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Escalofrío
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Libro electrónico137 páginas2 horas

Escalofrío

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Información de este libro electrónico

Si algo ha demostrado la especie humana a lo largo del tiempo es su capacidad de sobrevivir, a pesar de sí misma. En uno de tantos mundos nuevos, donde ya nadie recuerda qué es la Tierra, un veterano de una guerra estúpida sobrevive asediado por un trauma pasado. Una utopía rota, un submundo de corrupción y traición. Y una frontera, en el Más Allá del espacio, donde EL HORROR sigue latente.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento15 oct 2022
ISBN9788412601176
Escalofrío

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    Escalofrío - Juan Pardo Laguna

    Cubierta_Escalofr_o2.png

    ESCALOFRÍO

    ESCALOFRÍO

    Juan Pardo Laguna

    Primera edición. Septiembre 2022

    © Juan Pardo Laguna

    © Editorial Esqueleto Negro

    www.esqueletonegro.es

    info@esqueletonegro.es

    ISBN Digital 978-84-126011-7-6

    Queda terminantemente prohibido, salvo las excepciones previstas en las leyes, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y cualquier transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de propiedad intelectual.

    La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual según el Código Penal.

    ÍNDICE

    I.TRAVESURA

    2.VAINAS

    3.MENGUANTE

    4.NOIDE

    5.GASAR

    6.PÁLIDOS

    7.MECÁNICA

    8.COLAPSO

    9.ESPINAS

    10.DELTA

    11.ARUBA

    12.IMÁN

    13.BULLMAN

    14.CUCARACHAS

    15.ELECTRICIDAD

    16.GUMMO

    17.PARPADEO

    18.NANAS

    19.MODA

    20.PORCELANA

    21.AGONÍA

    22.CORTOCIRCUITO

    23.HORROR

    Gracias a Andrew Chapman

    y a todo(s) lo(s) demás.

    Tantas horas y tantos sueños.

    Y a ellas. Por cada día.

    "Otra vez miro al cielo,

    estoy tan lejos de mi hogar.

    Déjame contar lo que siento:

    siento que no soy de aquí.

    (...)

    En las noches claras

    aún la puedo adivinar.

    Oigo risas tan lejanas

    por las desiertas avenidas.

    Siento que no soy de aquí".

    (Metaluna; Parade, 1998)

    I

    TRAVESURA

    El monorraíl vuela sobre el río Negro. Esa es la impresión desde el interior de los vagones. La guía de hormigón por la que se desplaza es invisible a ojos de los pasajeros. Los que se atreven a mirar por los ventanales creen que viajan suspendidos a treinta metros de altura sobre las aguas. Aunque el tránsito es suave, a velocidad constante, en esos dos minutos que transcurren entre una orilla y otra, las respiraciones se alteran. Si su expediente sanitario incluye vértigos o ansiedad, no se asome. Los usuarios asumen el sobresalto por costumbre. Hace un tiempo que circula un chiste que dice que el cinturón de seguridad es para valientes, los únicos con nervios de acero para desabrochárselo si el vagón cae al agua.

    Bullman observa atentamente desde su asiento. Registra al detalle las reacciones de la gente durante el vuelo. Le gusta captar el preciso instante en que se alteran. De una manera u otra a todos les afecta cruzar el río. Los que admiraban su reflejo en el cristal pasan a admirar el paisaje. Los que conversaban se distraen con la palabra en la boca. Hay quien ahoga rezos y quien reza en idiomas que se creían olvidados. Algunos se suman en la reflexión y a otros se les nubla la mente. Todos son impredecibles sobre las aguas.

    El vacío les desnuda, muestran la angustia más íntima. Suele ser imperceptible, a veces, un parpadeo o un levísimo cambio en la tez o una minúscula gota de sudor, una lágrima. Es una prueba para los sentidos de Bullman: cuándo cambia el gesto, el ánimo, la actitud. Luego, en esos dos minutos ve manos que se buscan y se entrelazan, frases inconexas, lágrimas infantiles, silencios... Y hoy también seis pequeñas branquias cervicales que se abren y cierran en apenas un segundo en una nuca que asoma por encima del asiento de delante. Un noide siempre te sorprende.

