El día que me vaya no se lo diré a nadie
Por Kiko Amat
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Información de este libro electrónico
Julián podría definirse como un perdedor: es poco productivo, acumula discos y libros, trabaja en una librería de segunda mano, pasa todas las noches en el mismo bar de Gràcia y cuida de sus zapatos y camisas como si se tratase de personas humanas. Para él, su único refugio es el Mundo Paralelo, un espacio de fantasía que no contribuye a facilitar su estancia racional en el planeta.
Octavia pierde también lo suyo. Su trabajo (poner la voz en el metro, en los contestadores telefónicos y en incontables sitios más), ha ido erosionando su optimismo gota a gota. Su vida tampoco está en el mejor momento: su novio la ha dejado por otra, sus amigos le han dado la espalda y su madre es una pasivo-agresiva de manual.
Las vidas de Julián y Octavia convergen en tres días que se aceleran de repente, y juntos fantasean con huir de una Barcelona plácida y aburrida al ritmo de canciones épicas. Un libro, una cinta y una casualidad como tantas otras completarán este encuentro imprevisto que cambiará, al menos por un momento, las vidas, decisiones y esperanzas de sus protagonistas.
Esta novela a dos voces, con la que Kiko Amat debutó en el año 2003, mezcla humor y emoción mediante una prosa apresurada, precisa y repleta de estribillos. Una obra de clara esencia anglófila, que bebe de Richard Brautigan, Keith Waterhouse y Colin Mclnnes para construir un mundo subterráneo con el drama y la intensidad fugaz de una canción de música pop.
Kiko Amat
Kiko Amat (1971) nació en Sant Boi de Llobregat, en la periferia barcelonesa. Su padre era rugbista, y su madre, auxiliar del manicomio local. Abandonó los estudios a los diecisiete años para ser mod, cleptómano, disquero, cajero en McDonald’s, operario de cadena de montaje en Seat, vigilante de camping, cartero comercial y camarero de un gran hotel. Ha publicado las novelas El día que me vaya no se lo diré a nadie (Anagrama, 2003): «Relato intenso, airado y estilizado como un sencillo de los Small Faces» (Ramón Vendrell, El Periódico); Cosas que hacen BUM (Anagrama, 2007): «Con un humor vigorizante, Kiko Amat evoca los intentos desesperados de un antihéroe para ser aceptado por el clan. Un autorretrato generacional lleno de burla y de nostalgia» (Ariane Singer, Le Monde); Rompepistas (Anagrama, 2009): «Inteligente, emotiva, divertida y a la vez melancólica. Un Trainspotting (casi) sin drogas. Un guardián en la fábrica La Seda. Un Graham Swift sin Guinness (con Estrellas). Una novela excelente» (Carlos Zanón); Eres el mejor, Cinefuegos (Anagrama, 2012): «Cienfuegos representa lo peor de nuestra generación: Amat, por lo menos en literatura, es seguramente lo mejor» (Javier Calvo); Antes del huracán (Anagrama, 2018): «Extraordinaria. Pertenece esta novela al tronco de la alta literatura» (Jordi Gracia, El País), «Una prosa escandalosamente vibrante y adictiva» (Laura Fernández, El Mundo) y Revancha (Anagrama, 2021): «Dura, veloz, violenta, Revancha es una bala perfecta, el reverso literario de la hipocresía» (Lucía Lijtmaer). También es autor de tres libros de no ficción, Mil violines (2011), Chap chap (2015) y Los enemigos. Cómo sobrevivir al odio y aprovechar la enemistad (Anagrama, 2022). En la actualidad co-guioniza y co-conduce el podcast Pop y Muerte (Radio Primavera Sound) junto a Benja Villegas, dirige el festival Subsol en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona y es programador cultural de la librería Finestres. Está escribiendo su séptima novela. Pueden encontrar más información de sus actividades aquí: @100patadas Y también aquí: kikoamat.wordpress.com
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El día que me vaya no se lo diré a nadie - Kiko Amat
Índice
Portada
Las deudas y las dichas del debutante
El día que me vaya no se lo diré a nadie
Uno
Razones
Calcetín
Agamenón
Gárgaras
La Voz del Destino
Base «Puerta de la cocina»
Subopciones
El Asesino Gris Moho
Punto determinado
Dos caras
Rasgos
León
Anfitrión
Pensamiento Paralelo
Horroroso
Cleopatra
Imbécil
Pacharán
Lacrimales
La madre
Barbours
Bastante
Impulso
Reyes Magos
Orejas
Vertedero
San Pedro
Dedos de oro
Radio
Pompas
Dos
0 Credibilidad
Soga
Campamento base
Mimo
Taxi
Cinta
Mundo Contable
Anclaje
La facilidad de las cosas
Siesta Despierta
Ping
Sierra
Salvado por todos
Dientes
Decorado
Puños
Jefe Nariz-En-Llamas
Lechuga
En globo
Edimburgo
«Vokuhila»
Lavabo
El día que me vaya no se lo diré a nadie
Telegrama
Caballitos
Grandes familias
Olga
Tres
Sol
Incendios
Calzoncillos
Primeros Auxilios
Dia
Batalla
Acera Verdadera
Pisadas
Mejor
Cuerdo. Loco
Flauta
Pecera
Espíritu de la Escalera
Moscas
Escalones
Midas
Corcho futuro
San Martín
Conejos
Navaja andante
Último
Agradecimientos
Notas
Créditos
Las deudas y las dichas del debutante
(y otras consideraciones sobre
El día que me vaya no se lo diré a nadie
veintiún años después).
