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HUELLAS DEL FUTURO: El retorno de los Ayoreo a su territorio
HUELLAS DEL FUTURO: El retorno de los Ayoreo a su territorio
HUELLAS DEL FUTURO: El retorno de los Ayoreo a su territorio
Libro electrónico272 páginas3 horas

HUELLAS DEL FUTURO: El retorno de los Ayoreo a su territorio

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El libro resume simultáneamente la experiencia vivida por Benno Glauser en su contacto con el pueblo Ayoreo durante más de tres décadas y las vivencias de los grupos Ayoreo al retornar a su territorio ancestral tras varias décadas de un desarraigo traumático.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento8 dic 2022
ISBN9786078738472
HUELLAS DEL FUTURO: El retorno de los Ayoreo a su territorio
Autor

Benno Glauser

Benno Glauser nació y creció en Suiza. Es graduado en Filosofía de la Ciencia por las universidades de Friburgo (Suiza) y Cambridge (Inglaterra). Después de vivir un año con campesinos en Creta (Grecia), fue de 1974 a 1977 delegado del CICR (Comité Internacional de la Cruz Roja), dedicando su trabajo a presos políticos, desaparecidos y perseguidos por las dictaduras en Chile, Argentina, Uruguay, Paraguay y Brasil. Radicado en Paraguay desde 1977, enfocó sus esfuerzos a la exploración activa de la realidad vivida en diferentes sectores marginados e invisibilizados, tales como niñas(os) de la calle, comunidades y organizaciones campesinas y, en especial, pueblos indígenas. Participó en numerosas iniciativas de base, buscando fortalecer su identidad social y cultural y su autonomía política. Desde 1993 estudió la situación de los grupos Ayoreo que viven sin contacto en el norte del Chaco, intentando entender su significado para la sociedad moderna. En 2002, fue cofundador y primer coordinador de Iniciativa Amotocodie, ONG paraguaya impulsada para acompañar y proteger a los grupos sin contacto y al pueblo Ayoreo como tal. A lo largo de los años, Benno Glauser ha compartido sus vivencias y percepciones en diversos artículos y como coautor de libros. Ejerció la docencia universitaria en Paraguay e Italia.

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    HUELLAS DEL FUTURO - Benno Glauser

    Benno Glauser

    Huellas del futuro. El retorno de los Ayoreo a su territorio

    Título del original en inglés: Returning to Ourselves

    Traducción al español de Hugo Montes

    © 2022 El autor

    Imagen de portada: Leo Klemm, 2007

    Curaduría editorial: Adriana Almada

    ISBN: 978-607-8738-47-2

    Impreso en Paraguay

    Conversión gestionada por:

    Sextil Online, S.A. de C.V./ Ink it ® 2022.

    +52 (55) 52 54 38 52

    contacto@ink-it.ink

    www.ink-it.ink

    Contenido

    I — Acercarme

    Ataque desde fuera del mundo

    El Chaco, un horizonte difuso

    Algunos hechos de la historia de vida del Chaco

    Pueblos jamás vistos y manchas blancas en un mapa

    Tocado por otro mundo

    II — Explorar

    Paraguay y más allá

    Un norte limpio de Ayoreo

    Finalmente, un poco de atención

    La vida en el monte continúa

    Las manchas blancas cobran vida

    Un silencio habitado

    Conciencia de otro mapa

    En busca de nuevos significados

    Temiendo por los parientes en el monte

    III — Tomar la iniciativa

    ¿Qué hacer con el mensaje llegado del monte?

