerto, recién llegado a la que era su patria.

    Y aquella noche, la primera después de tantas en soledad, me refugié en él, y dejé que mis pensamientos regresaran al pasado, a mi último adiós con la Mita. Nunca la había visto llorar de aquella manera. Yo entonces había agarrado con fuerza sus manos trabajadoras, y le había dicho que volvería a visitarla, que no era un adiós para siempre, pero ella me contestó, que ese era el último abrazo que nos daríamos en esta vida, y mirándome con fijeza me manifestó: «Siempre te acompañaré, hija. Vete y sé feliz en la tierra del hombre blanco, pero prométeme que nunca olvidarás lo que te he enseñado en medio de tu libertad, del amor, de la moral y el respeto. Crece a la luz de la palabra en el día a día, en sus amaneceres y en sus atardeceres, pero nunca olvides estos parajes, esta tierra, esta patria que llevas en el corazón.

    »Moriré y tú no te enterarás porque el viento no llevará noticias malas, a la tierra donde vivirás. El sobresalto en tu corazón no existirá porque dormirás mientras yo muero, porque la hora de mis días está a la vuelta. Ha llegado mi momento, el esperado hace muchas lunas. Siéntete segura porque nunca me alejaré de ti. No quiero que interrumpas tu sueño. Quiero que sigas el camino marcado por Dios en las estrellas, en aquella estela de luz que yo siempre miro» Luego susurró: «Tengo muchos años, muchos años, más de los que tú piensas. El tiempo que he vivido hasta ahora es un tiempo de gracia que Dios me ha dado. Y, ahora, obedece y vete junto al hombre que amas. Cumple tu destino de amor» Y empujándome y separándome suavemente de ella, me dijo: «Vete».

    Aquella noche bajé despacio las escaleras de madera y contemplé aquella hamaca de colores del arco iris que colgaba de los horcones de su entrañable casa, donde muchas, muchísimas veces, la había encontrado abstraída en sus pensamientos, absorta en aquellos atardeceres, y repasé, por última vez, el jardín lleno de dalias y rosas y aspiré el olor de aquella estancia. Quizás, como me dijo ella, nos volveríamos a encontrar en la eternidad del tiempo. En la convivencia con ese ser maravilloso en quien creíamos firmemente. Y supe, que yo, Tiyantei, al igual que mi Mita, acompañaría a muchos de los míos a aquella morada santa tan conocida por aquella mágica mujer, el refugio de los espíritus, como lo definía la Mita. Los cementerios, como los llamábamos todos.

    Recuerdo aquel día… como una autómata subí al coche en que me esperaban mi esposo y mis hijas. Las lágrimas rodaban lentamente por mi rostro. No regresé. Se lo había prometido y lo cumpliría aunque me destrozara la existencia. Abandoné aquel rincón de sabiduría y de recuerdos. Así lo sigo pensando aún, a sabiendas de que la muerte cabalgó por aquella estancia y roció con su aliento al ser que tanto me enseñó y que tanto amé. Y tal como me anunció, el aire mágico de sus dioses no trajo noticias malas a la tierra donde vivía. Nada sobresaltó mi sueño, porque yo dormía mientras ella moría.

    De repente volví al presente donde el desconsuelo parecía áspero y el convivir asfixiante. Me sentía sola en tierra extranjera. Sola e indefensa junto a mis hijas. Pero él, mi esposo, me sacó de mi preocupación. Me mostró que en esa nueva tierra había una vida para mí y para los míos. Así pude conseguir paz y recrear, sin dolor, mis recuerdos en cada estrella que tintineaba en la oscuridad, en cada nueva luna. Así pude seguir danzando las danzas ancestrales de mi raza. Las danzas que se trenzaban con las enseñanzas milenarias de la Mita. Gracias a todo ello pude encauzar mi vida, desarrollarla en su plenitud y, ahora, por fin, narrarla en este libro. Un libro que, no me he de cansar de decir, escribo desde el amor, como una sincera ofrenda a los míos.