Un prefacio de Kiko Amat
Bienvenidos a este prefacio. Escribo estas líneas tras releer una novela, mi debut, que escribí hace dos décadas, cuando era otra persona y vivía de otro modo y no tenía hijos y no me habían sucedido muchas de las cosas que me han sucedido (otras sí), pero especialmente no había escrito ficción con anterioridad. Lo que sigue son mis reflexiones sobre este primer intento y su contexto, y lo que he experimentado y recordado mientras lo leía. Se lo dispongo en párrafos autotitulados para que no desentone con el resto de la obra (un libro pop exige una introducción ad hoc; topos y rayas no combinan).
Hacerlo fácil
En mis primeros intentos de escribir, de niño, me perdió un exceso (megalómano) de ambición. A los catorce había intentado escribir una novela protagonizada por toda mi clase de octavo (treinta personajes, o los que fuéramos) en la que viajábamos al infierno y topábamos con las huestes de Luzbel, demonio a demonio (abandoné la novela tras treinta páginas, justo cuando el autocar del colegio caía por el agujero infernal). A los quince, en primero de BUP, traté de dibujar un cómic de ciencia ficción protagonizado por un tipo que viajaba a través del Antiguo Testamento (entero), y no pasé de la tercera página (el personaje principal ni alcanzó a salir de la nave). Así que para mi primer intento de escribir ficción seria, a los veintiocho años, supuse que tocaba empezar con algo pequeño, sencillo, contenido. Hacerlo fácil, que dice siempre Valentín Roma.
Brautigan
Un año antes de empezar El día... leí por primera vez a Richard Brautigan. Brautigan, literariamente hablando, con su lenguaje sencillo, imaginación febril, comparaciones wacky, tono pop, frescura y brevedad y división por capítulos autotitulados, fue mis Sex Pistols. Mi Esto Puede Hacerse. También extraje de él la sensación de infinita posibilidad; la noción de que de cualquier cosa podía surgir una novela, por flipada que fuese la idea inicial.¹ Brautigan me liberó, no hay otra forma de decirlo. Me proporcionó el coraje para insertar la primera frase, sin miedo, y luego la segunda, y de ahí hasta el final. De él aprendí también que esto tenía que ser divertido (al menos al principio); que la escritura no implicaba sollozos y pústulas. Sin Brautigan es posible que no me hubiese atrevido a empezar; habría pensado que uno tenía que entregar directamente Moby Dick o mejor ni dar el paso.
Deudas
Todos mis maestros debutaron copiando, sin excepción. Mi consejo para principiantes es: empieza robando y confía en que tu talento lo eleve y transforme desde ahí. Como he dicho antes, El día... tiene un débito directo con Un detective en Babilonia, de Richard Brautigan. De hecho, tachen lo de directo: es una deuda flagrante. Pero nunca he creído que el adeudo fuese abochornante, y siempre he acarreado mis influencias en la solapa. Esconder bajo la alfombra a los autores a quienes uno copió de joven es una muestra clara de pusilanimidad e inseguridad literaria. Otras deudas de este debut son Billy Liar de Keith Waterhouse (y el filme homónimo de Schlesinger) y La tentación vive arriba (Billy Wilder, 1955), un filme en el que podrías cambiar a Marilyn Monroe por una llama de papel maché y me encantaría igual (solo tenía ojos para Richard Sherman, el protagonista masculino). Julián, mi protagonista, es, así, una mezcla de Sherman, Billy Fisher y el detective babilónico. Es mi único (y último) libro auténticamente bibliófilo, en el sentido de que nace de obras que me gustaban en lugar de surgir del Gótico Llobregat, mi barrio, la oralidad, las pandillas, los skins, bla bla.