    La crisis se agrava

    Nadie que se haga cargo

    Tomando la iniciativa

    Adquiriendo presencia visible

    IV – En diálogo con el terreno

    Entrar en acción

    Protegiendo nosotros mismos el terreno

    Situando lo invisible en el mapa

    Presencias percibidas

    Una red local de conciencia protectora

    Mirando desde muy arriba

    El invasor impone su mapa

    Especular con la vida

    V — Cayendo a un mundo ajeno

    Desde dentro de lo invisible

    Lo que significa el contacto

    Perdidos en el mundo ajeno

    Olvidarse de sí mismos

    VI — Proteger lo invisible

    Más grupos en el monte

    Vivir en contradicción interior

    Respetar la divergencia

    Los pájaros como aliados

    VII — Una vez más antes de morir

    Solo una vez, antes de morir

    La expedición

    Pretendiendo dar consejos a la naturaleza

    Escuchar al norte dentro de sí mismos

    Más señales de vida

    Ir entendiendo lo que realmente pasó

    Estando con eami

    Echoi en el horizonte

    Asentar las vivencias recientes

    VIII — El despertar

    Recuperando la conciencia

    Convocar a eami a revivir

    Del pasado al futuro

    Con la naturaleza por pariente

    Una tarea de todos los días

    Resonancia de recuerdos lejanos

    ¿Será posible retornar?

    Un mundo en el que se pueda confiar

    Hacia un reclamo territorial

    IX — Guerra contra la naturaleza

    Agresión e impotencia

    Entre la responsabilidad y guardar las proporciones

    Ser testigos

    Jardineros en el jardín de las diez mil cosas

    X — Nuestra propia supervivencia

    Fuerte revés

    La expedición científica

    Acusados públicamente

    Confiar en el mundo en medio de la adversidad

    XI — Volver...

    Atrapados

    La esperanza de un retorno verdadero

    Volver de maneras nuevas

    Cada día, recreando el territorio

    XII — … a nosotros mismos

    Nuestra verdadera historia

    Visitando a Mateo

    Paisaje impuesto

    Con la mirada de los ancianos

    Cambios de siempre y cambios nuevos

    Ijaro

    Entrar a la historia mayor

    Bibliografía

    Agradecimientos

    I — Acercarme

    Ataque desde fuera del mundo

    Era sábado cerca del mediodía. Un tractor con un remolque de granja cargado de peones estaba regresando al centro de una vasta área de bosque virgen recientemente deforestada. Se acercaba lentamente a su base, donde se estaban construyendo las instalaciones de la estancia. No se veía el sol, pero su calor se irradiaba, como de costumbre, a través de las capas de nubes de un blanco grisáceo que cubrían el cielo. Los peones habían estado desde el amanecer en la lejana periferia de la nueva estancia y cerca del borde de la selva, más allá del cual se extendía interminable la abundancia intacta del Chaco.

    Los peones estaban cansados pero contentos. Tenían el fin de semana por delante y casi todos iban a volver a casa, unos 160 kilómetros al sur. Solo debían recorrer un tramo corto, por las picadas recién abiertas, para llegar adonde estaba el camión que los llevaría. De repente, el silencio de la selva fue interrumpido por gritos estridentes. Cuatro guerreros, con sus cuerpos pintados de negro, irrumpieron como relámpagos desde los arbustos a un costado del camino de acceso. Las flechas surcaron el aire; dos impactaron en el tractor, otra alcanzó el remolque con los peones. Uno de ellos fue herido en la cabeza, la flecha no le penetró el cráneo, pero quedó alojada debajo del cuero cabelludo. El tractorista y uno de los peones tenían rifles, y dispararon repetidamente a los atacantes. Más tarde declararon a la Policía que habían tirado al aire, y que no habían apuntado a los guerreros. Los cuatro Ayoreo se esfumaron tan rápidamente como habían aparecido. Se dijo que uno de ellos había trastabillado y se había caído, pero no se encontraron huellas que corroborasen tal cosa.

    El ataque tuvo lugar en 1998. Por entonces, y a lo largo ya de varios años, me encontraba inmerso en una fascinación creciente por el hecho claro e indiscutible de que en mi vecindad inmediata había seres humanos que continuaban viviendo fuera y más allá de lo que se consideraban las fronteras de la humanidad: grupos de indígenas que vivían en la selva sin haber establecido jamás contacto alguno con nuestra civilización occidental.

    Poco antes, en 1992, se conmemoraban los 500 años del comienzo de la Conquista de América Latina. Un acontecimiento que para Europa marcaba el descubrimiento de otro mundo, el denominado Nuevo Mundo. Pero para sus antiguos habitantes originarios, a los que llamamos pueblos indígenas, señala el desencadenamiento de una ola de colonización genocida. No tuvieron opción. El contacto impuesto por la fuerza a los pueblos indígenas del continente implicaba su aniquilación y desaparición, o bien su sometimiento y el abandono forzoso de sus formas de vida: el ingreso a la llamada vida civilizada.