    Ya cerca de la orilla sonríe satisfecho. Nadie ha sucumbido al vértigo. Un alivio no tanto por la demostración de firmeza de los pasajeros, en absoluto, sino por la molestia que supone una emergencia. Sea civilizado, ayude. No, por favor. La rutina te conduce al egoísmo. La misma con la que supera miedos. Con la que Bullman ha aprendido hace ya muchos viajes a mirar hacia el cercano puente de La Reina sin sentir escalofríos. La primera vez que subió al monorraíl, la gigantesca mole de hormigón que une La Reina con Arenera se transformó a sus ojos en una pesadilla de fuego, sangre y acero retorcido. Un recuerdo maldito que la rutina fue limando hasta que su cabeza consiguió esquivar la llamada del pasado.

    Ahora el puente simplemente es hormigón, asfalto y tráfico, demasiado. Desde el vagón el atasco es un espectáculo de hormigas obstinadas que a Bullman le transmite calma. Lo agradece, así, abstraído de sus heridas emocionales.

    Atravesado el río, el monorraíl gira bruscamente hacia el sur, hacia Heres. Bullman se acerca a su destino. Cuando el altavoz anuncia la proximidad de la parada, se levanta de su asiento y se dirige a la plataforma de salida. Mientras avanza escucha la megafonía interna advirtiendo de las posibles sanciones en caso de incidencias vandálicas. La reiteración de conductas equívocas elimina toda consideración casual y será penalizada, salmodia la voz femenina que sale de los pequeños altavoces.

    Bullman recuerda el boletín que transmitió La Corporación la noche anterior y que aún guarda en el buzón de su audioplasma: Dos adolescentes detenidos por desafiar las normas de comportamiento establecidas para el monorraíl. Al parecer habían estudiado a fondo el recorrido de las diferentes líneas, prestando atención a los protocolos de parada y desalojo. Sabedores de dónde estaría situado el andén y hacia qué lado se abrirían las puertas, los dos jóvenes se adelantaban a los demás pasajeros y se situaban ante la salida opuesta, induciendo a error a los viajeros que también se disponían a bajar.

    Actuando de mala fe, siempre según el boletín, adoptaban una actitud de seguridad insultante y no desviaban sus miradas de la ventana, aun percatados de que el andén discurría por el lado opuesto cuando el monorraíl entraba en las terminales. Los pasajeros, aunque sabían de antemano cuál era la salida habitual en sus paradas, se dejaban llevar por la confusión al ver a los dos adolescentes en el lado opuesto y se situaban detrás de ellos.

    Bullman recordaba perfectamente los detalles. Según la declaración de los dos jóvenes, tomada tras su detención por los Cuadros de Seguridad de La Corporación, su intención era dejar clara la inseguridad de la gente fuera de sus rutinas, evidenciar sus dudas. Según el expediente, las autoridades consideraban que los ciudadanos afectados actuaban por inercia. Aun sabedores de que por costumbre las puertas se abrían hacia un lado determinado, optaban por ocupar su sitio en la plataforma en la dirección que les marcaban los dos detenidos, razonando alguno posteriormente que se mostraban tan seguros mirando por la ventanilla contraria que nos engañaron por completo, no queríamos parecer equivocados, no podíamos permitirnos dudar.

    Así, cuando el monorraíl se detenía, se producía el consecuente revuelo en la plataforma de salida, viéndose obligados todos los pasajeros en disposición de bajar a girar sobre si mismos y salir por el lado contrario, el correcto, con la consecuente pérdida de tiempo y algún que otro atropello al intentar llegar al andén, lo que repercutía negativamente en la calidad del servicio y la fluidez del tránsito. Esto es subversión, no travesura, medita Bullman recordando las alegaciones presentadas por los abogados de los dos detenidos. Para él, quebrar un hábito que se demuestra eficaz no puede quedar impune por condiciones de edad o inmadurez.

    Hace esta reflexión justo cuando el monorraíl está a punto de detenerse ante el andén de la terminal de Heres. Bullman mira a su alrededor y ve satisfecho que sus acompañantes en la plataforma están todos alineados hacia la salida correcta. Puerta derecha. El convoy se detiene finalmente y, tras dos señales acústicas, las compuertas se abren y los presentes en la plataforma bajan al andén. Bullman sale a su vez del vagón y ya en tierra se dirige hacia la salida de transbordos. A su espalda escucha la bocina que anuncia la continuación del viaje del monorraíl hacia los polígonos del sur.