England
El estilo de El día... es eminentemente británico. Soy del todo ajeno a la tradición española, y no es sobradez. No vengo de esa línea de sucesión, y empecé a escribir sin haber leído casi nada de literatura contemporánea en castellano.² Cuando por fin leí a algunos de esos notables: a) ya era demasiado tarde para mí, porque mi estilo y mi visión estaban hechos, y b) no me impresionaron demasiado. Lo que yo buscaba hacer era otra cosa, más inglesa. Las burradas dichas con rictus impávido (o understatement), la hipérbole enloquecida, el esperpento narrado con la ceja levantada y, muy especialmente, el horror por la solemnidad, la gravedad o la afectación envarada... Vienen de la isla lluviosa, qué quieren que les diga. Douglas Adams, Tom Sharpe, el mencionado Waterhouse, el primer Kingsley Amis (Lucky Jim), el primer Evelyn Waugh, P.G. Wodehouse son los pilares en los que se sustentaba el armazón técnico, espiritual y estilístico de mis primeros libros. Las soflamas antiadultos y antisquares y el rollo rebelde proleta con-bastante-causa y la indignación spleenosa permanente son, a su vez, deudas patentes de los angry young men y las obras de kitchen sink. También ingleses. So sue me.
Anagrama/Contraseñas
Por lo dicho en el párrafo anterior, me cuesta imaginar El día... en otra editorial. Es un libro Anagrama al cien por cien, al menos en su vertiente underground, Contraseñas, nuevo periodismo, pop y anglófila de los ochenta y noventa. De hecho (los lectores de Los enemigos ya saben que soy increíblemente vengativo, Stalin-style), guardo como proverbial oro en paño las cartas de rechazo que cosechó mi debut. Conviene explicar esto: yo sabía que quería fichar por Anagrama, si su editor me aceptaba; era mi primera opción. Pero consideré educativo enviar el manuscrito a unas cuantas editoriales más, para husmear el feedback (era la primera vez que alguien leía mi ficción, entiéndanlo; tenía curiosidad por conocer las reacciones). Las respuestas de esos editores, que oscilaban entre la perplejidad, la displicencia y el Quita Esta Mierda De Aquí, aún me hacen reír hoy, más de veinte años después.³ Pero Jorge Herralde leyó aquel manuscrito y detectó todas las señales, los guiños, el tono y el origen. Vio que El día... era un hijo, legítimo o bastardo, de Contraseñas. Y ahí es donde fue a caer mi librito. Gracias, Dios mío.
You’ve got mail (de Herralde)
Pero, antes de publicarlo, mi editor tenía que informarme de sus planes. Yo había conseguido, con no sé qué repugnante añagaza, que alguien depositase mi librito sobre la mesa de Herralde, sin que pasara antes por sus trilladores habituales.⁴ Un domingo del 2002 llegamos mi mujer y yo de un fin de semana en el monte y nos topamos con un mail dirigido a ella donde decía: «Tu chico tiene talento.» No exagero al decir que es el correo más importante que he recibido jamás. Y digo «correo» para no decir «suceso» en general y que ustedes me tilden de psicópata. Sí, de acuerdo, me emocioné al escuchar los latidos del corazón de mi primer hijo en la primera ecografía, pero yo que ustedes no la pondría en una balanza junto al correo de Herralde.
Luego supe que Herralde se había quedado en la editorial algo más de la cuenta un viernes del montón y, a falta de otra cosa que llevarse a los ojos, agarró mi Word y empezó a leerlo. El resto no es historia, pero lo será algún día (famous when dead y todo eso).