    Durante ese año, viajé a zonas bastante alejadas de Asunción, la capital del país, para adentrarme en el Chaco Central y el norte del Chaco paraguayo, donde algunos de estos habitantes originarios —que se sabía pertenecían al grupo étnico Ayoreo— continuaban de alguna manera viviendo como siempre lo habían hecho, es decir como una presencia humana invisible para nosotros, anclada en otro tiempo, en condiciones pre-coloniales difícilmente imaginables para nosotros: nada menos que seres humanos no contactados. En su propio mundo, un mundo todavía tan completo como el nuestro, aunque cada vez más condicionado por su conflictiva proximidad con el nuestro.

    Nuestros mundos estaban radicalmente separados. Sin embargo, apenas supe que estaban en vecindad inmediata, mi curiosidad por comprender su mundo empezó a transformarse en atracción, luego en fascinación y finalmente en compulsión. Me preguntaba, como lo habían hecho otros ante semejante proximidad de lo extraño o ajeno, ¿cómo vivirían y cómo verían el mundo? ¿Cómo sería estar en su lugar en vez del mío? No saber absolutamente nada de mi mundo de automóviles y ciudades, supermercados y luces eléctricas, rascacielos y libros. Dos o tres veces por semana, uno de nuestros vuelos comerciales atravesaba el cielo —que, por supuesto, era también su cielo— en ruta a la ciudad boliviana de Santa Cruz de la Sierra, más al norte. ¿Cómo se explicarían su recurrente aparición? ¿Qué es lo que veían en realidad cuando veían lo que llamamos un avión?

    Durante algunos años me dejé llevar casi obsesivamente por esta fascinación, buscando respuestas a estas y a otras preguntas. El resultado era invariablemente nuevas preguntas, aunque tal vez me planteara mejores preguntas y más claras. En realidad, todas ellas giraban de alguna manera en torno al hecho inquietante de que existía otro mundo aparte del nuestro. Me dominaba un irresistible e irreprimible impulso de comprender qué relación existía entre estos dos mundos separados: el nuestro y el suyo.

    Entonces, en 1998, esos cuatro Ayoreo del monte irrumpieron repentinamente en los confines de nuestro mundo.

    Fue a principios de julio, la seca estación invernal en el Chaco Boreal. Un tiempo en el que, para los Ayoreo, la naturaleza duerme, y los pequeños grupos que viven en la selva deben evitar alejarse de los escasos y menguantes pozos y cauces de agua para poder sobrevivir.

    Precisamente en la misma área, pero en nuestro mundo, una creciente cantidad de terratenientes —estancieros— aprovechaban la estación seca para deforestar grandes extensiones de bosque en sus propiedades y establecer estancias con casas modernas, alambradas, caminos, tajamares o estanques, y todo lo necesario para la ganadería extensiva. El ataque perpetrado por los cuatro Ayoreo ocurrió a unos 160 kilómetros del densamente poblado Chaco Central, en lo que hasta entonces había sido una región intacta de selva continua.

    Ocurrió, precisamente, porque en ese momento se estaba construyendo una de esas nuevas estancias. En las semanas inmediatamente previas al ataque, las topadoras habían deforestado cerca de 5.000 hectáreas. En el mundo de los Ayoreo, el área en la que se estaba construyendo esa estancia se conoce como Amotocodie, donde hay claros aptos para plantar. La zona contiene ríos y aguadas, así como una rica y diversa vida silvestre, además de numerosos claros utilizados por los grupos de Ayoreo silvícolas nómadas, todos ellos interconectados por una red de sendas y que —en el breve periodo anterior a julio de 1998— habían quedado simplemente eliminados a causa de la deforestación.