    3. LA ESPERANZA PARA INICIAR EL CAMINO

    Creo en las manos solidarias. Y porque creo, sé que las cosas pasan. No importa la desesperación o lo largo del trayecto. Al final las cosas pasan. Por fin superamos los momentos de tinieblas y de oscuridad absoluta, y se nos ofrecieron expectativas esperanzadoras. Yo tenía un amigo en Catalunya, Emanuel, que ante mi llamada de auxi­lio, y sin necesidad de explicación alguna, se comprometió a ayudarme. Esa verdad yo la había aprendido de la Mita: que la amistad era como la tierra. Había que mimarla, limpiarla y regarla para que pudiera dar vida. Ella me había enseñado, como buena campesina, a depurar sus deficiencias, a ararla. Y cuando estaban trazados los surcos, con la tierra limpia y abonada, a sembrar las semillas, una por una. Sólo así se obtenían frutos, y eran frutos sabrosos, buenos. La estela de luz mágica y real estaba ahí. Sólo había que coger el ovillo y estirar serenamente de él. Una voz dentro de mí me decía: «Cógelo, cógelo. Es tuyo. Es tu ovillo de la esperanza».

    —«Tiyantei, ¿que necesitas?» —preguntó Emanuel, con voz profunda, y llena de preocupación. Él sintió mi opresión, intuyó mis carencias y me invitó a venir a Barcelona. Podíamos instalarnos temporalmente en su casa, junto a los suyos. Percibió que su amiga india necesitaba protección como alguna vez él había necesitado en el pasado. Su ofrecimiento era, para nosotros, una gran oportunidad. Y, gracias a ello, vinimos a iniciar un nuevo camino en Barcelona. Todavía recuerdo las primeras imágenes de la ciudad: coches que afluían de todas las direcciones, ordenados, silenciosos, respetando los semáforos y las indicaciones. Surcaban una ciudad majestuosa que se crecía en las noches gracias a un juego desafiante de luces y colores.

    Yo había conocido Barcelona cuando venía de turista con mi marido. Entonces me paseaba por Las Ramblas o el Paseo de Gracia, y visitaba sus museos; o me escapaba al monasterio de Montserrat, a visitar a la Moreneta, la Virgen de Montserrat, patrona de los catalanes. Ahora no venía de turista. Hoy sabía que esta tierra iba a convertirse en mi segunda patria porque de ella comería, en ella viviría, en ella crecerían mis hijos, y en ella gestaría mis sueños de libertad y mis reivindicaciones.

    Sí. Barcelona curaría mis heridas. Viajaría en el tiempo y devoraría mi prematuro envejecimiento. Volvería a sonreír para curar los surcos profundos de tristeza y desolación que me embargaban. Crecería, igual que un niño, y me trasformaría en mejor persona. Forjaría en mí a un mejor ser humano. Una mejor madre, una mejor esposa y una mejor amiga. También juré, mientras atravesábamos la ciudad, que jamás permitiría que nadie menoscabara mi dignidad por el color de mi piel ni por el mestizaje de mi raza. De esta raza cruzada y, por ello, doblemente rica. Me lo debía a mí, pero también a la Mita y, sobre todo, a mis hijas.

    Nos instalamos en Granollers, capital del Vallés Oriental. Una hermosa ciudad de unos 60 000 habitantes. Tras pasearnos por el centro de la ciudad, y haberme recogido un rato para orar en la iglesia parroquial de san Esteban, me sentí capaz de enfrentarme a cualquier cosa, arropada en todo momento por Dimas. Cogidos de la mano, junto a mis hijas, empezamos un nuevo proyecto común. De manera sencilla. Fomentando nuestros valores morales y sociales y arraigándonos en nuestro nuevo refugio familiar.

    Lo primero era la búsqueda de empleo. No creíamos que fuera terriblemente difícil pero la realidad se encargó de contradecirnos. Las entrevistas de trabajo a las que nos presentábamos no daban resultado. Algunos empleadores consideraban que estábamos demasiado cualificados, otros, recelaban de nuestros conocimientos. Como si hubiéramos

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