Pureza
Por alguna razón que me cuesta entender ahora, la novela oscila, a ratos, alrededor del concepto de castidad. Eso al menos es lo que se deduce de su moralejera página final, con su «puedes esconder tu amor para siempre».⁵ También otras frases previas, como «la imagina besándole en la frente» o «no mira su cuerpo en ningún momento», que parecen escritas por un monje cisterciense en plena iluminación célibe-flagelante. La obra insinúa (de hecho afirma) que es mejor lo sublime, lo imaginado, la idea pura, que la decepción⁶ que inevitablemente traerá la imperfección del contacto físico y la cercanía emocional. No sé qué puedo alegar a esto, más allá de que en el momento de escribirlo, y desde los catorce años, me obsesionaba ese concepto, el de pureza. Y el de obsesión. Me obsesionaba la obsesión,⁷ y ante todo me perdía la idea de lo puro, en un sentido sublimado y caballeresco y virginal, idealizado, de la palabra. El día... son mis malditas gestas de Roldán, vamos, en versión pop y barcelonesa. Es lo que hay.
No-especificidad geográfica
El día... es un libro geográficamente desenfocado, por no decir algo más feo. De acuerdo, diré algo más feo: es un libro geográficamente acomplejado. Su paisaje condal, inconcreto y bidimensional y decorado-de-función-de-fin-de-curso, obedece sin duda a que a) no me atrevía aún, o no creía que se pudiese o fuese siquiera legal, a hablar del pueblo original y el lugar específico de uno, y b) siendo así las cosas, obligado a situar la acción en Barcelona, supe que no me apetecía hacerlo. Las calles de El día... son como paisajes de Scooby Doo: una cosa pobremente dibujada que se repite una y otra vez. Para cuando llegó Cosas que Hacen BUM (2007) ya había conseguido superar el estadio b) (escribí sobre Barna, pero mejor, y encima metí dos capítulos ambientados en Sant Boi) y en Rompepistas (2009) rompí definitivamente el tabú a) (desplazando la acción hacia el lugar de donde no parece que nadie vaya a moverla jamás: el jodido Baix Llobregat). Bien por mí.
Mod/Pop
Ropitas y disquitos. Y la portada de Peter Blake. Motown por todas partes. Vale. Se me vio el llautó,⁸ que se dice en catalán. El día... es un libro bastante pop. Y mod. Tres acordes y proclamas comprensibles, slogans y estribillos, puntos y aparte por todos lados,⁹ más fuerza que técnica, urgencia en la entrega, colores planos y refulgentes, poca sombra y mucho brillo, canciones y pantalones, baile y juventud, certezas absolutistas teen. Yo había sido mod en mi posinfancia y adolescencia (de los quince a los diecinueve) y supongo que la visión y la idea se me quedaron un tanto adheridas a la ropa, como el olor a fritanga de un frankfurt mal ventilado.¹⁰ No hay mucho más que pueda decir: El día... y Cosas que hacen BUM son mis libros mods, mi etapa posmodernista, de una forma no obvia y desde luego metafórica, como son las mejores descripciones de lo mod. No diría que todo eso se me ha pasado –aún me quedan algunas marcas, como las de una viruela especialmente virulenta–,¹¹ pero sí que no tiene influencia en mi obra actual. Y los libros con exceso de referencial cultural, sub- o no, han acabado atragantándoseme (quizás por empacho, no digo que no, o porque en casa del herrero cuchara de palo, etc.).
El dónde y el cómo y el después
Escribí El día... a caballo entre Londres y Barcelona, en los años 2001-2002. Lo comencé un domingo inevitablemente gris en Fairbridge Road, Archway/Holloway (North London) y lo acabé en un piso umbrío que detestaba profundamente, en el Passatge Marimon de Sant Gervasi.¹² Debí de tardar un año en terminarlo y pulirlo, entre los días que libraba de Reckless Records y mi primera fase de deprimente desempleo barcelonés. Me divertí mucho escribiéndolo, y no soy capaz de conjurar ningún momento agónico. De hecho, al terminarlo creía que ya sabía escribir (LOL) y que el camino al panteón de los grandes estaba ya pavimentado, y con baldosas de oro. Y yo en rollerskates. Pobre iluso. Tardaría cuatro años en terminar mi siguiente novela, sudando sangre y pus y dejándome la salud en el empeño (aunque con ella sí aprendí a escribir).
La recepción
La crítica y los lectores fueron universalmente magnánimos con el debutante. Aparecieron reseñas en varios medios importantes,¹³ me hicieron fotos en las que hice mohines y morritos y lucí camisas improbables, y los periodistas me preguntaron mi opinión sobre cosas (nadie antes me había preguntado mi opinión sobre una mierda). La crítica oficial la recibió sin excesivo desmelene y la comparó con referencias más o menos adecuadas (Alta fidelidad, Wilt, Vonnegut). Anagrama celebró una rueda