    Fue en este contexto que la emboscada tuvo lugar. Era el primer choque armado en cuatro décadas. Los últimos ataques se remontaban al periodo que va de los años cuarenta hasta mediados de los cincuenta, cuando colonos menonitas del Chaco Central comenzaron a incursionar en el territorio de los Ayoreo situado al norte. Los ataques de los Ayoreo siempre se daban de forma repentina —recurrían al factor sorpresa como una estrategia deliberada— y a menudo se saldaban con víctimas fatales. Desde esa época no se habían registrado acciones armadas en esta frontera de la civilización, lo que daba una falsa impresión de calma, cuando en realidad la violencia se estaba acumulando a causa de la irrestricta expansión de nuestro mundo moderno. Ahora, en 1998, se ha roto el silencio desde el interior del monte. Cuando los guerreros ayoreo se pintan el cuerpo de negro viven un trance de cólera que solo puede ser apaciguado con un acto de guerra. Entonces, ¿por qué no mataron a los peones de la estancia? ¿Y por qué dispararon sus flechas contra el chasis metálico del tractor? Los arcos y las flechas eran utilizados habitualmente para la caza, no para matar a los enemigos; entonces ¿por qué no usaron, en cambio, sus lanzas y garrotes letales?

    Podemos conjeturar que, cuando menos, el ataque fue una advertencia, y su blanco dejaba pocas dudas acerca del mensaje que comunicaba. No se debía penetrar en el territorio del grupo Ayoreo.

    En nuestra sociedad moderna, el suceso provocó consternación y preocupación. Preocupación no por el bienestar y las necesidades de la gente de la selva en cuyo nombre habían hablado los guerreros, sino por definir rápidamente qué se debía hacer. Se habían perturbado la paz y el orden y nuestra normalidad. Había algo que era necesario poner nuevamente bajo control.

    El Chaco, un horizonte difuso

    La primera vez que percibí conscientemente el Chaco, para mí no era más que un nombre puesto a un paisaje en la otra orilla de un río. Fue en abril de 1975, y el Paraguay se encontraba desde 1954 sometido al régimen de implacable y sangrienta represión encabezado por el dictador militar, Alfredo Stroessner. Con base en Buenos Aires, Argentina, yo había sido enviado al Paraguay por una organización internacional de derechos humanos, el CICR¹, con el encargo de visitar a los presos políticos y de interceder ante el gobierno por ellos y por las muchas víctimas de la represión: los torturados, los desaparecidos, las familias desmembradas, los muertos. Por entonces, los presos políticos del Paraguay eran los más antiguos de Latinoamérica. Un buen número de los hombres y mujeres a los que visité y con los que pude conversar ya habían estado encerrados por 16 años, confinados en estrechos sótanos y en celdas de varias comisarías policiales dispersas por toda la capital, Asunción, sin ver nunca la luz del sol. El número de desaparecidos pasaba de 500. Sin embargo, cuando fui recibido por los ministros del gobierno y por el propio dictador, mis preguntas al respecto fueron respondidas con comentarios cínicos, silencios o promesas de cumplimiento improbable.

    Fue durante esa visita cuando vi el Chaco por primera vez. Se me explicó que este empezaba justo al otro lado del río Paraguay, frente a la bahía de Asunción. Se lo podía ver desde muchas partes de la capital. Podía verlo desde mi habitación del hotel. Se lo veía bastante misterioso, una planicie perfectamente llana de color verde oscuro, que se extendía hasta un horizonte apenas visible y distante hacia el norte. No había puente. Los que viajaban al Chaco cruzaban a la otra orilla del río en endebles balsas de madera, para después continuar por un precario camino de tierra en dirección noroeste. Hablando con los lugareños, quedaba claro que la mayor parte de los paraguayos nunca había cruzado el río Paraguay. La idea que la mayoría de ellos tenía del Chaco era casi tan borrosa como la línea del horizonte que podían ver desde sus casas.

    La enorme región había sido el escenario de una guerra con Bolivia cuarenta años antes. A causa de esa guerra fue conocida como el infierno verde. Era el inmenso patio trasero del Paraguay. Pero incluso, si ocupaba bastante más de la mitad de la superficie del país, sus habitantes tenían muy poca conciencia —o ninguna— de él.

    Algunos hechos de la historia de vida del Chaco

    A medida que me familiarizaba con el Chaco en los años setenta, me di cuenta de que este vasto pero esencialmente ignorado patio trasero del Paraguay estaba en realidad lleno de vitalidad y empeñado en desplegar sus propios procesos de vida. Es un enorme ecosistema cuyo nombre completo es el Gran Chaco. Situado en el corazón geográfico de América del Sur, es más pequeño que la más conocida cuenca del Amazonas pero, aun así, cubre un área cuatro veces mayor que Italia. Una parte cubre el norte de Argentina, otra las tierras bajas del oriente boliviano, mientras que una tercera porción constituye toda la parte occidental del Paraguay.