    Bullman se siente a gusto entre la masa anónima que enfila la boca de la terminal, caminando lentamente bajo los gigantescos fluorescentes que iluminan la amplia sala. De un vistazo localiza el neón que indica su siguiente destino, Heres Litoral, y se funde en la rutina de hormigas, una marea sin sobresaltos. Ve a decenas, cientos que podrían ser él. Cuellos de camisa, cuellos desnudos, peinados, calvas, sombreros, pendientes... Y unos ojos que se cruzan con los suyos. Un hombre que espera apoyado en una papelera junto a la salida. Un hombre que le espera. Y eso no tiene sentido.

    La multitud avanza. Paso a paso empuja a Bullman. Unos ojos amarillos buscan su mirada. Bullman acepta el reto. Gabardina morada, manos en los bolsillos. Una sospecha. Dos pasos más, tres. ¿Pero qué...?. Una mano sale de la gabardina. Sostiene un objeto metálico. Podría tocarlo con extender el brazo. Los ojos de Bullman transmiten la información al cerebro: un objeto metálico, negro, reconocido, una Boltor eléctrica, letal. La multitud le arroja casi encima del hombre. A Bullman le da tiempo a ver un destello procedente del aparato. Le da tiempo a que su cara dibuje involuntariamente un rictus de miedo. Le da tiempo a oir un chasquido. Le da tiempo a sentir un dolor intenso. Todo antes de caer entre convulsiones, disimuladas por el abrazo del agresor que le aprieta contra su gabardina morada mientras las manos de Bullman buscan entre espasmos asirse al pecho. Es inútil. La descarga le supera.

    2

    VAINAS

    Supras. Brutos mecanizados. Lentos. No confiaban en ellos. Eso dijeron. Querían un grupo rápido, un abordaje limpio. Minimizar riesgos. ¿Qué riesgos? Un bruto no deja testigos. Una máquina no corre riesgos. Pero no. Confiaban en nosotros. Eso dijeron. La experiencia, un historial limpio, sin dudas ni preguntas incómodas. Silencio en tiempos difíciles. Acatar las órdenes.

    Vainas. Hileras de vainas congeladas. Sin dejar a la mente tiempo para asumir aquel horror, el instinto suplica salir de aquí. Empezamos diez, quedamos cuatro. ¡No me dejeis aquí! ¡NO ME DEJEIS AQUÍ!. A Bum Bum lo quemaron vivo. Tengo su rostro desfigurado grabado en la retina, deshaciéndose: dolor, agonía, carne quemada, hueso.

    Atari se quedó atrás. No podemos regresar a buscarlo. No queremos regresar. Atari es listo, me lo repito obsesivamente, Atari es listo y sabrá cómo hacerlo. Sellamos el túnel de abordaje.

    —¡Hay que largarse como sea! —le digo a Jmar.

    Tiene un tajo en el brazo izquierdo, pero tanto miedo que le da igual. Cabeza, una mano y el horror. Desaparece por la escotilla que comunica con el puente de mando, asiéndose con el brazo sano a los barrotes de acceso, como un mono.

    Rocco vigila la puerta. Rodilla en tierra sostiene su Ram, apunta hacia el túnel. El Ram tiembla, porque Rocco tiembla. Gran calibre, gran hombre. Les hace pedazos, pero las salpicaduras queman. Llora, rogando en silencio no tener que disparar. Significaría que han entrado.

    Viv me mira. No se qué decirle. El peto rasgado, el semblante rígido. Clic, clic. Pistola descargada. Aprieta compulsivamente el gatillo, apuntando al suelo. Paralizada, en estado de shock. No puede evitarlo, aunque no tiene munición, aunque aquí ya no hay nadie a quien tirar.

    —¡Matadme antes! ¡No me dejeis! ¡NO ME DEJEIS VIVA CON ELLOS! —nos pide.

    Y yo. Tengo miedo y no tengo armas. Se me cayeron. ¿Se me cayeron? Cuando nos emboscaron por el túnel de ventilación. ¿Qué hice antes, correr o dar la orden de

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