    A medida que mi percepción se ampliaba, empecé a percibir el Gran Chaco como un ser viviente que subyacía al Chaco que normalmente vemos. Había existido por millones de años: mucho, mucho antes de que los humanos modernos llegaran para delimitar los confines entre los países actuales: Bolivia, Argentina, Paraguay y Brasil.

    A lo largo de este gradual proceso de siglos en que se fueron trazando las fronteras sobre este ser que vivía —demarcando las naciones como si fueran propiedades—, el Chaco asumió su papel en la historia moderna.

    Antes de la guerra del Chaco (1932-1935) que lo enfrentó con Bolivia, Paraguay se vio involucrado en otro conflicto, la llamada Guerra Grande (1864-1870). Los vecinos Brasil, Argentina y Uruguay, congregados por Inglaterra, que por entonces era la potencia colonial dominante en la región, formaron una alianza para derrotar al Paraguay, que no tenía salida al mar, y poner fin a décadas de rebelión del país contra el dominio colonial y sus leyes. Esta costosa guerra no solo dejó al Paraguay vencido, sino profundamente empobrecido. Fue entonces cuando el Chaco adquirió de pronto cierto valor, hecho que lo marcaría para su desgracia futura. La urgente necesidad de fondos públicos podía cubrirse con la venta de inmensas y remotas porciones del Chaco a empresas privadas extranjeras y a individuos. La transacción se realizó en papel, trazando líneas sobre mapas, ya que las superficies vendidas eran físicamente inaccesibles en la época. Nadie las había visto, a nadie le importaban realmente; para el gobierno paraguayo eran meras abstracciones. El hecho de que más de 15 diferentes pueblos indígenas, pertenecientes a cinco familias lingüísticas, vivieran allí, como lo habían hecho desde hacía siglos —sus territorios ocupaban la totalidad del Chaco paraguayo— probablemente no se le había pasado por la cabeza a nadie en ese momento. Fueron literalmente vendidos junto con su tierra y, a partir de ese instante, vivieron dentro de propiedades privadas. Por supuesto, no solo no eran conscientes de su nueva condición, sino que ni siquiera sabían que semejante condición pudiera existir. Solo con la gradual extensión de las fronteras de nuestra civilización en el Chaco irían tomando conocimiento, de la manera más brutal imaginable, que, según las reglas de los invasores, la tierra podía poseerse como propiedad.

    Así, a diferencia de la inmensa cuenca amazónica, que hasta hace poco seguía siendo propiedad de los modernos Estados nación que se han impuesto sobre esta, las ventas de tierras paraguayas convirtieron al Chaco en una enorme extensión de tierras privadas. Sus nuevos propietarios tenían planes para la misma: en el umbral del siglo XX empezaron a transformar las porciones del ecosistema viviente del Chaco que habían adquirido en un recurso de riqueza productiva, convirtiéndolo en mercancías como extracto de carne enlatado y tanino, que se utilizaba para el curtido industrial del cuero. En este último caso, por ejemplo, antes de que se produjera el tanino sintético, se talaron miles y miles de árboles de quebracho colorado, de lento crecimiento y de madera dura, para que la empresa argentina de Carlos Casado, que había adquirido seis millones y medio de hectáreas en el norte del Chaco, extrajera el tanino. La tala de los árboles la hacían principalmente los indígenas, que eran forzados a dejar sus lugares y convertirse en trabajadores cortando precisamente los árboles de sus propios territorios —de su propio hogar—.

    En la parte sur del Chaco paraguayo, el llamado Bajo Chaco, la tierra vendida en el siglo XIX implicaba que muchas de las áreas privatizadas se habían convertido en inmensas estancias ganaderas. Algunas de ellas eran, y siguen siendo, propiedad de las familias de la oligarquía que siempre han tenido una importante tajada del poder económico y político en el Paraguay.

    Mientras tanto, el Chaco Central experimentaba procesos similares. Desde 1927, el gobierno paraguayo

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